Capítulo 36 (Parte 1)
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—¿Qué es tan gracioso?
Pao no pudo contestar, ni siquiera me escuchó, su tierna risa fue lo único que hizo eco en esas paredes cuando le entregué la lista de invitados. No recordaba haberla visto antes luchando por respirar a causa de un chiste. Me hubiera encantado acompañarla, de entender. Supongo que notó mi genuina confusión porque se compadeció de mí e hizo un esfuerzo por tranquilizarse. Respiró hondo para aclarar su voz.
—Eres tan tierno, Emiliano —respondió con algunos rastros de risa en sus labios. Eso no ayudó, de hecho me pareció todo más confuso. Alcé una ceja. Ella intentó mirarme a la cara, pero eso solo reavivó su alegría incontrolable, volvió a esconder su rostro en mi pecho. No se resistió a soltarlo—. ¡Invitaste a Hectorín a la despedida de soltero!
«Ah, era eso», pensé, meditándolo. Ya decía yo que tendría una explicación.
—No conozco a muchos amigos de Álvaro —argumenté. Sí, era un poco raro tener a tres niños en la lista, pero en mi defensa Álvaro no tenía muchos amigos, ni familia. Casi busqué el nombre del partero que lo vio nacer con tal de llenar la hoja. Además, según sus propias palabras, tras el descalabro de Arturo, dijo que quería una fiesta normal. Solo Dios sabía qué significaba. Pao apretó sus labios, esforzándose por no reír cuando se encontró con mi mirada al elevar la suya, tenía las mejillas sonrojadas.
—No es un juicio, de hecho, me parece adorable —aclaró con la respiración más controlada. Adorable no era la palabra que buscaba, pero qué más da—. ¿Qué tienes planeado? —curioseó risueña, entrelazando sus manos sobre mi hombro para apoyar su mentón.
—¿Para qué te lo cuento? Terminarás riéndote de mí —mentí, fingiendo haberme ofendido. La dulce risa de Pao acarició mi rostro, escondí una sonrisa, manteniéndome en mi papel.
—Aww... ¿Estás enfadado? —preguntó con un mohín.
—Me rompiste el corazón, Pao. No creo que puedas repararlo —admití serio, encogiéndome de hombros. Callé un instante—. Aunque... Puede que sí exista una forma —murmuré astuto. Elevó una ceja sin captar la idea hasta que me acerqué a su boca.
Pao no se resistió cuando mis labios buscaron lo suyos, a cambio me regaló un beso que me hizo olvidar cualquier problema. No sabía cómo lo lograba, pero siempre era un placer perderme con ella. Fue corto, casi fugaz, al querer colocar mi mano en su mejilla me detuvo con una sonrisa.
—Tampoco te pases de listo, que solo me reí —dijo juguetona dándome un suave empujón. Sonreí ante su recelo, la contemplé revisar concentrada la hoja donde había apuntado mis ideas, sentada a mi lado. Me pareció tan bonita que no aguanté las ganas de abrazarla. Soltó una risa al sentir mis brazos rodeándola, pero cuando quise darle un beso volvió a echarme atrás—. Emiliano, nos verá tu mamá —me regañó divertida, bajando la voz.
No lo haría, pero después del incidente anterior cuidaba mucho las muestras de afecto frente a ella, apenas nos acercábamos si estaba presente. No me creyó cuando le aseguré que no le había dado importancia, así que estaba prohibido cruzar la línea si se hallaba en casa. De hecho hasta nos despedíamos con un ademán como si cursáramos tercero de preescolar.
—Ya que no quieres darme amor, acepto ideas —propuse, porque más allá de quién acudiría no tenía nada planeado, solo ideas vagas o tonterías que no creí funcionarían.
—Emiliano, si alguien sabe menos de lo que se hace en una despedida de soltero soy yo —reconoció. Tenía un punto, pero mi imaginación no era buena comparada con la suya.
Pao me sonrió con ternura mientras yo garabateada entretenido en la hoja, fingiendo anotar opciones cuando en realidad dibujaba una caricatura de mí mismo. Sonreí orgulloso del resultado, me había quedado muy bien. Ella se asomó antes de quitarme la pluma para delinear un piano sobre mi cabeza. Solté una carcajada por su respuesta.
