En tierra extraña

Aterricé en el aeropuerto de Edimburgo entrada la noche. Caminé por los amplios pasillos hasta desembocar en una gran sala delimitada por barandillas de acero, donde se encontraban los familiares de los pasajeros esperando. Miré a mi alrededor, sabía que un hombre tan precavido no era capaz de dejarme a la deriva en un país desconocido. Por un momento me puse nerviosa; ¿habrá venido él a buscarme?, ¿le conoceré al fin? Mi corazón palpitaba a un ritmo frenético mientras miraba todos y cada uno de los rostros desconocidos de las personas que me rodeaban, entonces vi a un hombre en la lejanía, exhibiendo un letrero con mi nombre pulcramente escrito. En cuanto le enfoqué, sonrió como si ya me conociera, entonces ya no tuve dudas. Caminé despacio hacia él, empujando el carro con mi equipaje al mismo tiempo que estudiaba sus rasgos, y para mi sorpresa, Emma tenía razón y Edgar era pelirrojo, alto, fornido y con la piel bañada por diminutas pecas anaranjadas producto del sol. No podía decir nada más acerca de él, estaba tan nerviosa que a duras penas me atrevía a alzar la vista del suelo. Cuando estuvimos lo bastante cerca, le dediqué una sonrisa fugaz y me afané en saludarle.

—Hola, Edgar ―dije acercándome para darle dos rápidos besos en las mejillas.

—No, señora ―dijo en un forzado acento español, apartándose de mí con nerviosismo al mismo tiempo―, no soy Edgar, soy su chófer, Philip. ―Seguidamente, me tendió la mano con prisa.

—Ah. ―Me quedé descolocada un rato, pero se la estreché―. ¿Y por qué no ha venido él a recogerme?

—El señor Walter debe atender sus negocios, pero no se preocupe, toda la casa espera su llegada y está ansiosa por darle la bienvenida.

—¿Y cuándo se supone que voy a tener el enorme honor de conocer al señor Walter? ―proseguí con ironía.

—No lo sé, no estoy al tanto de las intenciones del señor.

Acompañé a Philip hacia el coche, un imponente Mercedes negro con los cristales tintados. Esperé a que me abriera la puerta con caballerosidad y subí a lo bruto, después de todo, no estaba hecha a ese tipo de cursilerías.

—Y dime, Philip, ¿conoces en persona al señor Walter? ―tanteé, intentando conseguir información.

—Por supuesto.

—Y, ¿cómo es?

—Ah, pues... es un hombre comprensivo, señora. Para que usted se sintiera más cómoda exigió que todo el servicio tuviera nociones de español.

—¿Edgar también habla mi idioma?

—Sí, claro. ―Rio como si lo que acababa de preguntar fuese una estupidez.

—Bien, aunque también me gustaría practicar mi descuidado inglés...

—Eso no es problema, señora. ―Me sonrió a través del espejo retrovisor.

—Llámame Diana, por favor Philip, me hace sentir vieja eso de señora, y ni se te ocurra tratarme de usted. Ya tengo que soportar demasiados cambios y tantos formalismos empeoran mi situación.

—Está bien, Diana ―asintió exhibiendo una resplandeciente sonrisa.

Sonreí. Enseguida supe que Philip y yo nos llevaríamos bien, había bondad en sus ojos.

—Y bueno, dime ―continué, yendo directamente al asunto que quería tratar―, ¿qué más puedes decirme de Edgar? ¿Cómo es físicamente?

—Oh, pues... el señor se cuida mucho y hace deporte.

"Bueno, algo es algo".

—Bien, ¿qué más?

—No sé qué más quieres oír...

—Pues, ¿cómo es su cara, de qué color tiene los ojos...? Más detalles de su persona.

—Pues verás... ―Se mordió el labio―. No sabría decirte...

—¿Y eso?

—Nunca deja que nadie se le acerque lo suficiente, así que...

"¡¿Cómo?! ¿Se trataba de una broma?"

—¿Me estás diciendo que ni siquiera tú, que trabajas para él, puedes decirme cómo es físicamente?

