El Compromiso de los Primogénitos

Después de despejar la cocina, Itzel salió con su libro favorito; se montó en la hamaca y comenzó a leer Doña Bárbara. 

Se sentía indignada por la forma en que la Doña humillaba a su hija; esa mujer se había ganado su admiración y su repudió, quizá por eso no dejaba a un lado su lectura.

La suave luz de la luna caía sobre el jardín, bañando con sus haces plateados la hierba. Itzel colocó a un lado el libro observando el cielo estrellado. Se concentró en el cinturón de Orión, porque era la única constelación que conocía. Lo de estudiar las estrellas era asunto de Ibrahim, para ella el firmamento tenía un fin más romántico. Gustaba pensar que, poéticamente, eran los maravillosos y antiguos ojos del Universo que se deleitaban y padecían con el destino de los hombres, complaciéndose y horrorizándose con las crueles tramas en las que sus vidas solían deambular desde tiempos inmemorables.

—¡Itzel! —le llamó su madre—. ¿Estás leyendo sobre George?

—¡Nooooo! —respondió, cerrando los ojos.

La idea de leer la biografía de un sujeto que debió tener la vida más aburrida del mundo no le entusiasmaba para nada, pero era un mandato de la Hermandad y por tanto debía obedecer.

Se levantó de la hamaca y entró de nuevo a la casa.

Susana estaba en la puerta con un viejo libro de carátula de cuero rojo entre sus manos.

—Si hubiese sido vaca no me hubiera gustado vivir en aquella época.

—Creo que sabían aprovechar todo el animal —comentó detallando el libro—. Además, ¿de dónde crees que viene la carne?

—¡Mamááááá! ¡No podré poner mis manos en ese libro después de oír eso!

—¿Eso incluye no volver a comer carne? —Itzel la miró de mala gana—. Entonces, tengo que informarte que podrás poner tus manos en él. ¡Ya lo verás!

No respondió. Tomó el libro con una expresión de fastidio.

Caminó hasta su cama, tirándolo sobre la misma. Se aseó, proponiéndose leer hasta que el sueño la venciera, lo que pensó sería mucho más rápido de lo que tenía planificado.

—«A mediados del siglo XXVII nació el que sería el último y uno de los más grandes herederos del Clan Lumen...» ¡Aburridoooo! —comentó, llevándose el dedo índice dentro de la boca en señal de querer vomitar—. Este libro pinta de lala y absurdo.

Cerró sus ojos. Estaba tan cansada como para dejar la agobiante tarea de la Hermandad para más tarde.

El queso derretido en las arepas era una de las cosas que más amaba Aidan de la cena. Su padre no paró de sonreír al ver cómo se estiraba el queso en la medida en que su hijo separaba la masa cocida de su boca intentando no dejar caer los largos y finos hilos de queso que se extendían por el espacio.

Elizabeth se distraía con Dafne, hablando sobre el vestido que utilizaría en la celebración del Solsticio de Invierno.

—¿No les parece un poco tonto celebrar un día en donde el sol dura menos tiempo alumbrando la tierra?

—Lo dices porque no estás tomando en cuenta al Hemisferio Sur, en donde es verano.

—Bueno, la verdad es que aquí no hay verano ni invierno.

—¡Claro! ¡Hay dos estaciones!

—¿Sí? ¿Cuáles son? Porque con estos cambios climáticos igual te derrites en marzo que en octubre.

—¡Vamos, chicos! —los calmó Andrés—. No es para que discutan. El Solsticio es simplemente para festejar que estamos todos juntos.

—Podrían dejarlo para Navidad, por lo menos esa fiesta sí tiene sentido.

—Son tradiciones; es como un día patriótico, no religioso —le aclaró Elizabeth.

—Es bueno saberlo, mamá.

—Bien, campeón —interrumpió su padre—, dejemos a las mujeres con sus fiestas y vamos a hablar de lo nuestro.

Aidan se levantó detrás de su padre. Ambos se encerraron en la biblioteca. Andrés caminó hasta los estantes en donde estaban los enormes libros que semanas atrás había revisado con su abuelo. Sacó uno azul, parecía un libro más, pero dentro de él estaba la compilación de la vida de Evengeline. Aidan acarició el frío y suave cuero, mientras Andrés le explicaba que Evengeline fue una de las pocas Primogénitas que llevó un diario en vida.

—En ese tiempo existían escritores que se encargaban de esa tarea.

—Me imagino los motivos por los cuáles no quería que escribieran su historia. Debe ser desagradable que los demás juzguen tu vida.

—Sé que pasa algo más —comentó Andrés sentándose en la butaca que una vez Aidan intentó atravesar—. ¿Has hablado con Maia?

—Eso ya no importa, papá —contestó, dándole la espalda, mientras se distraía con el libro que reposaba en sus manos.

—Ignorar el problema no hará que desaparezca.

Aquellas palabras llamaron la atención de su hijo, quien se encaminó hasta el sillón que estaba frente a él.

—La quiero tanto que me duele dejarla, y sin embargo, me niego a derramar lágrima alguna.

—Llorar no te hará daño.

—Lo sé, pero la verdad es que ni siquiera quieren salir. Lo irónico de todo esto es que no creo que leer sobre Evengeline me ayude a olvidarla.

—Aidan, no sabes cuánto me gustaría...

