Capítulo 14


Regla número uno, si la temperatura empieza a descender chamarra a la mano debes tener. Sonaba a canción, pero era una realidad que olvidé. Sabía que el descuido me cobraría factura. Es decir, no lo pensé en ese momento, de haberlo hecho las cosas serían distintas, mas cuando comencé a estornudar como si hubiera sacudido la repisa con mi nariz, encontré rápido la causa. Mi sistema respiratorio es más frágil que el resto, los cambios me pegan con fuerza y debo ser cuidadoso en todo lo que implique mis pulmones.

En realidad todo pudo quedar en una gripe, pero mi madre que conocía mis antecedentes, pensando que moriría, insistió que fuera el médico. Él, en lugar de darme la razón, terminó mandándome a la cama por unos días para evitar una complicación que me llevara al hospital.

Preferí seguía sus indicaciones al pie de la letras. No había algo que odiara más que las clínicas. Esos sitios me ponían ansioso, así que intentando preservar mi vida, y sin inspiración para mi discurso de despedida, cargué con un arsenal de pastillas, me encerré en mi cuarto lejos de las corriente de aire y adopté una cobija como fiel acompañante.

Al principio pensé que era una medida extrema, provocada por la paranoia, pero cuando la temperatura aumentó, empecé la escritura de mi testamento. Lila se trataba de mi única posesión, e irónicamente también de mi única heredera, por lo que terminé en cuestión de minutos. Tampoco es que mi madre le hiciera mucho caso a esa hoja papel.

El intenso dolor de cabeza me impedía dormir y la luz de la pantalla empeoraba la situación. Odiaba estar enfermo, es decir, odiaba que cualquier tontería me dejara en la cama. Si no era el sistema respiración, eran las infecciones, úlceras, llagas... Posiblemente solo estuviera viendo lo negativo de las cosas porque no me sentía bien.

Cerré los ojos dispuesto a descansar, no sabía de qué, si no había hecho nada en todo el día, pero de todos modos lo convertí en mi objetivo hasta que escuché el suave toque de una puerta. Pensé que se trataba de mamá que me preguntaría si iba preparando el café de mi funeral, pero me sorprendí al toparme con Pao aguardando en el umbral.

—Hola Emiliano —me saludó en voz baja asomándose por una rendija—. ¿Puedo pasar? —preguntó cuidadosa. Asentí aunque enseguida recordé que a causa de la oscuridad resultaría difícil lo notara.

—Sí. No pensé verte por aquí —admití, acomodándome mejor para que no me viera tirado como un muerto. Una miserable imagen viéndose ese día tan bonita como de costumbre, con su cabello suelto y un vestido hasta la rodilla que cubría con una mallas oscuras. A mí la ropa de las personas no me importaba, pero era claro que ella se esmeraba.

—¿Cómo te sientes? —preguntó angustiada.

—No te preocupes, Pao. Un simple resfriado. Hay Emiliano para rato —fingí que me sentía maravilloso, aunque por dentro quería volver a echarme. En una de esas podían freír un huevo en mi frente.

—¿Fue el paseo? —preguntó sin darle vuelta. Quise negarlo, pero Pao se adelantó—. No tienes que decírmelo. De todos modos eso no importa ahora. Lo importante es que te recuperes. Emiliano, tienes que cuidarte —me pidió. Sonreí al escucharla, sonaba sincera—, descansar bien, tomar tus medicamentos y seguir las indicaciones de tu doctor —enumeró mandona.

—Como usted ordene —bromeé aunque la estúpida tos arruinó mi intención. Preferí volver a recostarme con su permiso—. Cuida a Lila si muero —murmuré fingiendo me acercaba a a la luz. Pao se cruzó de brazos mordiéndose el labio para no reír—. No quiero contagiarla por eso está en el pasillo, pero te prometo que le doy de comer y no me he olvidado de ella.