—Me temo que no soy muy observador... ―Hizo un gesto de disculpa con el rostro.

Arqueé las cejas con incredulidad.

"¡Vaya por Dios!, teoría del príncipe escocés jodidamente guapo descartada".

Suspiré y recosté la cabeza contra la ventanilla, al parecer nadie podía decirme gran cosa acerca de él y eso ya empezaba a mosquearme de verdad.

Me dormí de camino a casa de Edgar, y cuando Philip me despertó anunciándome que habíamos llegado, me di cuenta de que el coche ya estaba estacionado. Habíamos entrado en lo que parecía ser una finca enorme, rodeada de verdes praderas y jardines exquisitamente cuidados. El coche se había detenido frente a una casa de piedra, no podía ver toda su totalidad pese al alumbrado eléctrico, pero sí podía decir que era exageradamente grande. En la fachada rústica y sobria destacaban los grandes ventanales que la rodeaban, lo que me daba a entender que durante el día debía entrar mucha luz en su interior. Parecía el típico palacio escocés que había sido reformado poniendo especial cuidado en conservar la esencia clásica original y combinarla con los materiales más innovadores.

Con darle un rápido vistazo supe que eso era demasiado para mí. Solo había visto construcciones de ese tipo en las revistas de decoración o en reportajes acerca de las casas de los famosos; en el mundo real no había estado cerca de algo así en toda mi vida.

Philip me abrió la puerta y me ayudó con el equipaje, advirtió mi gesto fascinado y no se atrevió a interrumpir, permaneció a mi lado hasta que decidí emprender la marcha hacia la puerta con cautela. Me sentía intimidada, todo ese escenario podría ser el típico de un cuento de hadas, sin embargo, a mí me parecía más propio de una película de terror. Los sólidos muros de piedra, el porche de madera tratada y los gruesos cristales no dejaban de ser como una cárcel de lujo, sería imposible sentirme cómoda y acogida en un lugar así.

Abrió la puerta y una mujer menuda corrió sonriente a mi encuentro.

—Es María, el ama de llaves ―susurró Philip con prudencia.

—Ah... ―fue lo único que pude articular.

—¡Qué ganas tenía de conocerte al fin! ―exclamó, envolviéndome con un fuerte abrazo, a juzgar por su aspecto y su forma de hablar, era tan española como yo―. Procuraré que te sientas a gusto aquí, cualquier cosa que necesites, a cualquier hora, estaré encantada de proporcionártelo.

—Genial... ―musité por lo bajo.

—Hace años que trabajo para Edgar ―me sorprendió que se dirigiera a su jefe con tanta familiaridad, señal de que entre ellos había cierta confianza―, yo era amiga de su madre, ¿sabes? Pero de eso hace muchos años; su madre, que en paz descanse, también era española, del sur.

Por lo visto, María era de esa clase de mujeres a las que les gustaba hablar sin cesar y a mí no había otra cosa que me cansara más, pero dadas las circunstancias, tal vez fuese bueno tener alguien así a mi lado, seguramente podría resolver muchas de mis inquietudes.

—Me parece muy bien, pero... ―Miré distraída a mi alrededor; dentro, la casa seguía siendo tan impresionante como por fuera. Abrumadora, para ser exactos, pero ahora otro pensamiento acaparaba toda mi atención―. En fin, ¿puedo conocer ya al señor Walter?

—Oh, mi niña... eso no es posible ―dijo la mujer cabizbaja. Seguidamente se pasó la mano por su melena castaña acomodándose el pelo detrás de la oreja―. Él no podrá atenderte hoy, es tarde y...

Me detuve en seco.

—¿Por qué, es que no está en la casa?

—Bueno, s-sí-sí está ―tartamudeó―, pero ya sabes cómo son los hombres como él, siempre tan ocupados... ―Se encogió de hombros―. Ya habrá tiempo para eso, ¿no crees? Ahora estarás cansada después de un viaje tan largo y...

—¡De eso nada! ―Me cuadré enfadada cruzando los brazos sobre el pecho y negándome a dar un paso más―. O se digna a recibirme ahora o no me moveré de aquí.

