Introducción

Con solo diecisiete años sentía que tenía el mundo a los pies. Las posibilidades me volvían loco. Era como correr libre en una carretera sin preocuparme por el anuncio que te obliga a escoger qué sendero tomar si no quieres estrellarte.

Era de la idea que había gente que conocía para qué había nacido, cuál era el propósito de su existencia, su verdadera pasión. No necesitaban manuales, ni exámenes que les guíen.  Yo me consideraba de ese grupo. Nunca tuve deseos de mirar otros lados, jamás hojee un libro de medicina, ni intenté de convencer a nadie con argumentos practicando la abogacía.

Al filo de la grada, analizando modelos que se preparando para competir, soñaba con algún día convertirme en algo más que un espectador. La ansiedad me consumía. Necesitaba sentir la adrenalina correr por mis venas, sufrirlo en carne propia, vibrar aferrándome a un volante. Contaba los días para que el calendario me liberara del puesto de ayudante de mecánico.

Quería dar un salto en ese mundo que hasta esa noche se reducía a pasar los miércoles en la casa de la velocidad, coleccionar coches del tamaño de mi mano y hacer un sinfín de preguntas mientras ayudaba a papá a prepararse. Ignoraba con estilo la creciente molestia de mamá que veía cada vez veía menos favorable mi adicción por las carreras. Nunca la escuchaba. ¿Quién lo hace cuando lo cree saber todo? Sobre todo cuando alguien alimenta esa ambiciosa idea.

Papá apoyaba siguiera sus pasos. En todos mis recuerdos siempre hay algo de esas noches. Su risa al verme asustado por el ruido del motor en una pica, sus bromas por escupir la cerveza que me ofrecieron sus amigos, su mirada cuando ganaba sus apuestas. A veces me gustaría lograr separar su imagen de lo que nunca podré ser, pero es imposible, no hay Emiliano sin esa carrera, sin esa noche.

Siendo honesto no sé si hay Emiliano, al menos no el que me gustaría.

Acababa de graduarme de preparatoria. Pasamos la tarde celebrando con mamá en el centro de la ciudad. Papá consideró imperdonable perdernos la competencia de esa noche, así que pese al fastidio de mamá, nos despedimos de ella prometiéndole no cometer locuras.

Le mentí sin saberlo. Lo que más duele de fallar es decepcionar a quienes confiaron en ti. Ojalá pudiera pedirle perdón, lo he intentando un centenar de veces, pero cada que comienzo se esfuma mi valor. 

Las palabras se pierden como aquel vehículo que atravesó el cuarto de milla dejando a su paso una nube de humo y un corazón resonando como tambor de guerra. El grito del motor se mezcló en mi cabeza con los gritos frenéticos de extraños y los latidos golpeteando mi sien. Una inyección de adrenalina que me ponía eufórico, dotaba mi joven vida de esperanza.

Debo admitir que lo que más extraño de aquella etapa era la facilidad con la que soñaba. No necesitaba motivación, cualquier chispazo servía para iniciar un incendio. Por desgracia, la llama se disparó y cuando le echaron tierra a la fogata para controlarla jamás volvió a encender. 

No se rían, pero en medio del fuego que desprendían algunos modelos, cegado por las luces del autódromo, con el corazón desbordándose de ilusiones pensé que esa noche era la mejor de mi vida. Llamémosle inocencia, siendo tan joven imaginé que tener simple convicción bastaría para lograr todo lo que me propusiera. No consideraba las vueltas de rueda que hacen de la vida una verdadera pista de obstáculos.

Los peligros te acechan cada día. No se declara ganador el que cruza la línea, sino el que soporta entero hasta el último segundo. Creo que dentro de mí sabía que algo estaba mal, sin embargo,  era un murmullo tan suave que fue casi imposible escucharlo entre tanta gente moviéndose de un lado a otro. El presente me envolvió haciéndome olvidar que tener cuidado hoy es la estrategia para vivir un mañana.

—Eso, Emiliano, es lo que es correr, no jugar a los carritos —repitió admirado. Mi papá no había dejado de hablar de un piloto que había roto un récord. Parecía que se había enamorado de él. Yo no hacía más que asentir con una sonrisa, pues cuando dictaba una opinión ni Dios podía hacerlo cambiar. Le di un trago a la cerveza ahogando una carcajada al verlo buscar las llaves en sus bolsillos.

Quiso preguntar dónde demonios las perdió, pero antes de hablar se las arrojé por sobre el cofre. No quedó ni cerca. A pesar de estar tan cerca terminaron en el suelo. Esa fue la primera señal.

—¿Si puedes conducir? —le pregunté porque lo veía un poco torpe. No era el maestro de la puntería, pero sí había pasado el primer nivel—.  Puedo llamar a Miguel, estará impaciente porque alguien le pida una corrida —dije recordando hoy empezaba su servicio de taxi.

—¿Qué? ¿Piensas que al igual que tú a mí se me sube con una? —se burló de mi preocupación. «Sí, tal vez exagero». Papá había tomado en la escala de confundir un hámster con un conejo, no un elefante y un tráiler—. No pienso dejar esta belleza varada—alegó divertido dándole un pequeño golpe al amor de su vida.

