Capítulo 39: Música para los oídos

Al día siguiente, me levanté, sin poder moverme demasiado, su cabeza estaba pegada a mi hombro, había despertado con Minerva aferrada a mí. Me era imposible moverme sin despertarla, por eso simplemente comprobé en mi móvil la hora, eran las nueve de la mañana. Mientras revisaba los mensajes, escuché un sonido y la puerta se abrió, dejando aparecer a un sonriente Lucienne.

 — ¿Dónde estabas? — el francés ignoró, fue directo a la cocina y cogió una manzana.

Lucienne le dio un mordisco a su fruta y cuando se tragó el bocado comentó:

— ¿Qué tal las bicicletas? ¿Reparadoras, a que sí? — respondió a su propia pregunta sin necesidad de que yo emitiera una sola palabra.

— Tengo un problema — le corté de raíz para que se centrara en lo que estaba a punto de comunicarle.

El parisino se sentó en un sillón que estaba en frente de mí y soltó:

— Es evidente, estás algo atrapado — me señaló con el dedo con el que no estaba sujetando la manzana.

— No me refería a eso — le volví a interrumpir, quise llevarme las manos a la cabeza con desesperación, pero no tenía manos suficientes para hacerlo.

— Mira el lado positivo, tío, por lo menos no se ha acostado encima de tus piernas, entonces sí que estarías en problemas — dejó caer una carcajada durante su intervención.

La castaña, nada más mencionar aquello, se movió en sueños, dejando reposar su cabeza sobre mis piernas.

— Esto es la ley de Murphy — se me escapó en alto.

— Eso en mi tierra se llama "estar jodido" — se rió el rubio de ojos verdes y siguió comiéndose la manzana .

— ¿No conoces la ley de Murphy? — me extrañó que semejante ignorancia viniera de él, siendo estudiante de ingeniería aeroespacial.

— La conozco, pero piénsalo bien, teníamos que encontrar a alguien al que culpar de nuestros problemas, y ese hombre es el blanco perfecto, recurrimos a él cada vez que algo empeora, ¿no te da pena? Lo mismo el pobre hombre solo estaba en el lugar equivocado en el momento preciso, quizás, si hubiera sido otro, ten por seguro, que estaríamos culpando a otro, porque siempre tenemos que buscar a quien culpar de nuestros males — le pegó un mordisco a su manzana y continuó — . ¿Y si te digo que no fue ese hombre y que se llamaba Rodolfo, por suponer un nombre cualquiera? Estoy seguro de que ahora mismo estarías hablando mal de ese hombre también — realizó dos toques con el dedo índice sobre el aire, para constatar su teoría con firmeza.

— ¿Rodolfo? — no estaba entendiendo nada, no sabía ni a qué venía semejante divagación, estaba claro que Lucienne se había ido por los cerros de Úbeda, expresión que aprendí de mi amiga Minerva, que no tengo ni idea de que significa, pero siempre la solía utilizar en contextos como éste.

— Es un tío de mi Universidad, me cae fatal — especificó —. Me ha parecido conveniente culparle a él de todos mis males, en mi opinión todos deberíamos tener un Murphy al que culpar, y está claro, que el mío debería de llamarse "Rodolfo".

— Deja de hablar — le volví a interrumpir — . Escúchame primero y luego haces tu comentario al respecto.

— En primer lugar, tener un Murphy personal ya existe, se llama saco de boxeo —tragué saliva y continué, me estaba resultando complicado llamar la atención de la parte ingeniosa e inteligente del francés —. Y en segundo lugar, como ya te he dicho antes, no me refería a eso, mi problema tiene que ver con ella, pero no es porque ahora mismo esté aquí atrapado con ella —pude decir al fin.

 — Soy todo oídos hermano — tiró la manzana desde el sillón a la papelera que había en la cocina y dijo — . ¡Canastón! — se frotó la camiseta el francés, que llevaba encima una sudadera abierta.

— El problema es que me está empezando a gustar cada vez más, y tengo una cita con una de sus mejores amigas en cuestión de horas.

