Capítulo 25: Música para mis oídos
Nada más cruzar la puerta, conocimos a otro integrante de la familia de Lucienne, su perro Reno, ¿se supone que era gracioso el nombre? Y digo conocimos porque el San Bernado marrón con manchas, se me tiró encima y me llenó la cara de babas, ahora, eso sí, era todo un perfeccionista el perro, no se dejó ni un centímetro de mi cara. Ese gesto de Reno, el parisino lo denominó "cariño", yo me limité a ir al cuarto de baño y después de lavarme la cara a conciencia, me eché un poco más de agua para enfriar mis ideas, y para alargar un poco más mi paciencia que empezaba a agotarse.
Cuando salí del baño, El ojiverde me esperaba en la cocina junto a su padre, que quería ofrecernos su ayuda de forma desinteresada:
—¿Os parece bien si os echo una mano, chicos?— yo ya tenía en mente lo que iba a hacer a continuación.
Con un "No, gracias", lo eché de la cocina, le pedí a Lucienne que sacara las salchichas y puse a hervir agua. Como nos habían dicho de hacer la cena, se me había ocurrido preparar el plato que me había comido más de mil veces cuando salía de trabajar, los espaguetis que había preparado tantas veces que me había permitido innovar con la receta hasta perfeccionarla.
Cuando vi que el agua borboteaba puse rompí los espaguetis por la mitad y los eché con la delicadeza que el reducido espacio de la cocina me permitía, porque a pesar de ser una cocina de última tecnología, con todos los lujos culinarios habidos y por haber, el espacio era limitado, estaba demasiado encerrada.
El tiempo pasó y mientras eso sucedía, sofreí una lata de tomate confitado en la sartén, a la que ya le había añadido vino. El combinado resultante, tenía un color rojizo que llamaba a lamer la sartén hasta no dejar ni una gota.
Al resultado, cuando todavía estaba muy caliente, le eché dos gotas de limón, perejil y un poco de tomillo. La salsa estaba lista, dejé que asimilara todos los integrantes añadidos y luego me puse con las salchichas, que coloqué en una nueva sartén.
En ella, una vez que las salchichas cogían color eché unos toques de pimienta negra y otros de pimienta blanca, dos o tres pizcas de polvo de jengibre y las dejé tostarse hasta que cogieran la textura crujiente propia de los kikos.
Luego mediante un colador, colé los espaguetis, los eché en sus respectivos platos, le añadí mi salsa por medio de una cuchara grande y finalmente lo aderecé con las salchichas crujientes y un poco de queso rallado. Para hacer el plato más elegante y más llamativo, coloqué una hoja de eneldo encima de la creación.
Tardé una hora y quince minutos aproximadamente en servir los platos, los comensales ya esperaban hambrientos:
— ¿Qué nos vais a preparar, chicos?— nos miró intrigado el padre de Lucienne.
— Douglas ha estado empleando las manos en todo momento, he de decir, que una vez visto el resultado tiene muy buena pinta— explicó Lucienne, dejándome el problema de ser elogiado o odiado por todos si había cometido algún error en la elaboración de la cena.
— ¿Douglas sabe cocinar?— la voz de Minerva se escuchó en toda la sala.
Trajimos los platos de comida de la cocina y nos sentamos a disfrutar de nuestros platos con el resto. El padre de Lucienne quedó sorpendido, le vi hacer cosas raras, primero agitó las manos delante del plato para olerlo, luego con el tenedor pinchó una de las salchichas y se la comió lentamente, haciendo ruidos extraños, luego se llevó todo a la boca en su conjunto. Cuando terminó la degustación, la primera en pronunciarse fue mi amiga:
— Creía que no salías de los sandwiches de queso, estoy sorprendida, estaba muy bueno— me sonrió agradecida, aunque lo cierto era que llevaba razón, sácame de los espaguetis y de los sandwiches de queso y acabas con el cocinero.
El siguiente en pronunciarse fue el señor Arno:
— Chaval, este plato debería de estar en la carta de mi restaurante, ¿te puedo robar la receta?— con las manos hizo un gesto de petición— . Prometo darle el aire francés que este plato necesita— añadió al final al ver que yo no cedía.