—Que sádica. Ya decía yo que escribías horror —la acusé disfrutando de su faceta traviesa. Esa tarde Pao estaba de muy buen humor y me gustaba verla de ese modo, lograba contagiarme.
—No te presiones —me animó—, piensa en esto como en una celebración. Álvaro es una persona sencilla, compresiva y amable, lo que le des lo valorará como un bonito regalo —recordó con una dulce sonrisa—. Todo saldrá bien, Emiliano —repitió dándome un beso inocente en la mejilla. Le dediqué una sonrisa ante su regalo, aunque no estaba tan seguro de su argumento. Solo esperaba tuviera razón.
Desde antes de comenzar sabía sería un desastre. De hecho se lo advertí a los otros cuando les pedí se pasaran por mi casa. No esperen nada, literalmente, escribí, amparándome a ese viejo refrán que dice sobre advertencia no hay engaño. Pensé que teniendo expectativas tan bajas las posibilidad de error eran mínimas, pero olvidé seguían existiendo. Lo comprobé al ver a Arturo echándole aire a las tímidas brasas del asador que en lugar de extenderse agonizaban.
—¿Estás seguro que sabes prenderlo? —dudé con una mueca extraña. Álvaro compartió la expresión confundida al ver a su amigo asomándose para ver si su tarea tenía éxito. Nada, estábamos peor que al inicio, y eso era mucho. Al menos al principio teníamos esperanza y ahora solo quedaba el hambre.
Habíamos organizado una carne asada en la parte trasera de mi casa. En Monterrey solían hacerse cada fin de semana, en partidos, cumpleaños, Navidades, año nuevo, porque el vecino se cayó de la escalera, porque sobrevivió... Cualquier ocasión era buena, cuando se trata de celebrar sobran las excusas. En pocas palabras, en la ciudad preparábamos el asador con más respeto que la tesis.
La idea inicial era que yo me encargara, porque ninguno de los otros, por extraño que parezca, ¿cómo podían hacerse llamar regiomontanos?, sabía. Sin embargo, no se los mencioné porque cuando Arturo propuso hacerlo creí sería una buena idea, si no funcionaba al menos se convertiría en un espectáculo que añadiría un poco de diversión. Él siempre le daba el toque de humor. El lío es que dejó de ser gracioso después de media hora con el mismo panorama.
—Si quieres yo...
—Claro que sí —aseguró intentando defender su honor, pero fallando estrepitosamente cuando la única zona carmesí comenzó a apagarse—. Lo que le falta es un poco de... —Miró en todas las direcciones, intentando hallar una solución hasta que reparó en una botella—. ¡Esto! —resolvió chasqueando los dedos, como si lo hubiera recordado.
—Sí, bueno, sobre...
Sin embargo, no me dejó ni terminar. Sin esperar respuestas echó el aceite directo provocando tremendo chispazo que casi nos dio un viaje al infierno. «¡Dios, me portaré bien!... O más o menos», pensé al cerrar los ojos ante la intensa e inesperada llamarada que alumbró todo el lugar. Hasta consideré que saldríamos en las noticias, pero lo descarté enseguida, porque por suerte, y gracias a los rápidos reflejos de Álvaro, logró halar a Arturo justo antes de que terminara siendo parte de la carne asada. Estoy seguro que en otro escenario me hubiera reído de la cara del hermano de Álvaro que detrás de la mesa, con una cara de horror, debió pensar estábamos en medio de una matanza apocalíptica. Claro que me hubiera carcajeado, de no ser porque lo que estaba a punto de ser consumido por el fuego era mi propiedad.
—¡La antorcha humana! —gritó Nico emocionado pensando que incendiar mi casa era parte del espectáculo.
—¿Estás bien? —preguntó Álvaro, centrándose en lo importante.
—En mi defensa, yo no soy de aquí —se justificó Arturo alzando ambas manos siendo testigo de su desastre. Por suerte la llama descendió tan rápido como creció, impidiendo se saliera de control. Suspiré aliviado antes de arrebatarle las pinzas. En sus manos eran peligrosas. La vida misma era un riesgo con él de acompañante.
