Introducción

Los cinco minutos más largos de toda mi vida.

La desesperación guio mis torpes pasos, dibujando círculos en la habitación, como un ratón atrapado en un laberinto. Sabía que no había forma de escapar, pero no me rendí, a sabiendas terminaría haciéndolo. Ninguna lucha dura por siempre, nadie podría ganarla.

El corazón furioso latiéndome en el centro, apretando mis pulmones, dificultaba mi respiración. Di un vistazo a los baños, todas las puertas estaban abiertas, no existía un alma rondando a esa hora. Una buena noticia, porque así podría correr sin mirones cuando los nervios se apoderaran del poco control que aún mantenía. Y cuando dejara de ser Alba, la que piloteaba la nave, entonces vomitaría. No era nuevo, mi cuerpo buscaría expulsar la angustia de alguna manera física.

El último tema de Isabel resonaba en las bocinas de la habitación, era triste y melancólico, nada comparado con sus éxitos. Me pregunté si existiría una conspiración en el mundo para que sonara una canción en el momento más oportuno.

El centro comercial se trataba del lugar ideal para acabar con mi condena, lo había decidido la noche anterior cuando el sueño volvió a tomarse otra jornada libre. No podía seguir aguardando por una respuesta, fingiendo que llegaría sin que moviera un dedo. Mi plan no era arriesgado: escaparía de la preparatoria, iría a la farmacia, me pararía frente al mostrador, y aunque las piernas me temblaran y la voz flaqueara, pediría una prueba de embarazo.

Un escalofrío recorrió mi espalda. Di con mi reflejo en el largo espejo que se extendía de punta a punta. Era irónico que tampoco pudiera huir de mí misma, de lo que quedaba de mí. Los ojos hinchados por el llanto y un par de ojeras delataba el cansancio acumulado. Un borrón colorado. Me veía horrible, con ese estúpido cabello pelirrojo que llamaba la atención en todos lados como un semáforo, pero incluso contando todos esos detalles que odiaba de mí misma, no había una comparación escrita que le hiciera justicia a mi sentir. Asquerosamente vulnerable.

Llevaba más de una semana sin dormir, ocupando la almohada como paño de lágrimas, mordiéndola cada que la rabia me inundaba en una oleada que me recordaba que estaba viva. Por momentos deseaba no estarlo.

Estaba tan asustada que no podía concentrarme en otra cosa que en el paso lento del tiempo. Contando los minutos para respirar, porque era como si todo el aire huyera de mí. Algo andaba mal, no había dudas. Sin embargo, rezaba por un milagro, esa clase de milagros que una espera cuando tiene diecisiete años y aún tiene un poco de esperanza en la vida, cuando se cree en el cielo y supone que eso ayudará.

Ya había comenzado a levantar sospechas en mamá, no podía arriesgarme que encontrara el paquete tirado en la basura. No, mucho menos después de la escena que había armado en la cena, cuando me eché a llorar como una cría estúpida solo porque papá me dijo, al igual que todas las noches, que me quería. Dos palabras que despuntaron mis nervios que se hallaban en un punto crítico, con las emociones a flor de piel cualquier bobería me ponía histérica. Probablemente también se debía a que sabía que quizás no volvería a escucharlo de su boca, deseaba grabarme esa melodía que no se repetiría con esa sinceridad.

Papá me odiaría, tal vez con la misma intensidad con la que me había amado cuando era una niña que necesitaba su hombro. No querría volver a saber de mí. Lo sabía, todo ese amor que juraba tenerme desaparecería si llegaba a casa con una noticia así. Me echaría de su casa, ni siquiera me dejaría terminar la primera oración antes de tirar mis maletas a la calle, con esa expresión decepcionada que heriría como un cuchillo el corazón. Tenerlo tan claro hizo que esa mañana le dedicara un aire nostálgico a mi hogar, en el que había sido tan feliz, una infancia cálida, una adolescencia sin sobresaltos. Repensarlo me llevó a la conclusión de que tendrían razones de sobra para despedirme sin compasión. Ellos me habían dado todo lo que merecía, incluso más, pero yo les había fallado a la primera de cambio.

