Capítulo 03
Veinte días, solo veinte días habían pasado, y faltaban veinticinco más. Acacia se removió en la cama, sintiendo el cuerpo cálido de aquel hombre que había llegado a conocer más de lo que podía imaginar. Con charlas y discusiones, el corsario ya le había abierto más de lo normal su corazón y ella también. La joven no estaba acostumbrada a los tratos de un hombre y menos que la trataran con tanta delicadeza, en realidad, aquel hombre solo era un salvaje y bruto cuando debía de serlo ante su tripulación y era todo un encanto cuando estaba con ella. Sobre todo cuando ella reiteradas veces lo persuadió para que todavía no intimidaran y él ante el asombro de ella, se lo había respetado. Acacia frunció el ceño cuando no insistió y se fue a dormir sin malhumor. Ella aliviada, se metió en la cama también.
Acacia escribía palitos en una hoja por cada día que pasaba en alta mar, y su aburrimiento era tanto que creyó volverse loca.
Chester había entrado al camarote luego de impartirle órdenes a su tripulación. Vio a Acacia concentrada en una hoja de papel y se acercó hasta ella para mirar por arriba del hombro de la joven.
—¿Qué haces? —le preguntó curioso.
—Hago palitos para contar los días que llevo navegando contigo —le respondió ella, y ante la respuesta, él se rio a carcajadas.
—Mujer, terminarás enloquecida si sigues contando de esa manera los días, estás demasiado aburrida.
—No hay nada para hacer aquí —le dijo ella con un suspiro de resignación.
—Con que aburrida, ¿no? Se me ocurrió una idea brillante. Ven, salgamos del camarote —le expresó él, y con su ayuda se levantó de la silla.
Ambos de inmediato salieron del camarote, la tripulación ya no le prestaba atención y todos tenían bien en claro quién era ella. Solamente la compañía de su capitán.
El corsario, se acercó a su contramaestre y le pidió prestada su espada. Chester caminó hacia ella, y le entregó la espada en sus manos.
—¿Qué haremos? —le preguntó ella mirando con atención y desconfianza la espada sujeta en sus manos.
—Voy a quitarte el aburrimiento, y de paso, practicarás esgrima conmigo. Ante cualquier dificultad que se nos presente, sabré bien que tú estarás dispuesta a pelear también.
—Soy una dama. ¿O acaso no lo recuerdas?
—Veo muy bien que eres una dama, una dama demasiado bonita y bien formada —le dijo el pirata de manera sugestiva.
Acacia, ante aquellas palabras, le dio un puntazo en una de sus piernas.
—Por perverso y poco caballero ante una dama como yo —le contestó Acacia teniendo la frente bien en alto.
—Señorita Barner, cada día que pasa me vuelvo más indecente con usted —le respondió Chester con una sonrisa que delataba los más secretos y oscuros misterios de un hombre apasionado.
—¿Ahora me tratarás con formalidad y de usted? ¿Después de haber dormido juntos durante más de medio mes? —le formuló las preguntas por lo bajo y con timidez.
—No hemos dormido juntos de esa manera —contestó él bastante alto.
—No grites tanto que pueden escucharte —le respondió ella, y volvió a golpearlo con la espada, ésta vez en uno de sus brazos.
Chester, se puso en guardia, y le habló a Acacia:
—¿Lista para pelear conmigo, Acacia?
—Lista.
A pesar de que Chester era un gran espadachín, él sabía bien que la joven no estaba entrenada y jamás había tenido en sus manos una espada, pero aún así, quiso que supiera las técnicas y las poses básicas de aquel deporte, porque sabía bien que tarde o temprano, el barco no estaría tan calmo como hasta ahora. Mucho antes de llegar a destino, siempre había batallas de barcos enemigos, y no quería que a Acacia le pasara algo por su culpa, y por tal motivo, prefirió entrenarla, para que estuviera por lo menos a la altura de su tripulación para manejar con soltura y agilidad una espada.
Un mal movimiento hizo trastabillar a la joven, quién cayó de bruces contra el piso.
—Vamos, el combate se está poniendo cada vez más interesante e intenso, ¿no te parece así? —le dijo con burla—, ¿te has cansado, Acacia? Eres débil entonces, y yo creo que tienes muchas más agallas por dentro de lo que tú misma te imaginas. ¿Acaso me dejarás ganar tan fácilmente?
Acacia ante tales palabras cargadas de burla y sarcasmo, se levantó del suelo y con furia contenida acometió contra Chester, quién se sorprendió de muy grata manera al comprobar lo que estaba pensando. Acacia tenía agallas y muchas.
