VII: Lo que no se cuenta

Lo que nunca se narra ocurrió el martes de nuestra última semana de clases, en junio. Había llovido al medio día, y yo yacía desnuda junto a la ventana de su alcoba, recostada sobre aquel sofá raído donde ella se hacía amar, inmersa en un estado de melancolía ociosa. Mientras contemplaba los charcos casi evaporados del asfalto, mi amante dormía. Durante los últimos días había notado en Laura un temblor extraño, la mirada extraviada aún más lejana que cuando ni siquiera éramos amigas. Después de nuestro rito, parecía tener fiebre. Un sudor helado cubría su espalda dorada, y vomitó una vez más con abundancia en el retrete mientras yo sostenía su cabello. El olor permaneció impregnado en mi nariz varios minutos después. Cuando hablo sobre los aromas del estío, por supuesto, me refiero a la putrefacción mezclada con el petricor.

Ya oscurecía cuando Laura despertó de su siesta. Yo me había uniformado una vez más, y apenas me entretenía con una revista juvenil publicada dos años antes, que hallé por casualidad en la alcoba de la madre. A contraluz, las letras eran difíciles de perseguir. Suspiré. Ella sonrió al despertar. Recuerdo que platicamos, que hablamos sobre... Tal vez sobre una posible infección estomacal. El cuerpo cálido y voluptuoso se levantó, se sentó a la orilla de la cama y miró hacia los mosaicos del suelo con una expresión... casi vacía. Contemplé sus pies descalzos brillar en la luz azulada del anochecer; a sus manos regordetas descansadas sobre sus muslos. Yo, por supuesto, estaba muy preocupada, y trataba de convencer a Laura de visitar a un médico, pero ella parecía no escucharme. Negaba con la cabeza, esbozando una sonrisa triste, en silencio. En algún momento, se levantó; y así desnuda caminó hacia la cocina.

Seguí con timidez sus pasos vacilantes a lo largo de la casa en penumbras. Bajo sus plantas debió palpar el suelo caliente propio de la temporada. La vi tomar del refrigerador una jarra de agua y beber directo de ella. Algunas gotas escurrieron por su barbilla de niña; pronto las secó con su mano, en un gesto desdeñoso. Bajó la vista, cerró el refrigerador, y se apoyó contra él con debilidad. Yo procuré tomarla, auxiliarla, pero Laura me rechazó por primera vez con una brusquedad que en nada se parecía a sus tratos amatorios.

Y entonces ocurrió.

Recuerdo que mi primera reacción fue balbucear su nombre, horrorizada, justo cuando la vi recargarse contra el marco de la puerta que dirigía hacia el jardín; después, se dobló con las piernas temblorosas. A lo largo de sus muslos escurrían gruesas gotas rojas, y en el suelo se dibujaba un charco de sangre que a la luz del ocaso me pareció negra, espesa. La vi ponerse en cuclillas; la oí chillar también. Ante esta imagen, un par de lágrimas escurrieron por mi mentón.

—Laura ¿qué está pasando? —pregunté con la voz quebrada, tan asustada, petrificada en mi lugar—. ¡¿Qué hago?! ¡¿Qué sucede?!

Desde el suelo, Laura me dirigió una mirada de profunda pena; incluso si entonces me pareció que sus crueles pupilas me mutilaban sin piedad. Me estremecí. Sentí las lágrimas llegar a mi barbilla. Con los muslos cercanos al asfalto, así, en aquella posición escatológica, mi amada volvió a parecerme un animal solitario.

—Ve y pregunta por Doña Lupe en la última casa a la derecha —ordenó con su voz de gardenia, la violencia latente bajo su calma; yo la miraba con los ojos nublados, acallando mis berridos mientras prestaba suma atención—. Dile que... dile que hice por varios días lo que me dijo, que también tomé aquello y que... que ya sucedió. Por favor, Cecilia. Por favor. —Y bajó la mirada, procurando levantarse con su voz quebrada.

—Sí, sí, yo voy —asentí temblorosa, arrugando mi falda con nerviosismo y a punto de correr en el mismo lugar—. No te muevas, mantente segura —di dos pasos y me volví—. ¿Te traigo tu vestido?

—No, no, así está bien, sino mamá puede darse cuenta y... —En eso, el llanto de Laura fluyó sin su consentimiento—. Solo ve. Las llaves están donde siempre y... gracias, Cecilia... gracias por todo.

Dejarla sola fue como un desgarre. Incluso si sabía a dónde ir, me sentí extraviada en el azul de la calle. Por breves instantes miré los cables con nidos de aves sobre ellos, e inquirí a los cielos un motivo. Corrí y corrí a contraviento, como deseando huir de las imágenes impresas en mi cabeza, solo para encontrarme completamente inmersa en aquel terrible sueño. Cuando hallé a la mujer, apenas fui capaz de darme a entender en medio de la conmoción. Ella, robusta y morena, con el signo de matrona o acaso madrota en el rostro, anduvo conmigo hacia la casa de Laura. Yo respondía a sus preguntas en un estado similar a la ebriedad; era como desconocer mis pasos, como notar ajenas las casas tan recorridas, yacer temerosa del viento en medio de un paisaje onírico. Con todo, aún sostenía el botiquín que la mujer me había dado.

La dejé pasar. Laura yacía en la regadera, y pronto las dos mujeres hablaron con la puerta cerrada. Dilataron. Viví una honda angustia en el pasillo; rascaba mi piel pegajosa sin cesar cuando dirigía por accidente la mirada hacia el rastro de sangre en el mosaico.

