La fiesta
Mi actuación fue espectacular, propia de una de las mejores actrices de Hollywood. Permanecí impasible mientras la modista ajustaba la tela a mis curvas.
Edgar había escogido para la ocasión un precioso vestido rojo anudado al cuello que se ceñía a la cintura para luego caer hacia abajo con elegancia. El tejido era una gozada, tan cómodo como una segunda piel, además no se arrugaba, lo que me permitía moverme con libertad. Los zapatos rojos con pequeñas incrustaciones de cristal eran lo que más llamaba la atención al ser las únicas joyas que llevaba, aun así, el conjunto reflejaba una elegancia exquisita, lo que lo hacía totalmente inadecuado para mí.
María canturreaba mientras me ayudaba a prepararme para la fiesta. Volvió a colocarme el vestido, esta vez perfectamente entallado, y todo adquirió un nuevo color, ¿era yo esa misteriosa mujer rubia con vestido rojo que había frente al espejo?
Un equipo de estilistas pulía los últimos detalles. Se centraban en el peinado y el maquillaje para que todo fuese acorde con el vestido, y ya puestos, con los deseos de Edgar. Apuesto a que dejaba poco espacio a la improvisación, dando órdenes precisas a todo el que había entrado esa tarde en mi habitación.
Mientras tanto, María me acariciaba el cabello, maravillada. Habían recortado levemente las puntas, pero decidieron mantener el mismo color dorado que tanto gustaba a María. Además, después de la cantidad de productos utilizados, la suavidad se hacía palpable.
Con movimientos lentos, el estilista fue recogiéndomelo hacia un lado, permitiendo que mi larga melena cayera hacia delante por encima del hombro derecho, despejando así mi espalda.
El maquillaje también fue decisivo para igualar mis ojos. Siempre me había dado la sensación de que el derecho parecía más grande que el izquierdo debido a su color, pero los profesionales supieron dónde y cómo aplicar el maquillaje y suplir ese pequeño defecto que siempre me había acomplejado.
Los labios también los habían repasado ligeramente, pintándolos en un tono rosáceo natural muy bonito.
Después de la larga intervención, por fin abandonaron la habitación. Únicamente María se encontraba a mi lado, mirándome como si fuera su hija a punto de acudir al baile de fin de curso.
—Estás tan, tan guapa, cariño... ―En sus ojos percibí destellos brillantes y casi pude sentir un atisbo de remordimiento por lo que estaba a punto de hacer.
—Ya, bueno... ―Desvié la mirada hacia el suelo, con aire avergonzado―. Realmente no es para tanto, esta... ―Me señalé con la mano―. No soy yo.
—¡Claro que eres tú! ―María sostuvo mis manos rígidas y las juntó en el centro para tirar tiernamente de mí―. Tengo muchas ganas de ver la reacción de toda la gente en cuanto aparezcas. Vas a dejarlos sin palabras, en especial a Edgar.
Arrugué la nariz, incómoda. Si ella supiera lo que me proponía...
—La verdad es que me da igual impresionar a esa gente o no. Esto ―enfaticé mirándome de arriba abajo―, no es más que un disfraz. A todas esas personas no les importa lo más mínimo conocerme o saber quién soy, solo han acudido para cotillear.
—¡No digas eso! Puede que aquí encuentres a personas interesantes, con las que puedas quedar, hacer planes...
La contemplé escéptica.
Pobre María, jamás será capaz de ponerse en mi lugar, estaba sumamente ligada a Edgar y siempre defendía todas y cada una de sus decisiones. No valía la pena malgastar saliva para hacerle entender que a mí esa gente me daba igual, solo se acercaba por el morbo, por tener algo jugoso de qué hablar; francamente, no me interesaban. ¿Quién quiere eso en su vida?
Suspiré y regresé la mirada al robusto espejo que decoraba la pared de mi cuarto, cuanto más me miraba, más cuenta me daba de que ese mundo no era para mí y jamás estaría a gusto en él.
—Bien, cariño, voy a preparar unas cuantas cosas abajo. Te espero ahí ―aclaró la mujer acariciando fugazmente mi espalda desnuda.
Suspiré sonoramente al tiempo que me concedía unos minutos de reflexión. En general solía estar segura de mí misma, de lo que hacía, de mis actos... pero en esta ocasión tenía miedo de que mis decisiones tuvieran algún tipo de repercusión, después de todo, no conocía lo suficiente a Edgar como para intuir su reacción, esta vez iba a poner la guinda del pastel y jugármela de una vez.
