Capítulo 37: "Nunca podría olvidarte, me gustabas"

Minerva despertó cuando eran la una del mediodía, casi habíamos llegado a Madrid, agotados y cantando por el camino, terminamos parando en una especie de recinto que había para poder comernos los bocadillos.

— ¿Ya hemos llegado? — comentó Minerva desperezándose y estirando los brazos.

—   Al final se nos ha pinchado la rueda de la caravana y nos quedan seis horas de viaje — bromeó Lucienne cruelmente, aprovechándose del profundo sueño que la castaña poseía.

— ¿Qué? — se quedó con la boca abierta.

— Es una broma, Minerva, ya estamos a dos pasos de Madrid.

— ¿Vamos a quedarnos en mi casa? — preguntó confusa.

— No tenemos ni idea de qué es lo que vamos a hacer — se cruzó de brazos el parisino.

— Podríamos quedarnos yo en mi casa y vosotros en el piso de mi padre.

— ¿No molestaremos a tu novio? — pregunté intrigado.

— No creo, no dormimos en la misma casa, él tiene su apartamento y yo el mío.

— Escojamos donde escojamos me pido la cama que esté pegada a la pared — levantó la mano, tal y como si estuviera iniciando un ritual sagrado.

— ¿Y si es una litera? — ahí no se aplicaban las mismas normas.

— En caso de que suceda, me pido la de arriba — volvió a levantar la mano el parisino.

— Todo solucionado entonces — como si no hubiera inconveniente alguno.

Terminamos de comer los bocadillos, nos subimos en el coche y continuamos cantando hasta que nos dieron las tres, sobre esa hora, llegamos al apartamento del padre de Minerva.

— Ésas son las habitaciones para dormir, y éstas son las de la cocina y el salón —las señaló con el dedo índice.

Nos pusimos a ver la tele un rato, fue entonces cuando tras haber descansado, llamó al teléfono la amiga de Minerva, y mientras ella hablaba con la implicada, Lucienne conversó conmigo.

— ¿A qué esperas para llamar a la amiga? 

—¿A quién? — ya no recordaba de lo que estábamos hablando, seguía desconcertado por el hecho de que no conseguía entender la reacción de mi mejor amiga ante lo sucedido.

  — La chica, la chica con la que hablamos por teléfono— me repitió.

Mientras decía las palabras, se debió de dar cuenta de hacia dónde miraban mis ojos, porque tras comprobar cuál era el motivo de mi completa pérdida del espacio y el tiempo, miró en mi dirección de nuevo.

— Así que, de eso se trataba— puso una aguda oración en el aire, producto de una reflexión impaciente por descubrir lo que sucedía.

— No sucede nada, no te preocupes— traté de quitarme el problema de tenerlo investigando de encima.

— No vamos a ir hoy a visitar nada, por lo menos no los tres juntos, lo tengo decidido— se fue caminando de la habitación, no sin antes darme una última orden— . Díselo a Minerva de mi parte, para que pueda deshacer las maletas tranquila y le de tiempo a organizarse.

Me dirigí a la puerta de la cocina en la que se encontraba la castaña hablando a las paredes, ya que hacía rato que habíamos desconectado de su visita turística al apartamento. Cuando se dio cuenta de que no la estábamos escuchando, me dirigió una mirada seria y añadió:

— ¿Me estabais escuchando si quiera?— levantó una ceja permisiva, pero arisca.

— Es un apartamento, Minerva, no te preocupes tanto, sabremos arreglárnoslas solos— finalicé su conversación para poder darle el mensaje del parisino— . Lucienne dice que no vamos a visitar hoy nada, que hoy va a ser un día de descanso, y que puedes deshacer la maleta tranquila.

— ¿No queréis ver la ciudad?— empezó a dar vueltas de un lado para el otro en la misma habitación con pasos firmes pero circulares.

— Debemos descansar, mañana empezaremos con el tour, estoy de acuerdo con el francés— no estaba cansado, pero era cierto que era lo más recomendable después de todas las horas de conducción.

— Como queráis— apenas opuso resistencia, simplemente se sentó en el sillón del salón y puso las noticias en la televisión.

Lucienne llegó al cabo de veinte minutos con una sonrisa triunfante en los labios, se acercó a nosotros, nos cogió a cada uno una mano, nos miró fijamente y soltó:

— Tenéis que bajar conmigo, tengo una sorpresa que enseñaros— no me gustaban demasiado las sorpresas, porque nunca sabes qué esperar, pero decidí acompañarlo en el ascensor, seguido por Minerva, que imagino que también tendría curiosidad.

