Capítulo 27: "Te hubiera defendido"
Tras quince minutos sin hablar en el camino al museo, el anciano había averiguado todo lo que quiso de Minerva, yo no solté prenda, no entendía nada de lo que estaba sucediendo, ni qué hacía en aquel coche. Aparcó muy cerca de la entrada y nos bajamos del coche.
— Entonces estáis aquí por un motivo muy bonito— halagó el gesto que estábamos teniendo ante la petición de mi hermana, ya que Minerva, sin consultármelo, se lo había contado.
— ¿Por dónde deberíamos empezar nuestra visita al museo?— preguntó por curiosidad Minerva, y ése era precisamente el error que quería evitar cometer, porque sabía que aquel anciano nos iba a meter en las profundidades del museo.
— En mi opinión, debéis empezar por la parte baja de la pirámide, y luego ir subiendo por plantas, así es como se disfruta la experiencia al máximo— sonrió el amable anciano.
— ¿De la pirámide?— se extrañó mi amiga.
— Los que conocen el museo como la palma de su mano como el señor Philippe, la llaman pirámide, porque delante tienen una pirámide enorme y porque es un nombre original que lo destaca de un vulgar nombre de edificio— le expliqué— . ¿Me equivocó?— le miré esperando la confirmación de mi atrevida apuesta.
— De hecho sí, lo que ha pasado es que me he confundido, como la figura de delante es una pirámide, se me ha ido la cabeza y por eso la he llamado así, nadie la llama pirámide— se rascó la nuca mientras enrojecía de la vergüenza.
Minerva evidentemente no pudo evitar reírse hasta la saciedad:
— Vaya teoría te has montado tú solo, lo peor es que creías que estabas en lo cierto— paraba de vez en cuando para reírse, le había dado un ataque de risa, hasta le empezaron a salir las lágrimas— . Estaba muy seguro el señorito con su teoría y vas y te estrellas— no podía estar más avergonzado, me acababa de dejar en ridículo.
— Ya te equivocarás, ya— le amenacé, estaba esperando el momento de verla cometer un error, como dice el dicho, quien ríe el último ríe mejor.
— No te lo tomes a mal, no quería ofenderte— me había cabreado un montón, pero no quería que lo notara.
— No te preocupes, ya me tocará reírme a mí— volví a meter baza.
— No te enfades conmigo, perdóname, anda— abrió los brazos mostrando la señal que hacía tiempo que no veía, quería un "adma", que significa en nuestro código secreto, abrazo de mejores amigos.
— No hay abrazo Minerva, vamos a entrar al museo— ¿después de reírse de mí quería un abrazo?
En el momento en el que le dije aquello, adelantó unos pasos en mi dirección y me abrazó, sin saber que no quería que me abrazara para no recordar esa sensación de tenerla en mis brazos, de poder oler el melocotón que escondía en sus cabellos castaños, de poder acariciar su piel suavemente, porque ya no estábamos en la misma situación, cada uno había vivido una vida diferente, éramos desconocidos, no debíamos despertar esos sentimientos y acciones que tenía de cuando fuimos mejores amigos. Ahora ella tenía su vida, un nuevo mejor amigo que se había convertido en su compañero sentimental, demasiados años de distancia entre un abrazo y otro.
Sin embargo, aunque mi mente me dijo que me alejara, mis brazos la rodearon casi de memoria, con mis dedos volví a recordar los espacios por los que caminaron tiempo atrás mis caricias por su espalda, y a la vez que mis yemas hacían memoria casi sin esfuerzo, mi nariz se recreaba con el olor a melocotón de su pelo.
— Tu respiración— dijo de repente en un tranquilo susurro.
— ¿Qué le pasa a mi respiración?— no entendía el comentario.
— Tu respiración no está tan tranquila como cuando éramos niños, se acelera y se frena al final, me recuerda al motor de mi moto cuando se sobrecalienta— era demasiado observadora, con un único abrazo había detectado mis nervios.
Para que dejara de pensar en ello, le solté lo que mi mente había estado reflexionando en silencio:
— Eso es porque ya no es igual que antes, hemos crecido, hemos cambiado, cada uno ha vivido una vida diferente, supongo que esa conexión que antes teníamos ha desaparecido— al decir aquello, agarrando tanto mi brazo izquierdo como el derecho, se separó lentamente y me miró a los ojos.
