Capítulo 19

Dominic y yo nos sentamos sobre la arena seca a contemplar el atardecer por los próximos diez minutos. Brillante, anaranjado, tranquilo... y difuso. Solo podíamos ver manchas de una misma gama de color y una luz incandescente a la distancia. Aun así, el momento era totalmente disfrutable.

Y no por el paisaje que ninguno de los dos apreciaba claramente, sino por el espacio y el tiempo que compartíamos juntos. Un momento que no pensé experimentar pronto ni en ningún otro momento de mi vida.

Al principio me cohibí, abrazando mis rodillas, mirando con nerviosismo hacia adelante. Mantuvimos pocos centímetros de distancia uno del otro, pero él, con su poca vergüenza a todo, me rodeó con el brazo por la espalda y me pegó sutilmente a su cuerpo.

Ambos temblábamos, pero cada vez menos. Era una confianza mutua que tenía que ganarse con el tiempo. Mi corazón recuperó calma a los pocos minutos y mis mejillas adquirieron su nuevo y característico color frambuesa. Al final, una vez que me sentí completamente en confianza, recargué mi cabeza sobre su brazo y hombro.

Por en medio nos tomábamos de las manos con fuerza, con su rosa entre mis dedos. Y ahí fue cuando recordé mi primer día en la habitación del hotel, cuando me asomé por el balcón y vi una hermosa pareja apreciando lo mismo que nosotros en ese momento. En lo cursis que se veían, en la envidia que me producía. Y ahora yo me estaba llevando la mejor parte sin pedirla siquiera.

Como siempre me dijo Solange, mi madre y quién sabe cuántas páginas motivadoras de internet; las cosas llegan cuando menos piensas en ellas.

—El tiempo ha cambiado tanto, Ai... —mencionó cuando el sol estaba en su punto más anaranjado—. En los 90 regalabas un cassette con las canciones de la radio que más te recordaban a esa persona importante. En los 00 quemabas CD repletas de música pirata. Hoy hacemos listas en Spotify y las compartimos por un link.

Incliné la cabeza un poco, juntando las cejas para analizar sus palabras. Aunque los cassettes, CD y listas de Spotify fueran muy diferentes entre sí, tenían un elemento importantísimo en común: La música. Y no solo eso; conservaban el mismo valor sentimental.

La música siempre será un método importante para decir lo que sientes. Dominic lo tenía más claro que nadie y me lo quería demostrar.

—¿A qué viene eso? —comenté yo, con voz apaciguada.

Él nos separó ligeramente para ponerse la mochila en las piernas. La abrió de inmediato, riéndose de que no era necesario que me cubriera los ojos porque igual estaría ciega durante un buen rato.

—Hice una lista de Spotify para ti. —dijo con auténtica alegría. Sacó su celular y los AirPods—. Sé que no es un CD o un cassette, pero si quieres uno, también puedo regalártelo.

Tomé uno de los AirPods de sus manos y me lo puse en la oreja correspondiente, tímida. Sus dulces palabras me dieron un retortijón al estómago que apenas pude contener. Sonreí a medias todo el tiempo, ansiosa por indagar en la lista de reproducción y descubrir cuáles eran las canciones que tenían valor para él.

Me tendió su celular con más confianza de la que esperaba. En mis manos tenía un arma letal, capaz de destruir a Dominic con toda la información que almacenaba. Fotos íntimas, información personal, comentarios fuertes, contactos importantes. ¿Qué solía guardar un hombre en el teléfono?

Al mirar la pantalla, noté que el Spotify ya estaba abierto en la lista especial, así que no pude fisgonear sin permiso en el resto de sus aplicaciones.

La foto de portada era la puerta de mi habitación de hotel. El nombre: Amor. La primera canción: Layla de Eric Clapton. Lo único que escuché de ella había salido de los labios de Dom esa vez que me susurró unos versos antes de nuestro primer beso.

Iba a reproducirla en ese mismo instante, cuando su pantalla se puso en negro y el celular murió frente a nuestros ojos sin previo aviso. Nos quedamos como estatuas durante dos segundos, comprendiendo lo que sucedió. Él maldijo en voz alta, peinándose el largo cabello rojo hacia atrás.

—Olvidé cargar la puta batería. —Se le notaba la frustración y la misma densa actitud que el primer día que nos vimos.

Le dio un golpe a la arena con enfado. Segundos después sus expresiones pasaron de enojo a decepción y tristeza. En mis adentros la emoción también tuvo que verse interrumpida, pero no me frustró lo suficiente como a él, que quería mostrarme algo que consideraba lindo e importante. Le palmeé la espalda, conteniendo una risa y diciéndole que no se preocupara.

