Capítulo 59: Quince minutos o toda una vida
Después de correr hasta llegar a mi casa, estaba tremendamente cansado, uno no corre por su vida todos los días.
Al día siguiente, estaba nervioso, tragaba saliva a todas horas y el reloj daba vueltas en mi cabeza en vez de hacerlo con las pertinentes manecillas que normalmente se encargan de accionar el mecanismo. Me di una ducha para aclarar las ideas y luego me entró el pánico, quería dejarlo pasar todo, empecé a generar sudor como si tuviera una catarata corriendo por mi espalda, las manos me temblaban y me podía mantener de pie a duras penas. Me dejé caer en el sillón, cuando apenas quedaban dos horas para que me reencontrara con Minerva, me entraron sudores fríos, me empezó a doler la cabeza y todo se nubló.
Una hora antes de que llegaran las ocho de la tarde, me despertó el teléfono, que al parecer había aplastado contra mi cara sin querer y estaba vibrando frenéticamente. Se trataba de Lucienne, al tercer tono lo cogí:
— ¿Douglas, te has quedado dormido? — ¿cómo lo sabía? A veces pienso que el parisino de ojos verdes es adivino, o eso, o me ha puesto cámaras por todo el piso sin que me diera cuenta, lo cuál es bastante improbable, aunque no lo descarto.
— No, estaba cambiándome de ropa, no me gusta lo que llevo puesto — mentí.
— Douglas, cuando me mientes arrugas la nariz por un lado, ¿estás seguro de que quieres mentirme? Te estoy viendo arrugar la nariz — mierda, ¿estaba arrugando la nariz?
Fui a un espejo y comprobé que efectivamente lo estaba haciendo, pero también me percate de que era imposible que el francés lo pudiera saber, ya que no me estaba viendo.
— Un momento, ¿cómo sabes que estoy arrugando la nariz? — pregunté, la teoría de las cámaras de vídeo empezaba a cobrar sentido en mi mente.
— ¡AJÁ! — gritó como un energúmeno Lucienne, que estaba al otro lado del teléfono — . Te he pillado amigo mío, no lo sabía, pero me lo acabas de decir tú, porque, si no estabas mintiendo, ¿para qué has comprobado si lo que yo te estaba diciendo era verdad o no? — me tenía contra las cuerdas, no podía mentirle, era penoso.
— Está bien, me he quedado dormido — me encogí de hombros, tratando de quitar la pereza de mi cuerpo estirándome con fuerza.
— ¿Pretendías mentirme? Pequeño saltamontes, te queda mucho para superar al maestro — se burló.
— Estoy nervioso, tío, queda una hora y no tengo nada claro lo que voy a hacer, no sé si acudir o mudarme a otro planeta — estaba tan nervioso que en un gesto de torpeza casi tiro el teléfono móvil al suelo.
— Tú y tus dramas, Douglas — se quedó callado unos segundos y expiró el aire con desesperación — . ¿Tengo que recordarte que el que está en una silla de ruedas con movilidad reducida soy yo? — podía escuchar desde la otra punta del mundo como se golpeaba la frente con la mano.
— Es que si lo piensas, esto es rizar el rizo, ahora mismo, seguimos siendo buenos amigos, puedo irme sin hacer nada y todo quedaría más o menos bien entre nosotros, ella lo entendería — creía que lo que acababa de decir en mi cabeza tendría menos sentido y parecería una estupidez, pero no, tenía más sentido aún.
Lucienne pegó un grito al otro lado del teléfono:
— ¡AGGG! ¡Qué cabezota eres! —dejó unos segundos entre medias para que asimilara su mensaje y luego continuó —. ¿Quieres tirarlo todo por la borda? Pues tíralo, pero no me pidas luego que te ayude a reconstruir los pedacitos —parecía cabreado.
— No pretendía cabrearte, solo trataba de enfocarlo desde un punto de vista real — me sinceré.
