13.los cien dias

El señor Noirtier resultó un profeta verí-
dico. Tal cual los auguró pasaron los suce- sos. Todo el mundo conoce lo de la vuelta de la isla de Elba, suceso extraño, milagroso,
que no tiene ejemplo en lo pasado ni tendrá imitadores en lo porvenir probablemente.
Luis XVIII no trató parar golpe tan duro sino con mucha parsimonia. Su desconfianza de los hombres le hacía desconfiar de los aconteci- mientos. El realismo, o mejor dicho, la monar- quía restaurada por él vaciló en sus cimientos mal afirmados aún; un solo gesto del empera- dor acabó de demoler el caduco edificio, mezcla heterogénea de preocupaciones y de nuevas ideas. Villefort no alcanzó de su rey sino aque- lla gratitud inútil a la sazón y hasta peligrosa, y aquella cruz de la Legión de Honor, que tuvo la prudencia de no enseñar a nadie, aunque el señor de Blacas le envió el diploma a vuelta de correo, cumpliendo la orden de Su Majestad.
Napoleón hubiera destituido a Villefort, de no protegerle Noirtier, que gozaba de mucha influencia en la corte de los Cien Días, tanto por

los peligros que había corrido, como por los servicios que había prestado. El girondino del 93, el senador de 1806, protegió pues a su pro- tector de la víspera; tal como se lo había prome- tido.
Durante la resurrección del imperio, resurrec- ción que hasta a los menos avisados se alcanza- ba poco duradera, se limitó Villefort a ahogar el terrible secreto que Dantés había estado en trance de divulgar.
El procurador del rey fue destituido de su cargo por sospechas de tibieza en sus opiniones bonapartistas. Sin embargo, restablecido ape- nas el imperio, es decir, apenas habitó Napo- león en las Tullerías que acababa de abandonar Luis XVIII, apenas lanzó sus numerosas y dife- rentes órdenes desde aquel gabinete que cono- cemos, donde encontró abierta aún y casi llena sobre la mesa de nogal la caja de tabaco del rey Luis XVIII, Marsella, a pesar del vigor de sus magistrados, empezó a dejar traslucir en su

seno las chispas de la guerra civil, nunca apa- gadas enteramente en el Mediodía. Muy poco faltó para que las represalias fuesen algo más que cencerradas a los realistas metidos en su concha, los cuales se vieron obligados a no po- der salir de su casa, porque en las calles los perseguían cruelmente si se dejaban ver.
Por un cambio natural, el naviero, que como dijimos pertenecía al partido del pueblo, llegó a ser en esta ocasión, si no muy poderoso, porque Morrel era prudente y algo tímido, como aquel que con su laborioso trabajo va amasando len- tamente una fortuna, por lo menos, alentado por los bonapartistas furibundos que criticaban su moderación, hallóse, repetimos, bastante fuerte para levantar la voz y hacer una recla- mación, que como ya se adivinará, fue en favor de Dantés.
Villefort continuaba siendo sustituto, a pesar de la caída del procurador: su boda, aunque resuelta, habíase aplazado para mejores tiem-

pos. Si el emperador se afianzaba en el trono, necesitaba Gerardo de otra alianza, que su pa- dre buscaría y ajustaría; pero como una se- gunda restauración devolviese Francia al rey Luis XVIII, crecería la influencia del marqués de Saint-Meran, y la suya propia, con lo que llegara a ser la proyectada unión más ventajosa que nunca.
El sustituto del procurador del rey era el pri- mer magistrado de Marsella, cuando una ma- ñana se abrió la puerta de su despacho y le anunciaron al señor Morrel.
Otro cualquiera se hubiera alarmado con el solo anuncio de semejante visita; pero el susti- tuto era un hombre superior, que tenía, si no la práctica, el instinto de todas las cosas. Hizo aguardar al señor Morrel en la antecámara, tal como había hecho en otro tiempo, y no porque estuviera ocupado con alguien, sino porque es costumbre que se haga antesala al sustituto del procurador del rey. Hasta después de un cuarto

