Miriam
Me removí adormilada entre las sábanas. Cerré los ojos a la luz que se colaba por la ventana. Odiaba con toda mi alma esas cortinas, le había pedido a Arturo una infinidad de veces que las cambiáramos porque era imposible quedarse en la cama con el sol pegándote directo a la cara. Me di la vuelta dándole la espalda a los rayos. "Arturo", recordé. Extendí mi brazo, pero no lo hallé a mi costado, el sitio que hace un rato ocupaba estaba vacío.
Tallé mis ojos mientras me estiraba para alcanzar el despertador en la cómoda. "Ocho de la mañana".
Resoplé cansada volviendo a recostarme un minuto mentalizándome que había que comenzar un nuevo día. Uno productivo, con demasiados planes y pendientes que cumplir, como me gustaban, sin que te den un respiro. Decidí abandonar mi pereza, rebuscar con torpeza mi ropa en el armario, algo formal, pero sencillo para el fin de semana. Conociendo que teníamos el tiempo contado, me dediqué a arreglarme agradeciendo que Arturo pensara en ese detalle para no pelearnos por el baño, quizás porque el pobre sabía que yo le ganaría.
Vanidosa por gusto desde joven odiaba usar zapatos de piso, porque delataban que no había sido bendecida con una gran altura, pero en el único sitio donde me permitía andar descalza, sin maquillaje y con el cabello húmedo era en esa pequeña casa que se había convertido en mi lugar favorito del mundo. Yo que siempre ansíe una familia, mi anhelo más fuerte, había cumplido gran parte de mis sueños entre esas paredes. El sentirme querida en sencillas acciones, momentos especiales en días comunes.
Lo comprobé, por millonésima vez, cuando hallé a Arturo preparando el desayuno. Lo observé con una sonrisa mientras con mis dedos daba forma a algunos rizos rebeldes que me hacían cosquillas en el cuello. Amaba verlo, nunca me cansaba de él haciendo cualquier cosa. Todos los días comprobaba que había tomado una buena decisión al decirle que sí. Preparando un par de hot-cakes con su camisa blanca de botones, listo para salir a trabajar, pero sin corbata dándole un aspecto más relajado.
—Miriam —me saludó junto a un fugaz vistazo antes de darle la vuelta a la preparación. Me dedicó una sonrisa que me hizo pensar era el hombre más guapo del mundo—. Te diría que no sabía que estabas despierta, pero mentiría. Tengo que cambiar las bisagras de ese armario o todo el vecindario se enterara cada que me cambio de camisa. Iba a llamarte para desayunar.
—Sí, lo siento, me he levantado un poco tarde, aunque en parte tienes un poco de responsabilidad —le acusé de buen humor mientras ocupaba un lugar en la mesa.
—No sé si buscas hacerme sentir culpable u orgulloso —bromeó con una sonrisa de lado.
—Arturo... —lo regañé—. Me refería a que no me avisaste cuando te levantaste.
—Quería ganarte el baño —bromeó en voz baja. Entrecerré los ojos porque era un caso perdido. Tomé una servilleta para lanzarla lejos de mi objetivo—. Además, te veías cansada. Has tenido una semana difícil, si no fuera porque tenemos tantas cosas que hacer te hubiera recomendado te quedaras todo el domingo en la cama.
—Gracias por preocuparte, Arturo.
—Esta vez por un motivo válido.
—Jiménez.
—Sabes que es solo un chiste —se justificó divertido.
Arturo sirvió en dos platos y me cedió amablemente uno sentándose frente a mí. Sonreí al visualizar lo distintos que éramos hasta para comer. Yo tardaba una eternidad preparando, ordenar y clasificando elementos. Él demasiado despreocupado para separar las frutas por colores. Yo una aficionada del buen ver, él más del sentir. Sin embargo, encontraba en esa falta de similitudes un punto a nuestro favor. Tomé el tenedor hambrienta, pero antes de darle un mordisco recordé algo más importante.
—Debo decirle a Alba que tome lo que quiera ahora que no estaré. Es muy tímida con esas cosas —le conté a Arturo mientras buscaba con la mirada el celular, lo encontré en la mesita de la entrada. Lo había colocado ahí cuando llegamos, no me gustaba dejar las cosas regadas, todo tenía un sitio designado, pero la noche anterior me distraje. Con el pesar de mi estómago abandoné mi desayuno para mandarle un mensaje que viera al despertar. Todo lo que poseía estaba a su disposición—. Si fuera por ella no tomaría ni agua —añadí dejando el aparato sobre la mesa antes de volver a lavarme las manos.
—Sí, algo así me temo. Es por lo mismo que no quiero ofrecerle mi ayuda de manera personal —dijo, aunque sí lo había hecho por medio de mí, mucho de los regalos eran de su parte—, temo que me asesine antes de terminar la oración. Es orgullosa esa mujer —comentó con una risa. Negué con una sonrisa por su exageración. No sabía si esa sería la palabra que la describiría.