El resto también se mostraron agradecidos. No quería desvelar los secretos de mi plato, esa era mi firme postura respecto a su comentario.
— No, lo siento, no está a la venta— yo no me vendo por nada.
Mantuve una agradable conversación con el padre de Lucienne, en la que me decidí a contarle mis ingredientes secretos gratuitamente. Al terminar la cena y ponerse la noche en el cielo, decidí ir a mi cuarto a descansar, Minerva no tardó en imitarme. Después de lavarme los dientes caí en la cama rendido, cerré los ojos con cansancio.
Lucienne empezó a zarandearme moviendo mi hombro izquierdo de un lado para otro con las manos. Me desperté y me tapó la boca con la mano anticipándose a mis insultos, cuando me calmé me susurró:
— Tenemos que irnos de fiesta— miré para el lado, esperando encontrar la figura de Minerva durmiendo, pero no estaba.
Minerva se había apuntado en la cena al parecer, se habían puesto de acuerdo para "desaparecer" cuando no hubiera ninguna luz encendida en la casa y todos estuviesen dormidos.
Me desperté, coloqué los pies en el suelo y me puse recto, decidí apuntarme al plan, no quería que Lucienne estuviera todo ese rato a solas con Minerva:
— Bueno voy a vestirme, esperadme— susurré en voz baja.
— Ya lo hemos hecho nosotros— me explicó Lucienne.
Al mirar para abajo y comprobar que aquel descarado comentario no era broma, comencé a cabrearme:
— ¿Me habéis vestido?— miré con fiereza a los culpables de que ahora mismo no estuviera dormido.
— No veas lo que nos ha costado ponerte los pantalones por las piernas, te mueves demasiado cuando duermes— ignoró completamente el hecho de que me habían cambiado de ropa contra mi voluntad.
— ¿Será porque estoy durmiendo a lo mejor?— estaba ya fuera de mis casillas no, lo que le sigue.
— No seas cascarrabias, no queríamos perder tiempo— se reía la castaña por lo bajo en la oscuridad de la habitación.
Vestidos y preparados, cogimos el coche de la madre de Lucienne, y nos dirigimos a "La almeja plateada", la discoteca que un amigo había recomendado al parisino. No nos pidieron nada, con Lucienne entramos rápido y sin complicaciones:
— Pasad— dijo el portero de la discoteca cuando ojeó los pases blancos con el dibujo de un barco que Lucienne le extendió.
Entramos a la discoteca, cada uno pidió su bebida, Lucienne escogió el vodka, Minerva ginebra, y yo, me escogí un ron con miel, ya que al ser inexperto en los mundos del alcoholismo progresivo al que te lleva la adolescencia no quería acabar demasiado mal la noche.
Cogí mi vaso, le di dos tragos cortos a la bebida, era dulce, pero al final, aparecía un toque de amargor que te hacía vibrar la lengua con cada sorbo, era como si la miel se volviera caramelo ácido de repente.
Caminamos hasta la pista de baile, una vez colocados en el centro, Lucienne miró a los alrededores en un rápido vistazo y luego soltó:
— ¿Queréis que os haga de Celestino?— ¿desde cuando se cree un experto en el amor?
— No, gracias— respondimos ambos casi al unísono.
En ese momento, Lucienne nos dejó solos con una excusa:
— Voy a por otra bebida, creo que esta vez voy a pararme a mirar la carta para ver lo que tiene— mientras salía en dirección a la escondida barra del bar, me hizo unos gestos bastante extraños con la cara que decidí ignorar.
De repente Minerva y yo nos pusimos a hablar mientras decidíamos si llevarnos o no por las canciones que estaban sonando en la sala:
— ¿Quieres bailar?— le pregunté, aunque me arriesgaba a quedar en ridículo, porque no se me da nada bien el baile.
— No sé bailar, lo hago de pena— ¿nos habíamos librado de bailar?
Había algo en su mirada que me decía que quería que la invitara a bailar, aunque no supiéramos ninguno, aunque ella tuviera novio, aunque estuviera mal siquiera pensarlo, pero estaba indeciso, me parecía que mis pensamientos estaban tentados por la locura.
