Matar el aburrimiento
Ya había pasado un día.
Miré a mi alrededor, abstraída; esto era peor que una cárcel. Todo permanecía en silencio, en apacible armonía. Los minutos se sucedían con extrema lentitud, era consciente de su sucesión por el fino tic-tac de un reloj de pared situado en el extremo más alejado de la habitación; si esto era lo que me esperaba a partir de ahora, debía buscar algo que me ayudara a combatir el aburrimiento.
Dentro de las tareas pendientes, estaba la de asegurarme de que mi familia se encontraba bien, así que aproveché la aburrida mañana para llamar a casa.
Ya habían trasladado a Marcos desde el hospital y disponía de una enfermera las veinticuatro horas. Edgar lo había organizado todo para que la casa dispusiera de lo necesario para su recuperación.
En cuanto escuché su débil voz al otro lado del teléfono, las lágrimas empezaron a agolparse en el lagrimal.
—Estoy mejor, de verdad, no te preocupes por mí.
—Pero ¿y tus piernas? ¿Cómo vas con los ejercicios?
Se oyó un suspiro.
—No sé si podré volver a caminar. Tengo varias vértebras machacadas y... en fin, supongo que después de todo he tenido mucha suerte.
—¿Esos indeseables han vuelto a molestarte?
—No. Lo cierto es que parece como si se hubiesen olvidado de mí por completo.
—Eso es bueno ―constaté.
—Pero ¿qué hay de ti? Tú eres la que realmente me preocupa, ¿cuándo volverás?
Desvié la mirada al suelo. Era incapaz de ofrecer una respuesta a su pregunta.
—No lo sé. Todo es complicado ahora.
—¡Joder! ―le escuché gimotear―. Necesito que estemos unidos, esto es una puta pesadilla y no únicamente por lo que me ha pasado a mí, papá es un completo extraño, prácticamente no me reconoce.
El llanto siguió sucediéndose, era incapaz de refrenar las lágrimas que corrían rápidas por mi mejilla.
—Dame tiempo, Marcos.
—Me siento tan mal... tú no deberías estar con ese... ―escupió las palabras como si fueran veneno―, ¡odio a ese tío, maldita sea! Todo ha sido por mi culpa y ahora no sé cómo arreglarlo.
Marcos empezó a llorar, y ser testigo de su vulnerabilidad acabó por romperme el corazón.
—¿Qué te ha hecho, Diana? ―continuó, con la voz engolada―. ¿Te ha puesto una mano encima?
—¡¿Qué?! ¡No! ―exclamé elevando la voz―, casi no lo he visto, prácticamente tengo la casa para mí sola.
Suspiró, abatido.
—Si te hace algo no me lo perdonaré en la vida ―resopló frustrado―. No deberías haberte involucrado en esto, ¿por qué lo has hecho? Esto no está bien, nada lo está. ¡Míranos! Nuestras vidas se han ido a la mierda.
—Marcos, para ―intervine para calmarle―. Sabes que no teníamos opciones ―susurré.
—Aun así, sacrificarte por nosotros ha sido una gilipollez.
—Yo no lo creo ―protesté, defendiéndome―, de hecho, volvería a hacerlo, después de todo no ha salido tan mal.
Escuché como Marcos volvía a llorar y eso acabó por desmoronar mi poca entereza. Poco después, el teléfono se lo arrebató otra persona, seguramente su enfermera, y concluyó la conversación conmigo:
—Lo siento, Marcos necesita más tiempo para encontrarse bien. Recuerda que no únicamente acaba de salir de una delicada operación y está sometiéndose a duros ejercicios de rehabilitación, además estamos en pleno proceso de desintoxicación, por eso tiene tantos altibajos.
—Entiendo... ―acepté enjugándome las lágrimas.
—Estaría bien que la próxima llamada la hiciéramos nosotros, cuando pase un tiempo y Marcos reaccione mejor al tratamiento. Estas cosas cuestan un poco, ya sabe...