Fue el turno del pirata, ésta vez en tropezarse con unas cuerdas enrolladas a un costado de la popa, para darle la ventaja a la joven sobre él, en ponerle un pie en el medio de su camino, y terminar por caerse de cara contra las sogas.
—Sí, Chester, me has enseñado muy bien esgrima —le dijo ella con risa, golpeando la hoja de la espada contra el trasero del pirata.
Ella dejo a un lado la espada, y volvió a entrar al camarote, el corsario entró luego a su lugar privado y arrinconó contra una de las paredes a Acacia.
—Sí que te enseñé muy bien esgrima, Acacia —le expresó él con mucha sinceridad.
Acarició el cabello de la joven, y se miraron a los ojos con absoluto cariño por ambas partes. Chester acercó su boca a la de ella, y ella le correspondió con total seguridad y tranquilidad. Acacia lo abrazó por su cuello y él por la cintura de ella.
—Gracias por sacarme el aburrimiento —le dijo ella separándose de sus labios y mirándolo a los ojos.
—Fue todo un placer haber peleado contigo —le respondió él, y volvió a besarla con más vehemencia—. Mañana retomaremos las prácticas y los siguientes días también.
—Está bien.
Acacia y el corsario volvieron a besarse con cariño, y una pasión escondida por ambas partes.
La tarde del día número veintitrés, el barco fue asaltado por otros piratas. La joven salió del camarote asustada al escuchar gritos, y los sonidos de choques entre sables y espadas. Chester le gritó que se metiera dentro y no saliera por ningún motivo. Ella le obedeció sin protestas.
La joven no se había percatado de que tenía la puerta trasera abierta aún, y al darse vuelta se encontró de frente con alguien más.
—¿Dónde vas tan deprisa preciosa? —le preguntó aquel hombre con mirada lasciva.
—Será mejor que se vaya de aquí ahora mismo. En cualquier momento vendrá el capitán del barco y no le gustará verlo aquí.
—No le tengo miedo a El Corsario Azul. Y tú y yo podemos pasarla bien mientras toda esa manada de animales salvajes se matan entre ellos —le dijo él y ella esquivó con rapidez su agarre.
—Insisto en que tiene que irse. No querrá salir lastimado.
—¿Tú me dañarás? Eres tan indefensa que es posible que te rompas una muñeca, belleza —le volvió a responder, ésta vez mostrando una sonrisa perversa que hizo que a Acacia le dieran arcadas.
—Ni se le ocurra tocarme, de lo contrario le pesará asqueroso cerdo —le gritó exasperada y tratando de acobardarlo.
—Tú no me gritarás, zorra —le gritó cazando sus pelos por detrás al vuelo—. Solamente El Corsario Azul te quiere para su conveniencia, cuando no le sirvas más te dejará abandonada en La Isla de La Tortuga. Pasan muchas mujeres por él, y tú no serás la mujer especial para él, nadie le ha dejado una huella y menos tú lo harás, así qué, será mejor que cooperes —le respondió el hombre, intentando llevarla a la cama mediante la amenaza de una daga en el cuello de la joven.
Acacia sin que el hombre sospechara, tomó un corta papel del escritorio de Chester. Antes de tirarla en la cama matrimonial, ella se dio media vuelta y lo miró a los ojos.
—No crea que soy una mujer débil.
—Eres muy valiente para dejarte manosear por otro.
—Soy valiente para defenderme, y no dejar que me toquen los cerdos repugnantes como usted —le dijo con seriedad y decisión, empuñando con firmeza el corta papel contra la carne del hombre.
—¿Qué has hecho, zorra? —le preguntó con los ojos bien abiertos y llevando sus manos al estómago ensangrentado.
—Ya le he dicho, no soy ninguna débil, y no soy lo que parezco, mucho antes de que lleguen ustedes, El Corsario Azul me entrenó para defenderme de bárbaros como usted —le expresó viendo al hombre caer de rodillas—. Y sus lecciones de defensa propia surtieron efecto —le terminó de contestar y lo hizo caer al piso empujándolo con su pie.
Acacia lo miró desde una distancia prudencial y desde arriba. Tragó saliva cuando cayó en la cuenta de lo que había hecho. Y se derrumbó en la cama para llorar a mares. Minutos después, el corsario se hizo presente en el camarote. Ella le dio explicaciones, pero él ya sabía lo que había pasado al ver al pirata tendido en el piso.
—Acacia, ¿te encuentras bien? —le preguntó mirándola a los ojos.