—¿Eso puede ser considerado intento de homicidio? —consulté divertido al amigo de Álvaro, que si no me fallaba la memoria era abogado, solo para ponerlo nervioso.
No solo había invitado a Hectorín, Nico y Valentín a la fiesta, aunque el último pareciera estar ahí solo para curiosear en su celular y luchar con sus ganas de convertirnos en tendencia de humor, sino también a Mauro y Guillermo. Aunque supuse que cuando Álvaro le comentó a su hermano que se uniera a la fiesta imaginó se trataría de una cata de vinos o un concierto privado de Andrea Bocelli, definitivamente desconocía a dónde había ido a parar. De hecho al principio me pregunté si le caería mal o siempre tendría esa expresión de fastidio en la cara. Mi conclusión fue que venía mal de fábrica.
—Aplicar el término intento de homicidio, depende de muchos factores... —admitió Mauro, que aunque se mantuvo serio, estaba claro solo me estaba siguiendo el juego.
—Con eso basta, no fue un no directamente —festejé, distraído en arreglar el desastre que había dejado el tapatío—. Escuchaste, te tengo en mis manos, venado —le amenacé divertido.
—Si cada que estropeo algo las personas me tuvieron en su poder permanecería a media ciudad —admitió siendo consciente de sus debilidades. Eso me agradaba de él, a pesar de los tropiezos intentaba sonreír.
—Medio país. —Fue más específico Álvaro. Reí cuando Arturo no encontró argumentos en contra, chocando la cerveza con el ingeniero—. Por cierto, eres bueno —opinó cuando me vio encender el carbón y comenzar a ocuparme de asar lo que estaba preparado sobre la mesa. Pero no pude sentirme orgulloso porque ninguno de ellos sabía, podía estar incendiando la casa y tal vez pensarían era parte del proceso. Es como cuando tu abuelito te dice que deberían darte la Visa solo porque sabes pronunciar Hello.
—Bueno, tengo experiencia —respondí, encogiéndome de hombros—. Mientras otros padres enseñan a sus hijos a leer, jugar fútbol o reparar la licuadora, el mío consideró más útil supiera emborracharme, encender asadores y contar chistes —admití recordando esa época. Una débil sonrisa se pintó en mi rostro siendo presa de la melancolía. Solía repetir que sería yo el que estuviera al mando cuando él fuera mayor, pero se marchó antes—. Él amaba las fiestas —reconocí.
—¿Tanto como Tía Rosy? —preguntó Arturo.
—Dije que amaba la fiesta, no que estaba a dos pasos de entrar a Alcohólicos anónimos. Él tenía otra clase de adiciones... —reconocí con una mueca. Las carreras, la adrenalina, tomar malas decisiones. Como se le daba bien esa última.
—La adicción de mi padre era hacer enfadar a mi madre —mencionó Arturo, antes de darle un sorbo a su bebida.
—Se la heredaste —lo acusé.
—No, en realidad le heredé otras igual de problemáticas —aceptó sin orgullo.
—Piénsalo, no te fue tan mal. Eso de andar chocando defensas de mujeres tiene sus ventajas, quizás no lograbas convencer a ninguna de darte su teléfono, pero podías ligarte a alguien de tránsito de tanto que acababas allá —le hice ver. Arturo escondió una sonrisa.
—Tiene un punto —me apoyó Álvaro.
—¿Y tú, Álvaro? ¿Además, de los millones, qué le heredaste? —le pregunté dándole un fugaz vistazo a su hermano que pareció no hacerle gracia el comentario. Por eso lo hice, me daba risa su idea loca de que los pobres queríamos desbancarlo. Que imaginación, veía mucho Televisa.
—Bueno, siendo honesto, no lo sé exactamente, perdí al mío siendo bastante joven. Tendría unos diecisiete años cuando falleció —contó.