— ¿REAL? ¿Quieres realidad? — creo que en vez de relajarse cada vez se estaba cabreando más, porque si acercaba un poco el teléfono a mi oído podía escuchar los engranajes de la silla de ruedas chirriando — . La realidad es ésta, y escúchame bien porque no lo voy a volver a repetir.
Iba a hablar, pero no me dejó, lo soltó todo de golpe, era como si hubiera accionado un detonador y la bomba acabara de explotarme en la cara.
— La realidad es que llevas enamorado de esa chica desde el minuto en que te preguntó por el estado de los cordones de tus zapatos, ¿que estupidez, verdad? Enamorarte de una chica por no saber atarte los cordones, pues no, no es una estupidez, ni tampoco lo es el hecho de querer a una persona, no puedes vivir con esa creencia toda tu vida, porque la gente va a pensar que eres idiota.
— ¿La gente piensa que soy idiota? — no me había parado a pensarlo.
— No sé lo que la gente pensará, pero yo lo creo firmemente, creo que ya ha llegado la hora de espabilarte, de que pienses y de que razones lo que dices, de que te des cuenta de que el hecho de enamorarte es una realidad no algo probable, no hay de tus puñeteras matemáticas en esto.
— Pero... — estaba escuchando, para que os imaginéis la situación, era como si tratara de esquivar cuchillos y el francés era quien me los estaba lanzando, pero aunque trataba de esquivarlos, muchos de ellos comenzaban a clavarse dentro de mí.
— Pero nada, no puedes calcular el amor, eso es de imbéciles, el amor surge de la nada, y tan pronto como surge se marcha, no tenemos un millón de oportunidades, no es algo que siempre va a estar ahí, es algo que tienes la oportunidad de vivir ahora, y si no lo aprovechas, entonces es que no has aprendido nada de lo que tu hermana pretendía enseñarte.
No me dejaba decir nada y conforme iba escuchándole yo tenía cada vez menos ganas de defenderme, estaba recibiendo por todos lados y no tenía defensa a la que aferrarme.
— Tienes que despertar de una vez amigo, tener un trabajo está muy bien, pero la realidad es que la vida es muy dura, y si no aprovechas las oportunidades que tienes, nadie lo va a hacer por ti — se paró unos segundos para recobrar el aire — . Déjate ya de mirar desde la zona de espectadores como un niño con aspiraciones y comienza a vivir y a emocionarte —¿vivir y emocionarme?
— Voy a terminar ya, porque te queda media hora, pero quiero que abras bien lo que tienes por pabellones auditivos y me escuches, y quiero que me escuches de verdad — su tono era tajante y serio, y aunque a mí no me quedaba nada, me acababa de arañar cada parte de mi cuerpo con sus duras palabras, él parecía tener un argumento final y nada parecía detenerle, estaba tan acelerado, que las palabras salían por doquier.
— Te escucho — me resigné a decir nada.
— La vida es jodida, Douglas, te despiertas un día, crees que lo tienes todo, que tienes amor, felicidad, familia, y no te das cuenta que todas esas cosas son efímeras, que cuando se acaban, te quedas solo, en un cuarto oscuro como un ermitaño cascarrabias y te la vida te traga — volvió a parar unos segundos para soltar su alegato final — . No quiero que pierdas ni un segundo más, pero no porque esté preocupado por las horas de tu vida que has perdido, no, eso sé que no se puede reparar, es porque me estoy dando cuenta de que no has captado el mensaje de tu hermana — ¿que no lo había captado?
— ¿A qué te refieres? — no estaba entendiendo nada.
— Tu hermana no te estaba diciendo que tienes que aprovechar tu vida para no perder horas o segundos en el proceso, eso es una lección de escuela, y no hay enseñanza en algo que cuando uses dos veces se va a convertir en arena — volvió a detenerse unos segundos, dejando mi pregunta en el aire — . Lo que tu hermana te estaba diciendo es que no aprovechas las oportunidades que te da la vida, no te lanzas, no vives tu vida, te quedas como un espectador, mirando como la vida pasa a cámara rápida y tu cuerpo se va deteriorando. Cuando te des cuenta de que todo lo que has hecho para evitar que la vida te afecte no ha servido para nada, porque te sigue afectando igualmente, será tarde, ya serás un viejo con patas de gallo y piernas flácidas, que le contará su repertorio de cuentos similares a un grupo de niños en un parque cercano a su casa todos los días —la última parte me hizo gracia, solté media carcajada, pero el francés la silenció con su seriedad.