—No, papá —comentó deteniéndolo—, no me de explicaciones, ni intente subirme el ánimo con falsas esperanzas, ni me proponga soluciones imposibles de hacer realidad. Quisiera odiar a Evengeline por hacer tan mal las cosas, pero quizá si ella no hubiese metido la pata yo no estuviese intentando sobrevivir con un sentimiento que en un principio no era mío, pero que ahora me pertenece tanto que ni siquiera sé cuál... —Bajó el rostro—. Me imagino que esto pasará...

—Hay buenas chicas en Ardere. Sé que te enamorarás de una.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque la vida no puede ser un eterno sacrificio.

Aquella respuesta no le convenció, pero su padre tenía razón. La Hermandad estaba restaurada, abolir alguna de sus leyes era poco probable, en especial porque los Prima eran quienes regían la Fraternitatem, aunado a eso estaba el hecho de que las mismas se consideran reliquias que habían que proteger, seguir y honrar, por lo que se mantendrían hasta el fin de los tiempos o hasta que todos desaparecieran.

Aidan volvió a mirar el libro, mientras su padre se marchaba. Sonrió. No podía odiar a Evengeline porque la había visto, y quizá leer su diario le haría comprender el puro corazón de Ardere, un corazón y unos sentimientos que, probablemente, Maia no tenía.

—Necesito dejarte ir... Dejarte sin que mi corazón vaya tras de ti.

Un fuerte ruido despertó a Dominick. Alguien estaba golpeando con violencia su ventana. Se despertó asustado.

En su patio no habían árboles, así que era imposible que una rama estuviese golpeando el cristal. Tampoco se estaba desarrollando una tempestad, por lo que el asunto parecía serio.

De un salto corrió la cortina descubriendo un rostro conocido. Zulimar estaba del otro lado.

—¿Es en serio? —preguntó abriendo la ventana—. ¿No sabes qué hora es?

—Son las diez y media —respondió—. Y vine porque me vi forzada a darte esto —confesó, tendiéndole un libro.

—Tan importante es la vida de este tipo.

—Mucho más que la tuya.

Le sonrió con suficiencia. Aquella muestra de poder y devoción que los Clanes solían manifestar por sus Primogénitos no hacía otra cosa que causarle risa.

Abrió el libro y leyó la primera línea: «Yo soy Louis, el más grande de los Guerreros de Aurum, capaz de restaurar el orden de la Fraternitatem Solem, el Primero entre los Primogénitos».

—Un poco ególatra.

—En realidad era una persona muy humilde.

—¿Por considerarse mejor que los otros? Creo que tienes "muy claro" lo que es humildad.

—Lo era —afirmó molesta, cruzando los brazos.

—Eso quiere decir que entre estas ilustres páginas encontraré la narración exacta de cómo dio la orden para acabar con Ignis Fatuus —soltó, haciendo que Zulimar lo miró despavorida, mientras él se afincaba en el alféizar mostrando sus bíceps, de los cuales estaba muy orgullosos—. ¿Con qué esa es su verdadera intención?

—¿Qué? ¿De qué están hablando?

—El Primado no nos mandó a leer esta historia para que conozcamos la vida de nuestros antepasados, de hecho, eso les importa un pito.

—¿No es un poco grosero de tu parte la forma en que te  diriges a mí?

—Grosero es tocar mi ventana cuando ya estaba dormido —respondió. La chica dio un paso hacia atrás horrorizada. Dominick la miró con recelo—. Dile a tu gente que no los defraudaré, que me leeré la «gloriosa vida de Louis» —ironizó—, siempre y cuando ¡me dejen dormir en paz!

Sin decir nada más, cerró la ventana. Observó el libro con desprecio.

Si los Primados creían que con eso intentaban humillar a Ignis Fatuus estaban equivocados. Los vínculos de amistad que los habían unido se fortalecieron mucho antes de que la Hermandad fuera restaurada, por lo que no podía evitar verlos a todos como una familia, siempre dispuesta a sacrificarse y proteger a sus miembros, y eso incluía el amor entre Maia y Aidan.

—Has estado muy callada —comentó Gonzalo, recogiendo la bandeja.

—Todo esto me ha dado mucho para pensar.

—Es un simple diario. El pobre no tenía televisión, así que debió inventarse una novela.

—¡No me puedes negar que más que escribir sus memorias para sí mismo, lo estaba haciendo para alguien!

—Bueno, sip, eso no lo cuestiono, Amina. Aunque pudieron obligarlo a escribir, así como a ti te están obligando a leer.

—Es que... Gonzalo, dirás que estoy loca, pero tengo el extraño presentimiento de que Ackley gustaba de otra persona antes que Evengeline.

Deteniéndose, Gonzalo volvió a la cama con su prima.

—¿A qué te refieres?

—Mi hipótesis es que él escribió ese diario para otra persona.

—Entonces, ¿por qué se empató con Evengeline? —Maia negó. Él tomó la mano de su prima—. ¡Esto se vuelve interesante! Te prometo que lo averiguaremos.

—¡Gonzalo! —lo llamó al sentir que el chico ponía la mano en el picaporte—. No puedes decirle nada a nadie.

—No lo haré. Sea lo que sea que esté escrito en ese diario será un secreto entre nosotros. Además, no creo que alguien desee saber lo que allí se dice... De lo contrario, lo hubiesen leído hace tiempo.





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