— Tenéis que cerrar los ojos— comentó mientras nos apretaba las manos transmitiéndonos su calidez corporal con un simple apretón.

— ¿Nos podrías enseñar ya la respuesta? Nos tienes en ascuas—se cruzó de brazos con nerviosismo la castaña de ojos marrones.

 Caminamos hasta que llegamos a lo que parecía el parking del hotel, una vez allí, el parisino me hizo caminar hasta el centro del lugar en el que me encontraba para realizar lo que él denominó "experiencia sin experimentar".

Al abrir definitivamente los ojos nos encontramos unas bicicletas de manillares grandes. le hicimos una pequeña puesta a punto y escuchamos los argumentos del rubio francés de ojos verdes.

— He alquilado estas bicicletas para que os podáis dar una vuelta en ellas y visitar la ciudad, o por lo menos, si se da el caso de que no conozcáis nada nuevo, que por lo menos hayáis dado un paseo sin preocupaciones.

 — ¿Bicicletas?— la perplejidad de Minerva rozaba lo irónico.

  — Sí, bicicletas, está basado en los recuerdos de mi infancia que conservo, unos de los recuerdos a los que más cariño le tengo— paró un segundo para hacer un paréntesis de descanso y dijo— . Cuando era pequeño y tenía problemas, buscaba a mi abuelo, y me iba con él en una bicicleta lo más alejado del ruido civilizado de la ciudad, en ese momento podías apreciar el silencio.

El parisino, le quito el candado a las dos bicis, puso las respectivas patas de cabra para que no se cayeran y nos miró diciendo:

    — Pasead por el centro y solucionad lo que sea que tengáis que solucionar, porque está claro que algo no funciona — nos obligó a montarnos en las bicicletas con la mirada.

— No hay ningún problema tío, te dije que te lo estabas imaginando — me crucé de brazos cabreado.

— ¿Estáis seguros? — miró a Minerva justo a partir del instante en el que formuló la pregunta, lo que quería decir que el ataque iba dirigido hacia ella — . ¿Seguro que no hay nada de lo que debáis hablar? — arqueó una ceja invitando a la reflexión interna de la castaña y mía.

— Me voy a ir, para no incomodaros, pero la decisión la tenéis que tomar, podéis montaros y dar una vuelta, hablar de vuestras cosas y luego devolvérmelas, a mí no me importa, o podéis marcharos sin hacer nada, pero yo no vuelvo a viajar hasta que no solucionéis esos silencios incómodos que se han producido en el coche hace unas horas para que no se vuelvan a producir.

El francés se alejó, cruzando la calle y subiendo de nuevo al apartamento. Yo traté de emplear aquellas bicicletas, como escusa para poder conversar con Minerva.

— Lo de las bicicletas no es de las peores ideas que ha tenido Lucienne, nos hace falta pasear y hablar — la miré a esos ojos marrones que trataban de esconderse de mí todo lo posible.

— ¿Hablar de qué? No hay nada de lo que tengamos que hablar — me dio con el pelo en la cara mientras estaba apunto de marcharse caminando.

— No entiendo nada, te enfadas conmigo, pero no me dices la razón — resoplé cansado por su terquedad — . ¿Me puedes decir que te pasa?  — creo que me merecía una explicación.

    — No me pasa nada — cuando una mujer dice eso, es que sucede todo lo contrario, por lo que he aprendido de las películas que hemos visto hasta ahora.

— ¿Seguro? — tenía que insistir para sonsacarle la verdad.

— ¿Por qué me echaste de tu cuarto anoche? — ahí estaba, ése era el motivo.

— Estaba cansado, me apetecía dormir, no hay ninguna otra razón —la había, pero no podía decírsela.

— Pues no te entiendo, creía que había recuperado a mi mejor amigo, pero veo que no quieres eso — descansó las palabras unos segundos en sus labios y me interrumpió poniendo dos de sus dedos en mi boca cuando trataba de justificarme — . No lo comprendo, pero no digas nada, ya lo he aceptado, seremos compañeros de viaje pero no podemos volver a recuperar la amistad que teníamos.

Aparté sus dedos de mi boca, y la alcancé mientras se marchaba, agarré su brazo y le di la vuelta a todo su cuerpo poniéndola en mi dirección.

