Prólogo

Un chico de unos cinco años camina por el pasillo de la escuela, se siente un jugador profesional con esas zapatillas negras con detalles en blanco que le ha comprado su madre, camina con una autoestima estratosférica porque piensa con inocencia, esa que caracteriza a los pequeños con una vida llena de experiencias como asignatura pendiente, que no hay nada más chulo que los botines que lleva puestos.

Douglas, nuestro aniñado protagonista, dobla la esquina para entrar en el último pasillo en el cual se encuentra la puerta de su clase, en ese momento alguien toca su hombro , y hace a este morenito de grandes ojos marrones cubiertos por espesas pestañas oscuras y enmarcados por una cejas gruesas graciosas como compañía,  girarse con celeridad. De repente, una chica castaña con unos ojos apenas visibles por unos diminutos rizos, los cuales desaparecieron con el paso de los años, que enmascaran esas dos estrellas brillantes de color café que cautivan el corazón de nuestro soñador empedernido desde el minuto en que la chica de unos cinco años apartó los rulitos que le estorbaban en su campo de visión. Entorna los ojos, arruga su nariz poblada de pequitas y señala con su dedo índice las zapatillas negras y blancas mientras pronuncia las palabras que a Douglas no se le olvidarían en todo el fin de semana, y que a día de hoy tiene grabadas en su memoria:

- Perdona, tienes los cordones desatados- El chico no podía oírla, no podía escucharla, intentaba descifrar porque sus ojos brillaban con semejante intensidad, o eso era lo que el veía.

- Oye, ¿me estás escuchando?- Doug despertó de su trance, de esos que le sucedían a menudo, se aclaró la voz y dio un paso al frente recuperando todo el valor que pudiese reunir.

- No los tengo desatados, es que están rotos- se intentó excusar torpemente, sin darse cuenta de los nervios traicioneros que salieron a la luz al hablar por primera vez con una chica, en realidad pasó casi todo su tiempo ocupado resolviendo rompecabezas y puzzles que encontraba desperdigados o bien en casa de sus abuelos o en su guardería, abandonados en el tiempo. Despertaban su curiosidad y adoración aquellos juegos olvidados, que le esperaban como una mascota a su dueño en el mismo lugar de siempre y en el mismo estado.

- ¡Ah! Entiendo-  Arrastró las palabras la perspicaz castaña con una chispa de ironía en su mirada rebelde, se acercó a Douglas y agarró su mano.

Sorprendido Douglas sintió como  una sensación extraña recorría su cuerpo de pies a cabeza, como un escalofrío extraño pensaba el pequeño. Ni los superpoderes imaginarios que creía haber obtenido recientemente con sus nuevos adquisiciones negras podían ayudarle a comprender qué le estaba sucediendo al entrelazar sus pequeñas manos.

La sonrisa mellada de tres dientes y divertida de la chica salió a la luz, haciendo que Douglas se cuestionara todo lo que conocía hasta ahora, e incluso unos años después se lo seguía cuestionando, mientras decía:

- ¿Cuál es tu nombre?- quiso responder, lo intentó con todo su ser de hecho, pero las palabras estaban encerradas en su interior, al parecer si se juntan un patoso de manual y no hablar con chicas excepto en contadas ocasiones, el resultado es tartamudo como un poseso o en mi caso quedarse en blanco.

Douglas se quedó unos segundos callado, se soltó de la mano de la chica y  mientras caminaba hacia su mesa favorita de la habitación, un aula enorme llena de mesas de diferentes colores que todos los niños adoraban dijo:

- Mi nombre es Douglas- ni siquiera quiso mirarla porque sus mejillas se encendían como las luces de un arbolito de Navidad. Con tan sólo cinco años ya estaba descubriendo entresijos del tan complicado compañero de viaje conocido como amor.

Ella, cuya valentía dejaba perplejo a Doug, quien se había sentado dispuesto a volver con su rutina y a sus juegos inseparables, y al que no le pasaba inadvertida la mano tendida enfrente de sus marrones ojos mientras añadía:

- Mi nombre es Minerva, pero puedes llamarme Ner- su mano seguía ahí, no la había apartado, parecía que no se iba a rendir nunca, por lo que nuestro chico de los rompecabezas cedió, agarró su mano, volviendo a sentir una pequeña corriente que acariciaba sus dedos desde la primera hasta la última falange.

Pero lo que causó su verdadero asombro fue una pregunta que jamás había escuchado hasta entonces:

- ¿Puedo jugar yo también?- señalaba la mesa azul, repleta de piezas y objetos, que el chico escogió desde el primero momento en que pisó ese aula hacía un año.

Cuando Minerva se sentó a su lado dispuesta a jugar a lo que fuera, la profesora agarró su brazo de improvisto, y dijo:

- No deberías estar aquí señorita, vuelve a tu clase inmediatamente- le estaban riñiendo, pero se notaba que su expresión era de total aburrimiento. Antes de salir de la clase llevada del brazo por la profesora, miró una última vez al que consideraba su primer amigo.

Esa fue la historia de como Douglas y Minerva comenzaron su amistad, fueron tres maravillosos años en los que no hubo un solo día en el que no acabaran llenos de barro o durmiendo en tiendas de campaña inventadas por ellos, eran inseparables o eso pensaban. Por desgracia, el padre de Minerva pensó que le vendría bien saber más idiomas, y, como ella era medio española, decidió aceptar un trabajo como juez en Madrid, y a los dos meses de prepararlo todo se marcharon.

Este moreno de ojos grandes con unos ocho años no se podía creer que había perdido a su mejor amiga, se veía en sus ojos que ella no quería marcharse, al igual que en los de él se leía que no podía pensar en ver pasar los días sin su compañera de aventuras, quería que se quedase tanto como ella ansiaba no partir de su hogar. Pero cuando el deber llama uno no puede poner pegas, y menos si ese deber es un puesto de trabajo al que el padre de Minerva no podía decir que no y las pegas las pone una niña de ocho años.

A pesar de todo prometieron escribirse, aunque al principio lo hacían todos los días todo se vuelve complicado. Debían ajustar los horarios y lo intentaron, los chicos se quedaban despiertos a horas intempestivas, pero esto tuvo sus consecuencias produciendo bajadas de notas, olvidos de tareas y pequeñas siestas durante algunas clases. Todo esto alarmó a los padres de Minerva y Douglas, y  finalizó con una prohibición de contacto alguno con el otro y la pérdida de una amistad.

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