— ¿Crees que porque te escondas de la vida, ésta no te alcanza? Puedes correr a donde quieras, la vida te sigue encontrando, te sigue afectando, la única diferencia es que estás solo y no tienes a nadie con quien compartir esos momentos tan valiosos que estás desperdiciando, no se puede estar pendiente del reloj, Douglas, las horas van a seguir pasando — lo último me había destrozado, no podía ni reírme, tenía razón.
— ¿Y qué quieres que haga? No puedo hacer nada, le tengo pánico a la vida, P-Á-N-I-C-O, y no creo que nadie pueda remediarlo.
— Pues si le tienes pánico te aguantas, porque te voy a decir lo que vas a hacer y me da igual que tengas miedo o que quieras mudarte a Siberia, lo vas a hacer — me mandó a callar antes de continuar — Tú vas a ir hoy allí, vas a hablar con ella, la vas a escuchar y vas a coger de una vez las riendas de tu vida — resopló como si fuera un caballo rabioso.
— ¿Y si no me sale? — yo lo iba a intentar, pero había probabilidades de que no saliera como el francés lo tenía en mente.
— Pues si no te sale, voy a ir allí, me voy a levantar de esta silla de ruedas y te voy a meter una patada en el culo que vas a llegar a Siberia pero de verdad — la amenaza era real, estaba seguro de que al parisino no lo detendría el hecho de tener movilidad reducida.
— Pero... — iba a decir algo, pero estaba visto que hoy no podía decidir nada.
— Vístete de una vez, adiós — me colgó el teléfono.
Ante los argumentos de Lucienne, lo único que pude hacer fue ponerme un vaquero, unas botas, una camiseta gris y algo para protegerme del frío, que aquí en Canadá nunca se sabe por donde puede venir.
A las siete y cincuenta y ocho, estaba en la puerta del Parque Mont Royal, pensando en mi mente cómo iba a hacer para mostrarle a Minerva lo que tenía pensado. Tardé tanto en mentalizarme que no me di cuenta que Minerva había llegado y estaba sentada en uno de los bancos del parque, concretamente, el que estaba cercano a una especie de balancines oxidados.
Cuando la vi, no sé si fue por el tiempo que había estado sin verla, o si era por la ropa que llevaba puesta, pero mis pies no me respondían, parecía que en el suelo había un imán gigante y que me había quedado pegado a él.
Minerva estaba increíblemente guapa, vestía de forma sencilla, pero con esa habilidad suya para ser visual ante todas las miradas, porque ella era como un diamante en medio de un océano, con unos pocos de rayos de sol que rozaran su piel, ella brillaba, y todas las personas del parque a las que les latiera el corazón, fijaban su mirada en ella, incluso aunque ella no se diera cuenta de que lo hacían.
Caminé hacia ella, ella aún no me había visto, estaba jugueteando con su pelo mientras se impacientaba, se me había olvidado lo poco que le gusta la impuntualidad, sé que le estaba molestando porque los hilos que tenía cercanos a las comisuras de sus labios, esas pequeñas obras de arte dibujadas en sus mejillas se iban cada uno para su lado, como si estuvieran peleados, y entonces, cuando alcanzaban el límite, ella mordía ligeramente la pared interna de su boca.
Me acerqué un poco más y llamé su atención con mi mano, esperando que ella la viera. De repente, se levantó como un resorte y vino corriendo hacia mí con una sonrisa en sus labios, parecía contenta.
— ¿Dónde te habías metido? — golpeó mi hombro —. Sabes que no me gusta esperaar — estaba muy sonriente.
— Estaba escogiendo la ropa que iba a ponerme — me rasqué la nuca.