— Por supuesto que quiero volver a ser tu mejor amigo, si ayer te eché de mi habitación fue porque no sabía si iba a resultar incómodo para ti o para cualquier otra persona que no fuésemos nosotros — la miré a los ojos y dije — . No vuelvas a pensar que no me importas o que no quiero ser tu amigo porque siempre seré tu mejor amigo, aunque me odies, yo, por mucho que pasen los años, te seguiré queriendo, eres mi mejor amiga, y eso, nos guste o no, nadie puede cambiarlo.

— ¿Entonces quieres que sigamos bailando y que sigamos quedando? — me miró con un atisbo de esperanza asomando por su mirada.

— Claro, ¿amigos? — le ofrecí mi mano de forma amistosa.

Minerva cogió mi mano, la agarró con fuerza, tiró de mí hacia ella y me abrazó con intensidad, ninguno de los dos quería separase del otro en ese momento, noté de nuevo la electricidad, pero no quise estropear el momento dándole vueltas a lo que estaba sucediendo.

La castaña se montó en su bicicleta y comenzó a pedalear, yo traté de seguirla, pero su spring había hecho que nadie le quitara la delantera a Minerva.

— Eres una tortuga, Douglas — se reía de mí en la lejanía.

— Te vas a enterar, pienso alcanzarte — aumenté la velocidad de mi bicicleta, llegando a alcanzarla en dos o tres pedaleos.

Mientras explorábamos la ciudad con nuestras bicicletas, la castaña tuvo una idea:

— ¿Jugamos a las preguntas? — me miró con la inocencia de aquella niña pequeña que no podía evitar recordar.

— ¿Qué tipo de preguntas? — la miré esperando una respuesta concreta y concisa.

— Unas muy tópicas, aburridas, las típicas — me miró, despejando los nubarrones de dudas que acosaban a mi mente desde hacía un rato.

— ¿Aburridas?

— Super aburridas, de las que duermen.

— Me gustan esas preguntas, arriesguémonos, no tenemos nada que perder — me ofreció su mejor sonrisa.

— Comienza tú, ¿qué quieres saber?—me ofrecí a ser el primero en responder.

— ¿Cuál es tu libro favorito? — ¿pregunta de libros? Era cierto lo de que iban a ser muy típicas.

— Me gustan todos los de la saga "Percy Jackson", me hacen imaginarme mundos en los que no he vivido pero me encantaría vivir, o por lo menos me gustaban hace tiempo.

— ¿Sigues sabiendo tanto de libros como cuando éramos pequeños?— mientras hablaba, metió la bicicleta en un camino en el que ponía "El Escorial".

— ¿A dónde vas?— paré la bicicleta en seco sin saber si seguirla.

— Sígueme, vamos a hacer algo divertido— sonrió y luego giró su pelo en la dirección contraria al viento.

La seguí, llegamos a una especie de prado escondido, ella aparcó su bicicleta en un lado de un árbol y se sentó a los pies del mismo. Imité su acción y me dispuse a sentarme a su lado.

— ¿Qué es lo que menos te gusta de tu trabajo?— seguía haciendo preguntas.

— Que no hay suficientes matemáticas— mi mente me estaba dando una respuesta más agresiva, pero la ignoré.

— ¿Que no hay suficientes matemáticas? ¿Esa es tu queja? No puede ser— me miró fijamente a los ojos—. Tiene que haber algo en ese trabajo que sepa enfadarte de verdad o que te cueste hacer.

— Mi jefe— se me escapó.

— ¿Tu jefe? ¿Qué pasa con tu jefe?— hizo un gesto mientras enunciaba la pregunta que me indicaba que en ese momento estaba cómoda, se frotó la zona del hombro izquierdo con el brazo derecho.

— Es la definición perfecta de un lerdo— tenía muchos más sinónimos, pero ninguno lo definía tan bien como este término.

— ¿Qué significa la palabra lerdo?— era normal que no lo supiera, yo había tenido que buscar la definición de semejante persona en mi móvil, porque no encontraba la palabra adecuada para referirme a una persona tan estúpida.

— Sabes que hay personas que tienen pocas luces, ¿no?— intenté acotar mi definición con una sencilla explicación.

— ¿Te refieres a que son tontas?— creo que poco a poco lo iba cogiendo.

— Exacto— me tomé mi tiempo para disfrutar cada segundo de lo que estaba a punto de decir—   . Pues mi jefe, directamente nació con la bombilla fundida, no hay nada de luz, cero— hice la expresión del número con los dedos.