Como ninguno de los dos hacía ningún movimiento, decidí entretenerme con mi móvil, y entonces me acordé que tenía el comodín de la llamada.
Me excusé como pude y busqué una salida para poder conversar. Quería pedirle consejo a mi amiga Ana, con la que no había perdido el contacto.
Me tuve que poner un sello para volver a entrar y luego me fui caminando y me escondí en el primer callejón que encontré. Una vez retirado del ruido de la música que hacía que te dolieran los oídos de lo alto que estaba, llamé a mi amiga, al segundo toque lo cogió:
>>¿Diga?— al escuchar su voz supe que no había puesto mal ningún número con las prisas del momento.
>>Soy Douglas, me gustaría hablarte de una cosa— le comenté con debilidad en mi voz.
Tuve que detenerme unos segundos, me invadió un sentimiento desconocido cuando nos imaginé bailando cogidos de la mano, sentí que el pecho se me encogía, cosa que no entendía, ella era mi amiga, no había razón para ponerse nervioso, ¿o sí?
Me calmé y volví a ponerme el teléfono en el oído, que antes había separado para que Ana no notara el sentimiento indescriptible que me estaba haciendo enfermar poco a poco, sentía la fiebre de "ser valiente" y la necesidad de algo prohibido:
>>¿Douglas, eres tú, estás ahí?— escuché al otro lado del teléfono.
>>Si tu mejor amiga de toda la vida apareciera después de siglos en tu vida y tuvieras la oportunidad de bailar con ella, a pesar de que sabes que ella tiene novio y que solo os queda la amistad, ¿lo harías?— fui al grano, tenía que volver rápido, porque sabía que Lucienne no iba a "perderse" mucho rato más.
>>¿Si fuera un chico, dices?
>>Sí— la puse en situación.
>>Sin dudarlo ni un segundo, no puedes dejar que el miedo a perder la amistad te condicione—su sinceridad era el mar de la tranquilidad en la luna de mis pensamientos.
>>¿Y si dice algo?— estaba aterrado por lo que pudiera pasar, no saber cuál sería su reacción era lo que me tenía inquieto.
>>No va a decirte nada, los amigos pueden bailar, de hecho, si sois mejores amigos, podéis hasta cogeros de la mano y no os dirían nada— terminó su explicación.
>>¿No te preocuparían las consecuencias?— era reacio a hacer cualquier cosa que me hiciera perderla de nuevo sin querer.
>>Lo mejor es que no hay consecuencias, disfruta de las ventajas de ser "BFF"— ¿BFF?
>>¿El qué?— me había dejado fuera de juego con aquellas siglas.
>>"Best Friend Forever— se rió con intensidad al otro lado de la línea.
>>¿Y si pasan cosas que no estaban planeadas y uno de los dos decide que siente cosas por el otro?— ¿alguna vez habría sentido algo por mí?
>>No la beses y así no lo sabrás— menudo razonamiento.
>>¿Es tu último consejo? — lo mismo le quedaba un as secreto en la manga.
>> Eso es todo, te dejo amigo, estoy con los últimos capítulos de "Lo mejor de mí", de uno de mis autores favoritos, buena suerte—finalizó la llamada con Sparks como excusa.
Volví a adentrarme en la discoteca, Lucienne aún no había vuelto, y ella seguía allí de pie, mirando al techo sin moverse. Decidí llamar su atención poniéndome en frente de su mirada y dije con la valentía que Ana me había proporcionado:
— ¿Aunque no sepas, quieres bailar conmigo?— me miró sorprendida.
— ¿Sabes bailar?— preguntó avergonzada, como si lo que me había contado hace unos segundos la hicieran sentir torpe.
— No, los dos vamos a hacer el ridículo más absoluto, está garantizado— me reí.
— Yo no quiero quedar en ridículo— me contó sonrojándose.
— Lo bueno de ser "mejores amigos" es que nadie se fijará— copié la frase de Ana.
— Sí que se van a fijar, pero les vamos a dar tanta pena que van a pasar de nosotros— se cruzó de brazos en señal de negación.
