Volver a verte
El lunes había llegado. Aidan bajaba las escaleras con un trote ligero. Desde su ubicación podía oír el ruido de los cubiertos al golpear los platos y la entrañable sonrisa de su madre, esa que había dejado de escuchar desde que su abuelo murió.
Se detuvo, colocando su mano izquierda en la pared. La vida continuaba, quizás más triste, más vacía, pero seguía, tenía movimiento propio, no se había detenido por causa de la muerte de Rafael, como tampoco lo hizo la tarde en la que Amina desapareció con Gonzalo.
No podía dejar de tener esa sensación de oquedad en su corazón, y dolía, aún más que un golpe, que una quemadura, que una recriminación moral. Dolía.
La risa entrecortada, temerosa, tímida y un tanto culpable de su madre le recordó lo que había perdido, pero también lo que le quedaba y podía perder.
Respiró lo más profundo que pudo, presentándose en el comedor. Sus padres lo vieron, recibiéndolo con una sonrisa. Dafne tuvo la amabilidad de colocar en su plato unas tostadas con un poco de aguacate.
—Insistí para que papá hiciera arepas, pero ya ves... Las arepas cuadradas no tienen gracia —comentó su hermana poniendo el plato frente a él.
—¿Y dónde está la gracia de comer pan tostado con aguacate? —cuestionó Aidan, detallando el pan de sándwich con las orillas quemadas.
—Mañana cocinaré yo —comentó Elizabeth—. Creo que su padre lo ha hecho muy bien —confesó, dándole unas palmaditas en el hombro a Andrés, que luego se convirtió en una amorosa caricia—. Ahora, yo me encargaré.
—Les ayudaré con el café —propuso Aidan, sin levantar su rostro del pan que untaba con mantequilla.
Aquel momento era propicio para amenizar la conversación. Era Rafael quien se encargaba del desayuno, y nadie podría reemplazarlo. Sin embargo, debían seguir con sus vidas, intentar con todas sus fuerzas, dar lo mejor de sí, porque su abuelo, de alguna manera, siempre estaría con ellos.
—Hoy los llevaré al colegio —les informó su padre.
—¡Eso sí que es una excelente noticia! Parece que va a llover y no sería nada agradable llegar empapada al cole —confesó Dafne—. Por cierto, ¿no les parece extraño que Aidan no traiga puesta su chaqueta roja?
—Dejaré de ser un escandaloso —comentó el chico, arremangándose la camisa blanca de puños azules—. Camisa, pantalón jean y zapatos deportivos es lo que usaré de ahora en adelante.
—¿En serio? —gritaron los tres.
—Nop —contestó con seriedad, bebió un sorbo de jugo de naranja y los miró—. ¡Vamos! No está haciendo tanto frío como para andar en chaqueta, pero por si acaso, me la llevaré.
Subió corriendo las escaleras, entró a su habitación y tomó la chaqueta. Iba a salir cuando sintió la tentación de escuchar, una vez más, el mensaje que su abuelo le había dejado.
—¡Hey, Aodh! Dios te bendiga. No quise decirte nada porque pensaba darte una sorpresa, y no sabía cómo terminaría todo. Quizá me estoy metiendo en un asunto que no es mío, pero sé que podrás perdonar a este viejo que te quiere y que desea que seas verdaderamente feliz.
»Hasta hace unos segundos estuve hablando con Maia. Sí, estoy en el parque, la esperé hasta que apareció. Ella es una chica muy especial, lo sabes ¿verdad? Creo que te lo comenté una vez... Ya no recuerdo. Pero la buena noticia, querido nieto, es que ella te quiere mucho, muchísimo, y tiene miedo de perderte, así como tú temes perderla.
»El hecho es que es una buena niña y que tú tienes más suerte de la que tuvo Evengeline. Y abro un paréntesis porque tus visiones deben significar algo, ¿no lo crees? Sé que ella, al final, luchará por ustedes y yo los apoyaré. Quería decirte que la mimes en cuanto la veas. Hablamos en casa, te lo explicaré todo. Cuídala. Algo pasa. Hablamos luego. ¡Dios te bendiga!
