Capítulo 18

—Es lo único que me faltaba...

—¿Y a ti qué demonios te pasa? —se quejó mi madre cuando me escuchó maldecir porque la tableta casi terminó en el suelo—. Amaneciste de un humor que no te aguantas ni tú.

—Estoy bien, estoy bien —repetí sin creerlo. Cerré los ojos. Respiré hondo—. Lo siento, en verdad. No es un buen día —me disculpé honesto. Ella no debía pagar por mis errores.

—Pensé que estarías feliz porque hoy saldrías con Pao —comentó no sé con qué intención. Preferí guardarme la respuesta.

Yo no saldría con Pao, solo la acompañaría a conocer al otro idiota. Pero sí, en términos generales, abandonaría la tienda con ella aunque después regresara solo. Eso es mucho peor que nunca haberte marchado.

No entendía por qué me ponía mal. Pao era libre de estar con quien ella quisiera. No tenía derecho de meterme en sus decisiones porque solo éramos amigos. Mi deber era apoyarla. Quizás estaba siendo un poco egoísta al desear que solo pasara tiempo conmigo. Supongo que si la veía feliz con otro lo entendería. Es decir, la lógica me apoyaba, pero el corazón es testarudo. No se rinde tan fácil y se entusiasma con quien es capaz de hacer estragos en él.

Pao definitivamente lo estaba logrando sin esfuerzos. No necesité más pruebas que verla llegar para que toda mi convicción se fuera al desagüe. Porque para alejarme tenía que pensar, lo cual no era mi especialidad, sobre todo si ella estaba cerca.

—Vaya... —Fue lo único que pronuncié cuando me saludó con esa habitual alegría que la hacían tan especial—. Vas directo a conquistarlo —la halagué.

—Tomaré eso como un cumplido —respondió divertida creyendo bromeaba. No lo hacía.

Se veía preciosa con las ondas formadas de su cabello y una sonrisa en sus labios rosas que iluminaba sus facciones. Natural y tierna con su vestido crema de tul, adornado con un olan a la altura de sus hombros.

—Lo digo de verdad, te ves muy bien —aseguré. Ella me sonrió con ternura.

—Siempre sabes como hacerme sentir mejor. Hoy lo necesito más que nunca porque estoy nerviosa —confesó con una sonrisa infantil.

Hice un esfuerzo por replicar un gesto amable aunque recordar el motivo que la tenía tan contenta lo impidió. Bien, quizás había llegado el momento de aceptar que fue una pésima idea aceptar cuando solo imaginarla con él me dificultaba sonreír.

—Será mejor que nos vayamos para que no llegues tarde —propuse sin el valor de volver a mirarla.

De pronto mi voluntad no pareció tan fuerte. Es decir, sabía que no me haría gracia, pero creí que solo se trataba de esos celos infantiles que algunos amigos suelen sentir unos por otros. Claro que la teoría perdió fuerza cuando tuve que morderme la lengua para no pedirle en un arranque de sinceridad que no fuera. ¿Con qué cara lo hacía si se veía tan emocionada? Esto la haría feliz, ¿quién era para arrebatárselo?

Solo esperaba que él no lo arruinara, como yo solía hacerlo.

Claro que para saberlo había que esperar un poco porque al llegar a la cafetería aún faltaba unos minutos para la hora acordada. Habíamos pasado un trayecto agradable, creo que me emocioné más de la cuenta porque le propuse a Pao visitar pronto un montón de lugares juntos, el museo Marco, pasear en la Macroplaza o todas esas tiendas que conformaban la Plaza Morelos. Para mi mala suerte ese momento terminó al dar con el local.

Pao se alzó de puntillas, impaciente recorrió sus ojos miel todas las mesas, pero no halló un rostro familiar. Tendría que esperar un momento. Genial, lo que buscaba, alargar la tortura, pensé desanimado.

Yo analicé el lugar. Una zona tranquila, sin mucha concurrencia un día entre semana. Parecían dos zonas distintas. Al entrar se hallaba una barra larga, junto a una hilera de sillas altas de cuero naranjas. Sobre ellas se columpiaban unas lámparas de colores brillantes, contrastantes con sus paredes beige. Al fondo aprecié que había mucho más espacio para moverse entre las mesas naranjas. En el techo desfilaban luces neón claras que le daban un aspecto más familiar.

