Capítulo 57: Tobillos frágiles, corazones valientes

9 am

Me encuentro caminando en dirección a la calle de detrás del hotel, con una mano hago una indicación, para que Minerva, que está mirando hacia el suelo, levante la vista y me vea.

La idea era enseñarle la ruta de cosas que quería hacer a mi mejor amiga, pero cuando iba a enseñarle la lista, ella me interrumpió.

       — Tengo programado lo que vamos a hacer, no necesito ningún papel — parecía muy concentrada.

— ¿Qué vamos a hacer? — pregunté intrigado.

— Si lo sabes, la experiencia no es la misma — me explicó mientras agarraba mi mano y tiraba de mí hacia  la estación de autobuses.

— ¿A dónde vamos?

— No te lo voy a decir, solo te voy a decir que es un viaje de doce horas, y que no puedes mirar el destino en el billete.

Y tal como le había prometido, no miré el destino, me dejé llevar por la experiencia, de pequeño estaba tan centrado en los estudios, que se me había olvidado visitar mi ciudad, bueno, se me había olvidado visitar todo Canadá, o sea que veía con buenos ojos visitar los lugares sin conocimiento alguno del sitio al que me dirigía, la experiencia se veía de este modo incluso más real.

Ya en el autobús y con el paisaje en movimiento, no podía parar de Minerva de vez en cuando. Estábamos en silencio, uno de esos espacios vacíos incómodos que no sabes como romper. Pasaron una hora, dos horas, y nada, no conseguía encontrar las palabras adecuadas, solo la miraba, y ella lo hacía también, hasta que los labios de la castaña comenzaron a abrirse para decir algo.

— ¿Por qué te tiraste a la piscina? — se frotaba en brazo derecho sin mirarme, estaba bastante nerviosa.

— Quise hacer una locura, porque las locuras, cuanto más divertidas, raras y extralimitadas mejor — le contesté con el consejo que me había dado Lucienne.

— Esa idea tan elocuente y divertida es propia de un francés que yo conozco — se tapó la boca para que no viera como se reía por lo bajo.

— El siempre está ahí cuando lo necesitas.

— ¿Por qué quieres que vaya contigo? — dejó de frotarse el brazo derecho — . El viaje lo podías haber hecho tu solo — tenía toda la razón.

— Creo que es porque desde que empecé este viaje contigo, todo ha sido increíble, me había acostumbrado hasta a la forma que tienes de beber un vaso de agua — dije mientras acomodaba la cabeza en mi asiento con desapego.

— Pero tenemos que volver a nuestras vidas, Douglas, no podemos estar todo el día visitando lugares, sabíamos que un día llegaría a su fin — me explicó con tristeza en la mirada.

— Quiero vivir en un faro — le interrumpí.

— ¿En un faro? — Minerva se quedó con la boca abierta — . ¿Por qué en un faro? — lo cierto era que no sabía exactamente por qué era, pero algo en mi interior me decía que vivir en uno sería fantástico.

— No lo sé, sería una gran experiencia, podría aprender a manejarlo, me gustaría saber guiar a los barcos a través de las tormentas — tenía una sonrisa, parecía una tontería, pero para  mí no lo era.

— ¿No será por nuestro beso? —me echó una mirada cómplice.

No sabía que respuesta darle, lo cierto era que en parte era por eso, había sido una de las mejores experiencias que he tenido, así que le cambié un poco la idea.

— ¿Crees que todos los besos se sentirán igual? — era una pregunta que rondaba mi cabeza.

— ¿Dónde en el faro? — me miró aguantando una carcajada.

— Sí, no te rías — golpeé su pierna — . Lo estoy diciendo en serio — si ella se reía a mí me entraba la risa floja.

— Los faros son sitios muy pequeños por dentro, yo no podría vivir en uno — se encogió de hombros y se cogió los pies con las manos.

— Pues yo sí, algún día lo haré.

— Pues harás que los barcos se choquen, siempre has sido muy torpe — ¿me acababa de insultar sutilmente?

— Ya verás, algún día lo conseguiré.

— Si algún día lo consigues, espero que me invites —me ofreció una sonrisa sincera y estiró el meñique —. ¿Promesa de dedos? —nuestras promesas de niños pequeños eran irrompibles, una vez que juntábamos nuestros meñiques, ya no había vuelta atrás.

— Promesa de dedos — junté mi meñique con el suyo, ya no sentía tanto la electricidad que nos unía, estaba consiguiendo reprimir un poco los sentimientos que tenía hacia Minerva.