— No es cierto, y aunque fuera cierto no lo aceptaría— continuó mirando mis ojos, solo descansaba para pestañear.
— Tenemos que aceptar que ya no conocemos nada del otro, ya no somos la definición de mejores amigos— lo que estaba diciendo por doloroso que pudiera resultar era la verdad.
Me volvió a abrazar y luego dijo:
— Entraré contigo en ese museo, pero con una condición— ¿otra condición?
— Dime— traté de ponerme lo más serio posible.
— Prométeme que vamos a recuperar nuestra amistad— había dejado de prometerle cosas a la gente desde que no cumplí mi promesa, pero no podía decírselo.
— Te lo prometo— fue una promesa sincera, por cierto, ¿a dónde había ido la electricidad que continuamente nos estaba persiguiendo? ¿Se habría marchado para siempre?
— Con eso me vale de momento— dijo corriendo hacia dentro del museo, pasando por detrás de la pirámide y alcanzando a Philippe, que no había detenido el paso ni un solo segundo.
Entramos en el museo, dejando atrás la puerta, Philippe, que tenía que trabajar, nos dio un pase para que no tuviéramos que esperar la cola. Nos saltamos la cola, y empezamos a visitar el museo, pasando por sus múltiples salas.
A pesar de que no quería ir, lo cierto es que me estaba encantando, había quedado embriagado por la historia que las estatuas no te podían contar, me había leído cada cartel informativo\aclaratorio.
— Este lugar está lleno de civilizaciones que un día estuvieron aquí, ¿no es increíble?— soltó Minerva cuando estábamos a punto de pasar a la siguiente sala.
Después de una hora y media recorriendo salas, había figuras que me parecían iguales, mis ojos empezaron a cansarse y mi mente ya no podía asimilar tanta historia. Luego vinieron los dioses, aquellas divinidades grabadas en piedra para la eternidad, con cada uno te sobrecogía un sentimiento diferente, a cada uno le podías asignar una curiosidad distinta, creo que ese momento, recorriendo aquel patio lleno de estatuas y historias de dioses, no lo olvidaré jamás, como tampoco olvidaré lo que Minerva me dijo en ese preciso instante:
— Aún recuerdo las historias de estatuas que cobraban vida y se metían en cuentos, nunca he olvidado tus historias, mi padre no sabía contar cuentos— sonrió y aceleró el paso alejándose, sin darme apenas tiempo a reaccionar.
Continuamos nuestro recorrido, habían pasado dos horas y media, puede que fueran más minutos, cuarenta y cinco, tal vez cincuenta, ya no llevaba la cuenta, me dolían los pies y nos acercábamos a la parte de arte.
Mi plan era sentarme en un banco y dejar que Minerva se maravillara con las miles de obras de arte que había escondidas en aquel lugar, pero no me salí con la mía:
— ¿Qué crees que sentirían los pintores al pintar estos cuadros, Douglas?— miró en mi dirección.
— A lo mejor no tenían otra cosa que hacer — dije alzando ambos brazos y inclinando las palmas en señal de desconocimiento.
— Jajajajaj, qué gracioso eres, no ahora en serio— me miró esperando una nueva respuesta, lo que no sabía era que lo había dicho totalmente en serio.
Me lo intenté tomar aún más en serio, miré los cuadros en profundidad y entonces me vino una idea a la cabeza, que salió sin yo tener que pedirlo:
— A lo mejor son los sueños hechos realidad de esos pintores, a lo mejor querían contarnos una historia— eso ya fue más del agrado de la chica que me miraba expectante.
— Los sueños interiores de los pintores, nunca se me hubiera ocurrido— reflexionó aquellas palabras en su mente y luego comentó su parecer— . No lo había pensado, pero también podría ser otra cosa.
— ¿A qué te refieres?— pregunté intrigado.
— Podrían ser distintos tipos de amor representados de manera diferente— buen punto de vista, era otra posibilidad.
— Pero entonces, ¿qué están tratando de decirnos?— me había perdido.
— ¿Y si no dijeran nada? A lo mejor solo permanecen ahí, representando ese amor secreto que el pintor nunca se atrevió a contarle a nadie, y que ahora nos muestra para que no cometamos su mismo error.