—Creo que será mejor que nos separamos aquí —dije sin deseos de estropear su cita. Ella asintió con una sonrisa—. Mucha suerte, Pao.

—Muchísimas gracias, Emiliano. Nos vemos mañana —adelantó la despedida, sin esconder su buen humor que contrastó con mi apagado rostro. Mañana. Mañana.

Empujé mi silla hasta la mesa más apartada, justo en la esquina del local, lejos del pasillo central donde no impidiera el paso. Ella, en cambio, eligió una silla negra, cerca de una columna, con mesas vacías alrededor. Ahí, sola, parecía muy pequeña. De pronto me sentí un poco mejor. Me causó cierta ternura al verla jugar con sus dedos, contando los minutos. Conociéndola, debía tener que lidiar con un montón de ideas en la mente. Como es costumbre el tiempo pareció estacionarse cuando más deseamos avanzara.

Para no perder el tiempo o quizás deseando ganarlo aproveché haciendo un pedido sencillo. Ya saben lo que dicen: las penas con pan son menos. Esperaba funcionara. Además, tenía hambre. No hay peor combinación que tener hambre y el corazón roto.

Ella decidió rechazar el ofrecimiento de la mesera, prefiriendo esperar a su acompañante. Muy propio de la ocasión. Como un acosador en toda regla, me pasé el rato observándola. Pao era una especie del libro que siempre tenía páginas nuevas, resultaba imposible aburrirse cuando te dedicabas a analizarla.

Cada que la puerta se abría a su espalda giraba para comprobar que no se trataba del tipo que llevaba cinco minutos tarde. «La puntualidad no es una de sus virtudes», anoté mentalmente antes de darle otra mordida a mi dona de chocolate. El tiempo siguió avanzando a cuentagotas, haciéndonos consciente del paso de cada segundo. La gente llegó, se fue, pero lo único que permaneció fue la expectativa de ambos que no dejábamos de hacernos idea sobre lo que nos esperaba.

Pao jugó con sus pulgares antes de revisar su celular. Yo hice lo mismo con el mío. Diez minutos. «Eso le restaría puntos. Uno nunca puede fiarse de alguien que llega tarde en la primera cita», dicté con sabiduría a mis adentros. ¿Qué sería al agarrar confianza, tendría que avisarle un día antes? Negué reprobándolo. Seguí pendiente de ella mientras  intentaba no atragantarme. 

Ella escondió una sonrisa al atraparme golpeando mi pecho. Alcé mi dona levantando mi pulgar, recomendándosela. 

Veinte minutos. Pao regresó su vista a la pantalla del celular esperando encontrar ahí las respuestas, pero al fracasar volvió a alzar su mirada encontrándose con la mía. Sus nervios eran evidentes, casi podía imaginar el ritmo acelerado de su corazón. Improvisé una sonrisa sincera diciéndole sin palabras que todo iría bien. Ella asintió despacio, pero el ruido de la puerta volvió a distraernos. No, no se trataba de él.

Treinta minutos.

Supongo que para este punto yo ya tenía bien claro lo que podía suceder, pero aguardaba la esperanza de estar equivocado. Es decir, en verdad deseaba que todo saliera según los planes. ¿No les pasa que piden un deseo en secreto con la esperanza que no suceda y cuando sí pasa no resulta tan divertido? Bueno, era justo lo que sentí cuando superaron los cuarentena minutos sin chico y, por el desinterés de Pao a su celular, sin noticias.

La respuesta apareció con claridad en mi mente: el tipo era un imbécil con todas sus letras. Pao no se merecía llorarle a ninguno así antes de que el reloj marcará el cuarenta y uno, dejé de estar pasmado, como un tonto, y me decidí a actuar. De nada serviría seguir retrasando lo inevitable. Así que abandoné el dinero en la mesa antes de abandonar mi sitio. Me acerqué cuidadoso, haciendo a un costado la silla a su lado para reemplazarla por la mía. Pao sabía que estaba ahí, pero no alzó la mirada. No la presioné.

