Un Salvador

Aidan e Ignacio esperaban en la entrada del baño de las mujeres a que Itzel y Maia salieran. La primera le estaba ayudando a cambiarse de ropa. Aún no sabían que iba a hacer con el armador, aunque Iñaki le aseguró que Leticia no tardaría en llegar.

Era extraño para ambos chicos estar uno al lado del otro sin dirigirse la palabra. La concesión que Ignacio le habia hecho a Aidan no era una tregua, ni un pacto de amistad. Ellos seguían siendo dos completos extraños, preocupados por la misma persona.

El teléfono de Ignacio repicó. En la pantalla del teléfono vio reflejado el nombre de su padre. Él seguía con un pie recostado de la pared cuando le atendió.

—¡Bendición! —dijo al atender.

—¡Dios te bendiga! ¿Dónde están?

—Aún en el colegio.

—¡Salgan de allí inmediatamente!

—¿Qué? ¿Por qué? —preguntó, irguiéndose por completo, actitud que hizo que Aidan le imitara.

—Han atacado la Coetum. Deben salir del instituto cuanto antes.

Ignacio no había terminado de colgar cuando Aidan recibió una llamada similar de su padre, por lo que ambos chicos comenzaron a gritarle a las jóvenes que se dieran prisa. Estas, asustadas, atendieron a sus llamados.

—¿Qué ocurre? —les reclamó Itzel.

—Debemos irnos les explicó Aidan—. La Coetum ha sido atacada, al parecer hay fallecidos.

Como pudieron, los chicos cargaron el armador y el vestido de Maia, mientras está corría tomada de la mano de Itzel.

En la entrada se consiguieron con Saskia, justo cuando dos automóviles, el de Leticia y el de Elizabeth se estacionaron frente a ellos.

Gonzalo miró su reloj. Eran casi las tres. De seguro al señor Arrieta le daría una crisis existencial al comprobar que el segundo Custos de Ignis Fatuus no podía ser considerado como una persona responsable, o por lo menos puntual. Con un «¡Bah!» Gonzalo continuó caminando pausadamente desde el estacionamiento hasta la entrada de la Sala Común de la Fraternitatem. Pensó que luego de acabar con la visita al "orejas velludas" podía pasar por el jardín de rosas negras y robarse una.

Un destello fugaz cruzó frente a él. Su intuición le llevó a refugiarse rápidamente detrás de unas palmeras, cuando un estruendo proveniente del edificio hizo que se arrojara al suelo. Soltó el bolso que llevaba colgado, dejándolo allí donde sus rodillas habían impactado. Haciendo uso del Don de Neutrinidad, al que su prima le dio acceso, desapareció corriendo a través de la vegetación.

Sus zapatos deportivos rechinaron al detenerse en el pasillo de granito. El humo y los gritos captaron su atención, pero el reflejo de un girasol dorado que traspasaba la densa neblina acumulada en el lugar hizo que redirigiera sus paso. Aquel sello provenía de un Primogénito y antes que el Populo su deber era rescatar al miembro principal del Clan Sidus, pues sin él era imposible que la Fraternitatem sobreviviera.

Su arco no tardó en aparecer. Sigilosamente corrió, cargó su arma y disparó a traición a uno de los non desiderabilias.

Una joven menuda con la piel tan blanca como la porcelana se volteó a observarlo. Su movimiento permitió que Gonzalo viera a Ibrahim, sin lentes, frotándose los ojos mientras gritaba.

La joven movió sus manos, pero antes de que terminara la acción, Gonzalo hizo desaparecer su arco.

¡Magma! —gritó, saltando para golpear el piso.

Un temblor salió del puño con el que había caído al suelo. La tierra se abrió saltando de ellas brasas encendidas, tan rojas que parecían diminutos soles de sangre. Las mismas cayeron en la piel de los dos non desiderabilias que quedaban de pie junto a la mujer.

La chica se tambaleó gritando al sentir la quemadura del impétigo sobre su piel, lo que le permitió a Gonzalo pasar entre ellos para llegar a Ibrahim.

—¡Vamos! —le gritó tomándolo de la mano, casi arrastrándolo hasta la estatua de la Dama de Astrum.

Le dejó caer entre los matorrales.

—¡No veo! ¡No veo!

—¡Deja! —insistió, tratando de quitarle las manos de sus ojos, pues Ibrahim no dejaba de frotarse—. ¡Deja de frotarte! —le gritó bajando sus manos—. Solo estás empeorando la situación.

Inmediatamente, Ibrahim comenzó a llorar, refugiándose en sus brazos.

—No quiero quedar ciego —se quejó.