— Nunca cambiarás, igual de torpe que siempre — se rió, pero entonces, algo desvió su atención y agarró mi camiseta por el interior — . Douglas — llamó mi atención zarandeándome, porque yo estaba perdido intentando averiguar por qué me gustaba tanto ver como se movían los rizos castaños de su pelo, me recordaba en todo a cuando era pequeña, se había puesto rizado el pelo, pero no tan cerrado, el cabello estaba abierto y estirado, parecía una princesa.
— Dime — volví a mirar en su dirección, percatándome de que se había maquillado la cara, resaltando sus ojos, que brillaban con mayor intensidad.
— ¿Te has dado cuenta de que llevas puesta la camiseta del pijama? — mierda, no, ya había vuelto a meter la pata — . No vas a cambiar nunca — soltó una risa suave, sonaba a compasión.
— NO PUEDE SER — me puse tan colorado que parecía la luz roja de un semáforo.
Me coloqué detrás de un árbol, antes de que la castaña dijera algo más y retiré la camiseta del pijama, dejando el resto de la ropa en su antigua posición. Tiré la camiseta del pijama a la basura y volví a reunirme con Minerva.
— ¿La has tirado? — se seguía riendo sin parar.
— No creo que quiera volver a ponerme esa camiseta en mi vida — había hecho el ridículo.
— Tienes el cuello de la camiseta mal puesto — ella se acercó y lo colocó en su posición natural.
En ese momento, noté su respiración en mi cuello, el leve roce de sus dedos, bailando entre los entresijos de mi camiseta. Estando tan cerca, Minerva me agarró entre sus brazos:
— Necesito un abrazo — fue lo único que dijo.
La electricidad estaba ahí, no había desaparecido, comenzaba a notarla cuando ella de repente se apartó bruscamente:
— ¡AUCH! — sacudió la mano y añadió —. ¡Me has dado calambre! —eso hizo que el abrazo se cortara de raíz.
— ¿Te gustó mi pulsera? — le señalé el brazalete que llevaba colgando de su muñeca.
— Es muy bonita — me sonrió, pero apartó la vista cuando traté de buscar sus ojos con los míos.
— Me alegro de que te gustara — estaba alargando los minutos, me había puesto un poco nervioso y quería que la situación se tranquilizara.
— ¿Qué era lo que querías enseñarme? — me miró tímida, algo inusual en ella.
Iba a responder, pero entonces, Minerva pegó un grito agudo, lo suficientemente agudo como para hacer que me doliera el tímpano.
— No me lo puedo creer — seguía mirando algo fijamente, pero no lograba averiguar de qué se trataba.
— ¿Pasa algo? — como no encontraba la fuente de su emoción quise preguntar.
— ¿Que si pasa algo? Es "Dirty Dancing", ohh dios mío — estaba dando pequeños saltos — . Mira, en la pantalla de allí al fondo.
Giré la cabeza y entonces lo vi, una pantalla y un pequeño escenario con un logotipo que ponía "Dirty Dancing".
— ¿Qué pasa? ¿Es una película o algo de eso? — creo que había cometido un sacrilegio, porque me miró como si lo que acababa de decir estuviese prohibido en cincuenta países.
— No es una película, es "La Película", si hay una película que Minerva Martín no se ha perdido en su vida, jamás de los jamases — recalcó el jamases —. Es esa película, es una de mis películas favoritas, por no decir que es mi película predilecta — no sé por qué, pero algo me decía que lo que tenía que mostrarle iba a tener que esperar.
— ¿Quieres que la veamos? — le ofrecí, ya que no tenía otra opción.
— Vamos, corre, que todavía hay tres asientos en la tercera fila — agarró mi mano con fuerza, con la emoción creo que todo le daba igual, hasta el hecho de que mi cuerpo se acababa de quedar como un montón de partículas revoloteando en la nada.