Ese mensaje había sido su auxilio en los oscuros momentos que tuvo que enfrentar. Deseó muchas veces compartirlo con su madre y su hermana, que ellas también escucharan las últimas palabras de su abuelo, pero probablemente, no entenderían las acciones del anciano, por lo menos no de la forma cómo él lo hacía.
Lo único cierto era que Amina pasó de ser una linda chica a una persona no grata para su familia. Tanto Dafne como Elizabeth la culpaban de la muerte de Rafael, aun cuando sabían que ella no era la asesina.
El resentimiento hacia Ignis Fatuus y su Primogénita se habían intensificado en la mayoría de miembros de la Hermandad, en especial dentro de Ardere. Nadie quería escuchar hablar de ellos nunca más. Los consideraban enemigos tan poderosos y odiados como los Harusdras.
Esos prejuicios habían destruido las esperanzas de los Primogénitos en constituir de nuevo la Fraternitatem y de trabajar como en el antaño.
Itzel, Saskia, Ibrahim, Dominick y él tenían más de una semana esperando por la resolución de los hijos del Phoenix, una que Amina había prometido cuando se marchó con Gonzalo, pero desde entonces no habían tenido noticias de su amiga, ni de ninguna propuesta hecha por parte de su Prima. Lo único que seguía manteniendo su confianza de que volvería a verla era que su nombre permanecía en la nómina del colegio.
Los pensamientos de Aidan eran el aliciente de su corazón, con ellos subió las escaleras del instituto y con ellos se daba ánimos para comenzar un nuevo día. Quizás ese día la vería.
Tomó entre sus manos los dijes de la cadena que le había regalado Ibrahim, dirigiéndose por los pasillos abarrotados de personas.
Se extrañó al no encontrar a los chicos esperándolo en la entrada. Probablemente se encontraban repasando para un examen o verificando alguna tarea, ese había sido el hábito de los últimos días.
Con el ataque de Griselle, los entrenamientos de los Clanes se habían intensificado, pensando en que no solo enfrentarían a los Harusdras, sino también por miedo a una emboscada de Ignis Fatuus. Les temían, estaban por debajo de ellos. Mas ningún Clan lograba avanzar más allá de lo que habían hecho semanas atrás. Estaban atascados. Sus poderes no progresaban y todos eran conscientes de que Ignacio podía prenderles fuego antes de que alguno de ellos pudiera herirlo.
Sacudió su cabeza, haciendo que los mechones de su cabello le cubrieran los ojos. Pasó su mano sobre estos para despejar su visión, así evitó llevarse por delante a Natalia, la hermosa chica caucásica, de cabellos negros como el azabache y ojos azules penetrantes, que lo esperaba en la puerta del salón.
—¡Hola! —saludó, entusiasmada—. ¿Preparado para el examen de Castellano?
—¿Qué hay? —Aidan respondió con desgano—. Bueno, el diario del suicida resultó más interesante de lo que hubiera imaginado.
—Todas las tragedias amorosas son apasionantes —confesó Natalia.
—Lo son —admitió Aidan, entrando en el salón con la chica tras él—, por lo menos, en las páginas de un libro. En la vida real parecen más una pesadilla.
—¿Cómo puedes pensar tal cosa?
—Fácil: en un libro es el autor quien teje los caminos de los personajes, si los mata te traumatizas hasta el próximo libro. Si se quiere es un poco masoquista de nuestra parte —aseguró Aidan, deteniéndose para colocar su mesa al lado de la joven—. En fin, te quejas, te vuelves a quejar y terminar leyendo fanfics, buscándole otro final, pero la verdad es que el autor ya los mató.
»Por otro lado, puede que los personajes tengan un final feliz, aunque eso no es el caso de María Eugenia, ni de Werther, mas me atrevería a asegurar que este último murió contento, lo que es bien loco si lo piensas.
—¿Ya sabes que muere? ―preguntó Natalia.
—Es lo primero que insinúa el libro, que muere ―respondió Aidan―. Así que comienzas con las expectativas de no tomarle cariño al personaje, luego te das cuenta de que es un pobre idiota. Para ese instante, le deseas felicidad, pero él muy desgraciado parece que tomó otro camino, entonces, te preguntas, ¿por qué el escritor no mató al prometido o le inventó otra novia?
