Capítulo 18

Sabía que era muy mala idea escaparnos del hotel. Y no solo una mala idea, sino también un acto muy irresponsable. Tuve que detener a Dominic en mitad del pasillo, rehusándome a avanzar. Sujeté su muñeca, que sostenía mi mano, para pedirle con el gesto que me soltara.

—¿Te volviste loco? —murmuré, temiendo que alguien más pudiera escucharnos por las cámaras—. No podemos irnos.

—Ai, no va a pasar nada —advirtió con seguridad—. Solo iremos a la playa frente al edificio. Podemos regresar rápido, nadie se dará cuenta de que nos fuimos.

Dominic confesó que a veces, en esas madrugadas cuando no podía dormir, iba a la playa a relajarse y escribir canciones. Él mismo descubrió —en una de sus exploraciones nocturnas por aburrimiento— un camino muy sencillo para salir del hotel sin que nadie lo viera.

—Las cámaras están apagadas. —Señaló con el índice hacia ambos extremos del pasillo—. Lo sé porque no tienen encendida una luz roja.

Además, ya hubiera sido severamente reprendido por salir casi a diario del aislamiento o usar la piscina de madrugada. No parecía muy orgulloso de sus actos rebeldes, pero era honesto al decir que no se arrepentía, pues gracias a eso pudo escribir varias canciones que estaba ansioso por sacar. Entre ellas la canción que escribió pensando en mí.

—Admito que nunca he salido de día, pero necesito hacerlo al menos una vez. —Él ya no me sostenía de la mano. Solo me pedía con la mirada que lo siguiera—. Y también quiero ver un atardecer en la playa contigo.

—Dom... —respondí a sus excusas con rapidez, pero también con dudas—, podemos verlo desde mi balcón.

Negó ligeramente con la cabeza, nada convencido.

—Prometo que no te arrepentirás de venir conmigo. —dijo como última opción.

No añadió psicología inversa o victimismo para hacerme cambiar de opinión. Solo me pidió confianza para hacer juntos algo que estaba terriblemente mal, pero que tenía formas discretas de realizarse. Nadie iba a atraparnos en las próximas horas, pues todavía faltaba mucho para la revisión del doctor Zhang y la cena.

—Dom, podrían echarnos de aquí. —Ese fue uno de mis principales miedos en caso de que nos atraparan.

Sujetó mis hombros con suavidad, observándome fijamente, sonriendo a medias.

—Tú ya estás prácticamente curada —murmuró, seguro de sus palabras—. Yo te devuelvo a casa hoy mismo si nos echan. Deja que me haga cargo de las consecuencias, pero ven, por favor.

Me quedé en silencio, encogida de hombros, evadiendo cualquier contacto visual. Pensé con prisa en una respuesta. No perdería nada si accedía a acompañarlo. O volvía a mi casa ese mismo día, o volvía la semana entrante. Pero volvería y eso era lo que más importaba.

—Solo quince minutos, Dominic. —condicioné entre dientes.

Su sonrisa se amplió de oreja a oreja. Corrió a abrazarme y sacudirme como agradecimiento. Yo no fui capaz de sentir la misma felicidad que él. Más bien, me avergonzaba de mi actitud tan voluble y de lo fácil que era convencerme incluso para hacer el mal. Al menos la vida me lo cobraba con algún tipo de sufrimiento. ¿Cuál sería el de esta vez?

—Trataré de que sean los mejores quince minutos —dijo cerca de mi oído, confiado.

Un atardecer se disfrutaba con poco más de veinte minutos. Además, todavía era temprano para que el sol comenzara a ocultarse. Tendríamos que permanecer en la playa por al menos una hora si queríamos verlo de principio a fin, pero yo no podía dejar que nos atraparan.

—Aun así, es muy poco tiempo... —Le respondí con desmotivación.

—Te sorprendería lo que puedo hacer en menos de tres —bromeó en un murmullo.

Puse ambas manos sobre su pecho y lo empujé para separarnos de inmediato. Esta vez quien se rio de mi reacción fue él. Los humos se me subieron pronto a la cara en cuanto creí entender su chiste, aunque para Dominic también fue vergonzoso decirlo. Estaba rojo y apenado, pero lo disimulaba riendo y pasándose la mano por el rostro.

Antes de que pudiera parar con su risa, aprovechó mi distracción —o más bien aturdimiento— para tomarme de la mano y jalarme con él hasta las escaleras de emergencia al final del pasillo. No me opuse ni dije nada, pero la emoción de nuestra corta aventura jamás me abandonó.