—Mejor volvamos. —Había perdido la cuenta de cuántas veces había sugerido lo mismo—. Yo no traje mi celular. No podremos ver la hora ni atender emergencias.

—Esta debió ser tu peor cita, Ai —Dominic escondió el rostro entre sus rodillas, negando con la cabeza—. He estropeado cada cosa que tenía planeada.

El cielo se tornó de un azul un poco más grisáceo y oscuro, dándole fin al atardecer y la bienvenida a la noche. Todavía revoloteaban las gaviotas y se sentía calor en el aire, aunque mucho menos.

Me puse de pie para ayudarle a levantarse. Insistí en que este fue un momento especial. No mentía, realmente me había gustado pasar este tiempo con Dominic. Vomitó de nervios, perdí mis gafas y sandalias en el mar, vimos manchas naranjas en el cielo y su celular murió cuando iba a mostrarme algo importante... Nadie tenía peor suerte que nosotros, pero se había convertido en una primera cita verdaderamente inolvidable.

No fue ni de cerca como mis insignificantes salidas con aquel sujeto, donde solo me pedía hablar en una cafetería por treinta minutos antes de llevarme a su casa. A veces ni siquiera parábamos en la cafetería.

Dom y yo volvimos al hotel, agarrados de las manos después de que recuperó parte de su dignidad. En el transcurso se dedicó a tararear una melodía desconocida para acompañar nuestro silencio.

Me guio por el mismo camino que utilizamos para escapar. Subimos por las escaleras metálicas hasta el tercer piso y empujamos la puerta de emergencia que él dejó entrecerrada. Nada en el edificio cambió durante nuestra ausencia. Seguía callado, frío por el aire acondicionado, y solitario.

Revisamos piso a piso que nadie estuviera cerca, riéndonos en voz baja. Los nervios fueron menores que durante nuestro escape, eso seguro. Siempre era mejor pedir perdón que permiso. O al menos esa era la frase que Dominic aplicaba sin pena ni gloria a su diario vivir y que me estaba enseñando.

Antes de adentrarnos en el pasillo que nos correspondía, nos quedamos en el descanso de las escaleras, jadeando por el cansancio de subir cuatro pisos estando mal de salud. Dom se recargó contra la pared, sin soltar mi mano. Me atrajo hacia sí, sonriendo para disimular el agotamiento.

Me sujetó con ambos brazos por la espalda y me alzó de manera sorpresiva para que pudiera ponerme a su altura. Sujeté sus hombros con los brazos tensos, igual que los gatos cuando los levantan sin previo aviso. Nos vimos fijamente a los ojos, con los rostros enrojecidos pero felices.

—Entonces... —Su sonrisa incrementó—. ¿Qué quieres hacer ahora?

Nuestros cuerpos tan cerca y nuestras respiraciones agitadas me produjeron varias ideas incómodas pero tentadoras. Incliné un poco la cabeza, pasé los dedos por su cuello y cabello, curvando ligeramente los labios y entrecerrando los ojos. Decidí que no respondería con palabras, sino con acciones.

Se había enjuagado la boca con agua de mar quién sabe cuántas veces, así que no me incomodó en lo absoluto besarlo ahí mismo.

Fuimos apasionados sin ningún tipo de temor durante los primeros treinta segundos. Una de sus manos me acarició la espalda y la otra la mejilla, provocando en mis adentros un ardor indescriptible que no planeaba desaparecer pronto. El calor incrementó poco a poco, volviendo casi imposible la probabilidad de separarnos.

Sin embargo, y después de que sentí que mis labios palpitaban de la hinchazón, nos interrumpí ligeramente. Como siempre, Dominic apenas fue capaz de contener su lío interior. Disimulaba tranquilidad, aunque en sus facciones y el tono de su rostro probaran todo lo contrario. Nos sonreímos un instante, con los corazones y respiraciones agitadas.

Nos comunicamos con la mirada, intuyendo así qué era lo que realmente queríamos hacer. Yo ya lo sabía muy en mis adentros, pero a él todavía parecían invadirlo las dudas. Con su timidez y la forma en la que evadía contactos cada vez más íntimos, entendía que por alguna razón esto pudiera representarle una decisión difícil.

Dom me devolvió a la firmeza del suelo. Soltó un corto suspiro antes de tomarme de la mano y guiarme con prisa por el pasillo hasta su habitación. Sacó la llave de uno de sus bolsillos —esta vez no la olvidó—, abrió la puerta y me metió con él.

Encerrados en la oscuridad, continuamos haciendo lo mismo que en las escaleras de emergencia. Dominic volvió a abrazarme para poder besarnos más de cerca y yo correspondí a sus intenciones de inmediato. Cerré los ojos, abracé su cuello, sujeté entre los dedos sus alargados mechones rojos.