—Sí, fue... horrible, creí que jamás haría algo así, pero lo hice. Para cuando le clavé la pequeña daga en su abdomen ya era demasiado tarde. No sé de dónde saqué las fuerzas para hacerlo, pero lo hice, nunca he matado a alguien.
—Eras tú o él, ¿lo entiendes?
—Sí, lo entiendo, pero nunca pensé que me atrevería a tanto.
—Te entrené bien entonces. Esos días enseñándote defensa propia, valieron la pena.
—Supongo que sí —le respondió entre risa y llanto.
Jacob entró con ligereza al camarote, viendo la escena entre su hermana y su capitán. Ella al verlo, se separó de él. Y el corsario se enderezó para enfrentarlo.
—¿Estás bien?
—Sí, Jacob, estoy bien, no te preocupes.
—Siento haberte metido en esto hermana.
—No pasa nada, cariño. Te vi pelear, eres bastante bueno —le contestó sonriéndole y le acarició la mejilla.
—Gracias —le respondió, se irguió y caminó hacia la puerta.
—¿Jacob?
—¿Sí?
—Con respecto a lo que has visto...
—No tienes que decirme nada, lo entiendo.
—¿Qué entiendes?
—Es obvio que estás enamorada de él —le expresó con sinceridad y ella quedó callada del asombro.
Su hermano se fue, cerrando la puerta, y dejando a su capitán y a su hermana a solas. Acacia se levantó para pedirle disculpas.
—Disculpa a mi hermano, a veces dice cosas que no tienen sentido, es imposible tener una relación contigo, no eres estable, y yo no soy de las damiselas que esperan para casarse con un rico noble, puesto que no soy de la aristocracia, no tengo preocupaciones en casarme siendo o no virgen.
—¿Por qué me dices éstas cosas, Acacia? —le preguntó frunciendo el ceño y mirándola con atención a los ojos.
Antes de poder responderle, golpearon a la puerta para luego pasar un pequeño grupo de hombres para llevarse el cuerpo del pirata que la joven había matado. Uno de ellos limpió con esmero el suelo y posteriormente salió al igual que los demás del camarote, cerrando nuevamente la puerta.
—¿Me responderás a lo que te pregunté recién?
—Eso que escuchaste antes, no tengo preocupaciones con respecto a ser o no virgen. Si hubiera sido una joven con un título sí me lo plantearía varias veces, hasta te obligaría a que te casarás conmigo para mantener intacto mi honor, pero no soy de la alta alcurnia y tú menos eres un noble inglés.
—Puedo retomar el título y todo lo que heredé si quiero.
—No eres un hombre de tierra, tú mismo me lo has dicho. Y yo no te estoy obligando a nada, Jacob suele decir cosas que no son verdad, así qué, es mejor que no le lleves el apunte.
Acacia solo quería que dejara de preguntarle más cosas con respecto a eso. No iba a obligarlo a nada que él no quisiera. No quería que un hombre se atara a ella por algo que le debía o mismo por algo que le quitó. Tenía en claro que aquel pirata de mirada estremecedora y seductora no era para ella. Y mucho menos un partido para casarse y establecerse en un lugar de tierra firme. Pero el momento en el que estaba, era en alta mar junto a él, y trato que había hecho como no, no podía negar ni por un segundo que le gustaba su compañía. Le gustaba él. Y por triste que fuese se había enamorado de él. Y estaba dispuesta a entregarle su corazón y su cuerpo.
Chester caminó hacia ella con soltura y decisión, levantó el rostro de ella al posar su dedo índice en la barbilla de la joven, para mirarla con detenimiento.
—¿Eres o no virgen, Acacia?
—¿Por qué lo quieres saber? Me incomodas cuando me lo preguntas.
—Si mientes lo sabré.
—¿Cómo lo sabrías?
—Sé muchas cosas que jamás te podrías imaginar. Sé cuando mientes, y sé cuando me dices la verdad. Y sé cuando te pones nerviosa, como ahora mismo. Y sé también que tienes intenciones de mentirme cuando reconozco que tu cuerpo dice lo contrario.
Bajó el rostro hacia ella, y unió su boca con la de la joven. Ella enredó sus brazos y manos alrededor de su cuello y él la abrazó por su cintura para atraerla más contra él. Las respiraciones se entremezclaban, y la ropa fue despojándose poco a poco de sus cuerpos. Acacia con nervios pero decidida más que nunca se aferró a su cuello cuando él la levantó en sus brazos para llevarla a la cama.
