Capítulo final (Parte 1)
La tierna risa de Pao me hizo sonreír mientras contemplaba su lucha contra una impaciente Lila que no dejaba de moverse. Tras unos minutos entendió sería imposible ganarle, negó derrotada y la alzó del suelo para entregármela.
—Sostenla —me pidió risueña para acomodarle su moño en el cuello. La estudió a detalle hasta que a su gusto quedó perfecta. Sonrió orgullosa—. Estás tan guapa —la felicitó.
Pao se había esmerado en bañarla, peinarla y arreglarla para que estuviera presentable ante las visitas. Yo no estaba tan seguro de que el resto lo notaría, pero Pao se tomó muy en serio su papel de anfitriona. Cuando estuvo lista volvió a colocarla con cuidado en el suelo para que anduviera libre por la casa. Siendo testigo de lo emocionada que lucía no pude evitar sonreír.
—Creo que me entró algo en el ojo —improvisé de pronto, llamando su atención, recordando una vieja broma. Pao alzó una ceja extrañada, pero se acercó preocupada a revisarme.
—Quédate quiero —me pidió con tono sereno.
Asentí fingiendo incomodidad y cuando estuvo a una distancia prudente la sorprendí capturando sus labios entre los míos. Esa noche sabían a cereza al igual que su labial. Su dulce sonrisa apareció al entender mi engaño, pero no me reprendió, todo lo contrario, me correspondió con esa alegría desbordante que la caracterizaba.
—Eres un mentiroso —me acusó, arrugando su nariz con ternura, al separarme para verme a los ojos—. ¿No te da vergüenza mentir en Navidad? —me riñó. No, cuando me besaba así no conocía la pena—. Santa Claus no te traerá tu regalo —me advirtió.
—Tú eres mi deseo de Navidad —confesé sincero porque no había otra que deseara más que tenerla conmigo. El comentario le arrebató una sonrisa.
—Pues aquí me tienes —me siguió el juego divertida, retrocediendo para que pudiera verla—. ¿Qué tal? —me preguntó. Mis ojos recorrieron su cabello suelto que rozaba sus hombros, llevaba un vestido rojo grueso hasta su rodilla, apenas ajustado a la altura de su preciosa cintura, con estampado de copos de nieve digno de la ocasión. Los botines le sumaban algunos centímetros, pero aun así lucía adorable.
—Estás preciosa —comenté sin querer guardármelo.
—Aunque me falta el moño —se burló de buen humor, encogiéndose de hombros.
—Da igual —le resté importancia—, de todos modos pensaba quitártelo junto a todo lo demás —confesé. Pao soltó una risa nerviosa, sonrojándose de pies a cabeza. Sonreí al verla acortar la distancia entre los dos en un chispazo, cubriendo mi boca.
—¡Emiliano! —me regañó. Echó la mirada a todos lados comprobando nadie nos había escuchado, lo que era imposible porque estábamos solos—. No digas esas cosas.
—¿Quieres que me calle? —pregunté riéndome de su pánico. Ella asintió con una risa adorable—. Conozco un perfecto método —adelanté.
Alzó una ceja confundida hasta que mi mano la haló para volverme a encontrarme con su dulce boca. Sonrió sobre mis labios que la besaron como tanto me gustaban. La sostuve de la mejilla mientras me perdía en su cálido aliento. Quise abrazarla, pero ella me detuvo riendo.
—Emiliano, la fiesta —me recordó risueña haciendo uso de su fuerza de voluntad, apartándose. Asentí con torpeza. Sí había olvidado ese detalle—. Será mejor que vaya a la cocina para ver si está todo listo —mencionó.
—Dejé todo preparado —le avisé para que no se preocupara por eso.
Ella asintió tranquila de que me ocupé de lo más importante, calma que se disolvió de golpe al escuchar el sonido de la puerta. Reí sin evitarlo ante su tierna reacción. Pareció estar tentada a ponerse a saltar de la alegría sobre el sofá.
—¡Ya llegaron! —celebró emocionada planchando su vestido, revisando todo estuviera en orden, antes de ir a recibirlos. Lila ladró, contagiada por su energía, echándose a correr tras ella. Negué con una sonrisa. Ese par era demasiado para mi corazón.