—Tranquilo, la sacaré más tarde a pasear —prometió quitándome otro pendiente. Se sentó al borde de la cama cobijándome como si tuviera diez años—. Tú eres quien importa ahora. La tienda no es lo mismo si tú no estás, nada lo es —mencionó ladeando su rostro. No supe cómo tomarlo—. Por eso debes ponerte bien.

—Solo para el entrenamiento del público —lamenté ganándome una de sus sonrisas. Ella negó despacio antes de levantarse, sentí el vacío por su lejanía. «No, puedo ser el payaso, pero vuelve, por favor».

—Creo que debo volver con tu madre —me avisó usando la lógica—. Por cierto, te traje un flan, sé que te gustan —recordó con una sonrisa. Pao siempre tenía esa clase de detalles, se lo agradecí con una sonrisa, aunque en aquel momento lo último que deseaba era comer.

—Estoy tentando a pedirte te quedes conmigo —confesé en voz alta para que no se marchara. Una parte de mí no quería ver a nadie, pero esa parte no se refería a Pao. Ella era mi excepción.

Pao frenó al oírme, me miró sin comprenderme, como si esperara me retractara. No lo haría, hablaba con la verdad. El silencio caló entre los dos.

—Pero...

—Primero, no quiero contagiarte —admití. No era nada saludable. Pao rio regresando para ocupar la otra esquina del colchón.

—Emiliano, tengo una salud de hierro —reveló de buen humor—. Mamá me cuidaba mucho cuando era una niña, las consecuencias de tantas vitaminas es una baja tasa de contagio.

Yo antes también gozaba de una buena salud. Era lo que más extrañaba. No visitar el hospital nunca. Me esforzaba, pero mi cuerpo no ponía de su parte. Las decaídas por cosas que antes pasaba por alto y el tema de la sonda eran mi talón de Aquiles.

—Además, no soy la mejor compañía del mundo —reconocí sin orgullo, siendo completamente honesto—. Hablar no es lo mío ahora —mencioné. Era egoísta que pagara por un mal que no había cometido.

—Te entiendo. No tenemos que hablar. Al menos hasta que te duermas —propuso otra opción. Sabía que mi madre le había dado permiso. Claro que no me quejé, me gustaba el plan, también su forma de siempre encontrar un camino sin perder el ánimo.

Pao se sentó a mi lado, apoyando su espalda contra la cabecera. El silencio no resultó incómodo, sirvió para relajarme y cada que mi mente volvía jugarme una pasada miraba a la chica a mi costado y las cosas resultaban menos agobiantes. 

—Creo que la que se quedará dormida primero será otra —la acusé divertido al atraparla bostezando.

—Lo siento. Ayer me acosté tarde —me contó con sus ojos tentada a cerrarse—. Estaba escribiendo y luego me pasé a leer comentarios, terminé después de medianoche... No sé por qué te digo esto, es una tontería —murmuró para sí misma.

—No lo es. A mí me importa.

—Eres el primero que lo dice —admitió.

—Pao, como presidente de tu club de fan es mi responsabilidad interesarme de todo lo que te concierte —declaré con total solemnidad—. Tus trabajos, sueños, lo que amas y odias... —enumeré. La tos volvió a estropear mi discurso. Suspiré cansado.

Pao no me miró con asco o pena. Me dedicó una de esas sonrisas que no podía borrar de mi cabeza.

—Eres muy dulce, Emiliano.

—No lo soy. En realidad soy un idiota, pero quiero juntar puntos para ir al cielo —admití—. Llevo tres. ¿No tendrás uno que te sobre y desees transferirme? Una especie de trueque...

—Tienes que dormir —me recomendó sonriendo, sin darme espacio a continuar mi juego.

—Estando aquí va ser difícil —confesé sin querer. Pao se sorprendió ante mi declaración, era justo lo contrario a lo que dije hace un momento.

—¿Quieres que me vaya? —dudó, confundida.

—No, sin ti sería imposible.