El murmullo del gentío y la música de un piano se escuchaba desde el piso superior, posiblemente todos los invitados ya habían llegado y permanecían expectantes por mi gran aparición, por ver quién era la misteriosa mujer que había conseguido cazar a uno de los millonarios más influyentes del país. Si ellos supieran la verdad, quedarían todavía más impresionados.
En condiciones normales me sentiría nerviosa ante una situación semejante, pero no era el caso, en realidad estaba muy tranquila, preparada para llevar a cabo mi maléfico plan.
Con decisión me llevé las manos a la cabeza para quitarme las horquillas que con tanto esmero me habían colocado, seguidamente me despeiné dejando mi habitual look salvaje; liso de la raíz y algo ondulado de medios a puntas. Me apresuré a quitarme el despampanante vestido rojo y corrí al armario, donde había escondido la maleta con mis pertenencias. Cogí mis vaqueros rotos favoritos y me los puse en un tiempo récord, así como la camiseta negra de los Guns N' Roses que solía ponerme para ir a la universidad.
Me eché a reír mientras me enfundaba las deportivas negras y ataba los cordones con determinación. Es curioso, pero mientras cubría mi cuerpo con mis cosas me sentía como la heroína de una batalla al haberme salido con la mía.
Finalmente cogí un trozo de algodón embadurnado en crema desmaquilladora para retirar el carmín de mis labios. Sonreí frente al espejo al ver emerger a mi verdadero yo.
"Ahora se va a enterar ese snob estirado; quién sabe, puede que después de esto decida dejarme y enviarme de regreso a casa".
Salí al pasillo y me cuadré frente a las escaleras; había llegado el momento.
Después de coger una enorme bocanada de aire y exhalarla con lentitud bajé las escaleras con entusiasmo infantil, descendiendo los escalones de mármol uno a uno con gracia. No tardé en alzar el rostro para contemplar a toda esa gente y sonreí al ver sus bocas entreabiertas a causa del asombro.
Podía constatar que era el blanco de todas las miradas. Los rostros que me estudiaban con detenimiento no tardaron en reflejar incredulidad, siendo incapaces de disimular sus reacciones. Ser testigo de sus debates internos me hizo exhibir una enorme sonrisa que culminó con el absoluto silencio que se instauró en el salón. Ese mismo silencio sepulcral fue el que me acompañó por la estancia mientras buscaba a Edgar con la mirada.
Y ahí estaba. No tardé en divisar su porte serio de estreñido en uno de laterales de la habitación. Me fijé en su atuendo, como no podíamos ser más distintos, vestía con un elegante traje azul marino que, para qué negarlo, le quedaba a la perfección. Otra cosa que me llamó la atención fue que había cubierto la parte quemada de su rostro con una especie de máscara que se ajustaba a su frente y pómulo, ocultando incluso su ojo izquierdo. Veía su precioso cabello negro hacia un lado, depositado cuidadosamente sobre la máscara, esquivando los finos cordones de seda que se anudaban detrás de la cabeza. A su izquierda había un hombre alto y serio, pero con cierta chispa de humor en la mirada, a diferencia de mi esposo, al que no parecía divertir en absoluto la escena que acababa de protagonizar.
Pizpireta troté por el improvisado pasillo de personas que se había creado en el salón y me conducía directamente a él. En cuanto estuve delante de mi desubicado esposo, me coloqué a su derecha y le obsequié con un rápido beso en el rostro. No quería dejar lugar a dudas respecto a quién era yo, quería que todos confirmaran que era su esposa, y no una chica del lugar que se había colado por error en su fiesta. Aunque reconozco que lo que más me excitaba era haber reivindicado mis derechos de esa forma tan peculiar, a sabiendas de que le enfadaría. Después de todo, no había nacido hombre que me obligara a acatar sus órdenes, por mucho dinero y modales que tuviera. De entre todos los momentos, elegí precisamente ese para hacérselo saber.
El murmullo de los invitados se reanudó de forma progresiva, sin embargo, Edgar se había quedado mudo.
Le dediqué una enorme sonrisa para restar importancia a mi pequeña venganza y entre dientes, susurré:
—Ya que has decidido presentarme ante tus amigos como tu esposa, agradecería que fingieras que eres feliz.