Nos detuvimos en el descanso solo por unos segundos. Pidió en voz baja que lo siguiera con cuidado en todo momento y que vigilara su espalda por si veía a alguien cerca. Las piernas y brazos me temblaban, el corazón no dejaba de latirme a prisa por ansiedad. Me llevé la mano desocupada al pecho, esperando hallar calma.

Yo sabía que lo que hacíamos estaba terriblemente mal. Era un acto muy rebelde e irresponsable. ¿Y si veíamos a alguien en la playa y lo contagiábamos? ¿Y si a Dominic le daba uno de esos raros ataques respiratorios? No podría ayudarlo. Recé en mis adentros para que estos quince minutos no fueran letales para ninguno de los dos.

Bajamos las escaleras con prisa y cuidado. Paramos en cada piso para verificar que no hubiera nadie en los pasillos, que de por sí ya se percibían solitarios. Dom me avisó que no bajaríamos hasta la primera planta, sino a la tercera y que saldríamos por otra puerta de emergencia que tenía escaleras hacia la calle.

La primera parte de su plan salió a la perfección. Dominic empujó la gran puerta de emergencia con el cuerpo y esta cedió de inmediato, sin activar ningún tipo de alarma como pensé que ocurriría. Una cálida ráfaga de viento nos recibió a los dos, muy diferente a las que llegaban en la azotea.

Por la hora ya no hacía tanto calor ni el sol nos derretía la piel. Dom sujetó mi mano con más fuerza, después se giró solo un segundo para mirarme a los ojos y sonreírme. Mi vestido rojo se agitó ligeramente, mi cabello también. Él trató de brindarme confianza hasta el último momento.

Dejamos emparejada la puerta y salimos juntos hasta unas estrechas escaleras laterales y metálicas. Ambos nos sujetamos del barandal para evitar un tropiezo mortal, descendiendo los últimos tres pisos hasta llegar a la calle.

Mis pies sintiendo el concreto por primera vez en días y mis ojos vislumbrando una ciudad desierta, me brindaron una extraña e intranquila sensación. Todos los autos se veían casi abandonados, los locales yacían cerrados y no había ni una sola alma caminando por la acera.

Casi dos semanas atrás esta playa rebozaba de vida. Ver que en el presente ocurría todo lo contrario me entristeció profundamente. Yo no acostumbraba a salir de casa porque quizás en el subconsciente estaba contenta de que millones lo hicieran por mí. Ahora que era mi turno de salir, me sentía mal y culpable.

Sin embargo, no tenía el derecho de estropear los planes de Dom, no después de que yo misma decidiera llegar lejos con mis malas decisiones. Tuve que callar mis inquietudes y seguir adelante para disfrutar de lo que no debía, olvidándome de todo lo malo.

Los dos caminamos por un estrecho pasillo que separaba a un hotel de otro. En los largos escalones de concreto había mucha arena arrastrada por el viento y por los que en algún momento disfrutaron de la playa y regresaron de ella.

Una vez que abandonamos los muros un minuto después, una infinidad de arena dorada y un mar gigantesco se extendieron frente a nosotros. Giré la cabeza en todas direcciones mientras nos aproximábamos a la orilla, pero no se cruzó ni una sola silueta a la distancia que pudiera verse afectada por nosotros.

—¡Soy el nuevo dueño del mundo! —exclamó Dominic, extendiendo los brazos por lo alto.

Dom corrió los últimos metros que quedaban para que el mar abrazara sus pies. Se quitó las sandalias y permaneció de pie dentro del agua durante un minuto, observando hacia el horizonte. Yo me quedé atrás, temerosa de acompañarlo. El mar era terrorífico, en especial para alguien que no sabía nadar.

Decidí sentarme cerca de la orilla, donde la arena estaba húmeda. Las olas no llegaban hasta mi sitio, así que era un buen lugar para refrescarse sin tener que tocar el agua. Elevé las rodillas y recargué ambos brazos en ellas. Observé a Dom jugueteando con sus piernas en el mar durante varios segundos.

No me molestó que ignorara mi presencia. Él disfrutaba mucho lo que hacía, igual que un niño. Se agachaba, tomaba agua con las manos y la lanzaba lejos con algunas cortas exclamaciones. Yo era más bien como la madre que cuida a su hijo de cerca pero no le interrumpe.

Al final, en una de sus tantas pataletas, me vio sentada y recordó a qué veníamos. Yo no había revisado el celular para comenzar a medir el tiempo, pues él me distrajo con sus juegos y su amplia sonrisa.

Se acercó hasta mí, con las sandalias en la mano y llenándose los pies de arena. Rápidamente, se sentó a mi lado, hombro con hombro. Miramos al frente sin decirnos nada, dejando que el viento nos enfriara y que el sol nos encandilara en los ojos. Todo el cielo se tornó anaranjado con el pasar de los minutos, de fondo se oía el canto desafinado de las gaviotas.