—Vaya, el mío se fue más o menos a esa edad —noté. Agité mi cabeza, me había propuesto que ese día no sucumbiría a la tristeza—. Deberíamos fundar un club sobre eso. Los huérfanos. Suena como una banda de criminales. Me gusta.
—Oigan, yo quedaría fuera —intervino Arturo—. ¿Mauro qué tal el tuyo?
—Murió hace algunos años.
—Por Dios, soy el único con padre aquí —se sorprendió, reflexionándolo. Sí, porque Guillermo siendo menor quedó huérfano siendo un adolescente. Ninguno de los menores corría con mayor suerte—. No sé si alegrarme o preguntarme la razón, aunque estando tan cerca de convertirme en uno no sé si quieres saber la respuesta —adelantó con un ademán antes de que le echáramos más leña a algo que ya lo tenía al borde del infarto.
—Vaya, eres algo así como un animal en peligro de extinción —describí gracioso.
—Qué forma tan peculiar de decirlo —mencionó Álvaro, sonriendo.
—Deberíamos alimentarte —dije riéndome antes de coger una trozo de salchicha que había colocado en el plato y arrojársela. Arturo por raro que parezca lo atrapó, o casi, pero con sus pésimos reflejos fue un avance.
Mi madre solía decir que había que tener cuidado con todo lo que hacíamos frente a los niños porque aprenden rápido, sobre todo lo malo, pero en aquel momento se me olvidó, incluso me pareció gracioso cuando Nico y Hectorín me imitaron, y Arturo que tenía muy buen humor nos siguió el juego. Todo fue risa y diversión hasta que sin aviso Hectorín, con la adrenalina al tope, tomó una cebolla de la mesa y la arrojó dándole directo en su cabeza. Fue tan inesperado el trancazo que Arturo perdió el equilibrio, no pudo ni meter las manos. No supe si reírme al verlo caer al suelo o preocuparme. Volví a respirar cuando noté era una cocida, una cruda le hubiera arrancado la cabeza.
—¿Estás bien? —le preguntó Álvaro al revisarlo. Arturo, en cambio, se sobó el golpazo. Asintió cuando al fin sus ideas comenzaron a fluir. La culpable estaba a su lado, como prueba de su batalla.
—Cuando te pregunte Miriam dile que el hombre que te atacó medía tres metros —le aconsejé colocándole una lata fría de cerveza en la frente para que no le saliera un chipote—. Ahora si tendrás las astas.
—¿En serio su mujer pensará ganó? —dudó Guillermo al acercarse mientras, con ayuda de Mauro y Álvaro, Arturo se puso de pie.
—Claro que pensara ganó, pero una golpiza... Es una broma —aclaré enseguida porque no era momento para chistes, pero siempre se me ocurrían cuando nadie quería escucharlos.
—¿No quieres ir al hospital?
—No, estoy bien. Tengo la cabeza dura —admitió. Conociéndolo debía estar acostumbrado a los golpes.
—Con tremendo cabezazo hasta podrías audicionar para la selección —lo felicité.
—No creo que las Chivas necesiten un suplente...
—¿Quién habló de las Chivas? Hablaba de equipos que sí clasifiquen en esta temporada —me burlé. Mauro que notó mi plan escondió una sonrisa, negando disimuladamente.
—Al menos nosotros no nos fuimos a segunda —defendió él.
—No creo que sea buena idea discutir... —intervino Álvaro.
—Once títulos en diez años —presumí con una media sonrisa.
—Tricampeón de Concacaf —destacó Guillermo al que nadie la había hablado, pero se metió.
—La carne está en su punto... —intentó cambiar de tema, pero era tarde.
Comenzamos, entre el olor a carne y cerveza, una mesa de debate con tanta pasión que cualquiera hubiera pensado éramos expertos en el tema cuando en nuestra vida habíamos pateado un balón. El único partido que habíamos protagonizado era el que se traía la vida con nosotros, donde éramos la pelota. De todos modos, lo bueno de los amigos es que pueden mentarse la madre y tres minutos después reírse a carcajadas. Hasta me cayó bien el hermano de Álvaro, para que se hagan una idea. Al final llegamos a la conclusión que los Sultanes eran los mejores. ¡Viva el perrito Sultán!, pensé divertido y con menos ideas funcionales en la cabeza busqué a Lila y lo que la hallé haciendo me dejó en blanco.