Una risa a mi espalda me hizo dar rápidamente la vuelta para ponerle rostro.
La discreta carcajada provenía del mismo hombre alto y delgado que vi a su lado mientras bajaba las escaleras. Era un hombre guapo, de piel muy blanca y ojos miel. Me llamó especialmente la atención su rostro inmaculado, ni tan siquiera se apreciaba la sombra de una incipiente barba.
—Encantado de conocerte, Diana ―me tuteó sin preguntar, agradecí enormemente el gesto―. Soy Steve, el mejor amigo de Edgar, alias bloque de hielo.
Edgar soltó un bufido por la nariz, como un búfalo a punto de embestir y, sin añadir nada, se separó de nosotros con aire despechado.
—Vaya, me parece que no le gusta nada el bonito conjunto que he elegido para la fiesta... ―dije, negando con fingido pesar―, qué pena, con lo que me lo he currado...
Steve soltó una carcajada y aprovechó que el camarero pasaba por nuestro lado con la bandeja para coger un par de copas de champán.
—Bueno, la verdad es que nos has dejado sin habla a todos.
Iba a contestarle cuando un grupo de señoras, escondiendo la risa, se acercó a presentarse. Podía intuir que se reían de mí a mis espaldas, me criticaban, y lo cierto es que no me afectaba lo más mínimo. Edgar, en cambio, parecía muy ocupado hablando con los invitados, posiblemente se sentía avergonzado y la verdad es que ser conocedora de ese detalle me divertía, mi plan para desquiciarle acababa de empezar, me consolaba pensar que, si lograba que me considerara como un caso perdido, me dejaría marchar más pronto que tarde, rompería el contrato y, simplemente, se desentendería de mí para siempre. Podía sentirme orgullosa de lo que había conseguido esa noche, todo empezaba a dar resultado.
Para distraerme seguí la conversación a distintas mujeres, algunas alababan mi belleza, obligándome a esconder la risa. Sabía lo falso que era ese mundo, lo importante que eran las apariencias y que, a raíz de mi espontaneidad, Edgar y yo seríamos la comidilla de la alta sociedad escocesa durante meses.
Por suerte, en ningún momento me sentí sola, Steve fue quién tomó las riendas de la situación y me acompañó por la sala presentándome a todas aquellas personas a las que jamás llegaría a conocer ni recordar sus nombres. Lo cierto es que desde el primer momento me pareció un tipo encantador, práctico y con sentido del humor, era una de esas personas con las que resultaba fácil conectar. Que alguien así fuese el mejor amigo de Edgar daba que pensar; no podían ser más opuestos.
—Guns N' Roses uno de mis grupos de música favoritos ―me confesó en voz baja, acercándose a mi oreja.
—¿En serio? No sé por qué pensaba que aquí nadie los conocería.
Se rio y me acompañó guiándome sutilmente de la cadera hacia la mesa de los canapés.
—Bueno, apuesto a que más de uno los conoce... y, ya que estamos, Edgar es uno de ellos, aunque te cueste imaginártelo escuchando rock.
—Vaya...―Le miré ojiplática.
—Tuvo una etapa roquera secreta en la universidad ―concretó moviendo la mano para restarle importancia―, pero será mejor que no lo digas por ahí, pone mucho esmero en ocultar ciertos pasajes de su vida...
—Ya me he dado cuenta de que es un hombre hermético. ―Cogí un diminuto canapé de atún y me lo llevé a la boca―. ¿Hace mucho que lo conoces?
—Muchos años. Nos conocimos en la biblioteca de la facultad.
Le miré sorprendida.
—Curioso... ―comenté asintiendo.
—Nada más verlo me llamó la atención e insistí varios meses hasta lograr ganarme poco a poco su confianza. En general no le gusta la gente, supongo que ya lo habrás notado. No hay nadie en el mundo con menos don de gentes que él ―negó divertido con la cabeza.
Apreté una carcajada.
—¿Por qué es así? ―quise saber.
—Bueno, Edgar es... ―Movió las manos intentando buscar la palabra correcta―. Es un hombre bastante complicado, dejémoslo ahí ―zanjó, restándole importancia―. Se ha pasado la vida luchando para conseguir lo que tiene, no le ha resultado fácil. Desde mi punto de vista los mejores hombres son los que se hacen a sí mismos, los que nunca han tenido nada y se lo ganan todo a pulso, luchando en un mar de tiburones para hacerse un hueco. Yo le admiro precisamente por eso, por su tenacidad. Pero a veces tengo que recordarle que ahora puede relajarse un poco, no sé si me entiendes... No tiene por qué estar constantemente a la defensiva...