Cuarenta y cinco minutos habían pasado cuando me dedicó una débil sonrisa que tembló en sus labios.

—Creo que al final mi corazonada estaba en lo cierto —se atrevió a romper el silencio. Un nudo se formó en mi estómago. Era la primera vez que la veía triste—. Soy tan ingenua —escupió molesta consigo misma.

—No, no, no —dije intentando detener el dolor. Me sentí imponente sin saber cómo arreglarlo. Era pésimo consolando—. Pao, escucha, él se equivocó. Tú no —aseguré. Pao negó sin creerme. Huyó de mi mirada, avergonzada, la tomé del mentón con cuidado para verla directo a los ojos, cristalizados por la desilusión. Ella se sorprendió por mi tacto, pero no escapó—. No tienes la culpa de que ese tipo sea un imbécil. No hay nada malo en ti. Pao, escúchame, eres hermosa, dulce, inteligente, tienes un corazón que en una casa de empeño equivaldría a salir de la pobreza —bromeé intentando hacerla reír. Dibujó una débil sonrisa sin separar su mirada de la mía—. Eres todo lo bueno que hay en este mundo. No le llores a alguien que no lo merece —le pedí.

Me dolía el corazón verla mal.

—Tienes razón, estoy siendo muy irracional —dijo apenada. No usaría esa palabra, es normal sentirse mal cuando alguien nos falla.

—Si te confieso algo, a mí tampoco me ha ido muy bien con el tema de las citas... —susurré sincero, en complicidad y sin orgullo. Pao pareció intrigada por la mención, pero no estaba dispuesto a abrir ese cajón lleno de malos recuerdos. No cuando ella me necesitaba cuerdo. Agité la cabeza enfocándome en lo importante.

Yo la había pasado mal por la soledad que te envuelve después de la decepción, ante las preguntas que te atacan más a ti que al culpable. Sin embargo, aquí la situación era distinta. Para empezar, Pao no estaba sola, yo estaba con ella, me encargaría de recordárselo.

—¿Sabes una cosa? —lancé llamando su atención—. Vi en el menú que venden pastel. No pienso irme sin probarlos —mencioné con una sonrisa, soltándola para acomodar mejor la silla frente a ella. Pao me observó sin comprender mis planes—. Sé que no es la cita que esperabas, pero peor es nada.

—No tienes que hacer esto, Emiliano —comentó deprisa.

—Lo sé, lo hago porque quiero —respondí sincero. Ella estudió mi semblante, no halló una pizca de engaño—. ¿Sabes qué? Acabo de darme cuenta que después de meses trabajando junto a ti, no sé qué sabor es tu favorito. Soy un mal amigo —comenté sacando de uno de los bolsillos mi desinfectante para limpiar mis manos. Lo malo de usar las ruedas son las bacterias—. Así que, como voy a torturarte por un buen rato, pide lo que tú quieras. Yo invito —dije. Ella negó, pero fingí no verla—. Escucha esto, tienen pasteles, chocolates, malteadas... Podría ser una malteada con pastel, eso cura cualquier mal —le animé.

—Eres muy bueno, Emiliano —murmuró. Tuve la impresión que deseaba llorar. El hecho la tenía un poco sensible. Me hubiera gustado no entenderla.

—Hey, Pao, no pienses en nada más —le pedí con una sonrisa que ella intentó replicar—. Sé que estás triste, puedes desahogarte si quieres, pero no vale la pena que sufras por nadie... Además, a mí la suerte me sonrió hoy, deberías estar feliz por tu buen amigo —admití con una media sonrisa.

—¿Y eso? —curioseó, limpiando su cara.

—Bueno, no todos los días una chica guapa me dice que sí —dije encogiéndome de hombros—. Bueno, técnicamente no me dijo que sí, pero estamos aquí. Le llamaré un golpe de suerte. Tomaré esto como una cita, ¿no? ¿O vas a bajarme de la nube? —pregunté divertido. Ella me hizo sufrir, pensándolo un instante, llevando su mano al mentón—. Pao, me dueles, quieres aniquilar mi corazón —la acusé robándole una risa auténtica.