Entonces, rompí su barrera abriendo sus brazos y agarrando su mano con la mía y entonces sentí un calambre, que me recorría las puntas de los dedos, que hacía temblar a mi mano, noté la electricidad que hacía tiempo que había olvidado, pero que aún seguía ahí. Caminé con ella hasta la pista de baile y le dije:
— Haz el ridículo conmigo, solo no es lo mismo— coloqué su mano a la altura de mi pecho mientras la sostenía con la mía.
Estaba sonando "One Dance", pero en el momento en el que comenzamos a bailar, sonó una lenta, parecía hecho a propósito, ahora nos acompañaba "Can I be him" de James Arthur. Empecé a dejarme llevar por el ritmo, siguiendo las instrucciones que Ana me había dado la última vez que bailamos. Un pie delante del otro, acompañándola a ella, moviéndome en pequeños círculos casi perfectos. Cuando el baile se ralentizó, simplemente dejé que su cabeza se apoyara en mi pecho y me moví suavemente.
La música terminó, volvimos al lugar en el que estábamos antes, quise romper el hielo:
— Al final no hemos hecho tanto el ridículo— sonreí abiertamente.
— No me puedo creer que haya bailado, sí que sabes bailar, me has engañado— me dio un ligero toque con su puño cerrado en el hombro.
— Eso no es bailar, es intentar no hacer el ridículo— en aquel momento, aunque quería saberlo todo acerca de la electricidad que aparecía cuando surgía el contacto entre nosotros, lo olvidé por completo, le dejé ese problema al futuro Douglas y simplemente disfrute del baile.
— Pues sabes como no hacer el ridículo— se rió de mi comentario con la elegancia con la que solo ella sabe hacerlo.
— Pero vamos, para no saber bailar no me has pisado los pies ni una sola vez— le felicité, a mí me costó mucho intentar no cometer errores la primera vez, y aun así los cometí.
— Vamos a dejarlo en que no hemos quedado demasiado mal— me sonrió amistosamente.
De repente, la música se paró, y apareció Lucienne con el que era su "enchufe" de la discoteca:
— Chicos, éste es mi amigo Pierre— nos lo presentó e hizo una pausa— . Ellos son Minerva y Douglas.
— Encantado— saludó el joven trajeado.
— ¿Qué le ha pasado a la música?— preguntó un chico en la pista de baile sorprendido.
La música se había ido, alguien había mojado los altavoces al derramar una bebida, la mesa de mezclas se apagó como una vela de cumpleaños al soplar. El tipo trajeado era el dueño, se acercó a nosotros tras revisar la mesa y le dijo a Lucienne delante nuestra:
— ¿Podrías ponerte al piano? No tenemos música, necesitamos una canción que distraiga al público para poder conseguir el repuesto de la mesa de mezclas — parecía estar suplicando al ojiverde que se lo estaba planteando.
— Me parece bien, pero hay un problema, no puedo darte el espectáculo que buscas, no sé cantar— la cara del chico trajeado era un poema.
— Douglas puede hacerlo, de pequeño siempre cantaba las letras de las canciones y tenía una voz buena— ¿buena? Eso hirió mi orgullo.
El tal Pierre tras escuchar el testimonio de Minerva, se giró en mi dirección y me dijo:
— ¿Sabes cantar, chico?— me miraba con un halo de esperanza en su mirada.
— Me defiendo— había estado en un conservatorio antes de dedicarme por completo a las mates, recordaba a la perfección cómo tenía que poner la boca al pronunciar cada nota, pero no sabía si sería suficiente, por lo que le dije eso para que no me escogiera.
— Dime que también tocas algún instrumento— se notaba la desesperación en su tono.
— Sé tocar el bajo— aunque desde que supe lo de mi madre no había vuelto a tocarlo, creía poder recordar cómo funcionaba.
Pierre se lo pensó unos segundos y luego dijo:
— Subid ahí, no tenemos otra—como nos habían invitado gratis, me sentí en la obligación de salvar la noche.
Lucienne empezó a tocar el piano electrónico, Pierre nos pasó una especie de cubos musicales que guardaban los sonidos y que eran los encargados de los efectos musicales, yo cogí la silla que me dieron para poder sentarme y el bajo marrón anarajando de suave tacto.
