Instinto

La semana estaba por terminar. Ibrahim empezaba a percibir algunos destellos de luz, lo que le auguraba una pronta recuperación. Tanto él como Itzel y Saskia no volverían hasta la siguiente semana.

Aidan se había alejado por completo de la Hermandad. Por primera vez se sentía excluido en un lugar que siempre había sentido como propio. Dominick había pasado por su lado sin saludarlo, al parecer el joven se había tomado, literalmente, sus palabras y no pensaba tratarle, mas le entendía, de cierta forma, él lo obligó a actuar así.

Pero lo que más le importunó fue el hecho de que Maia e Ignacio pasaran por su lado, en el salón de clases, ignorándolo por completo.

Los minutos antes del recreo, le parecieron eternos. No podía dejar de observar a la chica y a su primo. No hicieron nada más que escribir, pocas veces se dirigieron la palabra entre sí, lo que le hizo pensar en lo bien que ambos se compenetraban.

Los celos, sentimientos que no le habían inquietado hasta ese momento, comenzaron a invadir su mente y su corazón: se veían bien juntos, el color de su piel y el tamaño de ambos contrastaban, él aportaba la seguridad y el sarcasmo, ella la belleza y la dulzura, parecían nacidos el uno para la otra.

Fueron sus celos los que no le permitieron salir antes que ellos. Le siguió hasta el patio. En el camino les vio sonreír un par de veces, al punto que se vio tentado a darle alcance.

—¡Es en serio, Amina! Zalo es muy torpe para algunas cosas.

—Nunca pensé que sería tan malo lanzándose de un tobogán.

—¡Cierto! Al parecer es el único ser humano que, lejos de seguir la ruta del tobogán, se sale a mitad de camino.

—¡Tenía diez años! —intentó justificarlo, sin poder contener la risa.

—¡Y yo ocho! ¡Imagínate mi trauma!

—¡Pobrecito! ¡Pobre Iñaki! ¡No tiene quien lo compadezca! —se burló haciéndole pucheros.

Ignacio pasó su mano por el hombro de la joven, atrayéndola hacia él para besar su cabello.

—¡Tonta! —murmuró.

—Es parte de mi encanto.

Aidan se detuvo. No necesita escuchar más. Ahora no veía todo tan claro como lo había visto el día anterior. Debía ponerle un fin a todo eso antes de que los encantos de Ignacio, que no era ningún ser aburrido como siempre le había considerado, comenzaran a atraer a la joven.

Los minutos del recreo se le hicieron eternos. Esperó el momento en que Ignacio le dejara para ir a buscar el almuerzo, pero antes de que él se acercara, Natalia lo hizo, por lo que tuvo que retroceder.

Amina no podía creer que Gonzalo, el astuto Gonzalo, tomara un impulso tal en el tobogán de agua que terminó saliéndose del mismo. Supo de inmediato, entre risas que no podía contener, que ese era uno de los motivos por los cuales sus padres le tenían prohibido acercarse a cualquier piscina y, mucho menos al mar.

Su familia tenía una especie de mala suerte con el agua: Ignacio estuvo a punto de ahogarse en un río, su padre y su tío naufragaron por tres días, Gonzalo fue disparado desde un tobogán, así que, si la mala suerte se heredaba, los espacios con agua podían considerarse de riesgo para todos los Santamaría.

Ignacio le había dejado, ella se llevó una manos a los labios para disimular su risa, cuando sintió el perfume de rosas de Natalia, tan cerca de ella, que intuyó que la joven se había sentado en su mesa. Contuvo su risa, para saludar a la joven. Era extraño tenerla ahí, en especial con Ignacio rondando.

—¡Hola! Hace tiempo que no hablamos.

—Verdad que sí —le saludó—. ¿Cómo te ha ido?

—¡Muy bien! Me acabo de inscribir en el Festival de Navidad y me di cuenta de que estabas apuntada.

—Sí. Ignacio lo hizo por mí. Pero, pensándolo bien, no me siento muy animada a participar.