Pao acomodó tímida un mechón detrás de su oreja. No me arrepentí de decirle la verdad. Su compañía me ayudaba a sobrellevarlo. Ella dudó, pero se deslizó cuidadosa para acostarse a mi lado, dejando un espacio considerable entre los dos. Clavó sus grandes ojos miel en el techo y entrelazó sus manos sobre el pecho. La miré por encima del hombro, analizando por primera vez su rostro de perfil. Sus largas pestañas, su pequeña nariz, algunas ondas castañas esparcidas sobre la almohada. Tal vez era la temperatura que me volvía vulnerablemente honesto, pero cuando me atrapó estudiándola a detalle y en medio de mi vergüenza me dedicó una dulce sonrisa me pareció que era el rostro más bonito que había visto.

Nos miramos por un largo rato y hubiera pasado la tarde entera haciéndolo, pero Pao me sorprendió tomando mi mano. Mantuve la mirada en aquel punto. Entrelazó sus delgados dedos a los míos, inundándome de una calidez que no era producto de ningún virus. Fue extraño, maravillosamente extraño. Duró un segundo apenas, eché de menos su contacto cuando la abandonó. Entonces me pidió con un toque volviera a abrirla. No sabía para qué, pero obedecí. Yo nunca podía decirle que no a Pao. Su índice dibujó un garabato en mi palma. Jugueteé rozando la punta de sus dedos. Sonrió con dulzura ante el inocente juego.

Pao era una carga de ternura, el dulce después de una amarga medicina. El roce suave de sus manos y su sonrisa me relajó. El cansancio poco a poco fue inundándome, incluso cuando luché por seguir siendo consciente de ella. Adelantando que me vencería en cualquier momento busqué sus ojos, esa era la imagen con la que quería quedarme, con el brillo de su mirada que penetraba en la oscuridad.

Brillo que quedó opaco cuando una intensa luz me cegó. Cubrí mi cara cuando sin aviso la puerta se abrió de golpe, colándose de lleno la iluminación del pasillo.

Pao se impulsó para sentarse de un salto. Entrecerré los ojos acostumbrándome al abrupto cambio hasta que pude distinguir de a poco una figura a lo lejos. Eso la puso más nerviosa. Pao se levantó apenada, como si nos hubieran pescado haciendo algo terrible, y se acomodó deprisa ante la mirada crítica de Laura que nos observaba expectante. No entendí qué demonios hacía ahí.

—Perdón, no quería interrumpirlos —soltó brusca con la mano aún en la perilla. «Sí, pudiste tocar», pensé un poco fastidiado.

—No, no has interrumpido nada —aclaró rápido Pao, dándole explicaciones. Por la manera en que le miró adelanté no le creyó—. Será mejor que los deje solo para charlen un rato —propuso atropellando sus propias palabras—. Iré con tu madre para saber si necesita la ayude. Quizás saque a Lila un rato —me avisó con torpeza. Como no estaba preguntándome, sino informando lo que haría, asentí sonriéndole para que se fuera tranquila.

Pao pasó de lado de Laura que siguió con los ojos clavados en mí. Cerró sin hacer ruido, como lo hacía la gente decente.

—No sabía que Pao y tú eran tan cercanos. —Fue lo primero que soltó Laura, no sé con quién intención. Fruncí las cejas extrañado.

—Llevamos años de conocernos. Somos amigos —argumenté simple. Era normal que nos tuviéramos confianza.

—¿De los amigos que se acuestan juntos? —lanzó, directa.

—¿Disculpa?

No escondí la molestia ante su acusación. Primero porque sonaba a reclamo y no había razón. Yo podía hacer lo que quisiera. Además, lo último que haría sería cruzar esa línea.

—Perdón, estoy un poco nerviosa —se corrigió al percibir mi enfado—. No debí decir nada de esto, se me escapó sin pensar. Lo siento —repitió arrepentida—. Cuando le pregunté a tu madre dónde estabas y me avisó que enfermaste me preocupé.

—No debiste. Estoy bien —escupí más tosco de lo que debía.