—¿Qué fue lo que pasó? —le preguntó abrazándolo.

—Solo vine a entregar unos papeles. La explosión... La gente.

—¡Ey! —dijo sosteniendo su rostro entre sus manos—. Debo volver, pero por nada del mundo salgas de aquí. No estás en condiciones de luchar.

—No puedo quedar como un cobarde.

—¡Estás herido! Si sales así, solo serás un estorbo para mí. Además, la Fraternitatem podría perderte. Si quieres hacer algo por esa gente, no te muevas de aquí hasta que venga a buscar. ¿Está bien?

Ibrahim asintió, y Gonzalo le limpió una de las lágrimas que salía de sus ojos. Se echó a correr de nuevo al pasillo.

Como si hubieran sido invocados, los Harusdra comenzaron a aparecer. Gonzalo se hizo con su arco disparando. El viento de la flecha iba purificando la densa neblina que había arrojado la ex-Aurum.

Sus flechas daban en el blanco, pero la velocidad de su cuerpo al correr y la de sus enemigos hizo imposible que siguiera disparando.

Uno de los non desiderabilias, que llevaba un suéter con capucha azul marino, le hizo frente, lanzándole un par de golpes que Gonzalo esquivó agachándose. Invocó de nuevo su arco, y lo traspasó con el extremo del mismo. Dando una vuelta golpeó a otro en la garganta con su arma que se había convertido en bastón de vara larga. Aunque era muy ágil, el enemigo era numeroso, por lo que no pudo evitar recibir algunos golpes, pero ninguno para lamentarlo.

Los Harusdra desaparecieron como habían aparecido.

Los gritos de auxilio llegaban desde el edificio. Gonzalo entró, abanicando con sus brazos para aclarar su visión, el humo y el hollín no le dejaban detallar la situación. Encontró varios cuerpos ensangrentados en la recepción, entre ellos la de la joven que una hora antes había recibido a Ibrahim. El resto de las personas estaban aglomeradas detrás de una puerta de doble cristal que les había atrapado. Al parecer los hijos del dragón no pudieron traspasar la puerta.

Una mujer con el sello plateado de Lumen le hacía señas hacia un pequeño cajetín ocultó entre el bambú. Quitó la mata, golpeando con todas sus fuerzas la caja, pero la puerta no se abrió y las personas seguían atrapadas. Algunas de ellas entraron en pánico, desmayándose.

Se estaba quedando sin opciones, por lo que optó por usar su arma. Dio unos pasos atrás, tomó posición y disparó una flecha roja como la sangre que fue a golpear el cajetín haciendo que la puerta se abriera.

Las personas salían gritando, para encontrarse con la dantesca escena de la recepción: una mujer y un niño yacían quemados en la entrada de la Coetum, además de la joven recepcionista y un par de sujetos que aunque causaron impacto fueron ignorados: las mujeres y el niño se llevaron toda la atención, ocasionando lágrimas entre los presentes.

Fue allí cuando Gonzalo se percató de lo que había ocurrido. Los Harusdra habían intentado asaltar la Fraternitatem, ya no se trataba de víctimas ocasionales, sino que habían ido al mismo corazón de la Hermandad. El nuevo regente de los non desiderabilias era más peligroso que el anterior.

Decidió volver a por Ibrahim. Las sirenas de las ambulancias de Ignis Fatuus anunciaban su llegada al rescate de las víctimas. Escuchó los gritos de un hombre que reconoció en el acto, el señor Arrieta, pero en ese momento Ibrahim era su prioridad, por lo que desapareciendo ante la vista de todos corrió hasta la estatua, donde el Primogénito de Sidus yacía abrazando sus piernas, con la espalda recostada en el monumento, temblando de impaciencia por la llegada de su salvador.

—¿Cómo sigues? —le preguntó.

—¿Qué ocurrió? —contestó subiendo su rostro.

Con horror, Gonzalo notó una especie de nata sobre las córneas de Ibrahim, le habían enceguecido. Teniendo compasión por él y su reciente desgracia, decidió no contarle lo de las cinco personas fallecidas.

—Creo que esta vez los non desiderabilias llegaron muy lejos. —Subió su mirada al escuchar el murmullo de los guardias que, a buen momento, aparecieron—. Debo llevarte al estacionamiento, sacarte de aquí o esperar a los otros, pero si somos descubiertos nos meteremos en un gran lío.

—Soy un cobarde, Gonzalo.