Minerva, después de reírse, dejando ver nuevamente esa sonrisa de ensueño, dijo:

— ¿Y por qué sigues trabajando para él?—daba igual lo que hiciera, ella siempre encontraba la pregunta para la que yo no podía responder con certeza.

  — Porque era el único trabajo que conseguí después de estudiar, era o eso, o acabar de vendedor de hamburguesas de por vida, lo cuál no es que me disgustara, pero no se ganaba mucho dinero— me tocaba a  mí preguntar, y tenía la pregunta perfecta— . ¿Y tú a que te dedicas? Aún no me lo has dicho.

Ella recolocó los pies sobre el césped  y soltó:

  — Trabajo en una librería, aquí en Madrid, me encargo de venderle libros a la gente— me miró con un brillo alegre en la mirada y continuó—. ¿Se puede tener un mejor trabajo?

— ¿Ese es tu gran sueño? Yo no lo recuerdo así— rebusqué en mi mente hasta encontrar el recuerdo que andaba buscando y luego dije— . De pequeña querías ser enfermera o médica— el recuerdo no estaba del todo claro.

— De pequeños todos tenemos sueños imposibles, Douglas, pero luego vemos la realidad— se acercó a una margarita que había en el suelo y la acarició con los dedos.

— ¿A qué te refieres?— no lograba entenderlo.

— A que por mucho que quieras ayudar a las personas enfermas, si  eres nula en ciencias, no hay nada que hacer— esta vez, en vez de acariciar la flor, la cogió y la puso entre sus dedos.

— ¿Y qué te hizo cambiar de opinión? ¿Cómo descubriste tu pasión por los libros?— ella me miró sonrojándose, mientras jugueteaba con la pequeña flor.

— Te lo cuento, pero prométeme que no se lo dirás nunca a nadie— hizo el gesto de llevarse el dedo índice a los labios y dijo— . Es mi pequeño secreto.

— Cuenta con ello .

La castaña dejó caer la cabeza sobre el tronco del árbol y dijo:

— Tenía unos cuentos, que un superhéroe hizo para mí cuando solo era una niña, cuando mi padre y yo viajábamos y me sentía sola porque no tenía a nadie con quien conversar, eso era lo único que tenía para leer por las noches.

— ¿Tu padre dejó de comprarte juguetes?— me extrañó su confesión.

— A mi padre no le fue tan bien en el trabajo como él creía,  porque el trabajo que creía que le habían dado no era el que le dieron al llegar.

  — ¿QUÉ?— me quedé sin habla en ese momento.

— Te lo resumo, lo que habían hecho era una reducción de personal, y lo mandaron a España para quitarse un sueldo tan elevado como el suyo sin tener que despedirlo.

— ¿Pero ganaba dinero?— no me podía creer lo que  estaba oyendo.

— Ganaba, pero poco, lo justo como para vivir aquí y que yo pudiera ir al colegio.

—¿Ahí fue donde decidiste que ibas a dedicar tu vida a los libros?— quise amenizar la conversación, porque mi corazón acababa de recibir un duro golpe, del que le iba a costar recomponerse.

— En el colegio y en el instituto, me di cuenta de que me habías enseñado los cuentos adecuados en los momentos idóneos, y que  no solo se podía aprender de los cuentos, sino que los libros podían ser excelentes mejores amigos, que podías aprender todo tipo de cosas con ellos.

  — Entonces ahora la sabionda de los libros eres tú, yo apenas he tenido tiempo para leer— me rasqué la nuca avergonzado.

— Soy una sabionda de letras, en ciencias no hay quien te supere, "chico de los cubos de rubik"— hizo alusión a mi afición más querida.

— ¿Cómo es posible que te acuerdes?— me acaricié el bolsillo de mi sudadera, donde llevaba uno de ellos, siempre tenía que llevar uno conmigo encima.

— ¿Bromeas, verdad? Estabas todo el día girando cubos de rubik y memorizando formas de ser más rápido, te encantaban, ¿llevas uno ahora encima, a que sí?— había acertado de lleno.

— En mi bolsillo— lo saqué y se lo enseñé.

Ella miró el cubo de rubik, lo puso en sus manos y comentó:

— Wow, has aumentado la complejidad con los años ehh— me miraba sonriendo, como si eso le gustara.

— Puedo hacerlo en menos de veinte segundos— vacilé orgulloso.

— Estoy segura de que con todo lo que he leído, tiene que haber un libro que me haga superar tu record— sacó la lengua inocente.

— Imposible, espera, ¿has leído cómo hacer un cubo de rubik en cinco segundos?— exageré un sarcasmo.