—¿Quizás la tuvo? ―sugirió Natalia.
—En ese caso, ¿qué justificaría el supuesto suicidio al que lo sometió?
—Eres muy observador —confesó la joven, sonriéndole—. Un chico muy inteligente, y dime... —coqueteó—. ¿Escogerías una vida como la de Gabriel de Ifigenia o de Werther?
—La vida no es un libro ―respondió Aidan.
—Creo que te estás yendo por la tangente ―dijo Natalia.
—Ni soy un interesado como Gabriel, ni creo encontrarme en una situación como la de Werther; y en caso de que ocurra, no sería tan idiota como para quitarme la vida.
—Lo dices porque no te has enamorado.
—Dime quién, que se dice enamorado, en su sano juicio se quitaría la vida sin antes considerarse un egoísta, pues no piensa en el dolor que le puede causar a la otra persona ―analizó Aidan―. Solo por eso viviría y soportaría todo lo que humana y sobrenaturalmente se puede soportar. Jamás le ocasionaría dolor, de manera consciente, a la persona que amo.
—¿Amas a alguien? —quiso saber Natalia, taladrando con sus hermosos ojos azules.
—Has hecho una pregunta hipotética y te he respondido hipotéticamente —contestó Aidan—. ¡Mierda! —gritó, asustando a la joven—. ¡Estoy hablando como Ibrahim!
Natalia elevó una de sus comisuras, intentando aparecer muy atractiva ante los ojos de Aidan. Él lo sabía, sabía que la chica le estaba coqueteando, pero su corazón no iba a reaccionar ante cualquier estímulo pasional: él se lo había entregado a Maia. Ya no le pertenecía.
—Eres inteligente y hermoso, Aidan Aigner.
Aidan ni siquiera se sonrojó, aun cuando aquellas palabras fueron hierro ardiente. Tampoco subió su mirada de la hoja de examen donde escribía el encabezado, además de su nombre y el de la chica.
La profesora de Castellano llegó puntual a las siete, dando las indicaciones para comenzar el examen. Esta primera prueba sería sin libro, debido a que los chicos aún no habían concluido con sus lecturas; sin embargo, las chicas tampoco los aventajaban mucho.
Los habían colocado en parejas de ambos sexos para hacer una evaluación integral.
Las seis preguntas le parecieron eternas a Aidan, en especial porque necesitaba opinar sobre muchos detalles; escribir las respuestas le tomó el doble del tiempo, debido a que tenía que detenerse a escuchar las opiniones de Natalia sobre Ifigenia, en relación a la mujer de la época, la cual parecía conocer muy bien.
—Al final, María Eugenia estará destinada a sucumbir a las costumbres y yacer en la tumba del fastidio que tanto le aterraba a su llegada a casa de la abuelita ―concluyó Natalia.
Iba a cuestionarla cuando la puerta del salón se abrió de improviso. Todo el salón volteó por curiosidad, mientras la profesora caminaba hacia ella. No había terminado de llegar cuando una chica de blusa rosada, cárdigan blanco tejido recogido hasta los codos y pantalón de mezclillas, se presentó ante ellos.
—¡Amina! —susurró Aidan. Sus ojos se iluminaron.
Natalia notó como las mejillas bronceadas de su compañero tomaban un hermoso color rosado, por lo que no tardó en concentrar toda su atención en la recién llegada. Era una chica menuda, de ojos marrones cobrizos. Su cabello iba recogido en una cola. Entre sus manos sostenía un bastón blanco; terciado sobre sus hombros estaba el bolso turquesa y morado, tan amplio como para suponer que dentro de él no llevaba solo libros.
—Eres bienvenida, Maia. Hoy hay examen. No sé qué tan preparada estés, en especial porque se evalúan dos libros y te has quedado sin pareja.
Aidan iba a ofrecerse, pero consideró una descortesía dejar a Natalia sola.
—No se preocupe, profe ―respondió Maia―. Puede evaluarme hoy si lo desea. He terminado con Ifigenia y he comenzado a leer El Sufrimiento del Joven Werther.
—Entonces, no perdamos más tiempo. Toma asiento. Te dictaré las preguntas.