Apoyé mis manos en el lavabo para sostenerme, me temblaban las piernas. Cerré los ojos tratando de retener las lágrimas dentro de mí, no podía pasármela llorando. Aún no.

Mi celular vibró en mi bolsillo. Pasé saliva nerviosa, lo liberé con el miedo perforando mi voluntad. Sabía el orden exacto de sus palabras antes de toparme con ellas.

Felipe

Estaré allá temprano. ¿Me tienes una sorpresa?

No respondí. No lo haría hasta tenerlo frente a frente, e incluso así dudaría. Lo había citado esa misma tarde, charlaríamos sobre el susto o el futuro que nos esperaba. Estaba aterrada por su reacción. No sería una buena noticia, en especial para él, que tendría que dejar la escuela y el equipo para ponerse a trabajar. Yo renunciaría a la idea de la universidad, a todos mis sueños que comenzaban a tomar forma.

No estaba lista para criar un niño, concluí con un nudo en el estómago, pensando en que tal vez tendríamos que vivir con sus padres o en la calle. Era una idiota que no podía cuidar de sí misma, una completa ingenua que se había creído la trillada estupidez de que no pasaría nada, que se entregó a un chico que le pidió que confiara en él. Esa que le dijo en un momento de lucidez que tenía miedo, pero que terminó en su cama creyendo que no había que temer. Mintió. Nada estaría bien a partir de ahora.

Perdería mi juventud, mi vida por otra que no había pedido.

Mi abuela me aborrecería, nunca me permitiría verla a la cara. Expresaría sin descaros el asco que le provocaba, lo mucho que la había lastimado por mis errores. Si ella, que me adoraba sobre todas las cosas, me odiaría, ¿qué podía esperar del resto? Yo misma me detestaba con todas mis fuerzas. No podía creer fuera capaz de echar todo a la basura por un momento de debilidad.

Adiós a mi familia, a mis amigos que seguirían abriéndose camino, a mis aspiraciones personales. Adiós a Alba Guerra para ser la madre soltera.

Porque aunque lo negara estaba la posibilidad de que Felipe me dejara a la buena de Dios. Había mantenido alejada esa idea para no atormentarme más de la cuenta, para acercarme a la llama en búsqueda de calor ahora que tiritaba de frío. Él no podía hacerme eso cuando más lo necesitaba, eso deseaba creer siendo una jovencita. Un sollozo escapó de mis labios al imaginar que la responsabilidad lo asustara al grado de abandonarme con un hijo en la nada. Estaría completamente sola.

"No, él tiene que apoyarme. Es su hijo. Había cedido ante él porque le amaba, él me demostrará lo mismo", me engañé con inocencia.

Uní ambas manos y dirigí mi mirada al techo. Yo, que no era muy creyente, le pedí a Dios me diera una mano ahora que no tenía nada a que sostenerme. Necesitaba una oportunidad para no cometer los mismos errores. Una sola bastaría. Entonces en medio de mi oración el sonido que anunciaba el resultado hizo eco en las gruesas paredes.

Me paralicé muerta de nervios. Era como estar en una película de terror, el miedo escaló despacio aferrándose a mi mente. Tal vez nunca me dejaría a partir de ese momento, quizás sería el único compañero de viaje que me quedaría.

La tomé entre mis manos temblorosas. Cerré los ojos sin el valor de darle un vistazo.

"Negativo, negativo. Por favor, negativo", pedí con un nudo en la garganta.

Tomé un respiro antes de enfrentarme a lo que se viniera. Ahí estaba, el mundo cambió de dirección. Mi corazón dejó de latir.

—Positivo... —susurré.

"Maldita sea".

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