— No veo el problema — el francés abrió las manos en señal de tener la solución — . Una espina saca otra, saliendo con ella puedes olvidarte de todo lo que te rodea, y puedes también encontrar la excusa para no estar todo el tiempo con Minerva — se frotó las manos y añadió — . Matas dos pájaros de un solo tiro.

— El problema está en que no quiero hacer eso, quiero que ella se duerma en mi hombro todos los días, que visitemos los parques hasta que se haga de noche, y que hablemos sin preocuparme por el reloj — traté de morderme la lengua, pero ya no podía callarme — . No es justo, que siendo el que mejor la conoce de este mundo y de todos los mundos que puedan existir y que hayan existido, tenga que ser yo precisamente el que se tenga que alejar de ella.

— No tienes un problema, tienes un problemón — el francés apoyó su mano en el mentón pensativo y dijo — . No debería haberos dejado esas bicis .

— Al respecto de las bicis — le mostré el reloj de mi muñeca para que pillara la indirecta.

— ¡Mierda las bicis! — salió corriendo el parisino.

LUCIENNE

 El parisino salió apresurado, bajó el portal y nada más que salió por la puerta, cruzó la mirada con una chica imponente que estaba esperando sentada en el escalón y se levantó al verle.

 — ¿Tú eres el amigo francés de mi amiga, verdad? —soltó al verle.

—   Lucienne — se presentó como era debido, ofreciéndole su mano para estrechar la de la chica.

— Cali — agarró mi mano y la zarandeó con energía sonriente —. ¿Por casualidad sabes si está despierta? —le miró buscando una respuesta a su pregunta.

— No, ¿alguna vez te has encontrado en esta situación? — el francés no tenía ni idea de qué decirle o qué hacer.

— Tranquilo, en recepción siempre hay una llave, conozco a mi amiga y sé que le gusta demasiado dormir, sobretodo cuando está cansada — sonrió levemente y añadió — . Voy a subir a despertarla.

— Me parece bien, yo voy a devolver estas bicicletas —cuando el chico rubio de ojos verdes fue a mirar en dirección a las bicicletas, se dio cuenta de que había dejado las mismas una vez bajado el escalón y estaban en una explanada.

Las bicicletas cayeron cuesta abajo hasta estrellarse contra un semáforo, haciendo que multitud de piezas de las mismas salieran despedidas por los aires.

— Eso me va a costar caro — soltó el francés al ver que recogía los pedazos de lo que antes habían sido dos estupendas bicicletas.

La chica castaña, amiga de Minerva, entró en el portal y subió el ascensor, no se rió del parisino, solo de su torpeza.

DOUGLAS

Encendí la televisión en lo que el francés regresaba de devolver al hombre al que se las había alquilado, pero no tardé en escuchar como la puerta se giraba.

   —Te veo un poco apurado —soltó una chica de pelo castaño liso, de ojos azules.

Al verla no pude evitar quedarme boquiabierto, la chica era impresionante, guapa se quedaba corto.

       — ¿Vienes a robarnos? — dándome cuenta de la estupidez que acababa de decir, rectifiqué, primero mentalmente y luego oralmente — . ¿O eres la amiga de Minerva, la abogada? — era más probable la segunda opción.

— Si fuera un ladrón no hubiera entrado con llave — me enseñó la llave electrónica que llevaba en la mano y luego dijo — . He venido a rescatarte, tranquilo.

La amiga de Minerva tenía los ojos más azules que he visto en mi vida, eran tan bonitos que me recordaban a la nieve de los cuentos que nos leían de pequeños en mi ciudad.

Mientras contemplaba embobado sus acciones, la chica, se acercó a Minerva y la zarandeó hasta la saciedad. Como vio que eso no funcionaba se tiró encima de ella mientras repetía:

— Despierta Minerva, no engañas a nadie — se lo dijo cerca del oído y no precisamente con delicadeza.