El análisis estaba resultando interesante, se me ocurrió otra idea:
— ¿Y si son libros? Libros que pintan porque nunca se atrevieron a escribir, fragmentos de historias que una vez divagaron por su mente y que volvieron a aparecer en el momento de la pintura para crear un recuerdo eterno— me estaban fascinando las conclusiones a las que estábamos llegando.
— O lo mismo estamos locos y no querían decir nada, solo querían confundir a la gente y reírse desde donde quiera que estén, observando como cada persona que ve su trabajo se pregunta: ¿qué significará?— descansó las palabras en su boca y luego añadió— . ¿Te los imaginas ahí arriba riéndose?
Cuando estaba con ella mi imaginación daba rienda suelta a las locuras, por lo que no solo me los imaginaba, se habían hecho reales, estaban presentes en el techo de la habitación, allí en lo alto, encima de la lámpara de la sala, riéndose sin parar de todo el que pasaba.
El último cuadro que Minerva quiso contemplar antes de irnos, de la parte artística antes de visitar a Venus, fue la Gioconda, aquella mujer de sonrisa enigmática que colgaba en una vitrina en el centro de la sala.
— Algún día, un hombre me querrá lo suficiente como para pintar un cuadro de mí— miraba el cuadro como si lo que acababa de decir fuera un sueño perdido.
— Estoy seguro de que algún día lo harán, yo porque no tengo madera de pintor, sino te dibujaba— dejé caer medio sonriente.
— ¿Después de todas las bromas que te he hecho querrías pintarme?— se paró unos segundos a pensarlo y luego añadió— . Definitivamente estás más loco que el Douglas que yo conocí cuando era pequeña.
No quise decir algo de lo que podía arrepentirme al segundo de salir de mi boca.
Al fin, después de horas caminando y viendo diferentes trozos de historia y de arte, nos encontrábamos caminando en dirección a la salida. Nos entretuvimos más de lo esperado, cuando terminamos nuestra visita al famoso museo eran las tres del mediodía, todo el mundo había encontrado ya un sitio donde sentarse a disfrutar de la comida.
— Tengo hambre— dijo Minerva, a la que su estómago había delatado hace unos segundos rugiendo con fuerza.
— ¿Mcdonald's?— más que una pregunta era una afirmación, no parecía que hubiera cola.
— Tengo las ofertas en el móvil— me guiñó un ojo mientras me enseñaba la pantalla del mismo.
Nos dirigimos al restaurante de comida rápida, esperamos diez o doce minutos de cola, y por fin nos atendieron:
— Queremos la oferta F132, que eran dos Big Mac muy cargados, con Coca Cola, patatas y helado.
El chico de la mesa de recepción, se metió en la cocina, lo preparó todo y tras otros cinco minutos, nuestra comida aguardaba en la mesa.
Subimos por las escaleras, a la segunda planta, allí, mientras disfrutábamos de las vistas, empezamos a conversar:
— ¿Qué hay de ti?— me miró Minerva intrigada mientras le pegaba un buen mordisco a su hamburguesa de queso.
— Pues no hay mucho que contar, he dedicado toda mi vida a los números, estudié matemáticas, y ahora, tras aprender el milenario arte de preparar hamburguesas, he encontrado un trabajo que me llena.
— Entonces estás bastante bien, se podría decir hasta que eres un triunfador.
— Un trabajo que me rellena los huecos, porque aunque está relacionado con los números, no me dejan ni a sol ni a sombra.
— ¿Y los cuentos? ¿Cómo van?— ¿Se acordaba de eso también?
— Escribí uno, lo publiqué, todo iba genial, hasta que me empezaron a forzar a inventármelos— le expliqué mi situación con detenimiento.
— Pues es una pena, Douglas, eran geniales— me miró con el mismo brillo en los ojos que tenía cuando era pequeña y le contaba mis historias inventadas.
— Supongo que uno cambia con el tiempo, no todo iba a ser igual que antes— no me dio tiempo a continuar la conversación.
— Tengo otra pregunta que hacerte— ésta debía de ser la pregunta importante, porque la seriedad en su rostro había reducido la confianza y la tranquilidad que se respiraba en la sala.