de hora, pasado en leer tres o cuatro periódicos de diferentes colores políticos, no dio orden de que entrase el naviero, que esperaba encontrar a Villefort abatido, y le halló como seis semanas antes, firme, grave, y con esa ceremoniosa polí- tica que es la más alta de todas las barreras que separan al hombre vulgar del hombre encum- brado.
Había entrado en el despacho de Villefort convencido de que el magistrado iba a temblar a su vista, y como sucedió al revés, él fue quien se vio tembloroso y conmovido ante aquel per- sonaje interrogador, que le esperaba con el co- do apoyado en la mesa y la barba en la palma de la mano.
El señor Morrel se detuvo a la puerta. Miróle Villefort como si le costase trabajo reconocerle, y después de una larga pausa, durante la cual no hacía el digno naviero sino darle vueltas y más vueltas a su sombrero entre las manos, el sustituto dijo:

-Si no me engaño..., sois... el señor Morrel.
-Sí, señor; el mismo-respondió Morrel.
-Acercaos, pues -prosiguió el juez, haciéndole con la mano un signo protector-; acercaos y decidme a qué debo el honor de esta visita.
-¿No lo sospecháis, caballero? -le preguntó el señor Morrel.
-No, ni remotamente; aunque eso no impide que esté dispuesto a serviros en cuanto de mí dependa.
-Todo depende de vos -repuso el naviero.
-Explicaos, pues.
-Señor -prosiguió Morrel animándose a me- dida que iba hablando y conociendo así lo fuer- te de su posición, como la justicia de su causa-; señor, ya recordaréis que pocos días antes de saberse el desembarco de Su Majestad el empe- rador, vine a recomendar a vuestra indulgencia a un desdichado joven, segundo de mi barco, a

quien se acusaba, como seguramente recordar- éis, se acusaba de mantener relaciones en la isla de Elba. Aquellas relaciones, entonces crimina- les, son hoy títulos de favor. Entonces servíais a Luis XVIII y le castigasteis, caballero..., fue vuestro deber. Hoy servís a Napoleón, debéis protegerle, porque también es vuestro deber. Vengo a preguntaros qué ha sido de aquel jo- ven.
Villefort hizo un violento esfuerzo para decir:
-¿Cuál es su nombre? Tened la bondad de decírmelo.
-Edmundo Dantés.
De seguro Villefort hubiera preferido batirse en duelo a veinticinco pasos, que oír pronun- ciar este nombre así a boca de jarro; pero ni pestañeó.
«Con esto -dijo para sí-, nadie me podrá acu- sar de haber hecho una cuestión personal de la prisión de ese hombre.»

-¿Dantés? -repitió-: ¿Decís Edmundo Dantés?
-Sí, señor.
Abrió entonces Villefort un grueso libro que yacía en un cajón de su mesa, y después de hojearlo mil y mil veces, se volvió a decir al naviero, con el aire más natural del mundo:
-¿Estáis bien seguro de no engañaros?
Si Morrel hubiese sido un hombre más versa- do en estas materias, le chocara que el sustituto del procurador del rey se dignase responderle en cosas ajenas de todo en todo a su jurisdic- ción. Entonces se hubiera preguntado por qué no le hacía Villefort recurrir al registro general de cárceles, a los gobernadores de las prisiones, o al prefecto del departamento.
Pero Morrel, que había esperado encontrar a Villefort temeroso, creía hallarle condescen- diente. El sustituto lo había comprendido.