—¿Por qué eres así conmigo? —preguntó dolida—. Sé que estás molesto por mi indiscreción, he sido inmadura —se justificó. No le respondí, no me di tiempo—. ¿Es por lo de hace unos días? —dudó, equivocándose.

—Eso no es verdad —sostuve. Sin embargo, ella no me escuchó, siguió convencida que ocultaba la verdad.

—Emiliano, sé que duele que no te correspondan, pero sobre los sentimientos no se manda. ¿Puedes entenderme? —titubeó—. Qué más daría por decirte que sí. Eres la clase de chico que una sabe que no le hará daño, pero la vida no es tan fácil. Tú deberías saberlo mejor que nadie.

—Laura, no estoy molesto, solo no me siento bien —expresé cansado, de verdad no quería pelear, ni seguir hablando de ese tema—. Lamento si te hice sentir mal —me disculpé. No me gustaba que las personas la pasaran mal por mi culpa.

—No pasa nada, perdóname tu a mí. Quizás no me creas, pero a mí me interesa ser tu amiga —comentó amable, acercándose hasta el borde de la cama, pero sin sentarse. Parecía tener prisa—. Si eres capaz de dejar el tema atrás de verdad que me gustaría —añadió con una sonrisa.

—Lo he olvidado. Gracias por venir a ver si no había muerto —comenté sin saber qué más decir. Tal vez no lo había hecho, no formaba parte de ese grupo de personas que podían tener una amistad con quien antes quisieron, porque todo se sintió incómodo. 

—No es nada. Debes estarla pasando mal —asumió. Sí, quise decirle más o menos cómo me sentía, pero se adelantó—. También he tenido días complicados —me contó a la par de un pesado suspiro—. Hay líos en casa, en el trabajo, con mi familia. Es un caos. Las cosas se han puesto difíciles —confesó para sí misma.

—¿Puedo ayudarte en algo?

—No, Emiliano, gracias, pero yo voy a solucionarlo. Me alegro que al menos tú tengas quien te cuide —regresó al mismo punto. Decidí no responder a esa indirecta—. Pao parece quererte mucho —mencionó casual, sin rendirse, revisando la habitación.

—Ella es buena con todo mundo —argumenté.

—Sí, tienes razón —aceptó—, así debe ser con todos sus amigos —concluyó, y no sé por qué ese inocente comentario provocó un sentimiento amargo en mi interior—. Debo volver a trabajar, solo quería saber si estabas bien. Me voy tranquila —dijo. Le agradecí por su tiempo con una distraída sonrisa—. Recupérate.

Sus ojos verdes me estudiaron durante un instante, admito que me puse un poco nervioso. Esas cosas no ayudaban. Es decir, Laura sabía que no me quería, pero yo no presentaba la misma convicción. Tal vez no era tan maduro como decía.

—Cuídate mucho. La próxima vez quiero verte completamente recuperado —se despidió con una sonrisa antes de cerrar tras ella.

Y cuando volví a sumergirme en esa habitación oscura, en silencio, tuve el mismo deseo.

Después de un rato llegó el bendito sueño. Era la segunda vez en esa hora que me sucedía, la primera tuve que interrumpirlo al recordar la sonda, así que estaba decidido a que ni Dios me echaría abajo. Claro que mi convicción se fue al caño con el toque de la puerta. Empecé a considerarlo como algo personal, pero mi queja despareció cuando que vi quien la empujó con el pie. Pao apareció con algo entre las manos, me sentí el mayor inútil del mundo, deseando ponerme de pie y ayudarla. Ella ni se inmutó, permaneció con una sonrisa.

—¿Estás ocupado? No vine antes porque creí que estabas con Laura y no quería molestarlos —me explicó—. ¿Se enfadó?

—Se fue hace mucho, solo venía de pasada —conté. Pao asintió haciéndose espacio a mi lado, cuidando no derramar el contenido de un plato—. Y no se molestó, ella estaba un poco alterada —repetí sus palabras. Pao asintió aliviada. Estaba seguro eso le atormentó desde su partida.

