Digiriendo los cambios
Por primera vez desde que llegué a Escocia, me despertó la brillante luz de un día soleado. Me levanté de un salto y corrí hacia la ventana; comprobé con asombro que casi no había nubes en el cielo, y las pocas que había apenas eran pequeños jirones algodonosos de color blanco que posiblemente no trajeran lluvia alguna. Abrí la ventana y aspiré el aire, relativamente seco. Casi hacía calor y apenas soplaba el viento. Por mis venas corría la adrenalina, parecía que estaba en casa de nuevo.
Bajé al comedor con mi viejo pijama de algodón. Tenía un hambre canina, ya que el día anterior no había comido ni cenado.
—¡Buenos días, María! ―exclamé con energía tras su espalda.
Ella dio un bote, producto de la sorpresa, y se giró rápidamente para mirarme.
—¡Vaya! Veo que te has levantado de mejor humor, además has madrugado.
Escuchar eso bloqueó mi euforia, casi había olvidado que después de lo acontecido la noche anterior debería estar enfadada, dolida y con ganas de emprenderla con cualquiera que se me pusiera a tiro, pero después de ser testigo del increíble día que hacía ahí fuera, sentí que las penas eran tan solo un mero recuerdo.
—¿Qué hay para desayunar? ―pregunté, sentándome sobre la silla frente a la mesa.
—¿Dulce o salado? ―Me dedicó una resplandeciente sonrisa.
—Dulce.
—En ese caso me acaban de traer un surtido de pastelería que aún debe estar caliente. ¿No prefieres ir a cambiarte mientras te preparo el desayuno?
Eché un vistazo a mi pijama desgastado y me encogí de hombros.
—Sinceramente, María, tengo más hambre que ganas de vestirme.
Me dedicó una sonrisa de oreja a oreja y se dirigió rauda a la cocina.
Esperé impaciente a que apareciera mientras contemplaba el revoloteo de las motas de polvo en los chorros de luz que se filtraban por la ventana trasera.
Unos pasos aproximándose por mi espalda me hicieron desconectar y girarme para reparar en el responsable de perturbar mi paz. En cuanto le vi, mis ojos le siguieron desde la lejanía, era incapaz de dejar de mirarle.
—María, esta tarde vendrán los jardineros a eso de las cuatro y media, he dejado instrucciones precisas para la decoración del paseo y... ―Edgar detuvo su discurso en cuanto alzó el rostro de los papeles que ojeaba y advirtió mi presencia, claramente no contaba con encontrarme ahí tan temprano―. Lo siento ―se disculpó y bajó la mirada.
María apareció sosteniendo la bandeja con el desayuno.
—He preparado el café como te gusta y unas pastas.
—Bien ―respondió serio―, bájalo a mi despacho, por favor.
—¿Es que no vas a desayunar aquí, como siempre? ―preguntó desconcertada.
—No, prefiero tomarlo abajo ―repitió.
Le miré extrañada. ¿Era su manera de respetar mi espacio o se debía a que no sabía cómo abordar la situación de vernos cara a cara de nuevo después del desencuentro de ayer?
—No hace falta que te vayas ―intervine poniéndome en pie―, puedo irme yo.
—No, por favor, quédate ―respondió con rapidez.
Me mordí el labio inferior, observarle me resultaba morboso, no me había acostumbrado a su rostro desfigurado y sabía que mi inquisitiva mirada le molestaba, pero era superior a mis fuerzas disimular mi descaro.
—¿Y si desayunáis juntos? ―sugirió María, esperanzada. Era obvio que se preocupaba mucho por el bienestar de Edgar, pero también me había cogido cariño a mí y no deseaba otra cosa más que los dos pudiésemos llevar una convivencia normal dentro de esa casa.
Me senté de nuevo sobre la silla, esperando a que él ocupara la que estaba a mi lado. Por un momento pareció dudar, era como si en ese instante, su seguridad y fortaleza hubiesen flaqueado un poco y no supiera cómo actuar. Apuesto que al ser un hombre que tenía todo firmemente controlado, una situación inesperada como esa le había dejado desconcertado y sin capacidad de reacción. Por alguna razón, sentí que su inseguridad me daba ventaja y eso hizo que me sintiera poderosa.
A continuación, Edgar dobló los papeles que estaba ojeando y avanzó con firmeza hacia la silla vacía. Prácticamente no apartó su mirada de mí mientras se sentaba y acomodaba a la mesa con elegancia.
María sonrió y se apresuró a servirnos el café para dejarnos a solas.