-No, caballero, no me equivoco -respondió Morrel-. Conozco hace diez años a ese joven, y hace cuatro que le tengo a mi servicio. Hace seis semanas, ¿no os acordáis?, vine a rogaros que fuerais con él clemente, así como hoy ven- go a rogaros que seáis justo. ¡Harto mal me recibisteis entonces, y aún me contestasteis pe- or; que los realistas entonces trataban a la ba- queta a los bonapartistas!
-¡Caballero! -respondió Villefort parando el golpe con su acostumbrada sangre fría-, yo era entonces realista porque creía ver en los Borbo- nes no solamente los herederos legítimos del trono, sino los electos del pueblo; pero las jor- nadas milagrosas de que hemos sido testigos pruébanme que me engañaba. El genio de Bo- naparte sale vencedor. El monarca legítimo es el monarca amado.
-Enhorabuena -exclamó Morrel con su natural franqueza-; me da gusto oíros hablar así, y ya pronostico buenas cosas al pobre Edmundo.

-Aguardad -repuso Villefort hojeando otro registro-: ya caigo..., ¿no es un marino que se iba a casar con una catalana? Sí..., sí..., ya re- cuerdo. Era un asunto muy grave.
-¿Cómo?
-¿No sabéis que desde mi casa se le llevó a las prisiones del Palacio de Justicia?
-Sí; ¿y bien?
-Di cuenta a París, enviando los papeles que le hallé..., ¿qué queréis? Mi deber lo exigía. Ocho días después de su prisión me arre- bataron al reo.
-¿Os lo arrebataron? -exclamó Morrel-; ¿y qué han hecho con él?
-¡Oh, tranquilizaos! Seguramente habrá sido transportado a Fenestrelles, a Pignerol o a las islas de Santa Margarita..., lo que se llama de- portación en lenguaje jurídico, y el día menos

pensado le veréis volver a tomar el mando de su buque.
-Que venga cuando quiera, le reservo su puesto. Pero ¿cómo no ha venido ya? Paréceme que el primer cuidado de la policía debió de ser poner en libertad a los presos de la justicia re- alista.
-Mi querido señor Morrel, ésa es una acusa- ción temeraria -respondió Villefort-. Para todo hay una fórmula legal. La orden de prisión vino de arriba y de arriba ha de venir la de ponerle en libertad.
Ahora bien, como apenas hace quince días de la vuelta de Napoleón, todavía no es tarde.
-Pero habrá algún medio de activar el asunto, ahora que nosotros mandamos, ¿verdad? Ten- go amigos y alguna influencia: puedo lograr que se eche tierra a la sentencia.
-No ha sido sentencia.

-Pues que le borren del registro general de cárceles.
-En materia de política tampoco hay registros. Muchas veces importa a los gobiernos que un hombre desaparezca sin dejar rastro alguno. Las anotaciones del registro general podrían servir de hilo conductor al que le buscara.
-Eso sucedería quizás en tiempo de los Bor- bones; pero ahora...
-En todos tiempos sucede lo mismo, mi que- rido señor Morrel. Los gobiernos se suceden unos a otros imitándose siempre. La máquina penitenciaria inventada por Luis XIV sigue hoy en uso, y es muy parecida a la Bastilla. El em- perador ha sido más severo al reglamentar sus prisiones que el gran rey mismo, y el número de los presos que no constan en el registro ge- neral de cárceles es incalculable.

Tanta benevolencia hubiese borrado hasta las sospechas más evidentes, que Morrel no tenía por otra parte.
-Pero, en fin, señor de Villefort -le dijo-, ¿qué os parece que haga para apresurar la vuelta del pobre Dantés?
-Una sola cosa: haced una solicitud al minis- tro de Justicia.
-¡Oh!, caballero, ya sabemos el destino de las solicitudes; el ministro recibe doscientas cada día y no lee cuatro.
-Sí -respondió Villefort-, pero leería una diri- gida por mi conducto, recomendada al margen por mí, y remitida directamente por mí.
-¿De modo que os encargaríais de que llegara a sus manos esa solicitud?
-Con mucho gusto. Dantés podía ser entonces culpable; pero ahora es inocente, y es mi deber

el devolverle la libertad, como entonces lo fue quitársela.
Villefort evitaba así una requisitoria, aunque poco probable, posible; requisitoria que sin remedio le perdería.
-¿Cómo se escribe al ministro?
-Sentaos ahí, señor Morrel -dijo Villefort le- vantándose y cediéndole su asiento-. Voy a dictaros.
-¿Tendríais tanta bondad?
-Desde luego. No perdamos tiempo, que ya hemos perdido demasiado.
-Sí, caballero. Pensemos en que el pobre mu- chacho aguarda, sufre y quizá se desespera.
Villefort tembló al recuerdo de aquel desgra- ciado que le maldeciría desde el fondo de su prisión; pero había ya avanzado mucho para retroceder. Dantés debía desaparecer ante su ambición.