Las cosas estaban mejorando. Entonces en un chispazo me impulsé para alcanzar su mano sobre la mesa. Pao pegó un respingo sutil, mantuve mi sonrisa cuando la abrigué entre la mía cuando la llevé a mi pecho para que pudiera sentir mis latidos. Me gustaba mucho hacer eso. Sus ojos miel permanecieron en esa zona, hasta encontrarse con los míos. Pude percibir en la leve vibración de sus dedos su nerviosismo.

—Luego vas a tener que curarlo —le advertí provocándole un sutil sonrojo en las mejillas. No sabía si era cosa mía o Pao era la chica más tierna del mundo, tan dulce y gentil de la que era imposible resistirse. Ella me miró con ese par de ojos claros, que me hacían olvidar el mundo, hasta que recordé dónde estábamos.

En realidad, ayudó que la chica llegara a preguntar qué queríamos. Pao me soltó deprisa, reí al verla ocular un mechón.

—¿Qué te parece el plan de las malteadas con pastel? —pregunté mientras la chica garabateaba en la libreta. Pao dudó un instante—. ¿O no te gusta el helado?

—No, no, sí me gusta —aclaró ante mi curiosidad—. Es solo que...

—Genial porque hay pastel con helado, Pao. Esto es la condena de los diabéticos —mencioné revisando la variedad. Ella se mordió el labio para no sonreír—. Pastel, helado y malteadas en pequeñas cantidades no son capaz de matarnos —alegué viéndola titubear después de pedir todo el chocolate disponible en la lista—. Tendrás un sabor favorito... No dejarás a este pobre chico con la duda. Ya sabes que la curiosidad y yo no somos buenos amigos.

—Pues... Me gusta la vainilla y el pastel de tres leches —soltó al fin, tímida.

—Está en menú, Pao. ¿Ves como sí es nuestro día de suerte? —celebré. Le agradecí a la chica por los pedidos antes de volver la atención a ella—. Voy a comprar un boleto de lotería saliendo de aquí —añadí ganándome otra de sus brillantes sonrisas.

Supongo que sin importar de que tan buena sea la persona, hay gente con la que tienes conexión. No me refiero solo a la romántica, sino a una química natural. Brota de forma mágica. Había encontrado parejas donde no existía, aunque sí hubiera amor, y otro tipo de relaciones en el que resultaba imposible frenarla. Incluso cuando quisiera ocultarlo estaba claro que me compenetraba con Pao sin esfuerzo. Vamos, ni siquiera necesitábamos coquetear para que las cosas fluyeran. Una cosa llevaba a la otra, no había espacio para los silencios y ni siquiera moría una conversación antes de que naciera otro tema.

—Cien.

—Setenta... Veces siete —cambié de última hora provocándole una carcajada.

—Oye, ¿por qué setenta? —preguntó riendo. Sonreí al verla contenta, hace un rato los rastros de tristeza habían desaparecido.

—En los programas siempre está el juez duro que baja el autoestima de los participantes. Pensé que sonaría más interesante —resolví contento, encogiéndome de hombros. Ella negó con una sonrisa en sus labios antes de darle un sorbo a su malteada de vainilla.

—Yo creo que no lo necesitas, eres interesante —comentó sin darle mucha importancia.

—Uy, Pao, no me lo digas mucho que voy a terminar creyéndome y luego no habrá quién me vuelva a plantear en la tierra —le advertí divertido ante el halago.

—Sí lo creo... —respondió maliciosa.

—Auch. Pao, tú eres la única capaz de subirme y estrellarme contra el suelo en un minuto. Debe ser algo relacionado con las palabras, quizás tu don de escritora —deduje. Ella sonrió por tenerlo presente—. Yo soy todo lo contrario —admití—, suelo hablar mucho más rápido de lo que pienso. Otra razón para que mi usuario fuera el Rayo McQueen —recordé aprovechando para hacer una demostración con mi silla, avanzando un poco hasta otro de los lados de la mesa.

—¿Te confieso algo? —preguntó bajando la voz, acercándose un poco, no escondí el interés por su secreto—. El primer día que te vi pensé que estabas loco —reveló.