La cara de Edgar seguía siendo desconcertante, aunque ya no me resultaba tan repulsiva. Sin embargo, no podía decir lo mismo de sus ojos, el azul velado de su ojo izquierdo me daba escalofríos con solo mirarlo.
—¿Cómo te encuentras? ―preguntó relajándose en su asiento.
Después de haber accedido a desayunar conmigo volvía a dominar la situación, y resurgió el hombre decidido y fuerte que me había transmitido ser los días anteriores. Tampoco parecía molesto porque no le quitara ojo, y porque no pudiera dejar de mirar las profundas cicatrices de su rostro que, con esa luz, se veían aún más marcadas.
—Mejor que ayer. ―Esbocé una frágil sonrisa y desvié la mirada para coger uno de los cruasanes que había sobre la bandeja.
—Me alegro.
Asentí y pellizqué un trozo de cruasán con los dedos para llevármelo a la boca. Edgar se limitó a coger su café y recolocarse el nudo de la corbata con la mano que le quedaba libre antes de dar un pequeño sorbo a su taza.
—¿Qué tienes planeado hacer hoy?
Era obvio que intentaba entablar conversación conmigo, pero yo permanecí tensa, en cierto modo intimidada por su proximidad.
—No lo sé, pero con el día que hace me gustaría salir, aprovechar el sol.
Edgar asintió con la cabeza.
—Philip está a tu disposición. ―Tuve que hacer serios esfuerzos para no resoplar―. Por cierto, deberías vestirte para desayunar, a veces hay operarios o personas trabajando en la casa y no conviene que descuides tu imagen.
Mi boca se abrió por la incredulidad, ¿estaba de broma?
No. Efectivamente no lo estaba.
—Pues verás, agradezco la sugerencia, pero me da igual quién haya en la casa, mi manera de vestir es cosa mía.
Sus labios se curvaron en una sonrisa contenida y alzó la mirada para encontrarse conmigo.
—No es una sugerencia, Diana, es una orden.
Apreté los puños por debajo de la mesa para controlar la rabia.
—Edgar, a ver si te lo expongo de forma más clara, para que lo entiendas ―dije con chulería―: haré lo que me dé la real gana. ―Le dediqué una forzada sonrisa.
Recibí por eso una mirada penetrante, después torció el gesto y dio otro sorbo a su café humeante.
—Eso ya lo veremos.
—¿Me estás retando? ―quise saber.
—¿Lo haces tú? ―prosiguió desafiante.
—No ―negué convencida―, solo digo lo que voy a hacer, te guste o no.
—Bien, entonces yo haré lo que crea conveniente, te guste o no.
Me quedé con la boca abierta, era el hombre más inflexible que había conocido jamás y sus manías y meticulosidad empezaban a rozar lo patológico.
—Resulta que lo que has puesto en mi armario no es de mi agrado y pienso volver a mi ropa habitual.
—Parece que olvidas que ahora perteneces a otra clase social y debes vestir como tal.
Me crucé de brazos y arqueé las cejas, daban ganas de darle una bofetada cada vez que abría la maldita boca. "¡¿Cómo diablos podía ser tan arrogante?!"
—Y tú parece que olvidas que a mí eso me da igual y prefiero ir desnuda a ponerme la ropa de estirada que hay en mi armario.
—Ah, ¿sí? ―Sonrió con traviesa maldad―. ¿Hasta ese punto llegarías?
Me acerqué a él omitiendo su burla que aún relampagueaba en sus ojos claros, coloqué los brazos cruzados sobre la mesa y le miré con gran intensidad sin mostrar miedo.
—No me conoces si piensas que vas a poder hacer conmigo lo mismo que haces con todo el mundo. Veo cómo la gente te teme, cómo hacen todo lo que quieres sin rechistar, pero resulta que a mí eso me da igual y no pienso ceder porque tengas un capricho.
—En primer lugar, la gente no me teme, me respeta. Y en segundo lugar no se trata de un capricho, se trata de que ahora eres la señora de esta casa y espero de ti que te comportes como tal. Por desgracia disponemos de poco tiempo para intentar... ―Hizo un gesto con la mano, intentando encontrar una palabra que me definiera―. Feminizarte un poco. Mañana es un día importante y espero de ti que estés a la altura.
—¿Mañana? ―Ese detalle desvió mi atención―. ¿Qué pasa mañana? ―pregunté desconcertada, omitiendo todo lo anterior.
—No quería que fuese tan pronto, pero tengo una agenda imposible este mes y dado que ya nos conocemos, no veo por qué debería atrasarlo.