— No, pero voy a intentarlo de todas formas— comenzó a girar las filas con rapidez.

En menos de cincuenta segundos, había conseguido encajar todas las piezas en su sitio.

— ¿Eso te lo ha enseñado un libro?

— No todo lo aprendí de los libros, le pedí a mi padre que me regalara cubos de rubik en vez de peluches, hasta que aprendí a jugar con ellos, y cuando me cansé, le pedí libros— me explicó— . Aún así estoy disgustada porque no he conseguido superar tu récord—hinchó los mofletes como si fuera un pez globo.

  — Bueno, casi me ganas, ya has conseguido dejarme con la boca abierta, si era lo que te proponías.

— Quería ganarte— me miró, luego miró a la margarita y dijo— . Sabes, cuando pequeña, venía a este parque con mi padre, me sentaba aquí y mientras deshojaba una margarita me preguntaba dónde estarías tú.

 — ¿Te preguntabas dónde estaría el chico de los cordones desatados?— traté de enarcar una ceja pero no me salió, se quedó en el intento.

  — Sí— sonrió con sinceridad.

— Pues la respuesta es obvia, si quieres te la respondo encantado— le sonreí evidenciando la obviedad.

  — ¿Respuesta, tienes una respuesta?— me miró confusa.

— Claro, si tenía los cordones de los zapatos desatados, probablemente se cayera al suelo— dejé caer de forma graciosa.

Ella se rió ante mi comentario y luego añadió:

— He echado de menos estas conversaciones.

— Yo también, no es lo mismo hablar por una cámara.

— Aún así podías haberte puesto en contacto conmigo, ¿no tenías curiosidad por saber cosas sobre mí? Yo sí tenía curiosidad— me cogió por sorpresa esa pregunta, nunca me lo había planteado de esa forma.

Vi el reloj, me di cuenta de que era tarde-noche, por lo que me levanté de un salto y cogí la bicicleta a la vez que le respondía a su pregunta:

  — Nunca me lo había planteado, pensé, que después de tanto tiempo ya no te acordarías de mí— puse la bicicleta en paralelo a mi cuerpo y me dispuse a subirme en ella.

— Siempre me acordaba de ti, te he dicho que me gustabas— volvió a repetir mientras cogía su bicicleta, ya que yo le había indicado que se nos había hecho muy tarde.

— Bueno, ahora tienes a Marcos— señalé.

— Sí, Marcos— hizo círculos con su pie en el suelo antes de montarse en su bicicleta.

En el camino de vuelta, paramos en un Telepizza, para comprar pizzas para todos, le llevamos una a Lucienne también, pero para nuestra sorpresa no estaba.

— ¿Te acompaño a tu casa? — dije al darme cuenta de que ella aún tenía que caminar.

Dejamos las bicis dentro del apartamento, para que Lucienne no tuviera ningún problema al devolverlas al día siguiente.

  — Podría quedarme un rato más— ¿ese "podría" hacía referencia a una invitación a pasar? No estaba seguro.

Me decanté por invitarla a pasar, creo que lo tengo más o menos controlado.

—Pasa si quieres, podemos ver una película.

— ¿Cómo cuando pequeños? — cogí su chaqueta mientras ella se sentaba en el sofá para hacer zapping con el mando de la tele.

  — Sí, ¿te apetece?— me volví a rascar la nuca, tenía que tener cuidado, ese gesto se estaba volviendo un tic nervioso.

— Solo si me calientas las manos de la misma forma que lo hacías cuando pequeños— me puso cara de cachorrito.

— Me parece una condición justa— me senté a su lado.

Ella barajó todas las películas que pasaban hasta que encontró la que le gustó, "Antes de que te vayas", se llamaba la película seleccionada.

Yo sentía que todo era igual a cuando éramos críos, ella había puesto sus pies sobre  mis piernas, su cabeza en mi hombro y cuando empezó la película, me tendió la mano.

—Tengo las manos como dos cubitos de hielo—temblequeaba y temblequeaba sin cesar.

Yo me acerqué, cogí sus dos manos con las mías, las junté, y soplé un vaho cálido sobre las mismas, generando un calor progresivo y calentándolas poco a poco.

Minerva se quedó dormida encima de mí, nada más  que pasó media hora de película, tuve la tentación de acariciar su pelo, de la forma en la que lo hacía cuando éramos jóvenes y ella no podía verme, pero finalmente decidí apagar la tele, cerrar los ojos y asimilar que lo que mi corazón ansiaba era un imposible. 

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