Nos condujo hasta su cama destendida. Quitó las sábanas con una de las manos y se sentó en el colchón, recargando la espalda contra la cabecera. Yo permanecí encima de él, tan sujeta como una sanguijuela.

En la habitación solo fueron perceptibles nuestros jadeos y el chasquido de nuestros labios. El calor en el ambiente estaba en su punto, nuestro único obstáculo pasó a ser la ropa sobre nuestros cuerpos. Con las piernas desnudas sentía las bermudas de Dominic por debajo de mí. Con la mano que comenzaba a deslizarse por su pecho percibí el aumento de temperatura.

Dominic elevó el brazo tras mi espalda para buscar con desespero la cremallera de mi vestido. La bajó sin cuidado en cuanto la halló, provocando en mi cuerpo un par de nerviosos temblores. Mi espalda se descubrió en un parpadeo. Su mano tibia la acarició con gentileza, causándome cosquilleos.

Apreté los párpados, liberé parte del aire contenido. Dom no estaba siendo nada tímido para esta situación. O al menos todavía no porque no me había dignado a quitarle la ropa. Con eso en mente, solté su cuello por completo y metí ambas manos por debajo para acariciar su torso y levantarle la camiseta. Ahí fue cuando realmente reaccionó con vergüenza.

Interrumpió nuestro beso eterno para quitársela, aunque evadió mis ojos. No podíamos ver con mucha claridad a causa de la ceguera y la noche, pero los grandes trazos negros sobre su piel fueron inevitables de notar. Grandes, firmes, intimidantes. Tragó saliva, soltó una risa muy breve.

Elevé los brazos y los recargué en la cabecera, acorralándolo. Se sobresaltó y encogió. Esta vez intenté mirarlo fijamente para que nuestras decisiones fueran igual de firmes.

—¿Traes condones? —pregunté en voz baja.

Ni siquiera fue capaz de responder con palabras, solo negó ligeramente con la cabeza, sin despegar sus ojos de mí.

—Hagámoslo así —murmuró, con la voz muy temblorosa.

Tomé la parte delantera de mi vestido y lo pegué a mi pecho para que ya no se cayera. Solté un pesado suspiro, me quité de encima para sentarme en el otro extremo de la cama. Incluso encendí la pequeña lámpara de noche. Él me observó con confusión, queriendo entender por qué nos habíamos separado. No era algo que necesitara pensarse mucho, así que tuve una pequeña decepción interior.

—Ai, por favor... —rogó, inclinándose en mi dirección.

—No, Dominic. —Negué con confianza—. No quiero enfermedades ni un Covid Alexander Kean.

Aunque un niño era realmente lo menos grave de la lista. Una enfermedad incurable me resultaba todavía peor, una verdadera pesadilla. Pero si Dominic padeciera algo así, habría muerto por imprudente. Y si no lo mataba aquella enfermedad sexual incurable, lo haría el COVID como consecuencia de ello, así que concluí que quizás no tenía enfermedades de ese tipo.

Pero eso no eliminaba la posibilidad de que tuviera otra cosa.

—Tenemos menos de dos días de relación y ya le has puesto nombre a nuestro hijo —Silbó al aire, arqueando las cejas y los labios.

Si pudiera alcanzarlo desde mi lugar alejado en la cama, le habría asestado una patada en la pierna para que se callara. Lo único que me quedó por hacer fue retomar el tema de la protección, aunque con la vergüenza de por medio.

—Llama a la recepción y pregunta si tienen condones —Jugueteé un poco con los dedos, aunque le mirara con seriedad.

Puso más de una excusa para no hacerlo. Que esto no era un motel, que seguramente no vendían, que nos acusarían con los doctores, que no estaba enfermo de nada, que se burlarían de él. Y eso último parecía ser su miedo más grande. ¿Por qué se hacía de tantas historias innecesarias? Esperaba que me lo dijera, pero ni siquiera él encontró una explicación que no tuviera que ver con la pena y el miedo.

Sin soltar la parte delantera de mi vestido, me levanté de la cama y fui al teléfono de la habitación, que estaba justo al lado de él. Lo alcé y se lo tendí, queriendo que con esto tuviera el atrevimiento de preguntar.

—Lo peor es que te digan que no, y ya está —Traté de restarle toda la importancia que Dom le daba a esta llamada—. Lo dejamos para otro día.

Pero era obvio que ninguno de los dos quería esperar más. Con eso en mente, se atrevió a marcar a la recepción. Ambos esperamos con paciencia a que contestaran, él viendo hacia el piso y yo hacia su excesivamente temblorosa mano. Se alzó en su asiento en cuanto contestaron.

—Quería pre-preguntar si —tartamudeaba y agitaba con desespero una de sus piernas— t-ti-tienen c-c-c...