Le di dos bocados a mi hamburguesa, estaba deliciosa. Tras descargar el paladar de la presión del hambre voraz que invadía mi estómago, le invité a que me formulara la pregunta en cuestión:
— ¿Por qué?— de seriedad, pasó a ser una mirada plagada de tristeza.
— ¿Por qué, qué?— pregunté asustado.
— ¿Por qué nunca volviste a llamarme?— la tristeza pasó a un ligero enfado de mejillas rojas, y no por rubor precisamente.
— ¿De verdad quieres saberlo?— ¿estaba preparado para responder aquella pregunta sin resolver?
— Claro, me he pasado todos estos años preguntándome por qué despareciste— ya no era enfado, ahora era melancolía.
Yo, nervioso, aclaré mi garganta y empecé a dejar que las palabras hablaran por sí solas:
— Porque no quería que vieras las marcas en mi cara— me detuve esperando su reacción.
Su reacción fue sobresalto, no es esperaba mi respuesta, creo que hubiera aceptado cualquier otra menos esa:
— ¿Marcas? ¿A qué te refieres?— empezaba a asustarla, pero tenía que contarle todo.
— Me refiero a las marcas que te dejan cuando te pegan por llevar las mismas Converse negras un año tras otro, bueno y no solo hablo de marcas, los desayunos desaparecen también y tu autoestima queda mermada, ese habla infantil al que tanto te has acostumbrado desaparece.
— A mí me encantaban esos botines, seguramente tenían envidia de lo bonitos que eran— contestó a mi pequeña historia.
— Dejé de ser un superhéroe cuentacuentos, la realidad me golpeó, bueno, para ser más exactos, me golpeó una mano más grande que la mía—aún sentía el dolor interno de la impotencia en mis adentros, por eso pausé la conversación durante unos segundos —. Ahh, y mis cubos de Rubik tampoco eran bienvenidos, las cosas relacionadas con las matemáticas era lo que más asco le daba a Rös, o "R", como le conocía medio instituto.
Minerva golpeó con la mano el servilletero que estaba encima de la mesa y luego soltó:
— Eres idiota, me lo tenías que haber dicho, a mí las marcas me hubieran dado igual— apretó el puño delante mía con ira contenida y luego dijo— . Además, si me lo hubieras contado, le hubiera enseñado a ese "R" que el sonido del terror absoluto no se producía cuando sonaba su nombre en el patio, porque el sonido del miedo de verdad se lo hubiera enseñado yo encantada, ya que el terror, el puro y verdadero terror absoluto se produce cuando me cabreas— se estaba encendiendo con cada palabra que salía de su boca.
— Era muy grande, Minerva— intenté persuadirla de la idea que pasaba por su mente, ya que la imagen que tenía en su cabeza era una insana locura.
Ella se echó hacia atrás en el respaldo del sillón y luego comentó:
— ¿Tú no sabes, que cuanto más grandes, más ruido hacen al caer? — se crujió los nudillos con entereza.
—No, ese refrán está mal completamente, ya lo comprobé, resulta que cuanto más grandes más dientes se te caen al suelo al recibir el guantazo— no sabía si reírme o llorar.
— Vaya superhéroe de pacotilla estás hecho, no aguantas ni un golpecito de nada— acababa de herir mi orgullo con un simple comentario.
— ¿Qué hubieras hecho tú en mi lugar, inteligente?— me dispuse a escuchar la genialidad que iba a salir de sus labios, una lástima que no tuviera palomitas.
— Yo me hubiera ido para él, le hubiera metido con la mano abierta en la garganta, dejándolo sin respiración y lo siguiente que le hubiera hecho prefiero mostrártelo— me invitó con la mano derecha a participar en lo que yo esperaba que fuera un espectáculo de lo más cómico.
— Adelante pues, veamos si puedes con un tío más alto que tú— claramente, me había venido arriba.
— ¿Sabes que solo me sacas unos centímetros, verdad?— era cierto, y para colmo ella no medía precisamente uno ochenta, medía uno sententa y dos y yo uno setenta y seis, vamos, que no era para nada un jugador de baloncesto que digamos.
No esperó mi respuesta a su pregunta y dijo:
— Colócate delante de mí y intenta atacarme— ¿Lo estaba diciendo en serio?