Nos fuimos a dormir, nos quedaban aún seis horas de viaje, el tiempo había pasado y no nos habíamos dado cuenta.

Me desperté cuando pasaron otras cinco horas, quedaba exactamente una hora para llegar y ya sabía el destino, Ontario, lo había escuchado por el megáfono.

— ¿Qué hay en Ontario? — desperté a Minerva, que se frotaba los ojos soñolienta a través de su pelo.

— Las cataratas, ¿nunca las has visto? — no tenía ni idea, pero intenté que no pareciera que era un completo ignorante de la cultura de mi país y de mi ciudad.

— Algo he visto en la tele, pero en la vida real no he visitado nunca este sitio — en mi casa la tele, si existía, para mí estaba casi prohibida, espero que no se me notara demasiado que estaba mintiendo.

— ¿Me estás  mintiendo? ¿Acaso no recuerdas que soy tu mejor amiga? — me señaló el rostro y dijo — . Inflas los agujeros de la nariz inconscientemente y arrugas uno de los ojos siempre que mientes — como había sido tan ingenuo como para creer que ella no lo notaría.

— Vale, no tengo ni idea, es la primera vez que escucho lo de las cataratas — me rendí.

— Las Cataratas del Niágara — me corrigió.

— Ahh vale, con el nombre completo sí que las puedo reconocer — eso no era mentira, las habíamos  visto en un documental en la Universidad, no recuerdo en qué asignatura, pero no sabía que las tenía tan cerca.

— ¿De verdad no has salido nunca de tu casa? — se estaba quedando bastante sorprendida.

— Los estudios siempre han sido lo primero — me encogí de hombros.

El autobús se detuvo, aparcó en una explanada y Minerva y yo nos bajamos del mismo.

— Ahora podemos seguir al guía, que nos cobraría unos ciento treinta y siete euros, o me puedes seguir a mí, la guía inexperta y ver que podemos visitar, antes de que regrese el autobús.

— ¿Vas a volver? Quería visitar la Torre CN, dicen que tiene unas vistas increíbles—saqué la lengua con el entusiasmo de un niño pequeño.

  — Marcos juega su partido de fútbol y luego nos marchamos— se acarició un mechón de pelo lentamente con el dedo índice.

— ¿Me podrías dar esa tarde? Hay un último sitio al que me gustaría ir— hice un mohín refiriéndome a la tarde después del partido.

  Minerva se llevó un dedo a la mejilla izquierda y la apretó intensamente mientras pensaba para darme una respuesta. Concluida la reflexión soltó:

— Está bien, será nuestra despedida.

— Espero que no te refieras a nuestra despedida definitiva— era mi forma de decirle que no quería un adiós, quería un hasta que nos volvamos a ver.

— No, no, definitiva nunca, dónde voy a encontrar yo a alguien que invente unos cuentos tan maravillosos como los tuyos— sonrió, en una sonrisa efímera pero increíblemente delicada, parecía que formaba parte del paisaje que tenía delante de mis ojos, como un dibujo incompleto cuya cúspide era la sonrisa de la castaña.

Minerva, antes de subir, me aconsejó que entráramos en la tienda que había al lado de las escaleras. Entré y compramos una gorra de baloncesto, verde y blanca, con el escudo de los Boston Celtic's, era la única que quedaba, nosotros no éramos especialmente aficionados al baloncesto, cualquier canadiense que se precie prefiere el hockey.

— ¿Para qué me he comprado la gorra?— le miré esperando una respuesta, ya que el tiempo no acompañaba a la idea de ponerse una gorra.

— ¿Tu sabes de física y de números, no?— me miró mientras saltaba el empedrado que conformaba la escalera inclinada como si fuera una niña pequeña participando por primera vez en un juego de párbulos.

— No soy un experto, pero sí— no entendía a qué venía aquel argumento.

— Pues tengo un problema para que lo resuelvas listillo, a ver si eres capaz— golpeó con su dedo índice mi pecho, al notar de nuevo su contacto, mis células se agitaron produciendo un temblor en la zona cercana a mi pecho que me hizo darme cuenta que por mucho que reprimiera mis sentimientos, ellos encontraban la forma de escapar.

— Dime, no es que me vea capacitado para resolverlos todos, pero puedo intentarlo— me posicioné mentalmente, archivando información innecesaria que rondaba aún por mi mente, para tener la mente completamente a disposición del complejo enigma que la castaña iba a proponerme.