Con ese tono de voz y aquella forma tan curiosa de hablar, era obvio que le provocaría risa a más de una persona. Estaba tan rojo y nervioso, que pensé que vomitaría de nuevo, por eso me precipité a arrebatarle el teléfono de las manos para contestar en su lugar. Yo también me sentí nerviosa en el momento, pero nada que una profunda respiración no pudiera calmar.

—En un momento los llevamos a su habitación. —comentó la recepcionista con la mayor de las tranquilidades antes de colgar.

Nos quedamos quietos y callados durante unos cuantos segundos, viendo en todas direcciones. Ahora solo teníamos que esperar. ¿Y después qué? Nunca tuve que interrumpir algo como esto.

Me senté al lado de él, con una mano apoyada sobre el muslo y la otra en el vestido. Dom buscó su mochila para poner a cargar su celular. Prendió el televisor también para que hiciera ruido de fondo. Fue un momento incómodo, donde ni siquiera la cabeza me daba para pensar demasiado.

Paseé la vista por la habitación antes de detenerme en él y sus tatuajes. Yo no tenía ni uno solo, así que tuve que imaginarme el dolor de hacerse algo así en la piel. Alcé la mano y comencé a tocarle suavemente uno de los brazos, donde tenía la A de anarquía. Él se sobresaltó al principio.

—¿Te harás más tatuajes? —pregunté, sin apartar los ojos de su cuerpo.

Asintió, con una media sonrisa. Quería llenarse ambos brazos y el torso de tinta. También añadir más diseños a sus piernas, aunque no supiera con qué. Tenía deseos de tatuarse el cuello, pero había visto a William sufrir con el suyo, así que seguía meditándolo.

Le pasé los dedos por las alas gigantescas del águila en su pecho, inclinándome hacia adelante para apreciarlo mejor. De verdad que era un tatuaje enorme y rudo para una persona como Dom. No encajaba con su personalidad, pero sí con su apariencia.

Al final fijé la vista en la serpiente tatuada en su pierna, esa que seguía sin poder ver por completo a causa de sus bermudas.

—Este no lo he visto completo. —mencioné con curiosidad, señalándolo.

Dom se lo cubrió como si no quisiera que lo viera, después dijo que no tenía nada de especial. No obstante, su reacción me indicó que esa serpiente representaba para él todo lo contrario. A no ser que en realidad fuera un tatuaje muy estúpido que se hizo ebrio o por una apuesta que perdió. Días atrás me dio un significado serio, así que pudo haber mentido.

Nos interrumpieron con dos toques a la puerta. Ambos respingamos en nuestro asiento y miramos hacia enfrente con rapidez. Pude sentir cómo todo el calor se me subió de golpe y el corazón se me agitó, descontrolado.

Empujé a Dominic para que abriera la puerta una vez que pasaron los veinte segundos reglamentados. Él caminó con dudas hasta la entrada, abrió y se agachó hasta el suelo para tomar la caja de condones que nos trajeron.

Cerró la puerta, se aproximó hasta mí con una sonrisa tensa y forzada, agitando un poco la caja. Yo me levanté para apagar la lámpara de la habitación, aunque la TV se quedara encendida. El cuarto estaba iluminado a medias, pero la oscuridad continuó dominando, así que me pareció suficiente.

Abrió la caja, sacó un condón de su envoltorio y me dio la espalda para ponérselo. Íbamos a vernos desnudos de todas formas, no entendí por qué tanta vergüenza.

—Dom, ¿estás seguro de esto? —Rompí con el silencio. Miraba en otra dirección para que no se sintiera incómodo.

Parecía tener muchas dudas de acostarse conmigo. Y si no eran dudas, eran nervios excesivos. Sin importar lo que fuera, no lucía tan seguro como el único otro chico con el que me acosté en el pasado. Necesitábamos hablarlo antes de que pudiera surgir algún tipo de arrepentimiento.

—Realmente quiero hacerlo, Ai —Se giró ligeramente en mi dirección, ya sin las bermudas—. Es solo que... no me siento cómodo conmigo mismo.

Dominic a simple vista tenía un cuerpo grande, aunque ordinario. No se mataba por el físico perfecto ni se preocupaba por tenerlo en el futuro. A él le gustaba hacer música, cantar y los escenarios por encima de ser atractivo.

Al principio creí que sus preocupaciones se basaban en eso, en que se sentía gordo o insuficiente. Pero después de que lo observé como mejor pude por encima de mi ceguera, me di cuenta de que su vergüenza tenía otra inclinación.

Primero vi su tatuaje de serpiente completo por primera vez. No era tonto ni gracioso como lo llegué a suponer. Más bien, era un parche para las decenas de cicatrices de cortadas que tenía en la parte alta de los muslos. 



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