Hice una mueca y di un sorbo a mi bebida. El brebaje irritó mi garganta, recordándome que no estaba acostumbrada a beber.
—Siempre está tan rígido, tan... ―Hice una pausa para mirarle a los ojos―. ¿Puedo hablar con franqueza?
—¡Por favor! ―me animó, sonriente.
—Parece como si llevara un torniquete en los huevos desde hace años. Es incapaz de relajarse y permitirse el lujo de dejar que algo fluya sin tomar el control, me resulta desquiciante.
Steve soltó una escandalosa carcajada, pero antes de que pudiera contestarme Edgar se interpuso acercándose por nuestra espalda.
—Me alegra ver que lo pasáis tan bien; si me disculpas un momento, Steve, tengo que hablar con mi esposa en privado. ―Recalcó la palabra "esposa".
Le miré con los ojos bien abiertos, ¿acaso estaba celoso de que me lo estuviera pasando bien con su mejor amigo?
—No hay problema ―dijo Steve, levantando las manos en señal de rendición sin dejar de reír por lo bajo.
Edgar me cogió del codo y tiró levemente de mí hasta llevarme a un lugar apartado del tumulto, pero dentro de la misma sala. En ese pequeño rincón olvidado no había miradas indiscretas que pudieran perturbarnos.
—Sé lo que intentas, y si piensas que el numerito de hoy va a quedar impune, es que no me conoces...
—¿Eso es una amenaza? ―le provoqué.
Esbozó una sonrisa forzada.
—Eres terca y obstinada, pero te advierto que yo lo soy más. Además, soy un hombre paciente Diana, no te imaginas cuánto. Tenía la intuición de que contigo no sería fácil.
De pronto su comentario despertó todo mi interés.
—¿Por qué te has casado conmigo, Edgar? Lo tienes absolutamente todo, no hay nada que yo pueda aportarte. ¿Por qué decidiste complicarte la vida con alguien como yo, alguien que no tiene nada que ver con todo esto?
—Ya sabes por qué.
—No, no lo sé ―confesé, más relajada. En un momento como ese necesitaba una pequeña ofrenda de paz para seguir indagando en la raíz de este asunto, ya que desde que aterricé en Escocia no dejó de dar vueltas por mi cabeza sin obtener respuesta.
—Está bien, te lo enseñaré ―aceptó. No obstante, sus ojos seguían invadidos por la rabia de haberle avergonzado en una reunión tan importante como aquella.
Edgar me guio del brazo por la casa hasta llegar a la puerta que daba lugar a su despacho. Me acordaba de esa puerta y de que siempre estaba cerrada. Me puse nerviosa cuando vi que sacó una llave del bolsillo de su pantalón y la abrió de par en par, permitiéndome pasar delante de él.
Bajé las escaleras de mármol blanco y como el primer día, llegué a esa especie de galería de arte. Decenas de vitrinas acristaladas mostraban objetos, telas, manuscritos, cuadros... objetos muy antiguos.
—¿Y bien? ―dije, mirando distraída a mi alrededor.
—Todo lo que ves aquí. ―Señaló hacia sus luminosos escaparates―. ¿Qué te sugiere?
Emití un suspiro y avancé por el pasillo delante de él, dejando que me siguiera dos pasos por detrás. Había antigüedades de diferentes épocas: jarrones, joyas, tapices de los que yo no sabía apreciar su valor, aunque intuía que lo tenían.
—Te gusta coleccionar, eso está claro ―constaté.
—Me gusta coleccionar ―asintió―. Cierto.
Desvié la vista de unos antiguos tapices bordados en oro para mirarle.
—¿Qué tiene eso que ver con nuestra boda?
Edgar frunció los labios y rehusó mi mirada para devolverla a la vitrina que había frente a él. Seguí el recorrido y descubrí una colección de monedas de distintos materiales, tan antiguas que casi no podían apreciarse sus incrustaciones. Me fijé que la colección, ordenada por tamaño, estaba prácticamente entera, le faltaba solo una pieza para completarla y había suplido esa carencia colocando en su lugar una fotografía de la moneda en cuestión.