Suspiré y tragué saliva. Esa mujer tenía razón, todo conllevaba un proceso y debía respetar los tiempos.
—De acuerdo ―cedí―. En cuanto esté preparado para hablar conmigo, que me llame. Yo lo haré únicamente para que me informéis de su evolución.
—Muchas gracias por entenderlo, estamos en contacto, Diana.
Me despedí y colgué el teléfono. La sensación de vacío que recorrió mi cuerpo en ese momento fue indescriptible. Cogí aire e intenté por todos los medios animarme, pensar que había hecho todo lo que estaba en mi mano para que las aguas volvieran a su cauce y lo había conseguido, aunque Marcos era incapaz de verlo todavía.
Para sentirme mejor llamé a la única persona que sabía que podía hacerme sonreír en un momento de debilidad como en el que estaba inmersa.
—¡Emma! ¿Cómo te encuentras?
—Menos mal que me llamas, ya estaba empezando a ponerme nerviosa. Estoy bien, pero dime, ¿cómo es? ¿Cómo va todo por ahí?
Emití un suspiro y me senté en una de las butacas del comedor.
—No te lo vas a creer, estoy viviendo en una casa enorme. Tiene cientos de habitaciones, hay hasta un gimnasio, más bien parece un palacio.
—Alucinante. ¿Y ese Edgar? ¿Te trata bien?
Hice una mueca, me costaba encontrar las palabras apropiadas para hablar de él, teniendo en cuenta que seguíamos siendo dos extraños compartiendo techo.
—Pues... Solo le vi el día de mi llegada, bueno, vi solo una parte de él, había poca luz y estábamos lejos.
—¡¿Qué diantres significa eso?! ¿Es guapo o no?
Hice una pausa.
—No lo sé, es... no sé, normal, supongo. Tiene una voz intimidante y parece tan seguro... acojona un poco, la verdad.
—¿Estás a gusto? ―Me pareció intuir cierta preocupación en su pregunta.
—Digamos que no estoy mal ―reconocí―. Lo único que no me gusta es que ha escondido toda mi ropa. Mi armario está lleno de vestidos, faldas, zapatos y esas memeces...
Soltó una fuerte risotada que casi consiguió contagiarme.
—Sí, dicho así suena muy cruel ―reconoció irónica―, ha cambiado tu ropa vieja por vestidos pijos.
Volvió a reír.
—Sabes a lo que me refiero, no me siento cómoda con todo esto, echo de menos mis cosas...
—Bueno, pues pídele amablemente que te las devuelva. De todas formas, estás casada con un multimillonario, es natural que quiera que vistas con algo más de clase. Seguro que te queda fenomenal esa ropa.
Negué con la cabeza.
—En cualquier caso, las cosas no van a quedar así, ya me conoces.
Su risa sonó todavía más fuerte.
—¿Entonces vas a ser condenadamente exasperante?
Volvimos a reír.
—¿Así soy? ―pregunté sin dejar de reír―. Pero, ya que lo dices, sí. Eso es justo lo que pienso hacer ―asentí con convicción―, una cosa es que esté obligada a vivir aquí y otra es que tenga que hacerlo a su manera, ¿no? Pienso poner los puntos sobre las íes a ese snob estirado, aunque eso signifique ser condenadamente exasperante.
Emma soltó una carcajada y juntas seguimos hablando durante horas. Para ser sincera no quería acabar con la conversación, pero ella tuvo que interrumpirme diciendo que tenía que ir a la facultad. En poco tiempo había olvidado lo que era eso, sentirse joven, estudiar y pensar en banalidades como en las discotecas a las que iríamos el fin de semana, se podría decir que mi juventud se detuvo en el momento en el que me casé con Edgar, ahora debía empezar a actuar de otra manera, ¡por el amor de Dios, estaba casada! Y eso implicaba centrarme en cosas que me venían grandes. O puede que hubiese perdido mi juventud mucho antes, justo en el momento en el que todo mi mundo se volvió del revés. En cualquier caso, ya no había vuelta atrás.