La encontré asomándose curiosa para ver entre Nico y Hectorín, que estaban entretenidos en un tablero de cartón en el suelo. Con los niños uno se descuida un segundo y quién sabe qué brujería están haciendo.
—¿De dónde sacaron eso? —pregunté en voz alta llamando su atención.
—Es de Nico —respondió contento.
—¿Alba te dejó traer el Turista? —dudé con una sonrisa, quién diría que fuera tan permisiva. Pensé que eran de las madres que te revisaban la mochila antes de salir, como la mía. En mi defensa no sabía que los taladros no podían llevarse al colegio.
—No, ella no lo sabe —contestó Nico distraído, con una mano sostenía su taco y con el otro los dados—. Álvaro fue por mí y me ayudó —añadió inocente. Busqué al responsable.
—Era eso o su gato.
—Vaya, serás un padre solapador —le acusé. No lo negó. Aunque a nadie le sorprendió, si alguien tenía madera para ser papá era él. Me pregunté, mientras le daba un trozo de carne sin hueso a Lila, que no había dejado de andar de un lado a otro robando comida y afecto de todos, si con eso se nacía o uno aprendía en el camino—. ¿Alba no te riñe? —curioseé porque siempre quise preguntarle si la diferencia de temperamentos les daba problemas.
—Aunque no me creas, rara vez discutimos.
—Me dio gusto que adelantaras aunque no lo creas. Lo siento, no puedo imaginar a Alba arreglando las cosas con un café cuando usa tan bien esos puños. Pero imagino que si vas a casarte con ella debe tener su lado dulce... A menos que estés en contra de tu voluntad y no sepas cómo escapar. Álvaro, parpadea dos veces si necesitas ayuda —bromeé.
Álvaro sonrió, riéndose de esa tontería, pero al girar la cabeza me topé de frente con Hectorín al que creí le había entrado tierra en el ojo porque no dejaba de batir las pestañas. Estuve a punto de preguntarle si estaba bien, si quería llamara a un médico o psiquiatra, pero no fue necesario, entendí el mensaje cuando extendió su plato.
—¿Me das más? —preguntó con esa voz chantajista que yo usaba con mi madre a los diez. No pude negarme, me había sacado muchas carcajadas, se lo merecía—. ¿Tienes juego en tu celular?
La pregunta maldita de todos los niños desde que descubrieron Snake en Nokia. Negué, pero no prestó atención, tomó mi teléfono que había dejado sobre la mesa. No me preocupé, tenía contraseña. Suerte adivinándola, pequeñín.
—¿Es tu novia? —preguntó a la par, la luz de la pantalla iluminó su curioso rostro.
Reconocí en el fondo de pantalla la sonrisa de Pao. Esa noche acabábamos de salir del cine, después de que la halagaran estaba loca de la felicidad. Fue la primera noche que dormimos juntos.
—Sí, bonita, ¿no? —presumí con una media sonrisa.
—¡Ahora es mía! —dijo abrazándola contra su pecho.
—¡Oye no! Consíguete la tuya.
Rompí sus ilusiones quitándole el teléfono. Valentín que estaba presente en la escena se echó a reír al verme reñir con su hermanito.
—¿Es Pao? —Escuché a Nico, que siendo mayor y más avispado la reconoció apenas la vio, al casi contorsionarse para curiosear—. ¿Pao es tu novia?
—Sí, ella misma —respondí orgulloso.
—¿Pao es tu novia? —repitió sorprendido alguien que estaba atento a la charla. Y luego dicen que las mujeres son las chismosas—. Espera... ¿tienes novia? —dudó ordenando sus ideas—. Segundo, ¿Pao? ¿Hablas de la Pao que nosotros conocemos?
—No conozco muchas mujeres, Arturo. Yo no me ligo a las clientas —le acusé divertido aunque sabía que no lo hacía. Miriam lo mataba.