El ondulamiento de la llama de la vela que estaba sobre la mesa de noche, hizo que Acacia se despertara soñolienta. Vio una de las manos del hombre en su vientre, y quedó maravillada con el contraste del color bronceado de él, y el color melocotón de ella. Ladeó la cabeza al ver con atención el anillo que yacía en el dedo menique de él. En oro macizo, portando una especie de escudo heráldico. No podía distinguir bien el dibujo, y las sombras que proyectaba la llama de la vela lo desdibujaban. Con un dedo tocó la textura, y él abrió los ojos.
—Lo siento, te he despertado.
—¿Qué veías?
—Tu anillo. Es extraño.
—¿Por qué lo dices?
—No lo sé, el dibujo es raro.
—Perteneció a mi familia por generaciones.
—Lo entiendo.
—Acacia deja de pensar y dame un beso —le dijo tomándola de la cintura poniéndola sobre él.
La joven correspondió al beso de buena gana. Entregándose en cada beso y en cada encuentro íntimo que mantenían. Una hora y algo después, quedaron mirándose a los ojos, él acariciaba su cabello mientras le quitaba algunos mechones de su rostro. Ella le sonrió y él le respondió con un beso en su cuello.
—Hueles exquisita —le dijo él oliendo su cuello, y ella se sorprendió.
—No llevo perfume. ¿Cómo puedes decir eso? No huelo a nada.
—Lo creas o no, tu esencia es única —le respondió.
Acacia no sabía si se lo decía para adularle el oído y así obtener más placer de ella, o si decía la verdad porque lo sentía realmente.
—Sigo afirmando que eres extraño. Pero debo confesarte que me gustas mucho —le dijo ella roja como una grana.
—Eres preciosa cuando te sonrojas, ¿qué me has hecho, Acacia?
—No te he podido hacer nada, no tengo nada para conquistar a un hombre.
—Si supieras cuántas virtudes y cualidades tienes, no me estarías diciendo estas cosas. ¿Acaso no te has dado cuenta la manera en cómo te mira mi tripulación o no le das importancia?
—Jamás me percaté de esas cosas, y para cuando lo supe ya era demasiado tarde.
Pirata y dama volvieron a prodigarse amor, y a medida que los días iban pasando, la joven más se enamoraba de él, y el hombre ni siquiera se daba cuenta. Jamás la había tratado con desprecio y en parte se aliviaba por eso. No habría soportado su falta de tacto si la trataba como una baratija más. Tenía en claro que aquel viaje acabaría pronto, y lo mismo pasaría con su relación pasajera.
El día cuarenta y cinco, Acacia lo marcó, señal de haber llegado a destino como un mes y medio atrás le había dicho Chester. La Isla de La Tortuga era un paisaje exótico para los ojos de quién la visitaba. Acacia intentó ser la siguiente en bajar del barco, pero Chester se lo impidió.
—No bajarás del barco, es demasiado peligrosa la isla para una mujer.
—Sé defenderme.
—Lo sé, pero no voy a arriesgarme.
—¡Nos atacan! —gritó John Colden, el contramaestre.
—¡Todos a sus puestos! —gritó el capitán—. Y tú, entras ahora mismo al camarote —le gritó furioso, sujetándola del brazo y cerrando la puerta con llave.
La vorágine de sucesos se extendió por minutos, unos minutos tan largos que Acacia estaba pendiendo de un hilo en querer gritar de desesperación. Se acercó a la puerta que daba a la parte de la popa. La abrió con cuidado y se asomó apenas para mirar cómo seguía la batalla entre El Corsario Azul y su tripulación y el bando contrario. Un sordo sonido le molestó en el oído, haciendo que Acacia tragara saliva con dificultad cuando alzó la vista para encontrarse con el que debía ser el capitán del otro barco.
—Pero qué tenemos aquí, quién iba a sospechar que El Corsario Azul tendría una hermosa mujer —dijo observándola y tocando su cuello y pecho con el cañón de su revólver.
Acacia se echó hacia atrás, intentando escapar del hombre, pero no pudo. Para cuando gritó, ya estaba alzada en el hombro del hombre con rumbo hacia el otro barco, aún cuando pataleara, el hombre era difícil de derribar y hacerlo caer.
Un grito se escuchó casi a lo lejos de la batalla que se estaba produciendo en el barco El Corsario Noble, y uno de sus tripulantes avistó un cuerpo echado encima de otro.
—¡Capitán! —le gritó el contramaestre—. ¡Se llevan a la mujer!
—¡Termina con esta batalla, y atraca el barco, no me iré sin Acacia! —le gritó El Corsario, derribando a todo aquel que se interponía entre él y la joven mujer para ir a rescatarla de las manos de uno de los piratas más malévolos que haya conocido jamás.
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