—Cuando vengo en las noches no me siento feliz —confesó, rompiendo el silencio—. Pero ahora es todo lo contrario. Siento que hasta voy a vomitar.

La voz y las piernas le temblaban. Se le notaba aún más nervioso que yo. Se descolgó la mochila del hombro y la dejó sobre sus piernas, abrazándola para refugiarse en ella.

—Si no te sientes bien, regresemos —dije, irguiéndome en mi sitio, examinándolo a detalle—. También podemos llamar a Zhang para que te revise.

Volteó los ojos, soltó un corto y pesado suspiro antes de exclamar que hablaba metafóricamente sobre su felicidad. Yo sonreí a medias, asintiendo levemente. Volví a mirar hacia el frente en silencio, deseando que la ansiedad de Dominic pudiera reducirse, pues parecía al borde de un ataque.

—¿Estás bien? —Me incliné un poco en su dirección después de notar que sus nervios no se redujeron.

—Sé que debí tomarme un calmante antes de venir, pero no importa —respondió, evadiendo la mirada y forzando una sonrisa—. Quería darte algo.

Junté las cejas, miré hacia la mochila. Dom estaba por recorrer la cremallera, pero se detuvo en cuanto notó lo mucho que prestaba atención a cada uno de sus movimientos.

—Es una sorpresa, Ai. —Se pegó la mochila al pecho, protegiéndola de mi curiosidad—. Cierra los ojos o quítate los lentes para que no veas hasta que te diga.

Le tiré un codazo lateral que lo doblegó por un instante.

—Eres un imbécil.

Fue un buen chiste, lo admitía en mis adentros, pero no quise dejar que se burlara más de mi astigmatismo y miopía, aunque lo padeciéramos los dos. Dominic solo se rio.

Obedecí a su petición para no arruinar la sorpresa. Cerré los ojos y esperé con el corazón en la garganta. Escuché de fondo el fuerte oleaje del océano, la cremallera de la mochila corriéndose y el viento fresco alrededor de nosotros. Tensé un poco los labios, recargué ambos puños en mis muslos para que no se me notaran tanto los nervios. Suspiré.

—Listo... —murmuró.

Abrí los párpados lentamente, pensando con prisa en cien regalos diferentes. Tenía que ser algo suyo, porque estábamos en mitad de una pandemia y no podíamos realizar compras de ningún tipo por internet o salir a las calles. ¿Una púa? ¿Una camiseta? ¿Una falda?

Cuando finalmente lo vi, el corazón regresó a su sitio para presionarme el pecho de una dolorosa y conmovedora manera. Mis ojos comenzaron a arder. Dominic sostenía entre sus dedos una flor verde, hecha con las hojas delgadas de una palma.

Enmudecí por completo. Mi cuerpo se tensó por la sorpresa y la conmoción. Nos quedamos en silencio durante dos eternos segundos. El aire me hizo falta y mis mejillas se enrojecieron hasta casi estallar.

Extendí los dedos ligeramente para tomarla. En mi cabeza solo estaban cientos de "gracias" que quería decirle sin parar. Sin embargo, de mi boca no salió ni una sola palabra porque él volvió a llamarme la atención. Su mano temblaba demasiado, como si estuviéramos a quién sabe cuántos grados bajo cero.

Algo anda mal... Junté las cejas, queriendo descubrir qué sucedía.

No pude tomar su obsequio como hubiese querido. Mis manos terminaron sobre la suya, esperando que con esto pudiera calmar sus temblores. La sujeté con un poco de fuerza antes de que pudiera decir otra cosa. Si bien estaba conmovida, también me preocupé por él; lo vio en mis ojos cuando nos miramos fijamente.

Dom reaccionó sorpresivamente con un poco de violencia. Quitó su mano rápidamente de las mías y me pegó la flor al pecho antes de soltarla y ponerse de pie.

—Espera un segundo... —Alzó el índice, sonrió a medias.

Antes de que pudiera decirle cualquier otra cosa, salió disparado hacia el mar.

Se metió hasta que el agua le llegó a las rodillas, se inclinó hacia adelante y comenzó a vomitar. Parecía que expulsaba una catarata de luz gracias al reflejo del mar y el sol. No sabía si reírme o preocuparme todavía más por lo que le sucedía.

Dejé mi cómoda posición en la arena y me acerqué hasta él lo más rápido que pude, sin soltar en ningún momento la flor que me regaló. Me quedé de pie en la orilla, llamándolo por su nombre y preguntando si estaba bien.