—¡Escúchame! —Subió un poco la voz, zarandeándolo por los hombros—. No tienes ni la más puñetera idea de lo que estabas enfrentando. Ustedes aún son unos niños en cuestión como esta. —Ibrahim apartó el rostro—. ¡No! ¡Mierda! —exclamó lamentándose al no dar la impresión que deseaba—. ¡Te entrenaré! ¡Prometo que te ayudaré a dominar tu poder! Puedes con esa loca y con todos esos sujetos, pero aún no estás preparado. Por eso te voy a ayudar. —Ibrahim le abrazó—. Ahora necesito que vengas conmigo al estacionamiento, no debemos ser encontrados.

Ibrahim asintió, poniéndose de pie, entretanto su cuerpo se volvía imperceptible a la vista. Gonzalo le tomó de la mano y corrió con él hasta el jardín de palmas y árboles donde había dejado tirado su bolso, para luego volver al estacionamiento. Una vez allí se materializaron. El guardián de Ignis Fatuus sacó su teléfono, necesitaba comunicarse con su hermano, cuando una llamada entrante de este le sorprendió. Supo que la noticia del ataque ya estaba en manos de toda la Hermandad.

No hubo tiempo para que las madres de Ignis Fatuus y de Ardere pudieran dirigirse una mirada de odio. Ambas habían salido del auto para encontrarse con sus muchachos.

Aidan y los demás se detuvieron, entretanto Ignacio repicaba por tercera vez el teléfono de Gonzalo, sabía que su hermano tenía que asistir a la Coetum, estaba preocupado por él, necesitaba conocer cuál era su estado, pero este no respondía.

—¡Vamos! —le indicó Leticia, llamando a Ignacio con su mano.

Pero antes de que cualquiera en se moviera, Dafne salió con Natalia trás de ella.

—¡Mamá, mamá! —le llamó casi llorando, actitud que extrañó a su hermano—. ¿Podemos llevarla?

—¡Claro cariño! —le aseguró—. Te dejaré en casa y luego saldré con Aidan.

A este no le quedó más que bajar lentamente las escaleras. Quiso pedirle la cola a Leticia, más sabía que esta no lo llevaría, y su madre se tomaría muy mal aquella propuesta. Detrás de él salió Dominick, acababa de terminar las tutorías de Física.

Él también había recibido una llamada, pero de su Prima pidiéndole que se presentara en la Coetum de emergencia, mas tendría que irse solo.

—¿Ustedes con quiénes se van? —les preguntó a Itzel y a Saskia, pues Elizabeth ya se había marchado e Ignacio estaba guardando en la maleta el armador del vestido de Maia y los bolsos.

—Solas. Creo que en menos de dos horas estaremos allí.

Leticia ignoró a los jóvenes. Maia ya había abordado el auto y eso era lo único que le importaba. Ignacio bajó el capó del carro y observó a su tía, esta negó con la cabeza.

—¡Tía, por favor! —le pidió, haciendo que su tía suspirara, dándole la espalda para abordar el auto. Ignacio sonrió, conocía muy bien ese gesto—. ¡Ey! Vengan rápido antes de que nos arrepintamos.

No hizo falta otro llamado. Dominick, Itzel y Saskia abordaron el auto. Itzel tuvo que sentarse con Maia pues no entraba en la parte de atrás. Ignacio sacó una vez más su teléfono intentando comunicarse con su hermano.

—¿No contesta? —preguntó Leticia, viéndole a través del retrovisor.

—No. ¡Maldición! —gritó colgando para volver a llamar—. ¿Por qué simplemente no puede contestar esa porquería? —se quejó escuchando una voz de otro lado.

—Será porque estoy ocupado.

—¡Gonzalo! —gritó—. ¿Te encuentras bien?

—Una leve herida en el hombro, pero nada que el yodo no cure.

—¡Vamos para allá!

—Les espero en el estacionamiento.

—Mi tía pregunta que cómo está la situación.

—No es muy positiva. Hay cinco personas muertas, entre ellos un niño... e Ibrahim ha quedado ciego.

—¿Ciego? —gritó, haciendo que todos en el auto se preguntaran de qué estaban hablando.

—Iñaki, debo colgar. Hablamos en cuanto estén aquí. Por favor avísale a todos que estoy bien.

Okey —respondió colgando, para enviar dos mensajes de textos: uno para cada uno de sus padres—. Gonzalo está bien. —Les comunicó a los pasajeros—. Pero, al parecer Ibrahim está ciego.

—¿Cómo? ¿Cómo pasó? —quiso saber Itzel, más nerviosa que el resto, los cuales no podían disimular sus expresiones de horror.

—No lo sé. Dijo que nos explicaría al llegar.

—Creo que ese chico y nuestro Gonzalo están en graves problemas —profetizó Leticia, acelerando aún más el automóvil.

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