—Creo que deberías hacerlo —le animó—. Todos dicen que tienes unas excelentes técnicas de baile. Hasta he escuchado que la misma Martina respiró tranquila cuando decidiste no formar parte del Club de Danza. ¡Le habrías quitado sus solos!

Maia se sonrojó.

—No puedo competir contra ella —respondió apenada—. Martina tiene una ventaja que yo nunca tendré.

—¿Cuál? —le preguntó dudosa.

—Vista. Ella puede usar su mirada para crear un vínculo con el público, haciendo de la danza algo más sensible. Yo solo soy una fanática intentando transmitir, con mi cuerpo, lo que siento.

—¿Y de eso no trata el baile?

—Trata de todos los sentidos. Aunque me siento satisfecha, muy satisfecha, conmigo mismo.

—Entonces, será para mí un placer verte bailar —le aseguró.

—¿Y qué te hizo entrar? ¿Qué harás? —le preguntó interesándose por la chica.

La conversación era liviana pero de su agrado.

—No sé si lo sabes, pero toco el piano desde niña. No a nivel genio —agregó en cuanto Amina mostró una expresión de grata sorpresa—. Interpretaré una pieza de John Legend, no sé si lo has escuchado. —Maia negó—. Bueno, la escucharás. La letra es muy bonita, y logré convencer a Aidan de que me acompañara. —El solo escuchar su nombre fue como si le clavaran una espada en el corazón. Tuvo ganas de vomitar, pero no iba a dar un espectáculo frente a todos, por lo menos no ese tipo de espectáculos, así que respiró profundo, bajó las manos de la mesa para aferrarse a su pantalón—. Me dijo que era muy malo en el inglés pero yo no tengo problema en enseñarle. ¿Qué te parece?

—¡Es genial que se ayuden! —comentó intentando mantener la naturalidad, pero por más que quiso fingir algo en su rostro le delataba. Sin embargo, a Natalia le tenía sin cuidado sus sentimientos, por lo que no se inmutó con la joven invidente—. Veo que su relación ha avanzado.

—¡Sí! Hace unas noches atrás me quedé a dormir en su casa. Su mamá es una bella persona, y su padre también fue muy atento conmigo. Tiene una gran familia y él es un gran chico.

—Me alegro por ti. —Ya no podía contenerse más.

—Buenas. —Escuchó la voz cortante de Ignacio, recuperando un poco la calma.

—Bien, ya me voy —le dijo—. Espero con ansías el Festival. ¡Te estaré apoyando con tu baile!

—¡Y yo a ti! —mintió.

—¿De qué hablaban?

—Estupideces.

—Eso como que es normal en este colegio. Bien. —Cambió el tema—. Traje empanadas de jamón y queso y de carne mechada porque la guasacaca está muy buena.

Amina sonrió. No tardó ponerse a comer. Quería salir de aquel sitio, y erróneamente pensó que si aceleraba todo, quizá el día se le fuera igual de rápido.

Ignacio le observaba. Aquel comportamiento no era natural en su prima, pero no preguntaría, había aprendido que la impaciencia era una de las pocas cosas que Maia perdonaba.

Con un pretexto absurdo, Maia logró que Ignacio le dejará retornar al salón, aun cuando este no necesitaba excusas ni explicaciones para dejarla ir: su deber era vigilarla, no controlarla, era una lección que había asimilado de mala manera.

Los pasillos del colegio estaban solos, fue fácil para Maia desplazarse a través de ellos. Lamentó no poder ir a casa. En ese momento lo único que necesitaba era echarse en su cama a llorar. Le tocaba ser valiente. Se estaba dando cuenta que al dejar ir a Aidan, le abrió las puertas a Natalia, pero esa era una decisión que no tenía retorno. Él estaba usando con la chica nueva, la misma estrategia que había usado con ella.

De repente, su sello palpitó. Se detuvo repentinamente. No era una llamada de auxilio, era una simple palpitación. La risa de una chica se escuchó en el pasillo, el sonido de la sonrisa de propagaba frente a ella. No era una risa maquiavélica, sino la inocente carcajada de alguien que se divierte al jugar un juego de niños. Sintió un leve tropiezo en su hombro, y su sello comenzó a ser halado. Se mareó. No era la primera vez que tenía aquella sensación.