—Arturo, no digas eso. La pobre la está pasando muy mal —le confesé. Lo abracé por la espalda apoyando mi barbilla sobre su cabeza—. Me gustaría hacer algo por ella, pero no sé qué podría ser —admití porque ser testigo de su perpetua tristeza me hacía sentir miserable. Las emociones son contagiosas.
Había intentado por todos los medios hacer esa transición más sencilla, el difícil paso de dejar el hogar de toda su vida para emprender un nuevo camino, pero aquel estado de pena en Alba era tan profunda que me pregunté cómo pudo soportarlo durante tantos años. En verdad deseaba que todo se solucionara a su favor, encontrar la fórmula mágica para que fuera feliz con su hijo. Siempre estaba tan angustiada, ahogándose en sus pensamientos, con nula esperanza por el mañana. Resignada a una vida infeliz. Suspiré, recordando lo complicado que es dar un cambio de rueda a nuestro camino.
—Vamos, Miriam, haces bastante —me consoló Arturo acariciando mis brazos. Cerré los ojos con una sonrisa, disfrutando del aroma de su cabello, de la suavidad de sus palabras—. Pero te entiendo, algo se nos ocurrirá. Tú dime qué tienes en mente, y si quieres, a sabiendas de que no todo siempre me sale como planeo —aclaró con esa sinceridad típica de él—, te ayudo.
—Creo que sí tengo un pequeño plan. Nada peligroso —le aclaré risueña. Había deseado escuchar esas palabras—. Una fiesta —solté rodeándolo para volver a mi silla.
—¿Una fiesta? —preguntó incrédulo. Me miró como si hubiera perdido un tornillo. No lo culpaba.
—Nico cumple años este miércoles —le platiqué para ponerlo al tanto. Arturo comenzó a entender—, Alba ha estado tan ocupada que no tiene tiempo de planear nada, podríamos darle una sorpresa. Sé que aunque no lo diga le duele no poder darle nada.
—Tengo nula experiencia en fiestas infantiles —reconoció contento, como si le produjera orgullo.
—Tienes un sobrino —le recordé.
—Y jamás entendí cómo mi cuñada le armaba tremendos fiestones —me contó con una risa. Pese a mis esfuerzos me fue imposible mantener mi expresión seria—. Pero para todo hay una primera vez. Si ellos pueden, ¿por qué nosotros no?
Le agradecí con una genuina sonrisa su buena voluntad. Eso me gustaba de Arturo, le pidiera lo que le pidiera lo intentaría. Nunca me dejaba varada, ni se inventaba excusas. Así fuera un desastre se arrojaba conmigo al vacío.
—Sí, me serviría de práctica —susurré para mí considerando que podía ser de utilidad para un futuro. Arturo alzó una ceja sin comprender mis palabras, me hice la desentendida al darme cuenta de que pensé en voz alta. Fingí encontrar más entretenido la manera en que la miel se deslizaba—. Digo, porque tú eres un experto haciendo celebraciones —apunté para salvarnos—. ¿Por dónde empezamos? —cuestioné entusiasmada. Ni siquiera le di tiempo de responder, él sonrió—. Estaba pensando en el jardín del edificio de departamentos, pueden prestármelo el fin de semana. Todos mis vecinos arman sus piñatas ahí.
—Me gusta el plan. ¿Qué dices de la comida? ¿Unas hamburguesas de aire?
—Tonto. No sé, pueden ser tamales, hot dogs o chillidog. Dulce siempre da eso en sus... ¡Dulce! —me acordé del mejor ejemplo que tenía, nadie la superaba cuando de temas infantiles hablábamos—. ¿Quién mejor que ella para orientarnos? Si alguien sabe de niños es Dulce.
—Pero dile que la fiesta es para Nico, porque es capaz de comprar una piñata de Chayanne —opinó mofándose de su obsesión por el cantante. Yo pude llevarle la contraria, pero no había manera de replicar—. Llamémosla en el camino, en una de esas pasamos por la dulcería al volver a casa —propuso levantándose de la mesa al fregadero—. Me encargaré más tarde, ahora debemos irnos —me recordó caminando a la habitación para terminar de alistarse. Yo asentí, pero seguí fantaseando con lo que tenía planeado.
Dio un vistazo para comprobar que Arturo no estuviera cerca antes de buscar mi celular. Bloqueé la pantalla para no revelar sospechas cuando guardé un mensaje en borradores. Mañana lo enviaría temprano. «No estás haciendo nada malo, Miriam», me recordé ante esa oleada de culpa que me invadió al esconderme. Era por el bien de todos. Al fin podría en práctica la idea que llevaba rondando en mi cabeza. Nadie lo olvidaría.
Tacones altos. Una decena de minutos volviendo a peinar mi cabello. Perfume. Aretes. Me di un último vistazo, analizando que no faltara nada, antes de salir del cuarto para encontrarme con Arturo que acomodaba sus cosas en el sofá. Yo tenía todo listo ya, pero a él le costaba más tener un registro. Pude decirle que le echaba una mano, pero preferí darle la libertad de hacer las cosas a su ritmo para que no se presionara por mi culpa.