Fue inevitable pensar en mi padre. Al igual que Edgar, también coleccionaba monedas, algunas incluso las había heredado de mis abuelos, pero su número era mucho más escaso y carecía de valor, pues desde niña siempre me había dejado jugar con ellas.
—Quarters ―dijo mirando atentamente su colección.
—¿Cómo dices? ―pregunté frunciendo el ceño.
—La moneda que falta ahí es conocida como quarters. Es una moneda de veinticinco centavos producida en mil novecientos setenta. Por un error de impresión, hicieron muy pocas unidades, de ahí su enorme valor.
—No entiendo de monedas ―le aclaré.
Edgar desvió el rostro para encontrarse conmigo y mostrarme su sombría expresión.
―No me sorprende ―sentenció―. Lo que intento decirte con esto es que siempre intento tener lo mejor, lo exclusivo, y no me detengo hasta conseguirlo. Tarde lo que tarde o cueste lo que cueste, ¿entiendes?
Descolgué ligeramente la mandíbula.
"¿Se estaba quedando conmigo?"
—¿Podrías ser más claro, por favor? ―le pedí.
—¿Todavía no lo entiendes? ―Me miró con su expresivo ojo azul, tan lleno de vida, de fuerza, que me dejó helada al instante, o tal vez fuera el tono brusco de su voz―. Coches de alta gama, la mejor casa de Escocia, propiedades similares en otros países, ropa de altas firmas, joyas exclusivas... ―Señaló abiertamente a su alrededor―. No iba a ser menos con mi esposa.
—¿Qué? ―pregunté, desconcertada.
—No sé de qué te extrañas ―confirmó, mirándome atentamente―. Digamos que tengo buen ojo para los negocios y el arte; cuando te vi, supe que solo una chica como tú podría convertirse en mi esposa y completar mi colección.
Le miré horrorizada.
—¿A qué te refieres? No sé... ¿qué...?
Me costaba digerir todo lo que me decía.
—¿Cuánto hace que no te miras en un espejo, Diana? Pese a que te empeñes en ocultarlo, eres preciosa. Única diría yo ―matizó con seguridad―. Todo en ti, tus ojos, tus rasgos, tu forma de moverte, tu cuerpo... ―Me ruboricé al instante por sus palabras―. Me fascina la simetría de tu rostro, la ausencia de marcas, tu suave piel, la originalidad de tus ojos tan distintos y cálidos... Solo hay belleza en ti, no hizo falta maquillaje o ropa elegante para que me diera cuenta de eso. Todos los complementos adornan un cuerpo, pero tú tienes la base, esa base es la que despertó mi deseo por hacerte mía. Si te soy sincero he tenido varias oportunidades de casarme, pese a mi aspecto muchas mujeres se han acercado a mí, algunas con intereses más profundos que otras, pero jamás sentí que estuvieran a la altura. Eran bellas, sí, pero no eran únicas, no tenían esa mezcla exótica, dulce y amarga a la vez, esa elegancia innata... Eso no se adquiere con clases o práctica, con esa distinción se nace, y tú para mí eres la chica más perfecta de cuantas he visto.
Parpadeé aturdida.
—¿Me estás diciendo que lo único que te impulsó a casarte conmigo fue mi aspecto?
Edgar hizo una mueca, como si no entendiera a qué venía esa pregunta.
—¿Y qué otra cosa podía ser? ¿Tu inmadurez, terquedad, falta de modales, tu verborrea inquietante repleta de palabrotas?
Su sinceridad fue un mazazo en pleno corazón, me sentía como si no fuera más que una más de sus estúpidas monedas, una simple propiedad...
—¿Crees que soy como una de tus adquisiciones que puedes poseer hasta que te canses y la vendas o reemplaces por otra mejor?
Frunció el ceño.
—No digas sandeces, Diana, no eres un maldito cuadro. Eres una obra de arte, sí, pero sé que no eres un simple objeto, en realidad eres mucho más que eso para mí, por eso me he casado.
Le miré desconcertada, no entendía absolutamente nada de lo que estaba diciendo, le escuchaba, pero sus palabras no solo me hacían daño, además herían profundamente mi ego.
—Y si no soy un simple objeto, ¿qué soy para ti?
Me encontré con su mirada perpleja, se extrañaba que no fuera capaz de captar la obviedad del asunto, y confieso que era realmente así, no sabía adónde quería llegar con todo eso.