—¿El qué? ―inquirí impaciente.
—Mañana haremos tu presentación oficial, vendrán unos amigos a conocer a mi esposa.
—¿Cómo dices? ―No era capaz de salir de mi asombro, ¿hablaba en serio?
Así era. Edgar únicamente hablaba en serio.
—No será mucha gente, solo la imprescindible. Todos saben que me he casado y una de las funciones de mi esposa es acompañarme a los actos sociales a partir de ahora, así que antes debería presentarte a mi círculo privado.
—No me lo puedo creer...
Reí, sarcástica.
—¿Qué pasa? ―preguntó con el ceño fruncido, como si no fuera capaz de entender mi reacción.
—Yo no... no quiero conocer a nadie, no puedes obligarme a...
—Diana, no te estoy obligando a nada. Tú misma accediste cuando te convertiste en mi esposa, no sé qué esperabas, la verdad, pero mi idea no es, ni mucho menos, la de dejarte encerrada en casa, escondida al mundo.
—Oh, no, tu idea es la de exhibirme como a un caniche de exposición ―afirmé, entrecerrando los ojos.
Edgar sonrió de medio lado, giró su rostro ofreciéndome su perfil sano, esa mitad que casi parecía haber sido esculpida por un ángel, y luego volvió a mirarme fijamente. El contraste entre ambas mitades de su rostro fue tan brusco que resultaba imposible no mostrar ninguna reacción.
—No te voy a quitar la razón en eso. Tu belleza es algo que hay que potenciar y mostrar, así que puedes apostar a que mañana te exhibiré orgulloso. Esta tarde, a las seis, tienes cita con la modista, así que procura que tu paseo no dure todo el día, el vestido ya está confeccionado, pero debe ajustarlo a tu cuerpo para que esté listo para mañana.
Y sin decir nada más, se levantó de la silla con elegancia, sosteniendo aún la taza en la mano y se dirigió con paso firme hacia la salida.
No sabría explicar el cúmulo de sentimientos que invadían mi cuerpo en ese momento. Tenía ganas de descargar contra alguien, de vengarme, de decir "aquí estoy yo y nadie va a manejarme como a un muñeco", pero al mismo tiempo yo había sido la única culpable de firmar mi sentencia de muerte, claro que no por ello iba a ponérselo fácil. Puede que Edgar fuese un hombre autoritario acostumbrado a mandar, pero yo no tenía nada que perder, seguiría las reglas del acuerdo a mi manera y esperaría a que él se cansara de mí, tal vez entonces podría regresar a mi verdadero hogar, con los míos, y todo esto no sería más que un recuerdo aislado de una pesadilla vivida tiempo atrás. Tal vez sí disponía de las herramientas necesarias para desquiciar a un hombre como él, y podía apostar a que ese sería mi principal objetivo a partir de ahora.
Mi paseo fue corto. En lugar de ir al centro de la ciudad decidí merodear por la finca, caminar por los espesos y frondosos parajes que rodeaban la mansión. Los árboles habían enredado sus ramas creando arcos, cúpulas inmensas que a duras penas dejaban que el sol se filtrara por el dosel de ramas. Pero a esas alturas ya había descubierto que el sol no parecía mostrarse interesado en iluminar Escocia, tan solo era un mero espejismo, pues el breve amago que había presenciado a primera hora de la mañana, se había disipado y ahora las nubes volvían a cubrir con su color grisáceo todo el paisaje. El mal tiempo, la envolvente humedad, la lluvia... hacían que mi ánimo se adormilara cada día que pasaba, y mi desbordante alegría, esa que solía tener en España, ya casi no estaba presente en el día a día.
Jamás imaginé que un lugar pudiera deprimir tanto con sus colores, con su escasa luz... La imagen idílica de paisajes inmensos que me dejó perpleja los primeros días, se había ensombrecido, ya que me encontraba limitada, desprotegida, extraña en un lugar que no era el mío. Tal vez sería más feliz si alguien se hubiese molestado en enseñarme a valorar algo tan hermoso, en hacerme ver su lado positivo, el valor de los bosques, la vida de sus ciudades... si una sola persona me hubiera llevado de la mano los primeros días, todo habría sido diferente.
El viento soplaba con fuerza haciendo crujir ramas y hojas. Me abracé con fuerza para intentar vencer la sensación de frío que había provocado la humedad, calándose hasta los huesos. Aquí todo era de color verde acuoso, incluso el terreno que pisaba parecía una alfombra de musgo verde, resbaladiza y traicionera que amenazaba con hacerme caer.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top