—Pero es que...

—Lo siento, María. No es nada personal, agradezco tu amabilidad y todo eso, pero necesito verle ahora y no se hable más. He esperado mucho para este momento y no creo que pueda posponerlo más; cuanto antes le conozca mejor, ¿no crees?

María ladeó ligeramente el rostro y me contempló con ternura. Su mirada afable me envolvió de un reconfortante calor. No hicieron falta más palabras, ella también estudió mis ojos y vio en ellos que estaba al límite de mi paciencia, esta locura ya había durado bastante y no podía estar más tiempo bajo el mismo techo que un hombre al que no conocía.

—Está bien, espera aquí ―dijo con familiaridad―. Veré lo que puedo hacer.

Asentí con un firme movimiento de cabeza y exhalé un largo suspiro. No solía imponer mi voluntad, así como así, y mucho menos a desconocidos, pero estaba en pleno derecho de conocer a la persona con la que me había casado. Empezaba a intuir que algún problema debía haber; no era normal que pusiera tantos obstáculos para conocernos, así que estaba decidida a acabar con esa incógnita.

—Bien, tengo buenas noticias ―dijo María, caminando apresurada hacia mí―, Edgar ha accedido a verte y te espera en su despacho, así que si me acompañas...

—Claro. ―Sonreí―. Me alegro de que lo hayas conseguido.

Se giró en mi dirección devolviéndome la sonrisa.

—Después de todo pienso como tú, ya que vas a alojarte aquí como mínimo deberías conocerle.

Seguí a esa mujer menuda, de cara entrañable, por toda la casa. Era incapaz de retener el camino por el que pasábamos, parecía estar en el corazón de un laberinto, pero ya habría tiempo para familiarizarme con la casa, estaba convencida de que al final la conocería como la palma de mi mano.

Descendimos por unas escaleras que parecían formar parte de un sótano, y en ese momento contuve el aliento; aunque podía parecer valiente, me daba miedo ese lugar y, sobre todo, la persona con la que me encontraría aquella noche.

—Ya casi estamos ―me tranquilizó María.

Cuando las escaleras se acabaron, desembocamos en una enorme sala abierta y luminosa. Seguramente tenía tantos metros como toda la casa, pero lo más impresionante eran las vitrinas acristaladas repletas de antigüedades. Todo estaba exquisitamente expuesto e iluminado con luz cálida. Parecía estar dentro de un museo y esa sensación logró reconfortarme, aunque prácticamente no tuve tiempo de admirar todas las bellezas que había a mí alrededor, pues nos habíamos cuadrado frente a la última puerta de la estancia y supe que se trataba de su despacho.

María llamó tímidamente a la puerta, pese a que permanecía entreabierta.

—Adelante ―escuché desde su interior.

El corazón me iba a mil por ahora, por fin iba a poner cara a mi desconocido, sentía un miedo alojado en el fondo del estómago que me impedía avanzar. De repente vi que la luz de la habitación disminuía notablemente, convirtiéndose en apenas una penumbra.

—Pasa, niña ―me animó María, transmitiéndome valor.

Di los últimos pasos y me adentré en el oscuro despacho sin ventanas y sin más iluminación que la artificial. Al igual que todo lo demás, parecía enorme, pero mirara donde mirara no logré distinguir a nadie.

—Puedes irte, María ―ordenó una voz masculina―, gracias.

Me afané en mirar en la dirección de la que provenía la voz, parecía joven, suave y templada.

María se ausentó y entonces el hombre que había hablado se puso en pie, descubriendo su posición. La luz tenue del escritorio le alumbraba discretamente hasta mitad del pecho, su rostro se encontraba en las sombras, lo cual me obligó a enfocar la mirada intentando inútilmente vislumbrar sus facciones.

Edgar era un hombre alto, de constitución normal, vestía con unos vaqueros y una camisa blanca remangada hasta los codos, sus manos estaban medio enfundadas en los bolsillos de los pantalones y mantenía una postura relajada. De su cuerpo, no logré ver nada más.