Aposté que los invitados se tratarían de Arturo y Miriam, que desde que se convirtieron en padres eran los primeros en llegar y marcharse. No me equivoqué, lo comprobé cuando contemplé entrar a la pareja empujando una carriola doble que tenía un lugar vacío porque Arturo llevaba en sus brazos a una de las bebés. Si no me fallaba la vista debía ser Ashley, que tenía el cabello más oscuro que su hermana. Era impresionante lo rápido que crecían los niños. Eso sonó como mi mamá.
—¡Qué alegría que estén aquí! —Escuché a Pao tan entusiasta cuando le dio un enorme abrazo a Miriam. Ella sonrió sobre su hombro correspondiendo a la muestra de afecto.
—Estás guapísima —la felicitó con una sonrisa. Pao se mostró levemente tímida por el halago, pero pronto lo dejó pasar—. Y tú muy apuesto, Emiliano —añadió a la distancia, fijando su atención en mí, mientras acomodaba la pañalera. Ahora siempre llevaban una tienda consigo.
—Esas fueron las palabras exactas que usó el doctor cuando me vio nacer —bromeé acomodándome el cuello del abrigo. Miriam negó con una sonrisa.
—Gracias por invitarnos, porque eso de cocinar y cuidar dos bebés no es de Dios —comentó Arturo divertido, aunque posiblemente hablara en serio. Comparando a la niña en sus brazos fue fácil saber que eran idénticos, especialmente por los ojos color avellana.
—¿Qué puedo decirles? En realidad, me gusta más ir de colado, pero ya me tocaba —acepté de buen humor.
Y qué mejor momento que ese, en el que me sentía tan feliz. Tenía un hogar, una madre maravillosa a la que le debía tanto, Lila que alegraba mis días, mi preciosa Pao que era la razón de mi alegría. Tenía el carnet que juré jamás conseguiría, un montón de planes a futuro después de haber sobrepasado todos mis nunca, había vencido todos mis límites. Había alcanzado todo lo que jamás creí lograría. Había vencido todos mis viejos temores. Era feliz y me sentía valiente, pleno, libre, completo.
—Son tan hermosas —mencionó enternecida Pao al asomarse a la carriola.
Aliz que ya la conocía alzó sus brazos para que la cargara. Ella le dedicó un vistazo a Miriam que sin palabras le dijo que se animara. Eso bastó para que encantada la acurrucara con ternura sobre su pecho. Había un brillo especial en sus ojos que me hizo sonreír. Me sentí orgulloso al entender estaba sanando cuando la imagen no me causó conflicto. No podía hacerlo cuando Pao lucía tan feliz, era tan importante para Miriam y Arturo, y era capaz de ver la puerta abierta también para mí.
—Qué te digo, mis hijas son las más bellas del mundo —mencionó Arturo, inflando su pecho de orgullo—. No le digan a Alba que dije eso —pidió enseguida, temiendo por su seguridad.
Miriam mordió su labio para no reír.
—Y eso que no han visto los míos —advertí contento. Pao me miró alarmada, tomando asiento ante la impresión. Miriam pasó la mirada de uno a otro, asombrada—. Con estos genes es evidentemente que serán increíbles. Para portada de revistas —aclaré para no confundirlos con mis palabras, riéndome.
Miriam volvió a respirar y yo solté una carcajada ante su sobresalto. Arturo también se rio de su esposa, aunque apenas un instante porque podía ser torpe, pero no estúpido.
—¿Quieres cargarla? —me propuso, quizás para no excluirme o tal vez porque se le comenzaban a dormir los brazos. Negué, sin pensarlo.
—No, gracias —respondí—. Estoy seguro que no hay un lugar en el que corra más peligro que contigo —mencioné. Así que para qué cambiar la costumbre.
Arturo no se ofendió, sonrió divertido sin llevarme la contra. Su hija que cada vez era más avispada lo imitó sin saber por qué.
—Pero eso se acabó —declaró—. Ahora tengo esto... —anunció, inclinándose para liberar algo de la bolsa trasera de la carriola. Por su nulas habilidades Ashley casi terminó en el piso. Gracias al cielo la sostuvo con fuerza con su brazo y Miriam intervino, pidiéndosela para cuidarla por su cuenta.