La castaña pareció entender el mensaje a la perfección, porque se frotó los ojos, se levantó en el sofá y miró de frente medio somñolienta a su amiga mientras decía:

— Cali, ¿podemos posponer la visita? Estoy muerta — estaba acostumbrado a sus cambios de mi idioma al español, y aunque ella me había enseñado muchas expresiones en español, me costaba entender un idioma que no era el mío, sobretodo si hablaban tan rápido.

— Tonterías, te preparo un café y en veinte minutos estamos en la estación — me enteré de algo de coger el tren o algún tipo de transporte similar.

La castaña echó su cabeza sobre el cabezal del sofá y miró en mi dirección.

— Buenos días, Douglas.

— Buenos días, Minerva — le devolví el saludo de forma simpática.

La castaña se tomó el café reparador que le había preparado su amiga, y en cuestión de minutos había regresado el parisino también, no nos dio tiempo a conversar apenas.

Caminamos hasta llegar a la estación de metro de Sol en Madrid, el tiempo estaba nublado, pero tocaba visita de museos, y aunque a mí no me gustaban particularmente, el museo de la música, el último de nuestra pequeña visita cultural, me había robado el corazón, tenía que visitarlo, aunque eso conllevara tragarme el resto de museos en el intento.

Lucienne y yo decidimos caminar deprisa, centrándonos más en conversar entre nosotros que en fijarnos en las obras y historias que estaban plasmadas en las paredes de aquellos museos.

  —   La amiga de Minerva es un monumento andante, además no te quita ojo amigo mío.

  — El problema está, en que yo no puedo apartar mi  mirada de Minerva, a pesar de que lo estoy intentando— le expliqué mientras caminábamos con las manos metidas en los bolsillos.

— Dale una oportunidad, a lo mejor te sorprende.

— En eso coincidimos, está claro que tengo que quedar con Calíope, para así poder olvidarme de Minerva, o por lo menos intentarlo.

— Así me gusta amigo, estás empezando a ver las cosas desde una perspectiva más real— me golpeó el hombro con un ligero zarandeo amistoso.

Y pasaron las horas, museo de Armas, Museos de pintura, Minerva y Calíope parloteaban y parloteaban sin parar, mientras que el parisino y yo,  cansados de tanto caminar, nos sentamos contemplando como las chicas conversaban enérgicamente y sonriendo a todas horas.

Por fin llegó la última parada, señalada y subrayada en el cuaderno de mi hermana por un motivo que aún no he logrado entender, solo ponía:

"Observa, contempla y disfruta de lo que vas a ver, es un regalo de mi parte"  

Entramos en el museo, al principio todo era normal, me quedé enamorado de un bajo que había azul oscuro, colgado de una de las paredes blancas de lo que parecía una especie de palacio con instrumentos colgando de todas las paredes. No pude evitar hacerle fotos a todo lo que  veía, cada nueva parte de la visita era mejor que la anterior, aprendíamos pedazos de la historia de la música por partes, era algo fantástico.

Entonces, llegamos a una sala enorme con un piano negro clásico en medio de la misma, por algún motivo, la imagen de aquel instrumento hacía que me faltara la respiración, estaba sudando y no entendía el por qué, no lo entendí hasta que Minerva se pronunció.

  — ¿Ya has visto la descripción?— me miró  y señaló la etiqueta blanca con letras negras enormes al lado del piano.

Al leer la descripción, las lágrimas caían de mis ojos, porque inmediatamente reconocí su nombre:

"Este piano fue donado por Eleonora Younes Hemingway, la única pianista que fue capaz de robarnos el corazón a todos con tocar una sola tecla"  

  — Es el piano de mi madre, ¿con el que practicaba de pequeño después de mis clases de piano?— tenía la voz tan quebrada que apenas salía  un hilo diminuto de sonido.

— Tu padre lo donó al año de ella fallecer, tu hermana lo sabía y quiso visitar este lugar nada más que por eso— me explicó de forma somera.

Intentó volver a llamar mi atención, pero yo ya no podía oírla, mi mirada estaba centrada en las teclas de aquel brillante piano, mis manos comenzaron a sentir una necesidad que jamás había sentido, era como si no fuera yo, como si se hubieran adueñado de mi cuerpo. Algo me empujó a caminar en la dirección del piano, saltándome la barrera de protección del museo, y sentándome en el taburete que había en frente del piano.