—Bueno, pues... ―emití una mueca nerviosa y me encogí de hombros―. Aquí estoy ―constaté, estirando los brazos.

—Ya lo veo ―reconoció y me pareció intuir una leve sonrisa en su voz―, ¿has tenido un buen vuelo?

—¡Ya lo creo! ―reconocí con más ímpetu de la habitual a causa de los nervios―. Nunca había viajado en primera clase. ¿Sabías que ofrecen hasta servicio de manicura? Es de locos... ―Me mordí la lengua para evitar decir más tonterías.

Me pareció escuchar otra fugaz sonrisa, pero no estaba segura, necesitaba verle y saludarle como es debido, después de todo, estaba casada con él.

Me aproximé dos pasos en su dirección, pero él desenfundó una mano del bolsillo para impedir que continuara.

—Quédate ahí por favor, ahí estás bien.

Sus palabras me paralizaron.

—Pero..., ¿por qué estás tan lejos? ―pregunté con ingenuidad.

—Ya habrá tiempo para conocernos mejor, ahora no es un buen momento.

Sus palabras hicieron que mi rostro se tornara pálido como la cal, y es que no podía negar que seguía teniendo mucho miedo, y más de un hombre tan desconfiado como para no darse a conocer.

—Bien ―continuó después de un largo silencio―, ahora debo hablarte de esta casa ―dijo, señalando a su alrededor con la mano que había utilizado para detenerme―, eres libre de ir a donde quieras, hay gimnasio, jacuzzi, piscina climatizada, biblioteca y sala recreativa, supongo que María te pondrá al tanto de las instalaciones como es debido. Desde hoy la casa es tuya, así que puedes hacer y deshacer lo que quieras. Si algo no te gusta puedes cambiarlo, lo principal es que te sientas cómoda. También hay un establo, hectáreas de terreno y jardines donde puedes disfrutar del aire libre. ―Tragué saliva y seguí escuchándole con incredulidad―. Pero este sótano es mi espacio. Es exclusivamente mío. Aquí trabajo, atiendo negocios y realizo mis hobbies. ―Señaló hacia atrás con la mano para que reparara en un caballete con un lienzo en blanco, tras este, decenas de cuadros pintados y amontonados que no podía distinguir desde la posición en la que me encontraba―. Así que te agradecería que no bajaras aquí, y menos sin anunciarte previamente. No me gustan las sorpresas ni que intenten invadir mi espacio personal, ¿ha quedado claro?

Me obligué a coger aire, ya que inconscientemente llevaba un tiempo aguantando la respiración.

—Es decir ―intervine ordenando mis pensamientos―, yo dispongo de toda la casa y tú únicamente de esto. ―Señalé con la mano el sótano. ¿Es eso?

Esta vez sí escuché con nitidez su risa.

—Diana. ―Era la primera vez que decía mi nombre y un escalofrío recorrió mi espalda―. Obviamente yo no estoy dentro de estas cuatro paredes las veinticuatro horas del día. Mi dormitorio está en la planta superior y me gusta disfrutar de mis lujos, únicamente digo que esta área de la casa en particular es solo mía y no debes entrar a menos que sea estrictamente necesario.

—Vaya ―dije cruzándome de brazos, un tanto molesta―, ¿hay alguna restricción más, señor Walter? ―pregunté sarcástica.

—Mmmm... En realidad, no. ―No sabría decir si sus últimas palabras encerraban cierto recochineo o no―. ¿Alguna pregunta más?

No podía creer que existiera tanta insensibilidad alojada en un cuerpo humano. Apenas acababa de llegar y él no solo se negaba a recibirme como es debido, además, me imponía las normas y restricciones que tenía en la casa.

Chasqueé la lengua con fastidio, conmocionada por el giro inesperado que había dado nuestro primer encuentro. Cuando conseguí recomponerme y salir de mi estupor le contesté:

—Ya que lo dices, sí, tengo unos cuantos cientos de miles de preguntas.

—Pues será mejor que no las hagas todas de una vez ―contestó, risueño―, tenemos veinticinco años por delante y hay que racionarlas.