Noté entonces que ella, al igual que Venado, no tenían miedo al peligro porque en lugar de valorar la seguridad que le daba su madre, la bebé impaciente extendió sus manos en dirección de Arturo, dejando claro quería volver junto a su atolondrado padre. Aunque intenté retenerla se me escapó una risa al ver a Arturo ajustarse la cangurera a la altura de su pecho. Miriam siguiéndole el juego lo ayudó a acomodar a su bebé para mostrarme el resultado.
—Problemas resueltos —destacó. Wow, padre del año, aplaudí su hazaña.
Fue una pena que le dudara tan poco la sonrisa porque comenzó a llorar sin hallarse en aquel sitio. Él cayó en pánico, pero Miriam mantuvo la calma, poco tardó en buscar algo para entretenerla en su infinito bolso. Eso debía ser mágico. Aprovechando que estaban sumidos en su labor de padres empujé la silla hasta la sala donde estaba Pao con Aliz en su regazo. Alzó la mirada, sonriéndome para mostrarme lo tierna que lucía.
Honestamente no era un fan de los bebés de meses, pero Pao jugando con una despierta Aliz que estaba encantada con sus mimos era una imagen a la que no pude ser indiferente. Al menos hasta que al acercarme sus diminutas manos se enredaron a las correas de mi abrigo y las haló con fuerza cerrando el cuello. Pao se echó a reír como si fuera muy divertido que un mini humano intentara ahogarme.
—Eso fue intento de homicidio —alegué fingiendo dolor mientras me acomodaba el abrigo luego que Pao me ayudó a que me soltara. Ya decía yo que sacarían eso de Arturo.
Pao siguió riendo, la tomó en sus brazos para ponerla de pie sobre sus piernas. La tierna risa de Aliz resonó cuando comenzó a saltar.
—Emiliano es un dramático —le habló cariñosa. Aliz no dejaba de reír aunque no entendiera nada. Abrí la boca ofendido ante el adjetivo—. Pero es lindo, terminarás amándolo, a todos nos pasa —le aseguró.
Quise defenderme, pero acabé riéndome cuando Pao la acercó a mi cara. Sus enormes ojos se fijaron en mí antes de que sus manitas me tomaran de las mejillas. Sonreí porque era un hecho extrañamente adorable.
—Cuidado con eso, que es mi principal atractivo —dije refiriéndome a mis hoyuelos. Pao rio con dulzura antes de soltar una carcajada cuando en su tour por mi cara me dio directo en el ojo—. Esta niña será un peligro —concluí.
Tanto como la que tocó a la puerta.
Miriam al vernos concentrados indicó que ella podía abrir, aunque con el grito que pegó Tía Rosy al abrazarla no supe si se arrepentiría de su ofrecimiento.
—¡Ya llegó por quien lloraban! —anunció a todos pulmón abriéndose paso como toda una celebridad. Reí al leer la leyenda impresa en su camiseta: Cuerpo delgado y billetera gorda, no te confundas, Santa. Ella fijó sus ojos oscuros en mí y Pao—. ¿Qué pasó, mi moreno? —nos saludó antes de revolver el poco cabello de Aliz—. Gracias por invitarme a su pachanga.
—No fue...
—Todo muy lindo, nada más faltan unos buenos cumbiones —opinó dándole un vistazo al árbol que habíamos decorado mamá, Pao y yo—, pero no te preocupes, que de eso me encargo yo —dictó. Pao me miró horrorizada. Apuestos que pensó que a las cuatas les quedaría increíble su uniforme de rayas en los separos.
Arturo ya ni siquiera hizo un esfuerzo por esconder a Ashley de Tía Rosy, a estas alturas sabía que se le daban bien los niños y no la lastimaría. O tal vez, teniéndola atada al cuerpo no le quedaban muchos caminos.
—Pero mira que tenemos aquí, a las venaditas —añadió agachándose un poco para quedar a la altura de su cara. Ashley sonrió ante sus muecas y en su fiesta alzó sus brazos soltando la pelota que tenía en su mano dándole directo a la cara a su papá. ¿Me reí? Claro que sí—. Se nota que les van a encantar los problemas, igual que al papá —comentó jovial mientras Miriam le revisaba el ojo a Arturo.