Nos sentamos, vimos la película entera, y cuando estaba levantándome del sitio para marcharme y poder así enseñarle lo que quería enseñarle a Minerva, un hombre salió al escenario y dijo:
— "Chicos y chicas, para todo el que quiera quedarse, tras diez minutos de descanso, les daremos unas clases de baile gratuitas para que puedan aprender a bailar como su personaje de la película favorito" —y con esas palabras, acababa de reducir mis posibilidades de hacer algo a cero.
Me limité a mirar a Minerva, en cuanto su mirada se encontró con la mía, su mano subió una cuarta, ya que seguía agarrando la mía y dijo mientras sus dedos quedaban medio entrelazados con los míos de forma inconsciente:
—Podría estar divertido —se mordió el labio inferior levemente, eso indicaba que no me lo estaba pidiendo, es decir, que era lo que íbamos a hacer, dijera yo lo que dijera, ni siquiera una de las magníficas frases de Lucienne podía ayudarme en esta ocasión.
Bailamos y bailamos, le pisé el pie a dos ancianas, a un abuelo con sombrero muy simpático y a una niña pequeña, que fueron mis parejas de baile. Tras eso, pude bailar dos lentas pegado cuerpo con con cuerpo con Minerva y se terminaron los números de baile, justo cuando nuestras manos entrelazadas habían perdido la importancia, ya no sabía dónde estaba mi mano y dónde se encontraba la suya.
Todos se marcharon, todos menos el anciano del sombrero, que me había contado que se encargaba de los aspectos técnicos que rodeaban al parque, las luces, los aspersores, ...etc.
—Lo siento, Douglas, no vas a poder enseñarme nada — me miró la castaña con tristeza, lamentando su arrebato pasional hacia los musicales.
Era cierto, si no había luces, que las habían apagado, no podía enseñarle nada, pero entonces, cuando estaba todo en una posición desfavorable, hallé la solución.
Me acerqué al anciano y le conté mi problema:
— Disculpe, ¿podría encender durante media hora las luces del parque? Hay una cosa que quiero enseñarle a mi amiga — señalé a Minerva que me esperaba junto al escenario, sentada con las piernas colgando, en uno de escalones.
— Chico, la última vez que yo "le enseñé algo" a una amiga, acabé con mujer y cuatro preciosas niñas — me explicó, sin aclarar si eso era una negativa.
— ¿Y si enciende solo las luces de la fuente del centro del parque? — le pedí antes de que se marchara.
El anciano se quitó el sombrero, acarició las arrugas de su frente, se rascó la barba y tras darle un par de vueltas, terminó accediendo:
— Tienes quince minutos de reloj, cuando pasen esos quince minutos, se encenderán los aspersores — menos mal que la condición que me había puesto no era ningún impedimento, porque ya me había acostumbrado más que de sobra al agua.
Caminé en dirección a Minerva decidido, tenía claro que quería tomar las riendas de mi vida, cogí su mano con fuerza y sin permitir que me dijera nada la llevé hasta la fuente central del parque, las luces se encendieron y todo el escenario quedó iluminado.
Sonreí levemente antes de hablar y tragué saliva con fuerza.
— Es curioso, si me dicen hace dieciséis años que iba a acabar todo en este lugar, en este preciso lugar, no me lo había creído — no esperaba que se acordaba, pero ya habíamos estado allí.
FLASHBACK
Vemos a un chico de seis años, decidido, aunque un poco temeroso, hoy es un día especial para él, porque va a decirle a la chica que le gusta que la quiere. Lleva toda la mañana preparando una historia que quiere contarle antes de confesarle lo que siente.
A lo lejos, vemos a una chica castaña de la misma edad que corre en dirección del chico, con unos rizos que le impiden ver por dónde pisa, camina alocada y descuidada, como es habitual en ella.
— ¿Qué querías enseñarme, Douglas? — cogió la mano del chico con fuerza.
El muchacho estaba a punto de confesarle lo que sentía a Minerva, cuando de repente alguien tiró tres veces de su camiseta. Douglas miró en la dirección del tirón y se encontró con una niña, castaña también, menor en edad, que tiraba con intensidad. Era Nôelle, se había torcido un tobillo al tropezar jugando a perseguir a las mariposas del parque.