— Una gran masa de agua, cae a una velocidad de 57 km/h, las probabilidades de que acierte en el blanco teniendo en cuenta la aceleración y la intensidad del viento es de un 89 %, ¿dará o no dará en el blanco?— parecía burlarse de mí, como si supiera perfectamente que no iba a ser capaz de resolverlo, pero yo era bueno haciendo cálculos, mi mente se puso a trabajar sin ni siquiera avisarme de que lo estaba haciendo.

De repente, una gran masa de agua, procedente de los restos que la cascada desperdiciaba al ser robados por el aire, cayó sobre mi cabeza, mojándome de arriba a abajo, dejándome paralizado.

Ella se limitó a acercarse, mirarme de cerca, ojeándome de arriba a abajo y luego comentó:

— Pues no, está visto que la gorra no te va a servir de mucho— había ironía sarcástica en aquel comentario, la había detectado desde lejos.

— Tú lo sabías, sabías que me iba a mojar entero, lo de la gorra lo has hecho para que fuera más divertido, ¿no es cierto?— la miré fijamente mientras ella me ofrecía una sonrisa de ingenio mordaz.

— Yo no tenía ni idea, intentó disimular— pero nunca se le ha dado bien disimular, así que, cuando vio que la había pillado, salió corriendo escaleras arriba.

Comencé a perseguirla, lo que me recordó a cuando jugábamos al escondite cuando niños. Hasta que me di cuenta que el agua seguía arrollándonos, cada vez con más fuerza, y también me percaté de que nos estábamos alejando, adentrándonos en la zona de bosque.

Cuando por fin la pillé la agarré de la mano, y ella en un intento de zafarse de mi agarre, tropezó con una rama y cayó al suelo, con tan mala suerte, que su tobillo se golpeó con una roca solitaria que andaba por el suelo desperdigada.

  — ¡Auch!— el grito era de esguince, llevábamos corriendo más de veinte minutos y para colmo no teníamos nada para vendar la herida.

— ¿Estás bien?— le pregunté, aunque estaba bastante convencido de que conocía la respuesta que iba a darme.

— Creo que me lo he torcido— se señaló el tobillo con el dedo.

Me agaché, retiré el calcetín y comprobé, que efectivamente, se había hecho un esguince, el cardenal marcaba el lugar claramente.

— ¿Puedes andar?— yo sabía que no, pero prefería cerciorarme.

— Me cuesta caminar— acabábamos de cometer una estupidez.

— ¡Que mala suerte!— cabreado pegué una patada al aire.

— No te preocupes, no estamos demasiado lejos, podemos ver el camino de vuelta y tienes buena memoria.

Y era cierto, pero con mi mala suerte, temía que todo fuera a peor, y así fue, la Ley de Murphy intervino. Comenzó a nevar con fuerza, el frío aumentó, aumentando el dolor del pie de Minerva, haciendo que ésta apenas pudiera dar un paso, y por si fuera poco, mi memoria no iba a poder recordar el camino si todo estaba lleno de nieve. Pero eso no fue lo más grave, un poco de agua se desbordó de su cauce y creo un gran río, el cuál teníamos que atravesar.

Habíamos comenzado a caminar, Minerva había hecho el intento de arrastrar el pie y emplear el otro para mantener el equilibrio, como si se tratara de una especie de soporte, pero cada vez le dolía más y más. Llegamos al río, había unas piedras por las que si pisabas cuidadosamente podías avanzar y atravesarlo. En un gran esfuerzo, cogí a Minerva, la subí a mis espaldas, y aunque hasta yo sé que un debilucho como yo era incapaz de cruzar aquello, una fuerza inmensa se apoderó de mí, era la fuerza que me estaba dando el hecho de poder perderla.

Pisé una piedra tras otra, hasta que finalmente llegué al otro lado. El frío empezó a ser una molestia, teníamos los labios morados y estábamos mojados, la sangre no circulaba como tenía que circular, Minerva temblaba en mi espalda. La nieve caía y caía y cada vez se hacía más difícil vislumbrar una salida.

Como yo podía aguantar, los minutos apremiaban y era una situación de emergencia, le arranqué las mangas a mi sudadera y con ellas fijé el tobillo de Minerva. La hice apoyarse en mí para que no le costara caminar y pudimos avanzar rápidamente antes de que el temporal se nos echara encima. Mi mente se puso a funcionar, estaba confundida por el hecho de tener la respiración acortándose a cada paso de Minerva en mi espalda, pero en ese instante de necesidad conseguí que arrancara.

Decidí investigar en mis bosillos y en los de ella, en busca de algo que nos permitiera resolver el dilema de encontrar el camino de vuelta a la escalera.

En los míos encontré un bolígrafo ruinoso, al que se le había acabado la tinta, y en los de ella, encontré un lapiz de cera rojo.