—A mí no me gustan los problemas, a los problemas les encanto yo —la corrigió siendo más específico.
—¿Y ya les compraron sus regalitos? —curioseó. Yo no sabía si tendría mucho sentido, aunque les dieran un palacio ni lo recordarían. De todos modos a Miriam se le iluminó el rostro.
—Arturo les ha comprado un montón de cosas —le platicó entusiasmada. No lo dudé, Arturo era un mal administrador, pero un buen padre, porque siempre que tenía dinero compraba algo para ellas.
—Y también les tenemos otra sorpresa...
Miriam lo silenció, colocando su palma sobre sus labios para que no lo soltara. Dibujó una falsa sonrisa fingiendo nada pasaba. Me pregunté qué esconderían.
—También les trajimos regalos a ustedes —anunció para cambiar de tema y desviar la atención. Funcionó. Tía Rosy mandó todo al diablo.
—¡Por eso me caen tan bien! Porque no son nada tacaños —festejó.
Arturo hubiera agradecido el halago de no ser porque lo abrazó, cuidando no lastimar a la bebé, con tal fuerza que cualquiera pensaría quería quebrado un hueso. En una de esas hasta sacarle un pulmón porque pareció dejarlo sin aire. Arturo, que daba la impresión que esa noche no solo vería al Niño Jesús, sino al mismísimo San Pedro, volvió a respirar cuando alguien tocó a la puerta.
No sé si fue el alivio, o la alegría, pero sonrió como si se hubiera ganado la lotería cuando notó de quién se trataba. Alba y Álvaro, acompañado de un hiperactivo Nico, llegaron junto con la madre de ella. Cuando me comentó que pasarían la Navidad en su casa para no dejarla sola propuse la unieran al grupo. Tal parecía que tras la muerte de su esposo se había amparado mucho a la compañía de su única hija.
—¡Ya llegaron los ricachones! —vociferó Tía Rosy—. Espero que trajeran regalos porque ustedes excusas no tienen —les advirtió.
—¿Usted qué trajo? —preguntó Álvaro adelantando la respuesta.
—La diversión, mijo —expuso señalándose entera—. ¿Te parece poco?
—No, que va, todo lo contrario —le dio la razón.
Para él eso era más que suficiente, mucho más.
Su esposa alzó una ceja al encontrarse con Arturo. Se cruzó de brazos analizándolo sin reparo, su cabellera roja se agitó al ladear la cabeza.
—¿Cuántas veces se te cayó antes de que te decidieras a comprar eso? —curioseó. Arturo se echó a reír asumiendo era una broma. Alba permaneció inmutable dejando claro hablaba en serio.
—Dos —confesó. Ella escondió una sonrisa mientras negaba con desaprobación—, pero fueron de la cama así que no les pasó nada grave —aclaró—. Tal parece que son más fuertes de lo que aparentan.
Lo eran, lo descubrí cuando Nico se dejó caer en el sofá, al costado de Pao, para abrazarla con cariño. En un par de años dejaría de ser un niño para convertirse en un adolescente, pero aún tenía la misma cara de cuando lo conocí en aquella fiesta de cumpleaños.
—¿Dónde dejaste a tu primo? —le pregunté.
—Celebrando con su mamá y hermano —nos contó—. Nos invitaron, pero quedamos de pasar mañana para celebrar la Navidad con ellos.
—¿También el idi... Idealista de Guillermo? —cambié el adjetivo ante la mirada de Pao que me recordó debía cuidar mi lenguaje.
—Sí —respondió animado—. Mi abuela, mamá, Ro y sus dos hermanos junto con Valentín y Hectorín —enumeró sin querer olvidar a nadie. Chasqueó los dedos, reprendiéndose por tal despiste—. Y el señor Casquitos —añadió—. Todos juntos como una familia.