—¿Te cuento algo? —preguntó recuperando el entusiasmo. La respuesta era sí—. Le ayudé a tu madre a cocinar. No soy una maestra, pero creo que no quedó nada mal. Es caldo porque creo que te hará bien, ayudará a que estés caliente —me platicó.

—Vaya, además, de escritora, rescatadora de gatitos, motivadora personal, eres chef. Quien te viera, Pao. Tienes un amplio currículum —la felicité. Ella dibujó una sonrisa—. Mamá no debería preocuparse por mí —murmuré, porque aunque lo disimulaba sabía que no podía estar tranquila por mi culpa.

—Lo sé, pero lo hace, ¿qué puedes hacer? —rio, encogiéndose de hombros—. Ha dicho que no has comido nada en todo el día. Eso no ayuda, Emiliano.

—No tengo mucha hambre, pero prometo que tu flan lo probaré apenas me sienta un poco mejor —prometí.

—Pero no me rechazarás lo que te preparé con tanto cariño, ¿verdad? —preguntó fingiendo tristeza.

—Eso es trampa, Pao —la acusé con una sonrisa, pescando su estrategia.

—Lo sé —aceptó traviesa. Tampoco puse mucha resistencia—. Primero una cucharada —propuso un trato sencillo.

—Supongo que lo peor que podría pasarme es morir. Qué importa el método. Envenenado es más original —bromeé. Pao me dio un leve golpe en el hombro.

Me impulsé para sentarme mientras ella colocaba el plato sobre la mesa. Pao me ayudó a colocar tras mi espalda pila de almohadas. Juro que mi intención no era aprovechar el incidente para mirarla de cerca, pero claro que lo hice cuando se presentó la oportunidad. Bueno, admirarla tanto como la oscuridad me permitió. Sus manos me rozaron por accidente. Debió darse cuenta de que no pasé el hecho por alto porque se puso un poco tímida ante mi intensa mirada. Regresó su atención a su tarea.

—Cuidado, está caliente, Emiliano —me advirtió cariñosa llenando una cuchara hasta los bordes hasta que conducirla hasta mi boca.

—Pao, ya puedo comer solo. No tengo cinco años—le avisé divertido después de tomármela. Pao se sonrojó al darse cuenta de ese detalle.

—Qué tonta, tienes razón —aceptó abochornada entregándomelo. Reí enternecido por su gesto—. Espero que te guste.

—Lo hace. De verdad es buena, Pao —le agradecí con honestidad—. Seguro me curo enseguida.

—Tampoco exageres.

—No miento. Tienes el toque. Yo también cocino, aunque no tan bien y tardo un poco más por la silla —confesé—. Cuando me recupere prometo recompensarte por todo lo que estás haciendo por mí.

—No tienes que pagarme nada, lo hago de corazón. De verdad, me preocupo por ti —mencionó—. Pediré mucho para que te recuperes pronto.

—Lo haré —aseguré para que no se angustiara más por ti—. En realidad no estoy tan mal, soy un quejica, pero puedo fingir que estoy a punto de morirme si a cambio estás aquí. Me parece un pago justo firmar mi epifanía por uno de tus abrazos.

—No necesitas morirte para eso —cortó mi drama.

—De haberlo sabido antes...

Sin embargo, Pao no me dejó terminar de hablar. Se acercó sin aviso para reposar su cabeza en el centro de mi pecho. Una sonrisa se pintó en mis labios sin proponérmelo, asombrado por su calidez, tardé un instante en procesar su inesperada cercanía. Pao estaba abrazándome a mí. Sintiéndome lo suficientemente valiente me armé de valor para rodearla con mis brazos. Parecía tan pequeña y frágil que decidí no tomarla con mucha fuerza por miedo a lastimarla. Apoyé el mentón en su cabeza, unos mechones me hicieron cosquillas. Eso incrementó mi sonrisa, o quizás solo lo usé de excusa para no admitir lo bien que sentía. Cerré los ojos centrándome en su tímida respiración. Olvidé el paso del tiempo en el calor de su cuerpo y en el dulce aroma de manzana que desprendía su cabello. 