—Lo siento, Ai —Permaneció agachado en su lugar, cubriéndose la boca—. Me puse demasiado nervioso.

Le pedí que volviéramos y llamáramos al doctor. Pero él alegó que esto le pasaba más seguido de lo que creía. A veces antes de dar conciertos, entrevistas o ir a terapia. Tenía problemas para controlar los nervios aún por encima de los antidepresivos que tomaba.

Sujeté la falda del vestido con ambas manos y la alcé para meterme con él. Dejé las sandalias y las gafas a un lado, sobre la arena tibia. El mar estaba frío, pero que me llegara hasta los muslos me importó poco. Bastó con avanzar solo unos cuantos metros antes de alcanzarlo.

—Perdón por arruinar la sorpresa... —Se disculpó, con una clara vergüenza y tristeza en la cara—. Creo que tuve un ataque de pánico.

—No importa, Dom. —Intenté sostener la falda de mi vestido con una mano para que viera que no había soltado su obsequio—. Es una flor preciosa, ¿tú la hiciste?

Se incorporó en su lugar, todavía tiritando, pero un poco más confiado que escasos segundos atrás. Asintió con la cabeza, curvando ligeramente los labios.

—Encontré un tutorial de YouTube y quise intentarlo. —Sus ánimos fueron recuperando fuerza—. Estaba en otro idioma, así que al principio fue difícil.

Los dos soltamos una corta risa, tímidos.

—Gracias, Dominic. —Mi voz se quebró un poco. Tragué saliva para aligerar el nudo.

Nadie me regaló algo similar. De hecho, todos los regalos que recibí a lo largo de mi vida fueron pocos. La mayoría de Solange y mi madre. Dominic realmente se había tomado el tiempo de elaborar un obsequio a mano por y para mí. Se me escocieron los ojos, pues me sentí bastante feliz y no sabía cómo expresarlo.

—Me alegra que te haya gustado, Layla. —Y acto seguido, me rodeó con ambos brazos.

Recargué mi rostro en su pecho, acurrucándome, entrecerrando los ojos. No pude responderle de la misma forma porque la falda del vestido se empaparía con el mar. Fue a través de mi pequeño gesto que Dom supo que también quería estar cerca de su cuerpo. Recargó tiernamente su barbilla en mi cabeza.

—Te besaría, pero acabo de vomitar —Rompió con el silencio al más puro estilo de Dominic Kean.

Me reí para asfixiar mi disgusto. Acaricié su pecho con mi mejilla, aún con los ojos lagrimeando. No quise que se diera cuenta de que me sentía cohibida y emocional, así que no me alejé de sus brazos hasta que me sentí completamente tranquila.

—Volvamos al hotel —dije una vez que nos separamos—. Ya pasaron más de quince minutos.

Él no se opuso, así que sin más que pudiéramos hacer en la playa, caminamos de vuelta a la orilla. Fue amable al ofrecerse cargar la falda de mi vestido en lo que yo buscaba mis gafas y sandalias en la arena... pero no las encontré.

—Estoy segura de que dejé todo aquí. —Le señalé un espacio que ya estaba húmedo por las olas pasadas del mar.

Los dos comenzamos a buscar mis cosas sin éxito alguno. Era probable que una ola las arrastrara mientras estábamos dentro. Le pedí a Dom que volviéramos a meternos para ver si las encontrábamos todavía en la orilla, pues no había pasado mucho tiempo.

Agarré nuevamente la molesta falda del vestido y me metí, agachando la cabeza y agitando las piernas con cada paso. Dominic me ayudó después de que se enjuagó la boca con el agua de mar, quejándose también por su desagradable sabor. Al menos era mejor que el vómito.

Rebuscamos en el agua por diez minutos, pero ni mis lentes ni sandalias aparecieron. No me sorprendió, pues éramos un par de miopes buscando agujas en el pajar. Tuve que rendirme pronto porque no podíamos quedarnos más tiempo. La marea subía a cada minuto, no faltaba mucho para la visita de los doctores y el atardecer justo acababa de comenzar.

—Ai, ¿no quieres quedarte solo unos minutos más para ver el atardecer conmigo? —Se me acercó con ánimos, aunque yo no me sintiera completamente feliz.

Sabía que era mi culpa por ser tan descuidada, pero no podía abrumarme tanto por extraviar mis cosas. Bajamos juntos a la playa a pasar un buen rato y no quería que eso se estropeara, pues Dominic ya me contentaba bastante con sus ocurrencias, su carisma, su personalidad. A su lado no todo parecía tan terrible.

—No te preocupes por los lentes. —Me palmeó la espalda—. Yo tampoco traje los míos. Básicamente, veremos manchas naranjas juntos. 

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