—Algún día serás la madre de mis hijos, la que me dará descendencia.
—¿Queeeeé? ―palidecí.
—¡Dios! ¿No firmaste el maldito contrato? ¿No te explicaron bien lo que esperaba de nuestra relación, a lo que te comprometías? ―espetó indignado.
—Pero yo no... no... no sabía que... eso no es lo que yo...
—¡Espabila de una vez! ―gritó con rabia―. Me aseguré de que el notario te explicara todos los puntos, uno por uno.
—Pero yo no escuché que... ―Las lágrimas me impidieron continuar.
No podía creer que estuviera tan distraída el día que decidí vender mi vida al hombre insensible y frío que había frente a mí, ¿tan ausente estaba como para no escuchar las cláusulas que mencionaba?
Edgar negó con la cabeza, decepcionado.
—Realmente no sé qué esperabas, ¿qué creías que iba a ser esto sino un negocio ventajoso para ambos?
Me enjugué las lágrimas y le miré desolada.
—Lo que no esperaba era que tuviera que renunciar a todo con ese contrato, a ser feliz, a encontrar el amor...
—Puedes ser feliz conmigo, es más, yo quiero que lo seas. Estás en esta casa, puedes hacer lo que quieras, gasta todo el dinero que te venga en gana, cómprate cosas que te hagan sentir bien... Aquí estarás siempre protegida, no dejaré que te pase absolutamente nada, cuidaré de ti siempre. Respecto al amor... ―Hizo una breve pausa antes de continuar―. Es un sentimiento idealizado y sobrevalorado, algo pasajero de lo que se puede prescindir. Con el tiempo dejarás de darle importancia.
Mis ojos volvieron a llenarse de lágrimas, lamentando el camino que había escogido.
—Pero yo nunca me he enamorado, nunca he sentido... ―Me toqué el pecho sintiendo nostalgia por un sentimiento que jamás experimentaría.
Edgar negó con la cabeza, parecía apenado por mi actitud, tal vez vio que era más niña de lo que esperaba, y eso le conmovió.
—Si algo me ha enseñado la vida es que no se puede tener todo, tal vez la única renuncia que tengas que hacer tú, sea esa. Ojalá fuera distinto, pero no es así. Ambos sabemos que jamás nos enamoraremos, del mismo modo que jamás seré tu caballero de reluciente armadura. Podría regalarte flores, bombones, joyas... pero sabrías que no surgen de forma natural en mí, que carecen de significado.
Le miré una vez más, sintiéndome cada vez más pequeña. Empezaba a entender qué hacía ahí y cuál sería mi papel en todo ese asunto, pero al mismo tiempo, tenía que hacer una última pregunta para acabar de enterrarme en mi dolor.
—¿Por qué el contrato especifica que deberemos estar unidos durante veinticinco años?
—Durante un mínimo de veinticinco años ―puntualizó.
—¿Por qué? ―insistí.
—Es el tiempo que he calculado antes de que...―Detuvo su discurso de inmediato y lo corrigió al instante―. Si algún día tenemos descendencia no querría que mis hijos se criaran sin su madre, así que puse un plazo aproximado, en el que, si decidías acabar con todo y dejarnos, ellos no fueran demasiado pequeños y...
—Dios mío ―dije con pesar, recriminándole con la mirada―, eres realmente retorcido, Edgar.
—Soy precavido, no me gusta dejar cabos sueltos en mis acuerdos.
Apreté la mandíbula inmensamente dolida. Me acerqué decidida a él, sin intimidarme por su altura, su cuerpo en forma o sus duras facciones. Le miré a la cara fijamente, analizando todo lo que acababa de decirme y de pronto, brotó de mí una rabia infinita. Sin miramientos alcé el brazo y le crucé la cara con toda la fuerza de la que fui capaz. Edgar se quedó descolocado por mi ataque, cubrió su mejilla con la mano sin apartar su ojo de mí.
—Eres un monstruo despreciable ―sentencié antes de dejarlo solo en el sótano.
Volví a mi habitación sin despedirme de nadie y me metí en la cama para ahogar mi llanto contra la almohada. No sé en qué pensaba cuándo dije sí a todo aquello, supongo que me sentí sobrepasada por cuanto me estaba pasando y esa fue la única válvula de escape que encontré, aunque mi idea no fue, ni mucho menos, la de convertirme en mártir.
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