Y ahí acabó todo, Douglas decidió, que si le habían interrumpido era porque no era el momento adecuado.
FIN
— Siempre veníamos a este parque, pero no tiene nada que ver, ¿no? — Minerva no se acordaba de aquel día, que estaba tan señalado en la mente de Douglas, que ni el paso del tiempo lo había podido borrar.
— En este parque, hace siglos, un anciano rey, venía todos los días para que el sabio mago que vivía en una cueva cerca de esta fuente, le ayudara a curar la enfermedad de su hija pequeña. La pequeña princesa Adeline, que tenía un resfriado que no se le quitaba, y noche tras noche su fiebre iba aumentando, hasta tal punto que el rey, siguiendo los consejos de su más querido amigo de confianza, viajó miles de kilómetros lejos de la corte, cogiendo barcos y caballos, para llegar a la cueva del anciano, la única esperanza que tenía la pobre Adeline de curar su enfermedad.
— ¿Un cuento? Espera, me siento en el borde de la fuente — dijo la castaña haciéndose un hueco.
— El rey le dijo al sabio anciano, que su hija no mejoraba y que no sabía que hacer, y éste, haciendo uso de sus poderes ancestrales, encontró la cura para su hija. Antes de dársela, el sabio le dijo sus condiciones:
"Una flor debe morir para que la otra renazca"
El anciano, le contó al rey, que la reina tenía una enfermedad que todavía no habían detectado los médicos de la corte y que tampoco podía curarse con facilidad.
"Debes escoger"
El rey estaba muy asustado, tenía que elegir entre los dos amores que más quería, sabiendo que falleciera quien falleciera de las dos, su corazón jamás volvería a ser el mismo. Finalmente, el rey, al que el sabio le había puesto delante de las narices un reloj de arena para que viera el tiempo correr, tomó una decisión:
— Que viva mi hija, porque si ella vive salvaré a todos mis hijos, porque todos los habitantes de mi reino son mis hijos — alegó el rey destrozado.
El sabio hizo dos barcos con hojas de sauce y se los entregó al rey:
"Estos son los barcos de las almas, si escribes el nombre de la persona a la que más quieres, lo quemás y éste se hunde en el fondo de la fuente, esa persona permanecerá junto a ti"
El rey, haciéndole caso al anciano, escribió el nombre de su esposa y el de su hija, les prendió fuego a los dos barcos y los hizo colisionar uno con otro, hundiéndose estos en el fondo del agua de la fuente.
Realizada la acción, el rey cayó al agua y se ahogó en el lago. Al día siguiente, tanto su mujer como su hija estaban perfectamente de salud y el reino pudo volver a su estado de paz y tranquilidad. Hasta que pasaron los días y el reino entero empezó a preguntarse por la localización del rey de palacio, que había desaparecido de la faz de la Tierra. Hasta que pasaron las semanas, los meses y llegó el término de un año exacto.
El rey, apareció ante los ojos de todos en la puerta del reino, pero no su persona, sino un rey de piedra, con un único mensaje grabado en su espalda:
"Sin amor no soy padre, no soy marido y no soy rey, por eso he decidido grabar mi nombre en un papel y sellar mi destino en las profundidades de una fuente"
Han pasado muchos años desde que ocurrió aquel incidente, y desde entonces miles de chicos vienen a esta fuente a escribir el nombre de la chica con la que quieren estar para el resto de su vida.
Tenía un barco de papel con el nombre de Minerva grabado en su interior.
— Ellos vienen aquí, se agachan, le prenden fuego al barco — incendié el pequeño barco de vela de papel — . Y esperan a que se hunda en las profundidades de la fuente, llevándose con ello el secreto de un amor prohibido.
Minerva, había escuchado cada palabra, estaba triste y a la vez alegre, tenía que decírselo.
— Un bonito cuento — me miró fijamente, como si buscara algo en el fondo de mi mirada.
— En esta fuente fue el lugar donde yo iba a pedirte que salieras conmigo — le confesé por fin.