—¿En serio? —dudé divertido. Es decir, tenía lógica, yo también lo pensaba muchas veces al día.

—Sí... Luego lo comprobé —bromeó robándome otra sonrisa. Pao estaba aprendiendo a ser malvada.

—¿Quieres que te diga qué fue lo que pensé la primera vez que te vi? —cuestioné entusiasmado. Pao no lució tan convencida de mi idea, pero mi boca no pidió permiso para soltarlo—. Pensé que eras demasiado bonita para terminar en el club —comenté, avergonzándola. Ella se reacomodó en el asiento—. Es decir, las demás también eran guapas, pero además eras muy joven para estar decepcionada del amor —dicté—. Claro que cuando comenzaste a hablar lo entendí.

—No sé cómo tomarme eso —murmuró con una mueca extraña.

—No, no, nada malo. Me refiero a que eras muy romántica. Una soñadora empedernida —concluí de buen humor. Ella torció los labios sin estar convencida del concepto—. Hablabas del amor como si de un cuento se tratara.

—Sí, supongo que no tengo mucha suerte porque exijo demasiado. Debo aceptar que el amor no es como en los libros, ser más realista, entender que no todo puede ser perfecto, pero me cuesta un poco —admitió con una sonrisa culpable—. ¿Qué te digo? Los libros me volvieron una romántica.

—Pero debería sentirse como si lo fuera, incluso cuando esté plagado de errores, ¿no? —dudé—. Lo que quiero decir, es que no está mal tener altas expectativas. Resulta peor ser un conformista. Tampoco creo que pidas mucho, ¿qué tan difícil es conseguir sangre azul? —lancé robándole otra sonrisa—. Creo que es genial que sueñes y no te conformes con algo menor a lo que te mereces —aseguré. Nunca pude imaginarme a Pao con cualquier tipo—. Sí, quizás un príncipe es un poco extremista teniendo en cuenta que las monarquías dejaron de ser famosas hace siglos y mantener un cabello blanco con la actual economía es ya un acto heroico —añadí—. Pero, Pao, por ti uno puede intentar usurparlos.

—Vaya, eso fue... Bastante intenso, en el buen sentido —aclaró divertida. Sí, creo que me inspiré—. En verdad piensas que merezco algo bueno... —repitió extrañada. 

—Tú mereces lo mejor, Pao. Ojalá que llegue alguien capaz de dártelo —deseé mitad sinceridad, mitad mentira. Ella concentró sus ojos miel en los míos y no tuve el valor de apartarlos—, pero mientras llega el indicado puedes tomarte un café con un plebeyo, ¿no?

Ella dibujo una sonrisa ante mi mala broma, mis ojos recayeron en sus labios. Y supongo que el bufón también tiene derecho a enamorarse incluso cuando sabe que está mal porque el corazón no sé caracteriza precisamente por su inteligencia.

—A veces creo que dices las cosas en serio —mencionó riéndose de la posibilidad. Alcé una ceja sin comprender lo que le parecía gracioso.

—Eso hago —aseguré sonriendo ante la confusión. Ella clavó sus ojos claros en los míos, empecé a ponerme un poco nerviosa—. ¿Creías que me las copiaba de un libro? No, Pao, estás frente a un poeto nato —bromeé intentando hacerla reír.

—Un poeta...

—Que encuentra inspiración en muchas cosas —resolví, encogiéndome de hombros—, pero aquí entre nos, siendo honesto, tú eres mi favorita de todas...

Sin embargo, mis palabras quedaron a medio terminar cuando el sonido del arrastre de una silla a su espalda me hizo alzar la mirada. Mi rostro reflejó la sorpresa, aunque no tanto como el de Pao, al reconocer de quién se trataba. El mismo maestro de baile de la noche del bar, haciendo gala de otro de sus talentos, comportarse como un idiota. 

—No pierdes el tiempo. Ya veo que te bastó un rato para conseguirte un remplazo —la acusó, ofendido.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Pao separándose de mí, dejó su asiento para hablar con él.

Yo lo hubiera mandado a la China desde que apareció.