Posé mis dedos por las teclas, acariciándolas suavemente, conforme las tocaba, volvían los escasos recuerdos que tenía con mi madre de mi infancia a su lado, con mi hermana pequeña de espectadora sonriendo. Continué tocando, la inspiración viajaba por mis dedos transmitiéndose mágicamente al piano y traduciéndose rápidamente a música que viajaba por el aire.

Sentí que era algo frenético, irreparable e imborrable. Estaba contando una historia con aquella música, las teclas me permitían expresar todas las escenas que mi mente estaba emitiendo a la vez que tocaba el piano. La música no cesaba de salir, yo prácticamente no estaba en esa habitación, estaba en mi casa, con mi madre a mi lado sonriendo con cada nota que salía del piano.

Por unos segundos pude verla, ahí, en el aire, una imagen borrosa pero perfectamente cuerda, de mi madre, me sonreía como cuando era pequeño. De repente, abrí los ojos, y fui aplaudido por el gentío de personas que estaban en ese momento en el museo, por el contrario, los hombres de seguridad que custodiaban el museo no pensaban igual, y me sacaron de allí, a pesar de las negativas del público ante lo que estaban haciendo.

Una vez en la calle, y perfectamente consciente de lo que había sucedido pero sin poder llegar a entender de dónde había salido aquella melodía,  fui a buscar a Lucienne, Calíope y Minerva a la salida del palacio de los sueños. Le había puesto ese apodo, porque era el sitio donde todos mis sueños se recogían en un solo instrumento, donde todo se había originado, donde estaba el único recuerdo visceral de lo que vivimos mi madre y yo juntos.

— ¿Sabes tocar el piano?— me dijo el parisino sorprendido.

— Sí, lo sabe tocar a la perfección, pero no creí que fuera a hacer lo que ha hecho, bien hecho, Douglas— miró en mi dirección.

La visita de museos terminó, el parisino se excusó:

— Lo siento chicos, pero tengo un asunto familiar que atender— se marchó por su propio pie, el rubio de ojos verdes.

La siguiente en quitarse del medio fue Minerva:

— Yo también me voy, estoy esperando una llamada de Marcos, me dijo que iba a venir a vernos— se marchó caminando la castaña.

Solo quedamos Calíope y yo.

— ¿Por qué te llamas Calíope?— dije para romper el silencio tan incómodo que estaba produciéndose.

— Te respondo si me respondes a mi pregunta— puso una condición.

— Vale, pero primero tienes que responder tú a la mía, he preguntado primero— argumenté.

— Me llamo Calíope porque mi padre es un poeta, y así es como se llama una de las musas más famosas de todo compositor, ya sea de libros, de poesía o de música, incluso de pintura, al parecer es la musa de todo lo conocido.

— Es el mejor motivo que he escuchado para ponerse un nombre, me parece muy original— seguimos caminando en dirección a la nada.

— ¿Qué instrumentos sabes tocar? ¿Por qué no estás en la tele o dando conciertos?

Al ver que lo que decía iba totalmente en serio le respondí:

— No me considero tan bueno, no es para tanto, pero si quieres mi respuesta, te diré, que estoy aquí por mi hermana, pienso cumplir la promesa que le hice— la miré decisivo, ignoré la parte de la pregunta de los instrumentos porque ni yo lo sabía.

— ¿Te enseño la ciudad?— esa preguntaba era la excusa perfecta para no pensar en cierta castaña de ojos marrones.

— Me parece bien.

— Dúchate y en dos horas nos volvemos a ver aquí, Madrid de noche es incluso más bonita que de día— me sonrió.

Cada uno se marchó por su lado para organizarse de tal forma que ambos estuvieran allí a la hora acordada. 

Mis méritos a Daniel León Periñán, el gran intérprete de la pieza que he seleccionado para que Douglas represente en esta escena, eres un gran pianista amigo :)

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