— No quiero hacerte daño— se rió ante mi comentario.
Como no veía otra forma de acabar con la broma, corrí en su dirección, en ese momento estiré mi brazo para soltar el golpe, pero ella lo esquivó con agilidad, y luego metió su pierna detrás de la mía, y con un ligero movimiento, consiguió tumbarme con suavidad. Vale, es mentira,me dejó por lo suelos.
— ¿Puedes levantarte o te ayudo?— dijo ante la atenta mirada de los comensales.
Yo, rojo de vergüenza, dije:
— Tranquila, ya puedo yo— me sacudí el polvo del suelo de los pantalones y luego añadí— . ¿Sabes defensa personal?— estaba más que sorprendido.
— Hice cuatro años de judo— se reía por lo bajo, me había dado una buena lección.
—¿Y eso no podías haberlo dicho cinco minutos antes?—volví a sentarme en la silla y luego añadí— . No sé, hubiera sido un detalle por tu parte, por lo menos no hubiera hecho tanto el ridículo—la miré de soslayo con rencor, era la segunda ocasión en la que quedaba en ridículo delante de público desconocido.
— Entonces no tendría gracia— se encogió de hombros con malicia en su mirada.
Terminamos nuestras hamburguesas, y Minerva ofreció la retirada:
— ¿Nos marchamos? Lucienne nos espera en el Arco del Triunfo— me enseñó la pantalla del móvil, donde estaba la conversación que lo corroboraba.
— Me parece bien— dije tomando la delantera y abriendo la puerta de forma caballerosa.
La jugada me salió mal, porque había una anciana fuera, que interpretó que le había abierto la puerta a ella, el resultado fue que me llenó la cara de "babas de agradecimiento".
— Jajajaja— se rió Minerva al ver mi gesto de frotarme las mejillas con intensidad para borrar el resto que habían dejado los besos de la anciana señora, ya había aguantado suficiente, había esperado hasta que la había visto marcharse en dirección a la cola.
— ¿Te parece gracioso?— le miré enervado.
— Lo siento, Douglas, pero tendrás que admitir, que es bastante gracioso— se escondía la risa bajo la manga de la camiseta.
Todo esto, estaba sucediendo mientras salíamos y comenzábamos a caminar, pero la suerte de repente, que había estado muy caprichosa aquel día, se puso de mi lado, empezó a llover, y el "maravilloso look" de mi amiga no le servía de nada para cubrirse de la lluvia.
Me tapé con mi capucha la cabeza para protegerme de la lluvia y me reí por lo bajo sin mirar en la dirección de la castaña, que en mi imaginación estaba empapada de los pies a la cabeza:
— ¿Podemos darnos prisa?— puso cara de odio al ver mi risilla floja—. Por si no lo notas, me estoy empapando—se señaló con el dedo índice haciendo alusión a la evidencia.
— ¿Lucienne no nos estaba esperando?— puse el primer argumento en pie—. Además, las calles están llenas de gente, no podríamos correr aunque quisiéramos—señalé con la palma en todas direcciones.
— Comparte tu sudadera—ahí estaba, mi oportunidad de devolvérselas todas juntas.
— No puedo, solo tengo una, ¿qué quieres, que la parta?—lo que acaba de decir era una locura sin sentido.
— Pues entonces, si no la compartes conmigo, me quedo aquí—se paró en medio de la calle con el semblante cubierto por el orgullo que la caracterizaba, lo que me decía que no se iba a mover de ahí ni aunque le pidiera ayuda al hombre de la grúa que estaba al otro lado de la calle para que la cogiera con el gancho y la llevara.
Como la conocía, y sabía que podíamos perder perfectamente media hora en una discusión innecesaria, cedí, abrí mi sudadera de par en par, me cogí una manga para mí y luego le dije:
— Métete—le ofrecí la manga vacía de mi sudadera.
No me hizo falta repetírselo, en cuestión de segundos estaba al lado mía, cubierta con la mitad sobrante de mi sudadera. Cuando su cuerpo tocó el mío por el contacto inevitable, no recibí calambre alguno, por lo que deduje, que nuestras ropas habían evitado que la electricidad hiciera de las suyas.
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