-Dictad -dijo el naviero sentado en la silla de Villefort y con la pluma en la mano.
Villefort dictó entonces una instancia, en la que exageraba el patriotismo de Dantés, sus servicios a la causa bonapartista, y pintándole, en fin, como uno de los agentes más activos de la vuelta de Napoleón. Era evidente que a tal solicitud el ministro haría al punto justicia, si ya no la había hecho.
Terminada la solicitud, Villefort la volvió a leer en voz alta.
-Así está bien -dijo- Ahora confiad en mí. -¿Y partirá pronto esta solicitud, caballero? -Hoy mismo.
-¿Recomendada por vos?
-La mejor recomendación que yo podría po- nerle es certificar que es cierto cuanto decís en la solicitud.

Y sentándose a su vez, escribió Villefort al margen su certificado.
-Y ahora ¿qué hay que hacer, caballero? -le preguntó el armador.
-Esperar -repuso Villefort- yo me encargo de todo.
Esta seguridad volvió las esperanzas a Mo- rrel; de modo que cuando dejó al sustituto le había ganado enteramente. El naviero fue en seguida a anunciar al padre de Edmundo que no tardaría en volver a ver a su hijo.
En cuanto a Villefort, guardó cuidadosamente aquella solicitud que para salvar en lo presente a Dantés le comprometía tanto en lo futuro, caso de que sucediese una cosa que ya los suce- sos y el aspecto de Europa dejaban entrever: otra restauración.
Por lo tanto, Edmundo continuó en la cárcel. Aletargado en su calabozo no oyó el rumor espantoso de la caída del trono de Luis XVIII,

ni el más espantoso aún de la del trono del em- perador.
Sin embargo, el sustituto lo había observado todo con ojo avizor. Durante esta corta apari- ción imperial llamada los Cien Días, Morrel había vuelto a la carga insistiendo siempre por la libertad de Dantés; pero Villefort le había tranquilizado con promesas y esperanzas. AI fin llegó el día de Waterloo.
Morrel había hecho por su joven amigo cuan- to humanamente le había sido posible. Ensayar nuevos medios durante la segunda res- tauración hubiese sido comprometerse en vano.
Luis XVIII volvió a subir al trono. Villefort, para quien Marsella estaba llena de recuerdos que eran para él otros tantos remordimientos, solicitó y obtuvo la plaza de procurador del rey en Tolosa.

Quince días después de su instalación en esta ciudad se verificó su matrimonio con la señori- ta Renata de Saint-Meran, cuyo padre tenía más influencia que nunca.
Y con esto Dantés permaneció preso, así du- rante los Cien Días como después de Waterloo, y olvidado, si no de los hombres, de Dios a lo menos.
Danglars comprendió toda la extensión del golpe con que había perdido a Dantés, al ver volver a Francia a Napoleón. Su denuncia acertó por casualidad, y como aquellos hom- bres que tienen cierta aptitud para el crimen y un mediano arte de saber vivir, llamó a esta rara casualidad decreto de la Providencia.
Pero cuando Napoleón volvió a París, y al re- sonar su voz imperiosa y potente, Danglars tuvo miedo, ya que esperaba a cada instante ver aparecer a Dantés, a su víctima, enterado de todo, y amenazador y terrible en la venganza. Manifestó entonces al señor Morrel su deseo de

