El Concilio de los Ocultos
Una vez cada ecuenio se celebraba "El Concilio de los Ocultos", una reunión de todos los seres mágicos que Anemone detestaba. No soportaba las miradas de las demás criaturas. Sabía perfectamente que la juzgaban por ser una bruja que amaba a los humanos, lo cual iba en contra de las rigurosas leyes que se establecían en aquel Concilio.
Había llegado el lamentable día. Anemone tomó su escoba. Encima debía viajar durante horas ya que la asamblea se celebraba en el corazón de una selva donde nunca había pisado ningún humano.
Una vez llegó a su destino, se adentró en las profundidades de la maleza. Divisó un grupo formando un círculo sobre la tierra. Llegaba tarde de nuevo.
— Tranquila, no te has perdido nada importante — le susurró la ninfa Electra.
La bruja se sentía cómoda a su lado. Ella era la única amiga que tenía entre las criaturas mágicas.
Sersha era una de las druidesas más veteranas, por lo que asumió el cargo de líder del Concilio de los Ocultos.
— Compañeros que vivís en la fantasía de los humanos. Hoy, como cada ecuenio, se celebra la reunión tan esperada. Comenzaremos con la revisión de las normas que toda criatura viviente ha de cumplir, verificaremos el censo y finalizaremos con el ritual de iniciación de los nuevos seres acompañado de los cantos de las ninfas y del torneo de caza de los centauros.
Los allí presentes comenzaron a dar vítores. Anemone pudo ver como el resto de las brujas la miraban de reojo, juzgándola.
— ¿Has visto cómo les gusta tu nuevo vestido? — le preguntó Electra, riendo.
Ella también rio. Más bien se había obligado a hacerlo. Sabía que era mentira. Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un voraz grito.
— ¡Sersha!
Se trataba de Halair, el centauro al que habían desterrado por asesinar a su propio hermano.
— ¡Halair! No deberías estar aquí. ¡Fuera!
Anemone no era capaz de mirar al centauro a los ojos. Él había sido su ídolo cuando ella era pequeña, pero todo cambió aquella noche. La noche en la que le confesó el crimen que había cometido.
— ¿Te encuentras bien? — se atrevió a preguntarle Electra — No te preocupes, la anciana lo tiene todo bajo control.
— Soy una criatura mágica. Tengo el mismo derecho a estar en el Concilio de los Ocultos que vosotros — rugió Halair.
— Tú mismo empapaste tu derecho de sangre, ingrato. Si no vuelves por dónde has venido ahora mismo, ordenaré a los centauros que abran fuego — declaró la druidesa.
Aquello había sido un desafortunado accidente. Anemone lo sabía bien. También sabía que había obrado bien al delatarlo. A fin de cuentas, era un asesino, ¿no?
— No me dejas otra alternativa, Halair. ¡Semaris, dispara!
No hizo falta decir más. En cuanto Sersha dio la orden, la centaura más prestigiosa apuntó al desterrado híbrido con su arco. Se oyó un silbido seguido de un gruñido desgarrador. La flecha se encontraba a escasos milímetros del corazón. Todos los seres mágicos se dieron cuenta de que Semaris no pretendía matarlo.
Halair se retorció de dolor.
— Esto no va a quedar así. ¡Me las pagaréis! —. Dio media vuelta y se alejó al galope.
Tras un breve momento de estupefacción, se retomó la ceremonia con naturalidad.
— Cúbreme — le suplicó la bruja a su amiga.
— Anemone, ¿qué es lo que pretendes? — La ninfa trató de retenerla, inútilmente.
La hechicera, haciendo caso omiso a las palabras de Electra, abandonó el corazón de la selva corriendo, sin molestarse siquiera en mirar atrás.
Pudo distinguir allá a lo lejos una silueta recostada. Era él. Se detuvo en seco. ¿Qué pensaba hacer? ¿Pedirle perdón por lo que había hecho? ¿Reprocharle lo mal que se había comportado?
Se obligó a sí misma a dejar de cuestionarse absolutamente todo. Debía curarle la herida de la flecha. Eso era lo que debía hacer para enmendar sus errores.
— ¡Halair! — exclamó mientras se acercaba.
— ¿A qué has venido, traidora?
No hizo nada por defenderse. Se lo merecía. Comprobó que el centauro ya se había retirado la flecha del pecho.
— Menciña invariábel — susurró mientras deslizaba sus dedos sobre la parte herida. A medida que las yemas entraban en contacto con la piel, el corte se iba cerrando — ¡Listo!
— ¿Esperas que te dé las gracias después de haber hecho que me desterraran?
— No, no era esa mi intención — admitió ella.
— ¿Por qué hiciste eso, Anemone? Pensaba que me querías. Yo confiaba en ti. Sabías perfectamente que lo que ocurrió entre mi hermano y yo fue un accidente, que estábamos jugando y se me fue de las manos.
— ¡Porque estaba harta de que no se me valorara por amar a los humanos! Porque necesitaba que alguien tomara mi lugar. Y porque esa noche me diste muchísimo miedo por primera vez, Halair — confesó.
— Contéstame a una cosa, Anemone. ¿Te sigo dando miedo? — Ella se limitó a asentir— Ya veo. — dijo Halair, cabizbajo.
— Esto no tiene por qué seguir así. Ven conmigo al Concilio. Seguro que hay alguna forma de...
— ¿De qué? Ya has visto con tus propios ojos lo que opinan de mí. Déjalo, Anemone. No puedes cambiar el pasado.
— Chores e herbas de primavera sempiterna — exclamó una voz a sus espaldas.
— ¡Cuidado! — el centauro gritó. Tarde. Habían sido capturados por un montón de tallos.
Un pelotón de elfos se acercaba a ellos, seguidos de las demás criaturas mágicas, enfurecidas. Anemone pudo ver a Electra, luchando por llegar a ellos antes que nadie. Lo consiguió.
— Electra, ¿vas a poner tu reputación como ninfa de los ríos por delante de esos traidores? — cuestionó Sersha.
— Anemone no tiene nada que ver con esto. ¡Liberadla!
La hechicera intentó liberarse con todas sus fuerzas. Masculló un conjuro de liberación y en cuestión de segundos ya estaban sueltos.
— No sabéis lo mucho que odiaba este Concilio. Me alegro de no tener que volver a formar parte de él. Bueno, un placer, Sersha. Vámonos de aquí — espetó Anemone mientras les daba la espalda a los seres mágicos.
Electra y Halair la siguieron, ignorando las miradas de estupefacción, hacia un nuevo camino.
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