— ¿Cuando tu hermana tropezó? — empezó a recordar.
— Hoy no vengo a pedirte que salgas conmigo, porque sé que ya tienes a alguien que te quiere, pero en ese barco de papel estaba grabado tu nombre — por fin lo estaba diciendo.
— Douglas — la castaña se quedó sin palabras.
— Porque a pesar de que sé, que no debería amarte, que ya eres de otro y que por mucho que quiera cambiarlo, nunca seré él, daría mi alma en esta y otras vidas si a cambio pudiera permanecer a tu lado para siempre.
Minerva me miró fijamente y me dijo:
— Estoy prometida, Marcos me ha propuesto matrimonio —la castaña lloraba sin parar, las lágrimas no dejaban de caer por sus mejillas.
En ese preciso instante, después de haberlo arriesgado todo, perdí, perdí las ganas y mi corazón, todo acabó hundiéndose en el fondo de una fuente de piedra.
—Si él te hace feliz, yo soy feliz —le sonreí, aunque por dentro tenía un Inframundo que se estaba tragando a mi Olimpo por partes.
Minerva me dio dos besos, me devolvió la pulsera y empezó a caminar en la otra dirección. No sé que me pasó en aquel momento, pero corrí en su dirección y antes de que se alejara por la puerta y me fuera difícil volver a verla, le agarré la mano.
Pasaron los quince minutos, tropecé y nos hice caer, los aspersores se pusieron a funcionar a pleno rendimiento y nos mojamos de arriba a abajo.
Caí encima de ella y solté todo lo que tenía dentro:
— Tengo miedo, Minerva — dije pegando mi nariz con la suya.
Ella me miró fijamente y dijo:
— ¿De qué tienes miedo? — esa pregunta no es fácil de contestar.
— Tengo miedo a que cuando te bese no quiera dejarte marchar— en ese momento, con mis manos, sujeté su cabeza, me acerqué y en un acto ágil e inesperado, le di un beso ahogado y húmedo, tan húmedo, que nos quedamos sin respiración mientras nuestras bocas bailaban aparte.
Las luces del parque se apagaron, nuestras respiraciones estaban agitadas.
— Pídeme que pare, porque sé que si seguimos no voy a poder olvidarte — dije en un estúpido golpe de cordura, cuando la cordura en esos momentos no era necesaria.
Ella, metió las manos por el borde de mi camiseta, agarró mi cintura y pegó su pecho con el mío.
— No quiero que me olvides — dijo mientras me besaba, interrumpiendo así la conversación.
Ella me estaba quitando la camiseta cuando el momento febril pasó a refrescarse por unos segundos, había algo que tenía que decirle:
— Nunca lo he hecho con nadie — la miré fijamente — . Soy virgen, siempre he tenido ese desapego hacia la necesidad que me hacía ser fuerte, pero contigo la necesidad me hace débil — le confesé.
Minerva me quitó la camiseta, nos quedamos los dos en ropa interior y pasamos a recorrer nuestros cuerpos el uno con el otro. Entre besos y caricias, ella me dijo algo que nunca olvidaré:
— Pase lo que pase, estés con quien estés, me alegro de haber sido la primera — sonrió mientras mordía el lóbulo de mi oreja suavemente.
Aproveché cada segundo, en recorrer cada parte de su cuerpo, con mi nariz, con mi boca, con mis dedos, memorizando cada imperfección, memorizando cada camino y cada gemido. Ella empezó a jugar con mis lunares, a darme besos en el cuello, besos en el abdomen, hasta que la pasión nos doblegó.
Me coloqué el preservativo que me había dado Ana, y ambos nos introdujimos en el otro, haciendo que la noche fuera solo una excusa para poder darle paso a nuestros labios entre sudor, ritmo de aspersores que se agitaban y las luces de un parque que habían pasado de blanco a negro en un instante. El tiempo se había parado a pesar de que nadie se lo había pedido y nadie estaba pendiente del reloj, solo Minerva y yo, la vida pasando a ser vivida y quince minutos que se habían convertido en toda una vida.
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