Durante los días siguientes deambulé por la casa como un espectro, a esas alturas empezaba a conocerme cada rincón de memoria. Entraba en una habitación y acariciaba los muebles, me sentaba sobre las mullidas alfombras blancas, abría y cerraba cajones... nada despertaba mi interés, estaba aburriéndome como una ostra sin saber qué hacer.
Me quité los zapatos y caminé por los jardines sintiendo el fresco césped recién cortado bajo mis pies. Corrí por el prado, admiré las flores, canté las canciones de moda a vivo pulmón porque sabía que nadie podía escucharme y visité las cuadras.
Los establos estaban muy limpios y los caballos eran magníficos ejemplares, de eso no me cabía ninguna duda. Seguramente algún día aprendería a montar como una amazona, por ahora no era una prioridad, me daba miedo poner mi seguridad a lomos de un animal tan grande.
Otro punto a tener en cuenta era que el campo, la naturaleza en general, me gustaba en momentos muy puntuales. Lo mío seguían siendo las ciudades, los centros comerciales, los conciertos, las cafeterías, pubs... ¡Era de otra generación, maldita sea! No me iba nada la vida sosegada y tranquila que me ofrecía ese hombre anclado en una época anterior; nada, absolutamente nada estaba hecho para mí.
Los días fueron acumulándose para convertirse en semanas y todo seguía igual, entre comida y comida iba a curiosear por la casa, salía al jardín, jugaba a probarme ropa pija frente al espejo, hablando con acento francés y arqueando las cejas mientras entrecerraba sutilmente los párpados mirando por encima del hombro, e incluso me atrevía a improvisar el mítico Single Ladies de Beyoncé con la música a todo volumen para luego acabar riendo como una loca de mi patetismo. Debía admitir que carecía de dotes artísticas y que la soledad me estaba haciendo perder la cabeza.
También disponía de todo el tiempo del mundo para ponerme al día en redes sociales, pero nada me saciaba y continuaba aburriéndome, con frecuencia me sentía enormemente sola en esa casa tan llena de gente y vacía a la vez.
Esa mañana de sábado, tras despertarme y dejar que María me peinara y preparara el desayuno como solía hacer, decidí hacer algo diferente para variar y pedí un taxi. Quería ir a conocer la ciudad. Sentía el enorme impulso de fotografiar los pequeños detalles que formaban parte de una ciudad en movimiento, como la gente distraída al hacer sus compras, la fruta exquisitamente expuesta en los aparadores de las fruterías, los letreros con nombres extraños de los comercios... Siempre me gustó la fotografía, pasarme horas mirando a través del objetivo hasta captar la imagen perfecta.
Es curioso que tenga que hacer eso sola, siempre pensé que Edgar me llevaría a cenar, tal vez al cine, me sacaría de esos sólidos muros de piedra para empezar a hacer cosas juntos. Nada más lejos de la realidad, ya que solo le había visto el día de mi llegada hacía más de una semana y desde entonces, era como si viviera sola en una mansión abandonada.
Caminé por los jardines asegurándome de no ser vista hasta llegar a la verja de entrada, y por primera vez desde mi llegada, salí al exterior.
No me resultó difícil huir, pero tan pronto puse un pie fuera de la finca, me invadió un sentimiento extraño, tenía la sensación de estar haciendo algo malo o ilegal y eso me ponía muy nerviosa. No hacía más que mirar a mi alrededor como si estuviera fugándome de una cárcel de máxima seguridad y en cualquier momento pudiera ser descubierta por un ejército de policías.
"Tranquila, Diana, nadie se dará cuenta de tu ausencia, todo el mundo está muy ocupado trabajando en la casa y, además, no estás haciendo nada malo, solo es una inocente escapadita".
Intenté avanzar con la cabeza bien alta hasta llegar al coche, pero sin querer di un traspié que me obligó a agarrarme a un árbol cercano por temor a caerme.
"¡Malditos zapatos de mierda!"