Al recordar el contrato que firmamos se esfumó todo atisbo sarcástico de mi rostro. No me podía creer que alguien en su sano juicio recurriera a ese tipo de acuerdos con una persona a la que no conocía. Había muchos misterios y mi mente no daba tregua, sentía la imperiosa necesidad de formular todas las preguntas que me inquietaban de una vez, aunque me obligué a serenarme y encontrar una vía de conversación más segura.

—¿Qué pasa con mi familia? ―pregunté con voz temblorosa.

—He cumplido con mi parte del trato. Mira ahí ―dijo señalando la mesa de su despacho. Me dirigí hacia ella con cautela y reparé en unos sobres cerrados de color blanco―. Ahí están los recibos de los pagos efectuados. La casa vuelve a estar a nombre de tu padre y tu hermano no deberá preocuparse por las deudas, están saldadas en su totalidad. Además, te gustará saber que he contratado al doctor Víctor Moliner, es el mejor fisioterapeuta de España y se ocupará de la rehabilitación de tu hermano personalmente. Al parecer ha hecho un pronóstico favorable de su caso, aunque le queda un largo camino por delante para recobrar la movilidad de las piernas.

—Vaya... ―Parpadeé aturdida―. No sé qué decir... gracias. ―Estaba al borde del llanto, recordar a mi familia me había puesto sensible de repente―. ¿Podré verlos alguna vez? ―pregunté, con los ojos anegados en lágrimas.

—No pondré objeción alguna siempre que sea algo justificado y planificado con tiempo. Pero ahora acabas de llegar ―me recordó, sereno―, y deberías centrarte en otras cosas, como en familiarizarte con tu nuevo hogar.

—Sí, claro... ―Tragué saliva. Aparte del fino nexo de unión con mi familia, no había nada más que esa persona y yo tuviéramos en común.

—Una última cosa ―intervino, obligándome a alzar el rostro de nuevo. Esperaba que se disculpara por haberse comportado como un auténtico capullo, por haberme cohibido con sus restricciones, o tal vez que pusiera un motivo a su poca transparencia, era lo mínimo que podía hacer por intentar reconfortarme—. Como ves, aún no tienes anillo de casada ―miré tímidamente mis manos―, no quería regalarte uno sin saber cuáles eran tus gustos o preferencias, así que cuando quieras, ve al centro y compra el que más te guste. No te preocupes por el precio, estaré encantado de pagarlo sea el que sea.

Mi mandíbula se descolgó por la incredulidad, ¿cómo diablos podía ser tan insensible con algo tan delicado? Debía tratarse de una broma de mal gusto, pero me quedé cortada, desubicada por su falta de tacto y no supe cómo reaccionar.

—De acuerdo ―contesté en un susurro sin salir de mi asombro.

—Ahora, si no hay nada más, deberías ir a descansar ―zanjó de repente―. Has hecho un viaje muy largo.

Y de esa forma dio por concluida nuestra primera charla, parecía que quería deshacerse de mí cuanto antes.

Asentí con la cabeza y di media vuelta para dejarle a solas. No quise añadir nada más, ahora tenía cosas nuevas en las que pensar, nada se había resuelto en ese sinsentido.

En cuanto salí de la zona privada de Edgar, encontré a María esperándome en el vestíbulo. Nada más verme aparecer se aproximó a mí y no dudó en retirar el pelo de mi cara en un gesto maternal.

—¿Cómo ha ido? ―preguntó con prudencia y esa pregunta, justo en ese momento de debilidad, me hizo desatar un llanto descontrolado.

No pude articular palabra. Sus manos me acunaron intentando tranquilizarme, pero nada de lo que hacía me ofrecía consuelo. No fui capaz de aguantar toda la tensión acumulada y me dejé ir de la peor manera posible. Poco a poco María fue acompañándome a mi habitación y me ayudó a desvestirme para meterme en la cama entre palabras de consuelo. No hablamos de lo que había ocurrido, ni siquiera me atreví a mirar el nuevo espacio que me rodeaba, solo podía llorar, y así lo hice hasta acabar vencida por el más profundo de los sueños.




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