II: Lo abyecto desde la inocencia

Las mañanas continuaban heladas, a pesar de que el sol iluminaba la avenida por la que caminaba rumbo al colegio. En ese entonces era muy joven, tan infantil para emocionarme ante una canción de moda que sonaba por cuarta ocasión en la radio, y tan madura para mirar los desnudos en las pinturas con naturalidad. Entonces portaba un abrigo a cuadros que enaltecía mi figura, en contraste con las piernas flacas y temblorosas que yacían solo cubiertas por las medias blancas del uniforme. Yo no destacaba precisamente por ser la más sociable, bella, o la mejor en clase de deportes; en cambio, Dios me otorgó el don de los lenguajes, por lo que mi habilidad radicaba en las letras, e incluso en las artes... un tanto opacas, tal como mi voz. A pesar de esto, contaba dos amigas con quienes compartía los chismes más recientes del colegio. Solía leer mis primeras novelas rosas en las horas libres, y disfrutaba también asomándome por la ventana para contemplar el único árbol de la pequeña esplanada. Sí. Siempre que evoco mi despertar, recuerdo el joven álamo y su sombra sobre el asfalto seco.

Fue durante nuestro último año en aquel instituto cuando la curiosidad punzante y siempre oculta, floreciente desde el primer grado, brotó en colores brillantes y exóticos... supongo que debido a ello, justo como ahora sucede con las amapolas, me fue imposible oponer mayor resistencia. Su nombre era Laura, y sabía que a pesar de encontrarse entre nosotras, era mayor. Podías notar la diferencia en su mirada, lejana y taciturna cual buque, poco interesada en los asuntos mundanos que se cuchicheaban en los baños de mujeres. El caminar vagabundo y desparpajado en los pasillos; las calcetas abajo, el uniforme a medias, impregnado de un aroma agrio tras varias puestas consecutivas. Su cabello al hombro, como las castañas, era tan lacio que sin importar los ventarrones ella continuaba linda, extraviada, inconsciente de la belleza en sus senos redondos, prominentes y suaves, así como los muslos gruesos que asomaban cuando se sentaba con desenfado en las escaleras, siempre sola. Recuerdo su piel morena clara, que tendía a un rojizo primaveral. Laura poseía un porte de fruto más cercano a la madurez que al verdor, a comparación de nosotras, que éramos mujercitas a medio tallar. Y en esto, la edad incumbía menos que la experiencia.

Yo la contemplaba en silencio, sin saber por qué y sin interesarme de verdad por descubrirlo. De alguna forma, pensaba que expresar mi admiración por la naturalidad de sus ademanes desganados, por la dulzura de su voz aniñada, sería inapropiado, extraño y fuerte motivo de vergüenza. Supongo que de igual forma tampoco era capaz de expresarlo con palabras precisas; tan solo persistía aquella calidez abstracta e inusitada en mi pecho cuando la veía tomar el mismo autobús que Romina y yo abordábamos. A veces la saludaba por debajo sin que mi amiga lo notase, con una sonrisa secreta, amable, que expresaba mi solidaridad por ella; y Laura respondía con la misma mueca de quien admira a un insecto volador posarse en su mano. Yo sabía que mi afición por ella podía calificarse como un acto perverso, puesto que Laura, aunque pudo ser un perfecto cero a la izquierda con sus notas mediocres y nulas habilidades sociales, en realidad era una especie de paria en los estratos de nuestro microcosmos.

Las exclamaciones indiscretas de mis amigas durante los recesos lo tornaban contundente incluso si la mitad del asunto no era más que la fantasía lúbrica de un montón de adolescentes en ebullición hormonal. Tumbadas sobre la esplanada, con sus piernas largas y aliento frutal; bajo un cielo azul plomizo y monótono, lo conversaban: Se dice que Laura cede a toda invitación sexual que se le tiende, sin importar la edad, el aspecto físico, la popularidad o el intelecto de aquellos con quienes se relaciona. Qué puta ¿verdad? Claro. Con esto, era terrible presenciar el asco latente en los ojos de quienes la rodeaban. Las chicas, celosas e hipócritas, la evadían cual apestada tras enterarse de los nuevos escándalos que corrían de mano en mano, en hojas de libreta a cuadros, convertidas en bolas viscosas llegado el mediodía. Una vez, cuando confiscaron una de aquellas pelotas sudorosas, la mandaron a llamar junto con todos los implicados en un acto de lesa moral. Y ella acudió con indiferencia, dueña de una sobriedad que infundía respeto, a pesar de todo. 

Y aun cuando eran más los mitos que las realidades girando en torno a su rostro de virgen perversa, era asombroso ver la cantidad de varones que la seguían a finales del invierno, mientras Laura, cansada y ojerosa, actuaba con indolencia, acostumbrada a su persecución. Cuando la veía de esta forma, pensaba en una perra callejera durante el celo, acosada por una manada entera. Así de sucia y solitaria, así de baja la sentía. Pero la crudeza de mis impresiones solo conseguía denigrar la imagen de mis compañeros, quienes cada día me parecían más repulsivos. Sus muecas abyectas, la fragilidad penosa de sus cuerpos aún infantiles ¿no eran propias de ciertos animales pequeños y carroñeros? En cambio, ella era fascinante. La melancolía en su mano regordeta deslizándose sobre los barandales me parecía bañada por un misterio dorado, digno de desentrañar. Su boca pequeña, sus ojos negros, las cejas pobladas... Laura me gustaba sin remedio, incluso si el morbo inconsciente, innato al adolescente, contribuía a la exaltación de mis sentimientos.

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