—En mi vida me he ligado a una —mencionó—. Pero no me confundas que después pierdo de qué hablábamos. Tú estabas hasta el tope por Laura, ¿no? —preguntó confundido—. Y parecía que no iban tan mal, hace un tiempo fueron juntos a una fiesta y, si no me equivoco, parecía que le gustabas, o al menos dio la impresión que sí se animaba contigo —expuso.
—Sí, bueno, es una historia larga... —admití.
—Es una suerte que no tengamos pendientes.
Álvaro también se mantuvo al pendiente, pero él no hizo comentarios.
—Bien, para no hacer el cuento largo le confesé a Laura que me gustaba, lo cual está en mi lista de estupideces más grandes —reconocí para mí. Arturo se asombró por mi naturalidad al decirlo—, y me mandó al diablo —añadí. Eso sí no le sorprendió. Esos son amigos, los que confían en ti—. Pero para ser honesto no me dolió tanto como creí lo haría, pensé que quizás me estaba convirtiendo en todo un macho alfa que no le llora a nadie y que no necesita a Antonio Aguilar para superar las palizas de la vida, pero lo cierto es que... —Callé un instante, analizándolo. Él asintió, animándome a terminar la conversación, pero no era la falta de valor, sino que estaba buscando la frase correcta—. Sin darme cuenta, me idioticé por Pao desde el primer día que vino a trabajar en la tienda —confesé.
—Vaya... —murmuró Arturo, procesándolo—. Eso fue hace mucho tiempo.
—Todo se complicó porque... soy un ciego y después Laura me dijo que sentía algo por mí —compartí pensativo—, pero yo sabía perfectamente que solo estaba confundida. Es un poco raro desear por tanto tiempo estar con alguien y al besarla no sentir nada...
—Espera... ¿Se besaron? —se alarmó reparando en ese detalle—. Y lo dices así, ¿por qué no lo contaste?
—¿Te mando un mensaje cada que vea con alguien? —me burlé—. Ni que fuera tu esposa. ¿Cómo para qué? En el primero me mandó al demonio, y en el otro yo le dije que no. Para tragedias la Rosa de Guadalupe.
—¿Tú la rechazaste? —cuestionó incrédulo, como si le hubiera dicho que planeaba ir a Marte. Que falta de fe.
—No lo digas así de cruel —le pedí incómodo, porque independientemente de lo que sucedió no me gustaba hablar con frialdad de los sentimientos de las personas. Como alguien al que habían rechazado muchas veces sabía cuanto dolía—. Fui honesto. Descubrí que solo se trataba de agradecimiento —acepté.
Arturo asintió, entendiéndolo, o eso pareció porque el trago que dio a su cerveza le borró la idea. No, en realidad, no le había entrado a la cabeza aún.
—Escucha, no quiero ofenderte, pero no te imagino diciendo que no a una chica como Laura —habló sin morderse la lengua—. No es por demeritar a nadie, pero tú sabes a lo que me refiero. Hasta Miriam me dio la razón así que no es cosa mía —se defendió alzando las manos. Reí por su reacción.
—Sí, es bastante guapa —le di la razón.
—Pero estaba Pao —notó Álvaro, dando justo en el clavo.
Me encogí de hombros, ¿qué podía decir?
Cuando me gustaba alguien me volvía una idiota, para mí no había nada más en el mundo. Y si le sumábamos que Pao había logrado encantarme como ningún otra chica, estaba perdido. Ni siquiera sabía qué demonios había hecho, ni cómo lo había conseguido, pero estaba colado por ella hasta los huesos. Nunca antes una chica había tenido tanto poder sobre mí, pero a ella le bastaba sonreír para que fuera suyo por completo.
—¿No te parece muy joven? —soltó Arturo, cuidadoso—. ¿Cuántos tiene? ¿Unos dieciocho?
—Nos llevamos menos de cinco años —le refresqué la memoria con una sonrisa.
—Pero tú ya traes mucho kilometraje y ella... —Guardó silencio sin hallar la palabra. No quería herir a nadie, mas tampoco aprendió a quedarse callado—. No sé... Si le haces algo Miriam te matará —me advirtió—. Ella estaba segura de que terminarían juntos... ¿Cómo siempre acierta en esas cosas? —murmuró para él mismo. Sí, tenía buen ojo, acepté—. No creas que tengo algo en contra Pao —aclaró enseguida—, la aprecio, pero se ve bastante inocente para ti.