El olor a manzanas llegó hasta el puesto de Aidan. Este cerró sus ojos para catar el aroma de la joven.
Ella también pudo sentir la fragancia del calone: él estaba allí. Su corazón palpitó con fuerza, debía controlarse. Era consciente de que las cosas no serían iguales entre ellos, mas no podía evitar sentir lo que sentía por él.
En la espera por el encuentro, los minutos pasaban con lentitud y rapidez a la misma vez. Lo cierto era que el mundo no había disminuido su rotación, pero para Aidan estar cerca de Amina era más que una necesidad, y se le estaba negando en ese momento.
Inconscientemente, ignoró las opiniones de Natalia y comenzó a responder por sí mismo el examen.
Él tenía conocimiento sobre la materia, también se había leído Ifigenia, solo por tener el placer de pasear sus ojos por las líneas que los dedos de Maia habían rozado, hasta ese punto loco le habían llevado sus sentimientos y no se detendría allí.
Sintió cuando Maia se paró a entregar el pendrive a la profesora, lo que lo hizo ponerse de pie. Él también había terminado.
Natalia intentó detenerlo, debían corregir la prueba. Ella había perdido todo contacto con la hoja de examen desde el instante en que la chica invidente sacó su portátil. Tuvo que detallarla: sus movimientos eran tan calmados, precisos y gráciles, la postura en la que estaba sentada y la rapidez con la que escribía, todo era admirable en ella.
Sin embargo, era ciega. ¿Cómo podía un chico como Aidan, tan guapo, varonil, caballeroso, infantil, tan especial, fijarse en una chica tan simple? Aunque eran esas cualidades las que precisamente lo hacían más atrayente. La necesidad de tenerlo se volvió una prioridad en aquel instante.
Maia salió del salón y detrás de ella, Aidan. Tropezó con el umbral de la puerta, pero se repuso con rapidez. Sus instintos le exigían separarse de Natalia y no dejar ir a Maia. Quizás ella solo era un engaño de su imaginación, y si se alejaba mucho, se difuminaría.
—¡Maia! —la llamó con desesperó, mientras la chica se detenía, volviéndose hacia él—. ¿Ya te vas? —preguntó compungido.
—No. Iba a entregar los reposos en la Coordinación. —Amina sonrió.
Aidan no sabía qué hacer: quería abrazarla, besarla, pero debía contenerse, y lo hizo de tal manera que ni siquiera podía respirar con normalidad. La sonrisa inocente de Maia seguía allí, congelada en el tiempo. Ella era genuina y auténtica, no el producto de su ferviente imaginación. Se plantó frente a él, tan tranquila con su cercanía, que él estuvo a punto de descontrolarse y ponerse a gritar para demostrarle que no tenía la templanza que a ella la coronaba.
Y hubiese ejecutado sus pensamientos de no ser porque, repentinamente, Maia se arrojó a su pecho. Fue allí cuando él la atrajo con ternura y fuerza, introduciendo todo su rostro en su cabello aromatizado con esencia de manzanas.
—¡Me has hecho tanta falta, Aodh!
—Pensé que no te vería nunca más —confesó temeroso.
—Te prometí que volvería. Siempre cumplo mis promesas —le recordó Maia.
Aidan no respondió. Detrás de aquellas palabras había un sacrificio por ejecutar, y no tenía deseos de conocerlo.
—Espérame en el comedor ―pidió Maia―. ¡Deseo tanto encontrarme con los demás!
—Me gustaría acompañarte ―reconoció Aidan.
—Aodh —murmuró Maia—, déjame hacer esto sola. Prometo que si necesito ayuda, haré que mi Sello resplandezca de tal manera que todos los Clanes lo notaran.
Aidan besó su frente sonriendo compungido.
―Aunque pensándolo bien, no desearía tener a Ignacio aquí ―comentó Maia.
—Creo que a ninguno nos gustaría.
Ella le sonrió. Aidan la dejó marcharse, observando su paso decidido por el pasillo.
Amarla era una mezcla de emociones, deseos y amarguras: quería protegerla, pero necesitaba dejarla ser.
Sonrió, con la sonrisa más dulce que podía tener, se arregló el cabello y dando un salto, se dirigió al comedor.
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