—¿Puedo pedirte otra cosa? —murmuré sin pensar. Pao se apartó de a poco al escucharme. Sus ojos miel me observaron con curiosidad, me costó hablar más ocupado en estudiarla, lamentándome por abrir mi boca—. Bueno... Eh... Tú...¿Has escrito algo nuevo?

Pao torció sus labios. Sonreí ante su mueca.

—No... Es decir, no. No he escrito nada —repitió con mayor seguridad, aunque supe que mentía. Hace un rato mencionó lo hizo, pero lo olvidó. Yo no, de igual manera, decidí no presionarla—. Pero si quieres puedo leerte otra cosa —propuso entusiasmada ante la idea

Siendo honesto, a mí los libros me importaban un pepino, encontraba mil veces más fascinante quedarnos abrazados como hace un rato, pero eso era aprovecharme de mi suerte, y ella lució tan emocionada que no tuve corazón de negarme. Es decir, si Pao quería hacerlo, ¿quién era yo para decirle que no? Asentí con una sonrisa que ella replicó antes de buscar su celular en la pequeña bolsa que cargaba.

—Es una historia que me encanta. No tenía con quién hablarla —comentó buscándola—. ¿Estás seguro que quieres oírla? No tienes que hacerlo si no quieres...

—Claro que sí —repetí confiado para que no se sintiera cohibida. Reí cuando la vi despojarse de sus zapatillas para sentarse a mi lado en el colchón.

Cuando conocí a Pao era tan tímida, apenas decía algunas palabras y nunca se metía en líos. En el club se mantenía para todos, pero no buscaba ser el centro de atención. Escuchaba mucho, pero hablaba poco. Fue una suerte que termináramos trabajando junto, en verdad lo agradecí, así podía descubrir su expresividad y alegría contagiosa cuando se despojaba de la pena. Pao no era la clase de personas que robaría la atención al entrar en una habitación, no porque no tuviera lo necesario, pero lo que la hacía especial iba mucho más allá de lo que se percibe en un primer vistazo. Ella guardaba lo mejor para quienes lucharan por dar con la llave.

—¿Te imaginas que algo así te pasara? —suspiró abrazando el celular a su pecho.

—Sí, suena bien...

—Se murió, Emiliano —reveló girando su cabeza a mi dirección. Abrí los ojos sorprendido, pero ella soltó una carcajada que me hizo sonreír—. Es una broma, solo quería comprobar que no me estabas escuchando. Eso significa que posiblemente ya estés cansado.

—No, no, no —negué enseguida para que continuara, pero la pausa sirvió para que se percatara de la hora.

—Ya es tarde, será mejor que me vaya o no llegaré a tiempo a las prácticas —se alarmó. El tiempo había pasado demasiado rápido. Abandonó rápido la cama colocándose los zapatos con torpeza—. Cuídate mucho, Emiliano —me pidió.

—Oye, no quiero sonar pesado —empecé. Ella me miró deteniéndose camino a la puerta. Dudé un segundo antes de soltarlo porque era una tontería—, pero si tienes un minuto libre... ¿puedes avisarme si llegaste bien?

La luz del pasillo, que se coló por la puerta entreabierta, iluminó su tierna sonrisa.

—No deberías preocuparte por mí, Emiliano.

—Lo sé, pero lo hago, ¿qué puedo hacer? —repetí sus propias palabras con una sonrisa que ella correspondió.

Después de todo, había cosas con las que era imposible luchar, te superan en fuerza y lógica, preocuparme por ella era una. Una de muchas que empezarían a conjugarse con su nombre.

Muchísimas gracias por leerlo y por sus hermosos comentarios ♥️. ¿Qué les pareció el capítulo? Les quiero mucho. No olviden que pueden seguirme en Wattpad para más noticias o en instagram para los edits que subo todas las semanas ♥️.

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