—Cecilia —dijo Laura, ojerosa, mientras era ayudada por la señora, cubierta con una toalla azul—. Sé que te he pedido mucho, y de verdad lamento que hayas tenido que presenciar esto, pero... ¿puedo pedirte un último favor?

—Lo que sea, Lau, lo que sea... —repliqué con mi corazón ennoblecido.

—¿Podrías limpiar mi desastre? Te lo ruego, antes de que mamá llegue.

Cuando vi sus lágrimas brillantes, supe que los últimos despojos de mi inocencia serían sacrificados.

—Sí —siniestro murmullo—. Yo limpiaré por ti.

Tal como quien enjuaga la escena de un crimen, tomé la cubeta y seguí el camino rojo que a la luz encendida se tornaba más crudo, más verdadero y abundante. Limpié el baño, la taza, la regadera, todo teñido de un carmín difícil de borrar. Después, en una peregrinación fúnebre de pequeños zapatos escolares, con un horror tan puro y humano, llegué a la entrada de la cocina. Sentí las arcadas en mi garganta; me llevé las manos a la boca, lacrimosa, sosteniendo unas tremendas ganas viscerales de gritar. No, no era el olor a hierro el motivo de mi repulsión; tampoco la memoria macabra de los chicos cual perros grotescos a su alrededor; no. Sobre aquella pulpa sanguinolenta, amorfa, de coágulos y muerte, giraban ya un par de moscas con sus zumbidos de carroña al acecho, y un camino de hormigas se amontonaba en torno a él. Jamás me sentí tan vulnerada, tan rota. Cerca de aquello, un gusano azotador se arrastraba hacia la casa. Con un chillido de ira, aventé al bicho con la escoba. Lo vi retorcerse sobre el pasto, solo porque aquello era mucho menos horrible que la profanación; que la sensación de ver palpitar lo otro, incluso si yacía inerte. Fui al baño. No pude vomitar. Retorné con un periódico en las manos. Con él, recogí aquello. Y a través de la ventana, inquirí mientras ella era atendida.

—Laura —dije con la amargura en el rostro—. ¿Quieres que lo entierre?

—¿Qué? ¡No! —replicó de inmediato—. ¿Qué vas a enterrar? Tíralo, deshazte de eso.

El aire comenzaba a refrescar. Me volví despacio, caminé sin sentir mis pies, internada en la penumbra a pesar de la luz. Abrí el bote de basura, y contemplé la bolsa rosada con tres granadas podridas en ella. Ahí, solté el periódico. Terminé de limpiar en silencio, como hundida en una oscuridad carente de palabras, de significados. Lavé mis manos dos, tres, cuatro veces, y aún así las sentía sucias. Antes de irme, tomé la bolsa y abandoné a Laura que aún yacía tendida en la cama, en compañía de aquella extraña que fingía cuidar de ella. En medio de un repentino egoísmo, poco me importaba ya, pensé que quizás se lo merecía. Caminé una cuadra con el peso de las granadas en mis dedos; y allí, donde se acumulaban las bolsas de plástico, lo solté.

No recuerdo con exactitud lo que sentía; a veces me confundo entre la culpa, el asco, la vergüenza, el dolor, el rencor, el miedo o acaso una incomprensión que abarcaba todo lo anterior. Sé que vagué hasta que la noche cayó por completo, y que no quería llegar a casa sin haber agotado mis lágrimas. Me pregunté cuántos chicas pasarían por esto; noté a mis alas descamarse; reflexioné a fondo sobre mi carne y mis huesos. Qué frágil, qué insignificante es la vida, pensé en la regadera cuando confirmé la existencia de una mancha roja en mi blusa. Tendida en la cama, creí verme acechada por dos moscas en la cabeza. Me fue imposible dormir.

A la mañana siguiente, tibia y metida en lluvia, supe que había sido despojada. Tomé el autobús con aquello amputado, quién sabe qué, y acudí al colegio como si nada hubiese ocurrido. A la primera clase, Laura volvió a sangrar, y entonces en frente de todos aquellos ojos que la juzgaban. Mientras el profesor la cargaba cual muñeca, pensé que acudir a la escuela debió ser la decisión más estúpida que pudimos haber tomado... principalmente ella, tan frágil. Después, a pesar de todo, fui a visitarla al hospital. Pero cuál fue mi sorpresa cuando me impidieron verla debido a que yo, en contra de mis pretensiones, continuaba siendo menor de edad. Entonces me senté en la sala de espera y lloré una vez más... pero ya no por ella. En los cristales me percaté del ridículo al que había sido empujada por la vanidad.

Lo demás, mi sufrimiento, el quebranto, el odio hacia los hombres durante mi adolescencia y primeros años de juventud, es historia. Laura se marchó con su madre en agosto, después del inminente escándalo en el instituto, en el pueblo. Incluso si las conversaciones por teléfono al principio eran frecuentes, a partir de aquella discusión desaparecieron.

—¿Qué querías que hiciera? —riñó—. Ni siquiera sabía de quién era.










Hoy en día, de vez en cuando, la recuerdo; a veces con nostalgia, a veces con angustia. Y si mi marido o Anita me preguntan a qué se debe mi nerviosismo durante el estío, yo les sonrío y permanezco callada, cuidando de mi propio granado en el jardín.

—Estoy bien. No pasa nada... no pasa nada.

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