—Vine a buscarte, se supone que habíamos quedado —fingió recordárselo. Negué chasqueando la lengua ante su descaro— Tuve unos problemas de última hora, unos líos en la universidad y se me complicaron unas cosas —explicó sin entrar en muchos detalles—, pero sí llegué para que no creyeras te dejé plantada.

—Dos horas tarde —comenté metiéndome para que le bajara dos rayas a su drama—. ¿En serio pensaste que te estaría esperando dos horas? Tienes un gran autoestima, hermano —lo felicité. Él apretó la mandíbula ante mi comentario.

—Pudiste llamarme —continuó Pao.

—No tenía batería.

—Existen los teléfonos públicos... —solté, arruinando su disculpa—. No, déjame pensar, no traías monedas —adelanté, chasqueando los dedos. Su historia era muy conmovedora.

—Tú no te metas —escupió fastidiado—. ¿Para eso me dijiste que sí? —le reclamó como si fueran algo. Pao no contestó, pasó la mirada por la gente que había fijado su atención en nosotros. La estaba avergonzando—. Es decir, no buscas explicaciones, ni esperas. Yo sintiéndome culpable por ti y tú no pierdes el tiempo, a la primera encuentras otro con quien entretenerte —le echó en cara.

—Yo...

—Cuidado de como le hablas —le advertí por que no me gustaba la manera en que le alzaba la voz—. A ella no las vas a tratar como se te antoje, así que la respetas o...

—¿Si no qué? —me retó haciéndose el valientón. Pao colocó su mano en su pecho, frenándolo.

—Por favor, no peleen... —pidió preocupada por el espectáculo. Los clientes estaban fascinados y los empleados no perdieron oportunidades de divertirse un rato.

—No, no, déjalo que termine de demostrar que es un idiota y use la fuerza porque el cerebro no le da —respondí sin contenerme.

—No te contesto como te mereces porque luego el malo sería yo por ponerme a los puños con un inválido. Le sacas provecho —lanzó con una clara frustración.

—¿Cómo te atreves a decir algo así de cruel? —murmuró Pao decepcionada, sin esconder su desilusión ante el insulto. Ella era mucho más sensible ante las palabras, yo era indiferente mientras no vinieran de alguien que me importara.

—Debí suponer que te pondrías de su parte —reclamó volviendo a su victimismo para tapar sus errores porque el rostro de Pao lo hizo sentir culpable—. ¿Sabes qué pienso? —improvisó contra a ella. No, a nadie le importaba—. Tú y este se traían algo desde antes —nos acusó. Reí—. Que imbécil, yo clavándome contigo porque parecías tan inocente por mensajes —estrujó su cara entre manos antes de clavar sus ojos en los de ella porque su intención era que se grabara sus palabras—. Por algo dicen que las que se hacen las santas son las más fáciles...

Eso fue la gota que derramó la impotencia. No recordaba haberme sentido tan impotente como esa tarde. La sangre se calentó en un chispazo, apreté los puños, mi corazón saltó furioso en el pecho deseando romperle la cara... No hizo falta, porque de un momento todo se envolvió en pesado silencio. Abrí los ojos sorprendido cuando Pao cansada estrelló su palma contra su mejilla. «Wow», pensé congelado. Nadie lo esperó, ni siquiera ella misma que cubrió su boca, asustada por su propia reacción.

—Dios... Yo... —titubeó, sin digerirlo.

Tuve la impresión de que se disculparía. No le dio tiempo porque el tipo le dedicó una mirada furiosa, se acarició discretamente la piel enrojecida y prefirió marcharse salvaguardando la poca dignidad que conservaba. «Quizás el golpe le acomodó el cerebro», pensé aún en blanco, siguiendo su camino hasta que azotó la puerta al salir.

Pao suspiró mirando a ambos lados, los ojos de los chismosos estaban puestos en ella intentaron disimularlo. Ella se dejó caer en el asiento cubriéndose la cara.

—No debí hacer eso —murmuró abochornada. El sonrojo inundó sus mejillas.

—Sí tienes razón... Debiste darle con el puño —concluí.

—Emiliano... —me regañó.

