Capítulo 7
—Bien, aquí está la cocina.
—Es muy amplia.
—Por supuesto, esto es una mansión. —puso cara de asco, como si tener una cocina pequeña te convirtiera en una persona asquerosa. —Arriba tienes un baño, que es el más grande. Pero si es más urgente, hay otro al final del pasillo. Estos dos son los únicos que podéis usar los cocineros, ¿entendido?
—Entendido... —se empezaba a aburrir de tantas normas.
—Vas a estar un mes de prueba. Si en este periodo de tiempo todo va bien, se te subirá el sueldo y quizás el puesto. ¿Crees que eres un buen jefe?
—Sí, claro. —lo cierto era que sí lo era. El problema era que trabajar en equipo no era su especialidad, solo dar órdenes. Pero debía aguantar un mes, solamente uno, antes de que lo ascendieran. Podía hacerlo, ¿verdad?
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La cocina era muy grande. Como siete veces la de su piso, más o menos. Las paredes estaban repletas de baldosas blancas, fáciles de limpiar en caso de que se mancharan con algún tipo de salsa. El suelo también era de unas baldosas, pero estas tenían un color gris claro. El suelo del resto de la casa era de madera.
—Pásame el tomate. —Ese que hablaba era Tom, el jefe de los cocineros. Por si él no estaba —cosa que pasaba poco a menudo— estaba Lidia. Era una chica joven, de unos veinte años. Se ve que desde pequeña se le había dado bien la cocina, y la habían contratado gracias a su experiencia. Era la más amable y maja del grupo.
—¡Ya voy yo! -También estaba Sarah, una mujer de más de treinta años, con el pelo rubio por los hombros y algunas arrugas por la cara. Tenía la misma edad que Eduard, otro cocinero.
Esa noche tocaba un menú para cinco personas: la mujer y el hombre de la casa, su hijo, y los dos que había conocido el día anterior, Claudia y Frank.
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Un mes más tarde...
—Has hecho un buen trabajo, no muchos lo hacen tan bien.
—Gracias.
—¡No he terminado! —eso sobresaltó un poco al Cocinero. —Como has hecho tan buen trabajo, hemos decidido ascenderte a cocinero jefe. Estarás contento, ¿eh?
—Por supuesto, es todo un honor.
—Bien, pues lo único que tienes que hacer ahora es hacer tu trabajo y decirles a los demás lo que tienen que hacer, ¿Sí?
—Sí, gracias de nuevo. —Claudia le puso la mano en el hombro. —Estoy totalmente segura de que si hubiese podido, el señor Morrow te hubiese ascendido aún más. —Y con esa frase, dio media vuelta y se marchó. El Cocinero se quedó mirando como la silueta de la mujer se alejaba, y cada vez su tamaño iba disminuyendo, poco a poco.
Se dirigió a la cocina, saludó a cada uno de sus compañeros, y se puso en marcha.
—Bien —dijo. —, esta noche hay invitados, como muchos sabréis. —Se escucharon muchos murmurios, pero el Cocinero los hizo parar con un simple gesto con la mano. —Tom —Solamente hacía unos minutos desde que le habían dicho al chico la noticia de que ya no era el jefe, y, evidentemente, se lo había tomado muy mal. —, quiero que te encargues de los primeros junto a Sarah. Lidia y Eduard, a por los segundos. Yo me encargaré hoy de los postres.
Su mayor especialidad no eran justamente los postres... Pero, ¿y entonces por qué quería hacerlos? Pues la verdad es que no quería. El problema era que los demás no eran tan buenos cocineros como él, y, después de una comida buena, el postre tenía que ser la guinda del pastel.
Tenía que ser la perfección absoluta.
E iba a serlo.
Nadie protestó. Todo el mundo se puso en marcha sin decir una sola palabra, y el silencio resultó ser un buen método de concentración.
Sacó de la nevera los ingredientes para preparar un sirope de chocolate, el cual tenía pensado poner en un helado que él mismo prepararía. Cuando acabó ese plato, preparó un pastel de queso con frutos del bosque. Siguieron así toda la noche, hasta que, por fin, a la una de la mañana, alguien desde la mesa del comedor le pidió que viniera.
—Oye... Ejem...
—Cocinero.
—Bien, oye, Cocinero. La comida estaba muy buena, tú eres el jefe, ¿verdad?
—Así es, me alegro de que le haya gustado.
—Sí, pues... De hecho, quería preguntarte que, si tienes un poco de tiempo libre, te vengas un par de días a la semana a mi casa. —Todos los que estaban en la mesa soltaron una carcajada.
—¡Mansión! —gritó uno desde el fondo, que parecía estarse peleando con un trozo de pan para no atragantarse.
—Sería para cocinar algo de comer, y algo de cenar. Nada más.
—Yo... —Alguien interrumpió al Cocinero, pero en ese momento no le importó, ya que estaba un poco desconcertado. Cosa que nunca admitiría, ya que el orgullo siempre iba por delante de él. Entonces un hombre relativamente bajo de estatura, y sin barba, se levantó de la mesa, obviamente enfadado.
—¿Pero qué os creéis que hacéis? Por fin conseguimos un buen cocinero, ¡y nos lo queréis quitar! —La mujer al lado del hombre, quien seguía sentada, observaba la escena con admiración.
—No es eso... —intentó disculparse el que le había ofrecido un nuevo empleo. —Yo... Es que...
—¡No me valen excusas! —Cada vez estaba más rojo, más enfurecido. ¿De verdad lo adoraban tanto en aquella casa como para no dejarlo marchar? Y, al fin, la mujer se puso en pie.
—Váyase, por favor. —ordenó, con una voz sumamente calmada pero firme.
—¿Qué? —exclamó la otra persona. —No voy a...
—¡Que se marche! —repitió, pero esta vez gritando. De esta manera, sus palabras quedaron flotando en la enorme sala, hasta que el ruido de una silla arrastrándose se escuchó. La mujer se quedó observando como su invitado se iba, y, cuando la puerta se cerró, volvió a sentarse. —Disculpad las molestias. —dijo volviendo a su tono de voz normal.
Nadie dijo nada más en toda la cena.
El Cocinero volvió a la cocina, donde sus compañeros estaban parados con la mirada fija en él.
—Menudos gritos... —murmuró uno de ellos, dirigiéndose al vestuario. Los demás lo imitaron, y al cabo de un rato todos se marcharon a casa.
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Dos meses después, por la mañana, todo transcurrió muy rápido: Todo normal.
El mediodía fue algo más largo: Todo normal.
La tarde fue relajada: Todo normal.
Y la noche... Fue especial.
La noche anterior había estado ideando un plan magnífico. Bien, lo cierto era que ya hacía tiempo que lo tenía preparado, pero ese día había terminado con los pequeños detalles. La verdad es que estaba más que satisfecho con el trabajo realizado.
Ahora solo faltaba la parte más... ¿Sangrienta?
Miró a su alrededor, solo para asegurarse de que nadie lo veía. Estaba solo en el vestuario. Abrió la mochila negra, la misma que había usado en otros crímenes, y comprobó que tanto la pistola, como las balas y el cuchillo estaban ahí.
Era una casa grande, muy grande, y, por lo tanto, eso significaba que el ruido de una bala saliendo de su arma alarmaría a demasiada gente, que, evidentemente, irían en su contra. Tenía que ser silencioso: bien, esos eran sus asesinatos favoritos.
Lo guardó todo dentro de la mochila y se dirigió a la cocina: el plan estaba en marcha.
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