Aferrándose a su bastón, se dirigió hasta una de las paredes, así tendría mayor equilibrio. Corrió detrás de la risa infantil. No podía dejarle escapar, eso sería un error. Sabía que necesitaba de Ignacio, así que no tardó en usar la técnica de salvaguarda con su Sello, mientras iba en búsqueda de la verdad.

—¡Maia! —le llamaron.

Ella se detuvo, reconociendo la voz de Aidan. No sabía que él se encontraba en la misma zona que ella. Se lamentó por encontrarlo, pues él podía malinterpretar aquella situación. La verdad era que él había salido en su búsqueda. Aidan necesitaba remediar las duras palabras del día anterior.

—¡Aidan! —respondió, endureciendo poco a poco el rostro.

—¿Adónde vas?

—Eso no es asunto tuyo.

—Lo sé. Solo lo digo porque estás a tres metros de la salida de emergencia del colegio.

Rápidamente Maia se ubicó. Estaba cerca de la calle que lleva a la autopista, muy lejos de su salón de clases y del comedor.

—Creo que me perdí —volvió a mentir.

—¡Amina! —le llamó Ignacio, quien venía corriendo, con el rostro torvo, dispuesto a enfrentarse a cualquiera—. ¿Qué ocurrió?

—Necesito que me acompañes —le pidió—. Recoge nuestras cosas y ven conmigo.

—¿Adónde irán? —intervino Aidan.

Ignacio titubeó. No entendía muy bien el motivo de la petición de Maia y mucho menos si era o no un secreto entre ellos.

—¡Ignacio! —le llamó a secas—. Es una orden.

No fue necesario dar explicaciones. Este salió corriendo hacia el salón de clases, perdiéndose por los pasillos del colegio. Aidan le vio marcharse.

—Te acompañaré.

—No es tu asunto.

—Si es asunto de la Hermandad, es mi asunto.

—No todo gira alrededor de la Hermandad, Ardere. —Sonrió con sarcasmo.

Su ácida respuesta y la forma en la que pronunció el nombre de su Clan le hizo comprender que ya era muy tarde para arreglar algo entre ellos. El amor que ella había sentido por él estaba enlodado en la más pura hiel. Cerró sus ojos, él era el causante de tanto resentimiento, ahora debía resistir y dar la cara a su mala decisión.

Ignacio llegó. Apenas cruzó algunas palabras con su prima, quien colocó su la mano en el brazo del joven, este se volteó para despedirse de Aidan con una sonrisa que solo transmitía educación.

El primogénito de Ardere comprendió que la barrera que había levantado entre ellos no iba a ser tan fácil de franquear.

Contarle a Ignacio lo que le había pasado fue muy complicado para Amina, en especial porque sus pensamientos estaban con Aidan.

Su Sello no dejaba de emanar la misma sensación de ser halada. Algo se estaba saliendo de lo ordinario.

Ignacio se perdió entre las calles de Costa Azul. No tenía ni la más remota idea de adónde se dirigían. Insistió una y otra vez envolver, aquello podía ser una trampa, pero su prima no quiso escucharlo, así que tuvo que continuar.

En una de las cuadras había una casa de verjas bajas, paredes de piedra lavada en tonalidades grisáceas, con una enorme enredadera que crecía por toda la pared. Tenía un pequeño jardín de rosas, que protegidas bajo la sombre de un enorme pino. La casa sobresalía de las demás, no parecía pertenecer a aquella zona.

Se sorprendió al ver que Maia se detenía frente a ella, subiendo su rostro hacia el cielo, gesto que muy pocas veces así, pues no necesitaba ver.

—¡Es aquí! —dijo—. Sea lo que sea que me haya traído, se detuvo aquí.

—¿No habrás entrado en contacto con un muerto? —le cuestionó, intentando asustarla.

—¡No creo en esas tonterías! —confesó, abriendo la verja. 


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