Ese coche era su bien más preciado. Tenía la impresión que prefería arrancarse un brazo a abandonarlo, cargarlo en la tempestad antes de que alguien le hiciera un rasguño. Quise decirle que nadie se lo robaría, de hecho me divertía la idea de que alguien se atreviera a llevárselo con la pinta que tenía, pero lo olvidé cuando un mensaje me robó su atención. Saqué el celular de la chaqueta observando mi última notificación. Una sonrisa idiota se me escapó.

Sabrina
¡Hola! ¿Dónde andas? 😃

Emiliano
Vine al autódromo con mi papá 😎🚗. Ya vamos de salida para mi casa 😃. Debiste venir. Me tomé una fotografía con un Ferrari que expuso uno de los competidores. Mañana te la mando porque la tiene mi papá, aunque anda tan mal que quizás pueda colarla en un programa de Expediente fantasma. Lo cual es una buena noticia. Si no triunfo como piloto puedo ser un espíritu chicharrero.

*Chocarrero.

O chicharrero también 🤔.

Sabrina
Estás loco. A mí no me gustan esas cosas 😂. Hablando de otros temas, ¿mañana vendrás a mi casa? Te tengo una sorpresa ❤.

Extraño esa época donde no tenía que esforzarme para ser feliz, cualquier mensaje o noticia lo lograba. Tenía todo lo que podía desear. Un corazón que se desborda de ilusiones, sueños que parecían realidades, amor de quienes amaba.

Otra de esas sonrisas tontas apareció en mi rostro por arte de magia. Lo que tuviera preparado no me interesaba, con verla ya tenía suficiente motivo para esperar el sol saliera. No me culpen, estaba en la ciega etapa donde creía que el amor lo podía todo. Tan tonto que imaginaba que cuando alguien te decía que te amaba era verdad, que implicaba quererte pese a las dificultades, que lo que estaba dentro de ti lo era la razón para mantenerlos a tu lado.

Observé a papá concentrado al frente. No sabía cuanto le quería hasta que me hizo falta. 

—Lo he decidido. Voy a ser piloto de carreras —dicté con convicción. «La diferencia entre los sueños y la realidad es la determinación para transformarlos». Estaba dispuesto a sacrificarlo todo para lograr. El corazón me latía a cien por hora. 

—Quiero que lo cumplas y luego andes con tus cosas, eh —bromeó despegando la mirada apenas un segundo del camino. No me molestaba, entendía sus dudas, le demostraría de lo que era capaz.

—Te doy mi palabra —aseguré—. Me convertiré en el mejor piloto, correré en la fórmula 1. Aún no sé cuánto tardaré, pero no me voy a rendir. Vas a ver a tu hijo un día en el podio —decreté. No había algo que deseara más que hacerlo sentir orgulloso.

Él era mi héroe, en lo que me deseaba convertir. Pasé toda mi infancia y adolescencia a su lado. Nunca le oculté nada, con él no había secretos, no existían silencios. Siempre aposté me quería como nadie. La mayoría de mis amigos tenían una mala relación con sus padres, en cambio yo me consideraba afortunado por sentirme tan seguro de su cariño. Éramos inseparables. 

Él me dedicó una mirada que gritaba confiaba lo lograría. Nadie hubiera dudado tenía fe ciega en mí. Quizás ese fue el lío, andaba a oscuras y se perdió. Nunca olvidaré esa expresión porque esa fue la última vez que pudo sostenerme la mirada. La última vez que en sus ojos hallé amor. La tengo clavada en el cerebro, en el rincón de la vida que perdí. No he podido arrancarme ese instante que pareció una eternidad antes de que el ritmo se acelerara hasta hacerlo imposible de procesar.

El mundo que conocía perdió el sentido igual que el coche al abandonar el carril. Por inercia me cubrí el rostro al percatarme del camión frente a nosotros. Me arrepentí de tantas cosas en aquel segundo, mi mente se llenó de amargos hubieras. Los lentos reflejos de papá a causa de la peligrosa combinación de la edad y el alcohol no reaccionaron a tiempo. Sin pensarlo giró el volante intentando aligerar el impacto. El automóvil buscó su salvación hallando su condena.

La vida se detuvo. Todos los capítulos desfilaron dándome una última probada de libertad. Todo se mezcló volviéndose confuso. El corazón jamás volvería a latir con el mismo frenesís. De mis manos escapó la rienda del camino, ni siquiera entendí el porqué. La carrocería se hizo pedazos con el golpe de lleno contra el muro. Un dolor insoportable me atravesó de punta a punta al mismo tiempo que la oscuridad me tragó entero para escupirme en otra realidad.

Me gustaría decir que esa noche fue la peor noche de mi vida, pero mentiría. El infierno estaba a punto de comenzar para mí.

Aquí conocemos un poco de la vida de Emiliano antes del accidente. El próximo sábado volvemos a encontrarnos con todo el club. No se pierdan el capítulo, habrá novedades y sorpresas de todos los integrantes . Amé escribirlo y estoy emocionada porque lo lean.

Un agradecimiento especial a todas las personas que después de leer El club de los valientes le dieron una oportunidad a El club de los cobardes. Gracias por estar aquí 

Les quiero mucho.

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