abandonar la vida marítima, logrando que el naviero le recomendase a un comerciante espa- ñol, a cuyo servicio entró a fin de marzo, es decir, diez o doce días después de la vuelta de Napoleón a las Tullerías.
Partió, pues, para Madrid, y ninguno de sus amigos volvió a saber de su paradero.
Fernando no comprendió nada de lo sucedi- do. Dantés estaba ausente. Con esto se conten- taba.
¿Qué le había sucedido?
No trató de averiguarlo; sólo con el respiro que le dejaba su ausencia se ingenió como pu- do, ora para engañar a Mercedes sobre las cau- sas de la desaparición de Edmundo, ora para meditar planes de emigración y robo. Quizás, y eran estos momentos los más tristes de su vida, se sentaba a la punta del cabo Pharo, desde donde se distinguen a la par Marsella y los Ca- talanes, contemplándolos triste e inmóvil como

un ave de rapiña, y soñando a cada instante ver venir a su rival vivo y erguido, y para él tam- bién nuncio de terribles venganzas. Para enton- ces estaba tomada su decisión: mataba a Ed- mundo de un tiro, y después se suicidaba; pero esto se lo decía a sí mismo para disculpar su asesinato.
Fernando se engañaba a sí mismo. Nunca se hubiera él suicidado, porque tenía esperanzas aún.
En medio de estos tristes y dolorosos aconte- cimientos, el imperio llamó a sus banderas la última quinta, y todos cuantos podían empuñar las armas se lanzaron fuera del territorio francés a la voz del emperador. Fernando fue de éstos; abandonó a Mercedes y su cabaña con doble dolor, pues temía que en su ausencia volviese su rival y se casase con la que adoraba. Si alguna vez debió Fernando matarse fue al abandonar a su amada Mercedes. Sus atencio- nes con ella, la compasión que demostraba a su

desdicha, el cuidado con que adivinaba sus menores deseos, habían producido el efecto que producen siempre las apariencias de adhesión en los corazones generosos. Mercedes había querido mucho a Fernando como amigo; y su amistad creció con el agradecimiento.
-Hermano mío -le dijo atando a la espalda del catalán la mochila del quinto- hermano mío, mi único amigo, no lo dejes matar, no me dejes sola en este mundo en que lloro, y en el que estaré enteramente abandonada si tú me faltas.
Estas palabras, dichas por despedida, fueron para Fernando un rayo de esperanza. Si Dantés no regresaba, quizá Mercedes llegaría a ser su- ya.
Esta se quedó, pues, enteramente sola en aquella tierra árida, que nunca se lo había pare- cido tanto, con el mar inmenso por único hori- zonte. Bañada en lágrimas, como aquella loca cuya doliente vida cuenta el pueblo, veíasela de continuo errante en torno a los Catalanes; ora

quedándose muda a inmóvil como una estatua bajo el ardiente sol del Mediodía, para contem- plar a Marsella; ora sentándose a la orilla del mar, como si escuchara sus gemidos, eternos como su dolor, y preguntándose al propio tiempo a sí misma si no le fuera mejor que es- perar sin esperanza, inclinarse hacia delante y dejarse caer por su propio peso en aquel abis- mo que la tragaría. Mas no fue valor lo que le faltó, sino que vino en su ayuda la religión a salvarla del suicidio.
Caderousse fue, como Fernando, llamado por la patria; pero tenía ocho años más y era casa- do, con lo que se le destinó a las costas. El viejo Dantés, a quien sólo la esperanza sostenía, la perdió con la caída del imperio, y cinco meses más tarde, día por día de la ausencia de su hijo, y a la misma hora en que Edmundo fue preso, expiró en brazos de Mercedes. El señor Morrel cubrió todos los gastos del entierro y las mez- quinas deudas que el pobre viejo había contraí- do durante su enfermedad. Esto, más que filan-

tropía, era valor, porque el país estaba en lla- mas, y socorrer, aunque moribundo, al padre de un bonapartista tan peligroso como Dantés, podía ser tomado por un verdadero crimen político.

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