La única manera de no sacarnos los ojos era separar lo profesional y personal. Yo adoraba a Arturo, pero respetaba a mi compañero de oficio. Ese era nuestro balance.
—Creo que ya no falta nada —concluyó acomodándose el traje. Asentí colgándome mi bolsa en el brazo.
—¿La confirmación? —le pregunté, para rectificar, camino a la salida.
—Sí.
—¿El catálogo?
—Aquí mismo —respondió confiado.
—¿El borrador del contrato?
Arturo se detuvo un segundo. Chasqueó los dedos como si hubiera dado con el secreto.
—Eso era. Ya decía yo que faltaba algo.
—Lo más importante, Arturo —alegué. Lo vi encaminarse a la habitación, pero regresar enseguida sobre ellos con una risa. Llevé mis manos a la cintura sin entender qué le causaba tanta gracia. No teníamos tiempo para sus juegos.
—Era una broma, Miriam.
Negué tomando un respiro por paciencia. Este hombre no aprendía.
—No, no, sí olvidé algo —recordó. Quise replicar sin creerle una palabra cuando me robó un corto beso en los labios.
—Contigo nunca se puede hablar en serio —lo acusé fingiendo seriedad, luchando porque una sonrisa no se dibujara en mi rostro.
—Se llama motivación laboral, Miriam.
—Sí, como no. ¿A eso le llamas ahora tú motivación laboral? —me burlé de su rápida excusa. Negué acomodando mi bolsa mientras me acercaba a la puerta con él a mi costado—. Me pregunto qué será la próxima cosa que te vas a inventar, Jiménez. Derechos del trabajo. Sindicatos.
Siempre hacía esas cosas, admito que encantaban por eso nunca me negaba, pero fingía que era la que mantenía el control en el barco. Sabía que dándole cuerda a Arturo todo se convertía en una novela.
Tomé la perilla de la puerta, ni siquiera me había asomado al exterior cuando Arturo la empujó. Me di la vuelta molesta para encararlo porque no entendía un comino qué demonios le pasaba cuando sentí sus labios buscaron los míos matando las palabras en mi cabeza. Pegué un respingo cuando mi cuerpo chocó con la madera, pero ni siquiera me di tiempo de protestar, fui cerrando los ojos poco a poco dejándome perder en el sabor de sus labios que acariciaron los míos. Pasada la sorpresa inicial disfruté de su cercanía, de su cálido aliento y el toque de sus manos. Besos lentos de esos que paralizan el mundo alrededor. Arturo eliminó la distancia entre los dos, su corazón acelerado embonando con el mío.
Sus ojos avellana brillaron al contemplarme provocando un cosquilleo en mi estómago.
Hice uso de mi mayor control dándole un pequeño empujón para que retrocediera. Si no le ponía un alto nunca saldríamos de ahí y teníamos muchos pendientes.
—Tenemos que trabajar, Jiménez —nos recordé—. Vas a tener que conducir tú —le avisé sin mirarlo a la cara, sabiendo lo fácil que era perderme, buscando y entregándole en sus manos la llave.
—¿Y eso? —se burló. Sabía que debía estar muy angustiada para esa locura.
—Tengo que retocarme el maquillaje —contesté liberándonos abriendo la puerta. En público la tentación no podía vencerme. Arturo cerró tras nosotros mientras yo esperaba terminara con la cerradura para limpiar con mi pulgar los rastros de labial que dejé manchado en sus labios. Él se sonrió al verme hacerlo, pero yo no perdí el temple—. Ya está —anuncié.
Un paso que fue interrumpido por su mano que me tomó del brazo para darme la vuelta, quedando frente a frente. Arturo me abrazó por la cintura, avanzado entre tropezones como unos tontos.
—Jiménez...
—Solo quiero verte —se justificó con una sonrisa. Yo negué imitando su expresión, sin poder contener mi fascinación por su mirada, encantada por el color de sus ojos, de la manera en que miraba en una mezcla de dulzura y pasión.
—Me ves casi las veinticuatro horas del día —me burlé de su justificación.
—Ahí está el dilema contigo, Miriam, mientras más te veo más me gustas —respondió.
—Eres un caso perdido. Pero te daré una buena razón para no verme en un buen rato. Conducir. Ojalá no me arrepienta de poner mi vida en tus manos —comenté para que dejáramos de comportarnos como chiquillos enamorados y empezar a laboral como adultos responsables. Debía estar desesperada para que le diera el control del volante.
—Hasta ahora no ha salido tan mal —alegó a su favor. Compartimos una mirada por encima del vehículo.
—No, de hecho ha resultado mejor de lo que esperé —acepté al subir.
Lo volvería hacer.
Era inmensamente feliz en ese momento. Me preguntaría si dudaría para siempre porque no quería que llegara el día que terminara. No faltaba mucho para descubrir qué tan fuerte o débiles podíamos ser.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top