—No, lo digo en serio —defendí—. Estaba hablando mucho, alguien tenía que callarlo. A mí me hubiera gustado haber hecho más, pero... —Callé un poco frustrado por no defenderla. Pasé mis dedos por mi cabello—. Bueno, eso no importa. Te deshiciste de él sin ayuda. Tengo la impresión de que Alba te está dando clases —bromeé para no se preocupara—. No le cuentes que dije eso, por favor...

—Nunca había golpeado a alguien. Me siento terrible —confesó cubriendo el rostro antes de soltar una risa nerviosa. Y nunca lo hubiera hecho, pero no merecía que le hablaran así. Ojalá alguien le diera una lección a ese imbécil. Ni siquiera me entraba en la cabeza cómo se atrevió a soltar tanta basura.

—Lamento no haberlo musicalizado con Corazón Salvaje de fondo, no me diste tiempo —me burlé de su pena. Ella me respondió con un golpe en el hombro que me hizo reír—. Yo siempre supe que había que tener cuidado contigo. Desde ahora voy a cuidar mucho más de mis palabras.

Pao torció sus labios escondiendo una sonrisa culpable.

 —Me alegro que te dejara plantada —escupí sin pensarlo. Pao entrecerró los ojos ante mi comentario—. Primer error —acepté divertido por mi metida de pata—. Es decir, me agrada que mostrara quien era desde el principio, así no hay sorpresas. No lo sé, quizás si hubieran hablado te hubieras enamorado de él, ¿te imaginas? Suena mal —admití horrorizado ante la idea. Ella ladeó su cabeza—. Además, la pasamos bien juntos.

—Sí, mucho mejor —respondió haciéndome sonreír—. Gracias de corazón por todo, Emiliano. No sé cómo pagártelo —mencionó.

Estudié su tierno semblante y sin pensármelo, para no acobardarme, me impulsé para rozar con mis labios su mejilla, luchando para no ir más allá. Su cabello me hizo cosquillas, pero no tanto como su mirada que en combinación con su perfume me volvió más tonto que de costumbre. 

—Creo que puedo tomar eso como un adelanto —murmuré disfrutando de su cercanía. Mis dedos acomodaron un mechón en una tonta excusa para tocarla—. Ya es tarde, será mejor que te acompañe a casa.

No sabía si el mundo había hecho un trato con el tiempo para que corriera con prisa cuando más deseaba prolongarlo, pero el camino de vuelta se esfumó en un suspiro. Los ánimos decrecieron al contemplar su hogar. No consideré adecuado proponer volver a vernos, teniendo en cuenta que nos encontraríamos mañana. Me costó un poco despedirme de ella, quizás porque dentro de mí aún quedaba mucho que decir.

—Muchísimas gracias por todo lo que hiciste por mí, Emiliano —me agradeció con una cálida sonrisa cuando el vehículo bajó la velocidad de a poco. Asentí, restándole importancia.

—Cuídate mucho, Pao —le pedí sincero cuando descendió del taxi.

Ella se despidió con un ademán agradeciéndole al conductor por el viaje tranquilo. Sonreí viéndola alejarse, pero tuve que borrar de golpe la expresión cuando la vi regresar deprisa sobre sus pasos para asomarse por la ventanilla. Reí, creyendo había olvidado algo.

—Una cosa... —murmuró con una sonrisa. La escuché intrigado ante sus nervios—. Yo creo que eres mucho mejor que los príncipes que leo, Emiliano... Bueno, nos vemos mañana —escupió de golpe, dando la vuelta para entrar rápido a casa.

Me quedé en blanco siguiéndola con la mirada hasta que se perdió tras la puerta. Una estúpida sonrisa se me escapó al meditar sus palabras. Olvidé por un momento lo lejos que estaba de merecerla solo para disfrutar que estuviera conmigo, así no fuera para siempre. Abrazándome a una esperanza, porque cada vez lo tenía más claro:ya no quería tenerla lejos.

¡Hola a todos!♥️ Mil gracias por todo el apoyo a esta novela. ¿Les gustó el capítulo? Vienen varios capítulos que me gustan mucho, no se los pierdan ♥️. Estaré súper agradecida de leer sus comentarios♥️😍.

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