  — No nos sirve nada— dije al vuelo desesperado— .  ¿De qué me sirve un boli? — pero cuando examiné de cerca el boli, recordé que lo había cogido sin permiso del despacho de mi jefe, exacto, no era un boli corriente, tenía un botón, el cuál apreté sin pensármelo dos veces.

No era un boli a secas, era un bolígrafo con linterna. Rápidamente relacioné la linterna con la cera roja, podía hacer marcas en los árboles y así detectar a pesar del temporal la marca cuando tratara de encontrar un camino, y repetir la acción hasta encontrar la opción correcta.

Y eso hice, comencé a marcar todos los caminos por los que había pasado con Minerva, pero todos nos llevaban a callejones sin salida. Se hizo casi de noche, aunque no podía notarse porque el cielo estaba nublado, pero yo lo sabía, porque la luna podía verse, a pesar de que estaba muy escondida.

Al veinteavo intento, di con la salida, Minerva apenas respondía a mi llamada, a pesar de tener los ojos medio abiertos, bajé las escaleras empleando la aceleración que la castaña había empleado horas antes para gastarme una broma y por fin llegué a la tienda.

Estaba abierta, lo primero que hice fue quitarme mi sudadera y cubrir a Minerva, me daba igual lo que pudiera pensar la gente que estaba comprando en el local. El dependiente se dio cuenta de que no estaba para bromas y llamó a urgencias, una ambulancia llegó y me monté con ella, me mantuve todo el tiempo a su lado, cada vez que notaba que sus manos se enfriaban, yo las calentaba con mi aliento.

Tras el susto, me encontraba en la habitación 352 del hospital  "Niagara Falls memorial medical center". Ella respiraba normal, el frío se había pasado, había recuperado su color natural y le habían vendado el tobillo.

Yo me mantuve a la espera de que despertara sin cerrar los ojos ni un segundo, pero cuando estaba a punto de despertar, su novio apareció y no estaba precisamente contento conmigo.

  — ¿Una inundación? ¿Perdidos en el bosque?— me agarró de la camiseta y me empujó contra la pared— . ¿En que estabas pensando?— estaba muy cabreado.

— No sabía que eso iba a suceder, pero he hecho lo posible para que llegara sana y salva— le expliqué.

Pero a Marcos no le valía nada, estaba cegado por la ira.

— No me vale, le ha podido pasar algo— con la ira en sus manos, casi rozando mi cuello, me soltó, haciendo que mis pies tocaran de nuevo el suelo.

— Pero escúchame, seguro que cuando te lo cuente lo entenderás— traté de justificarme.

— Márchate Douglas, si te vuelvo a ver cerca de ella, no respondo de mis actos— me echó de la habitación y cerró la puerta.

No quería marcharme, pero lo hice, en el fondo me sentía responsable, tenía parte de culpa de lo que había pasado.


Habitación 352, Niagara Falls Medical Center 

Marcos entró en la habitación, dejó unas flores en un jarrón y se acercó a su novia, que dormía plácidamente. El chico contempló la habitación blanca con detalles grises, colores monótonos y golpeó la pared con la palma de la mano.

  — Te prometo que esto no va a volver a suceder— dijo el chico acariciando su frente.

Minerva despertó, apenas recordaba lo sucedido por la intensidad de la situación, por lo que Marcos le echó todas las culpas a Douglas para quitarlo del mapa.

Aquella noche, Minerva durmió abrazada a Marcos, pero su corazón estaba inquieto, porque aunque su mente creía lo que su novio le había contado, en su corazón había una versión distinta, ella no creía al cien por cien que Douglas fuera el malo de la película, de hecho, ella no creía que Douglas fuera el culpable en absoluto.

En el fondo ella sabía, que nada es lo que parece, que nadie es culpable de nada hasta que no se demuestre lo contrario. Puede que fuera debido a la culpa, pero a no a la culpa que nos hace responsables de las acciones, sino a esa culpa inverosímil, que juega con nuestros corazones y nos hace correr aventuras que ponen el marcador de nuestra vida de nuevo a cero. Lejos de las complicaciones que quisieran las personas achacarles a la "culpa", a buscar un culpable, lo cierto es que sí somos culpables, pero somos culpables de aquello que no podemos entender, no solo tenemos que exigir responsabilidades por los fallos cometidos, sino que también hay que pedir explicaciones a los sentimientos imprevisibles, que se presentan de repente y son capaces de desordenar un momento único con un solo gesto. 

 

¿Douglas, eres Superman?

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