Familia. Dándole un vistazo a todas las personas distribuidas por la casa descubrí que en cierto modo lo éramos. Era tan extraño que siete extraños sin nada en común, más allá de un corazón roto, fuéramos capaces de conectar al grado de hacernos parte de nuestro día a día. Habíamos desarrollado una fuerte y peculiar amistad que sobrevivió a los obstáculos que se presentaron. Todos habíamos cambiado, apenas podía reconocer a las personas que se sentaron en aquella mesa en el boliche, pero eso no debilitó nuestro lazo, todo lo contrario. Ser testigo de cada una de nuestras caídas y victorias nos hicieron más consciente de la suerte que teníamos. Éramos seres humanos imperfectos y rotos, pero lo suficientemente valientes para superar la cobardía y el rechazo.
Sonreí de forma automática cuando deslumbré a un elemento importante de mi familia. Mi madre saludó a Miriam antes de encontrarme. Había acompañado a mi madrina a su rosario, la prueba estaba en la bolsa de dulces que llevaba en la mano.
—¿Te envío algo para mí? —la saludé. Es decir, era su ahijado, cualquier cosa era bueno, un automóvil, un terreno, ya sin ser muy exigente un viaje a Las Vegas.
—No —respondió rompiendo mi corazón—. Dijo que solo habría para los presentes y niños —compartió su nueva política.
—Vaya, vaya... —murmuré afilando la mirada. Debí llorar más fuerte mientras me sostenía sobre aquella pileta de bautizo—. Con que esas tenemos.
Nico rio ante mi recelo antes de recibir gustoso la bolsa que mamá le tendió para que tomara lo que más le gustara. Se llevó su tiempo escogiendo, el suficiente para captar la atención de Aliz que como buen bebé quiso apropiarse de todo a su paso.
—No, no, no —le dijo Pao antes de que atrapara una paleta. Aliz pintó un puchero ante el desencanto, me preparé para ir por mis audífonos, pero el llanto no llegó. Pao logró distraerla mostrándole a Lila que también tenía un interés particular por saber quién le robaba su amor.
—¿No podrías darle un chocolate? —curioseé. No parecían demasiado peligrosos—. ¿O también le da diarrea como a Lila? —pregunté sin tener la menor idea sobre dietas de humanos en pañales.
—No lo sé —admitió—, pero no me arriesgaré a menos que Miriam me lo diga —expuso sin querer cometer un error.
—Nótese que dijiste Miriam, no Arturo, porque si alguien sabe menos que nosotros es él —bromeé. Pao me reprendió con una mirada, pero terminó escondiendo una sonrisa.
—Además, aún no tiene todos los dientes —argumentó.
—Puede derretirlo en su lengua —mencioné una increíble explicación que debió darme varios premios en ciencia.
—Emiliano...
—Admite que es una buena idea.
—No, no lo es...
—Genial, ya están peleando sobre temas de crianza y el bebé ni siquiera es suyo —se burló mi madre de nuestro debate.
—Cuando sea mío y se parezca un poco a mí el mundo enloquecerá —pronostiqué.
—La primera en hacerlo seré yo —soltó mi madre, asustada—. ¿Te imaginas un mini tú que tenga tu sentido del humor, conozca tus chistes y además nunca se ande quieto?
—No, gracias —contestaron mi madre y novia al unísono, estando de acuerdo.
—¿Por qué mejor no dicen que me odian? —lancé fingiendo un gran dolor. Pao rio ante mi lamento—. Rechazado por las dos mujeres que más amo en el mundo —recité. Hasta Aliz se rio de mí—. ¿Por qué las mujeres están en contra de mí? —reformulé.
—Yo tengo una larga lista para eso —contestó divertida Alba haciéndose espacio en el sofá, abrazando a Nico con cariño.
Estoy seguro que la hubiera leído de principio a fin de no ser porque Pao le pidió se encargara de Aliz para revisar quién tocaba la puerta. Apuesto que es una mujer policía. La bebé que debía considerar a Alba su tía, porque la veía a diario y tenía una gran cercanía con sus padres, enredó sus dedos de salchicha en sus mechones rojizos, ganándose una de las poco vistas sonrisas de la pelirroja. Si yo hubiera hecho eso no tendría dientes.
—Emiliano... —La dulce voz de Pao me sacó de mi aletargamiento cuando volvió. Le sonreí preguntándole sin palabras qué sucedía, no me dio detalles, pero por la manera en que su pie golpeteó nerviosa el piso adelanté no eran noticias fáciles—. Alguien quiere verte.
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