—Hablas como si encabezara una banda de delincuentes. Además, ella es mucho más madura que tú. Bien, todo el mundo es más maduro que tú —reconocí—, pero es diferente.
—¿Diferente?
—No lo entenderías porque no la conoces —argumenté. Tampoco me importaba que los demás aprobaran o comprendieran mis decisiones. Si se hubieran dado la oportunidad de conocerla de verdad, escuchar su voz, descubrir lo que guardaba en su corazón, si hubieran ido más allá de lo que podía verse en un primer vistazo, entenderían lo fácil que era quererla.
—Yo sí te entiendo —nos sorprendió Álvaro con una sonrisa. Genial, empezaba a creer hablaba en chino—. A veces damos con una parte de una persona que otros desconocen, eso que solo te muestra a ti. Tuviste suerte, no toda la gente te abre el corazón.
—Vaya, ya no te juzgaré más por elegir a Alba —prometí agradeciendo el apoyo—, a menos que ella me golpee, lo cual puede ser en cualquier momento.
—Sí, quizás tienes razón, pero Laura... No me culpes por sorprenderme. No sé si felicitarte por dejar atrás ese capítulo o darte el pésame.
—Felicítame, estoy bastante bien. No me arrepiento de nada y volvería a tomar la misma decisión mil veces —repetí sin dudas.
Sabía que la sorpresa estaba en que Laura a los ojos del mundo era una muy mujer atractiva, ¿para qué negarlo? Pero mi novia no le envidiaba nada, solo que se trataba de una belleza más inocente. Pao era preciosa, tenía unos ojos que volverían loco a cualquiera, una sonrisa dulce y una nariz respingada que le daba un aspecto encantador. Tal vez sí, era pequeña y su figura era más delicada, pero a mí me gustaba tal cual era, no le cambiaría nada. Su cintura encajaba perfectamente entre mis manos y tenía unas piernas que lucían hermosas cada que usaba zapatos altos. Para mí era más guapa que ninguna.
—Así que ya saben, si no traje mujeres más que para salvar sus relaciones fue para cuidar la mía —confesé de buen humor.
—¿Y qué se supone que haremos además de comer y beber como desquiciados?
—Podríamos humillarnos a nosotros mismos —respondí encogiéndome de hombros. Al final ese era el objetivo, recordar cómo hacíamos estupideces sin que nadie nos las recordaran.
—Pero si eso lo hacemos hasta respirando —aceptó contento Arturo antes de ponerse a bailar con la canción de fondo de Pesado, desconociendo que el que estaría chillando pronto sería otro y como si en verdad tuviera a quien dedicársela. Reí porque pese a llevar apenas unos años en el norte, ya había adoptado todo el estilo.
Lo que más me gustaba de Arturo era que sabía reírse de sí mismo, tenía una gran disposición para hacer locuras y ser él mismo. No le importaba hacer el ridículo, al menos no más que ser feliz, y lo mejor era que ni siquiera se daba cuenta.
Lo que menos me agradaba era su torpeza que solía meterlo en problemas, y con ello a todos los que lo rodeaban. Esa noche, por ejemplo, había una regla de oro para todos: no cerrar la puerta del patio. Podían matarse, saltar del techo, viajar a la luna o formar una nueva civilización, todo, excepto cerrar la puerta porque tenía un truco, solo podía abrirse por dentro. Lo había repetido, ¿qué será? Un millón de veces. Tantas que pensé que no sucedería, los niños habían entendido el mensaje. Pero olvidé a Arturo. Arturo. Él que mientras bailaba, por la emoción del momento, no se midió y empujó por accidente la puerta con fuerza. Solo escuchó el portazo, ni siquiera tuve tiempo de detenerlo. Por su expresión de pánico fue fácil notar que entendía lo que significaba. Nos había condenado a pasar el resto de la noche afuera. Gracias, Venado.
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