Entré en el vehículo y estiré el vestido blanco con pequeños motivos florales en verde que había elegido para la ocasión. Llevaba una rebeca a juego de color verde oliva y unos zapatos de tacón de aguja que eran los más incómodos del mundo. Suspiré resignada, aferrándome a mi antigua cámara de fotos como si ella pudiera proporcionarme la seguridad que me faltaba, y di las instrucciones al chófer para que me llevara a conocer el centro neurálgico de la ciudad.
Edimburgo es la segunda ciudad más grande de Escocia después de Glasgow, ubicada en la costa este, a orillas del fiordo del río Forth.
Tardamos alrededor de hora y media en llegar, lo que me hizo suponer que la mansión de Edgar estaba bastante aislada, y puesto que se encontraba en mitad de la nada, únicamente podía desplazarme en vehículo privado, ya que ni siquiera el transporte público llegaba tan lejos.
Pagué al chófer con el dinero que había conseguido ahorrar en España y había cambiado a libras antes de venir. No era mucho, pero el suficiente para no tener que pedir nada a mi reciente marido hasta encontrar algún trabajo que me permitiera disponer de un ingreso mínimo para mí. Odiaba tener que rendir cuentas a alguien y no pensaba pedirle permiso. Siempre he sido muy orgullosa, puede que tuviese orígenes humildes y necesidades, pero no por ello iba a convertirme en la mantenida de nadie.
Al entrar en la ciudad me di cuenta de que era un día húmedo, el aire aguado hacía pensar que todo a mi alrededor había sido envuelto por una ola horas antes, pero no por ello las calles estaban vacías. Distinguía a los turistas por sus grandes mochilas colgadas a la espalda, señalando aquí y allá con entusiasmo.
Una vez el coche finalizó su recorrido, me apeé de él y caminé insegura por la acera adoquinada, sosteniendo fuertemente la cámara contra mi pecho e intentando que los dichosos tacones no se hundieran entre las juntas de las piedras.
Una ráfaga de aire me sorprendió obligándome a sostener el vuelo de mi falda antes de que se levantara por completo.
"¿Cómo alguien puede vestir de este modo en una ciudad así? ¡Es imposible!"
Seguí avanzando; pese al envolvente color gris, podía distinguir una ciudad luminosa debido al alumbrado. Todos los colores estaban en perfecta sintonía y tras los altos picos de las casas y edificios, se extendían verdes montañas que rodeaban toda la ciudad.
Me recriminé el no haber imprimido un mapa o algo que me sirviera para orientarme por ahí, pero decidí seguir a la multitud, el turista me llevaría a los sitios más emblemáticos.
Caminé largo rato por calles peatonales, algunas estrechas, otras más amplias, hasta desembocar en la Old Town. Un barrio histórico que me dejó con la boca abierta al instante. Me arrodillé sin dar importancia a lo delicadas que eran las medias de seda y saqué una fotografía partiendo de los adoquines hacia arriba. Conseguí el ángulo perfecto, la media curva desde donde podía ver la calle prácticamente entera.
Enseguida me maravillé de los callejones angostos y sombríos, edificios de piedra y un robusto castillo vigilándolo todo desde la cima. Era sin ninguna duda uno de los lugares más hermosos que había visto en mi vida. Hice más fotografías, captando detalles al azar, incluso un callejón repleto de colores estridentes que contrastaba fuertemente con la sobriedad de los edificios. Algunas casas estaban pintadas de fucsia, azul eléctrico, verde lima, rojo... Carecía de vocabulario para describir tanta belleza.
Fotografié también los escaparates de algunos comercios que despertaron mi interés, incluso tuve tiempo de comprarme un refresco antes de continuar investigando.
Todo marchaba divinamente, no tenía ni idea de dónde me encontraba, pero no importaba, cuando quisiera volver solo debía encontrar un taxi y darle la dirección de la casa de Edgar, en ese momento solo me concentraba en recorrer palmo a palmo las calles de una ciudad desconocida.
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