Al coger el bajo, era como si todo lo que había aprendido a lo largo de los años se hubiera quedado grabado en los dedos, acaricié sus cuerdas con el recuerdo latente en mi mente.
Toqué levemente una cuerda, luego otra, con cada cuerda que tocaba afinaba el oído y el bajo, hasta que el piano de Lucienne empezó a sonar, además sonaba increíblemente bien, antes de subir al escenario le había comunicado la canción que quería cantar, la recordaba a la perfección de todas las veces que mis compañeras de trabajo la habían puesto en la radio, solo pensaba en lo molesto que era trabajar con aquella música, y mira tú por donde, aquella música que creía molesta y poco comedida estaba a punto de salir de las cuerdas de mi bajo.
Cogí el micrófono, mirando a Minerva, el resto del público poco me importaba, y hice una presentación breve mientras Lucienne se acomodaba con el piano:
— Hola, soy Douglas, voy a ser vuestra música por unos segundos.
Dicho esto, el piano comenzó a sonar, yo empecé a tocar suavemente mi bajo, y cuando el ambiente estaba creado, empecé a cantar, estábamos improvisando "Let me love you" de Justin Bieber. El bajo y yo nos hicimos uno, empecé a dejar a mi voz ser la protagonista, me dejé llevar y empecé a improvisar, le di mi estilo a la canción, intentando que no se me escapara ninguna nota.
Cuando el concierto terminó, las caras de todos eran de sorpresa, tras el silencio, finalmente vinieron los aplausos y las felicitaciones, Minerva se quedó perpleja.
— ¿Desde cuando tocas el bajo, Douglas?— me preguntó al bajarme del escenario, la música había vuelto.
— Fui a un conservatorio desde muy pequeño, el bajo fue el instrumento que escogí practicar cuando me picó el bichito musical, desde entonces, cada vez que las cosas claras se volvían oscuras, cada vez que las cosas diáfanas se volvían confusas en mi mente, recurría a la música.
Ahora fue Lucienne el que intevino:
— Vaya como cantas, tío.
Luego fue el chico del traje:
— Douglas, ¿quieres cantar aquí? Te pagaría y el bajo sería tuyo— la tentación del bajo era muy grande, aún así, decliné su oferta.
— Lo siento, pero no estoy en venta—decliné su oferta con amabilidad.
— ¿Estás loco, necesitas ese dinero?— me miró Lucienne con cara de esquizofrénico.
— Loco no, lo hace por su hermana, aclaró Minerva— ella siempre me comprendía.
Lucienne debió recordar lo que le conté sobre este viaje, porque con media sonrisa en su rostro le dijo:
— No va a trabajar aquí, es de los que le gusta tocar con los amigos, demasiado humilde para dar conciertos— se rió.
El amigo de Lucienne sopesó la información adquirida y luego dijo:
— ¿Y si le pago tres mil euros? Es un club de moda, un cantante promesa es lo que nos vendría bien para atraer a las estrellas de Holywood a nuestro local.
Tres mil euros me hubieran venido muy bien para aguantar bien el golpe monetario que me iba a dar este viaje, pero no podía perder el tiempo, había organizado los días al milímetro, ya había medio perdido uno, no podía perder ninguno más.
— Sigo rechazando la oferta, se lo agradezco de todos modos— me miró como si estuviera loco y se marchó.
— ¿Lo has sacrificado por tu hermana, verdad?— me miró Lucienne con empatía.
— A veces, tienes que dejar que los sueños tomen su propio camino, y aunque cantar para miles de personas sería todo un sueño hecho realidad, mi camino es otro— le señalé el diario que llevaba siempre conmigo— . Éste es el único sueño que me importa ahora, por eso, para que se haga realidad, tengo que sacrificar los sueños menores.
Nos marchamos del club sobre las tres o cuatro de la mañana, no veía bien el reloj. A pesar de que quería llegar y descansar no me libré del interrogatorio en el coche:
— ¿Cómo cantas así de bien?— me miró Lucienne entre sorprendido y confuso.
Yo estaba más preocupado porque mirara a la carretera, Minerva se había quedado dormida detrás y tenía que asegurarme de que la única copa que se había tomado no le afectara al juicio, aun así, decidí contestarle:
— Estuve en un conservatorio de pequeño, allí es donde aprendí a tocar el bajo— me encogí de hombros.
— ¿Sabes que por lo que acabas de hacer, muchos habrían matado?— me volvió a mirar de nuevo, esta vez lo hizo correctamente, cuando estaba detenido en un semáforo.
— Desde que perdí a mi hermana, no me importa el dinero, no me importan mis sueños, no me importa el amor, solo me importa este viaje, solo me importa cumplir mi promesa, y no hay tiempo para pararse a pensar— me detuve unos segundos— . Por eso, por mucho que ese hombre me hubiera ofrecido, lo hubiera vuelto a rechazar, antes que todo, antes incluso que yo mismo, está mi hermana.
— Veo que la querías mucho— dijo con la vista al frente.
— Estuvimos un tiempo separados, no nos habíamos visto, lamento cada día que perdí, porque no quise su compañía cuando podía tenerla y ahora que no la tengo solo quiero despertar de esta pesadilla— se me cayeron algunas lágrimas casuales— . No soporto la idea de no volver a verla, de no volver a escuchar su risa, de no poder jugar con ella y sus peluches, de no verla casarse, de no poder cuidar de sus futuros hijos, de no poder irnos juntos de vacaciones y perdernos en una playa sin que importen los días.
No contestó, creo que no podía, pero mi garganta quería una guerra interna que ya no podía controlar, los sentimientos salieron como empujados por la abertura de un cañón destrozando todas mis entrañas a su paso:
— Por eso no voy a aceptar ninguno de esos premios de consolación que la vida está intentando darme para compensarme, estoy peleado con ella, es injusta, cruel, y quiero que sufra por lo que me ha hecho— me paré unos segundos, comenzaba a doler tanto que parecía un infarto lento y doloroso— . Me hubiera conformado con tenerla un día más aunque fuera, con tenerla unos segundos más a mi lado.
Llegamos a su casa, detuvo el coche en la entrada, quitó la llave del contacto y hizo un intento de hablar, pero las lágrimas en sus ojos y en los míos me hicieron salirme del coche cerrando la puerta tras de mí.
No hablamos en lo que quedó de noche, cogí a Minerva en brazos, la llevé a nuestro cuarto y tras dejarla a ella primero y taparla, me fui a mi cama.
No me dormí al instante, no podía, me quedé segundos, minutos y horas mirando el colgante con el sol y la media luna de madera que había cogido de su habitación. Entonces volvió a aparecer Jason:
— Deja de lamentarte, eres un cobarde— me miró con vergüenza.
— Tú no has perdido a ninguna hermana, no sabes lo que es eso— le reproché.
— Puede que no, pero estoy perdiendo ahora a un hermano, y no me gusta la sensación que desencadena en mi interior— se señaló el corazón.
— Yo no tengo más hermanos, no sé quién eres— ¿de dónde había salido?
— Es posible, tal vez solo soy producto de tu imaginación, pero estoy aquí, y no voy a dejar que te lamentes toda tu vida, tienes que levantarte y luchar— me intentó animar.
— ¿Y si lo que quiero es caer y perderme en el vacío más profundo?— estaba sufriendo demasiado, ¿por qué no desaparecer?
Jason era muy parecido a mí, tenía mis mismos rasgos físicos, el pelo del mismo color, los ojos del color de los de mi hermana, y era por lo menos tres o cuatro años menor que yo. Su cara cambió de repente ante mis palabras:
— Entonces tírate al vacío— se tomó unos segundos y luego dijo— . ¡Pero si tu caes yo me tiro y te levanto!— su mirada desprendía ira, calor y una fuerza descomunal.
No entendía por qué quería ayudarme, no lo conocía de nada, estaba empezando hasta a dudar de mi cordura, pero funcionaba, estaba deteniendo mi tristeza:
— Tienes razón, no vale la pena caer, pienso seguir hacia delante— le prometí.
— ¿Sin lamentos?— extendió su meñique como lo hacía mi hermana.
— Sin lamentos— hice el juramento.
Jason desapareció en la noche, y yo, producto del cansancio, cerré mis ojos al fin, quedándome dormido, con el colgante de mi hermana en mi mano.
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