Capítulo 13
Alcé mi brazo impidiendo pudiera alcanzarlo, aún así Lila luchó apoyándose en mis piernas intentando dar con él. No se rendía. Pao dijo que era tranquila, pero en mi opinión tenía bastante energía. Reí ante su adrenalina, su colita no dejaba de moverse y sus ojos negros brillaban fijos en la galleta que mantenía sobre mi cabeza. Su tamaño no ayudaba para conseguir las cosas, pero gozaba de algo que te hacía doblar las manos.
—Está bien, está bien —acepté divertido. Cedí entregándoselo. Lila degustó deprisa el premio—. Ahora siéntate —le pedí haciendo un ademán.
Ni siquiera me escuchó deseosa de descubrir si tenía un poco más. No entendía cómo tenía tanta hambre si la alimentaba bien.
—Bien, otra oportunidad —dicté repitiendo el mismo proceso. Al final Lila tenía un par de galletas en el estómago y ningún ejercicio—. Siempre te comes el chuche, pero no te sientas —murmuré viéndola saltar contenta de un lado a otro. Le encantaba el juego pese a su lento progreso.
—Emiliano, se le da como recompensa cuando haga lo que le pediste, no como soborno —aclaró mamá siendo testigo de mi fracaso. «Vaya, eso lo explica».
—Me has estado viendo la cara. —Afilé la mirada, pero no mostró ni pizca de culpa—. Está aprendiendo mañas rápido —reconocí admirado—, vale que la premien —concluí. Mamá negó cuando le entregué otra por su descarado acierto—. Como le gustan estas cosas —admití sin comprender por qué la ponían eufórica. Tal vez la estaba drogando sin darme cuenta—. ¿Podrán comerse? Parecen las del cereal.
—Si las pruebas duermes afuera —me advirtió mamá. En verdad debía estar preocupada porque me convirtiera en otra mascota.
—Tendrás que hacerme espacio, Lila —bromeé acariciándole la cabeza, le gustaban los mimos—. Ahora tengo que trabajar —le avisé como si hablara hablar—. Necesito dinero para comprar tus croquetas y tus golosinas, que aquí entre nos, salen más caras que las mías. No es un reclamo —expuse atento en revisar el trabajo acumulado. Lila se aburrió de mi conversación sobre impuestos y pagos, se durmió en la frazada a mis pies. La envidié, ojalá Hacienda me permitiera hacerlo.
—A ver si con esta nueva responsabilidad sientas cabeza —opinó mi madre metiendo un comentario que no tenía nada que ver, pero que me hizo igual de gracia.
—Pasó todo el día sentado, no pienso involucrar a mi cabeza en este círculo vicioso —bromeé. Tuve la impresión que consideró lanzarme la botella de agua—. No te angusties, voy a cuidarla. Pao me envía todos los días consejos de cómo mantenerla con vida. Por alguna extraña razón debió enterarse qué maté el experimento del frijol en la primera semana.
—Solo esa niña te tiene paciencia —opinó. No pude contradecirla. El silencio duró apenas un instante porque mamá necesitaba soltar lo que rondaba en su cabeza—. Pao me gusta mucho.
—Pues deberías decírselo antes de que alguien se te adelante —recomendé divertido.
—Emiliano... —me regañó. No contesté, concentrado en trabajar—. Me refería para ti.
—Pensaba que las épocas de buscarle novia a los hijos era en la secundaria.
—A mí me parece una chica encantadora —soltó en un argumento de gran elaboración.
—No puedo contradecirte —reconocí sin despegar la vista del diminuto desarmado.
—También es muy bonita.
—Cien por ciento de acuerdo contigo.
—Y tiene un gran corazón.
—Su mejor cualidad —apoyé.
—Entonces, ¿qué tiene de malo? —se molestó creyendo jugaba con su paciencia.
—¿Quién Pao? Nada. Ella es todo lo que está bien en este mundo —reconocí con honestidad. Demasiado bien. Mamá acaba de explicarlo sin darse cuenta—. Por eso es mi amiga. La quiero como tal. Además... —me enredé con mi propia explicación.
—Estás idiotizado con la cliente que nos visita a diario —se adelantó. Sí, bueno, esa también era una causa—. Emiliano, esa chica... —Prefirió callar conociéndome—. No sé, me cuesta verlos juntos a futuro —confesó incómoda.
—No te preocupes, ella tampoco —me sinceré recordando sus propias palabras—, puedes estar tranquila. Me quedaré soltero para siempre —dicté—. Será el hombre ricachón, de cincuenta años que nunca se casó, del que posiblemente duden de su orientación, pero envidiado por su colección de automóviles que ni siquiera puede usar.
—Emiliano... —me reprendió.
Mamá siempre le caían mal esos comentarios donde aceptaba otras posibilidades que no fueran convencionales. Ella estaba segura que tendría una vida como la que antes soñaba, pero había renunciado a ese camino unos meses después del accidente. Claro que nunca le conté lo que me sucedió esa tarde para no darle más preocupaciones. Sé que dolería, igual como a mí me dolió. No tenía sentido abrir el capítulo cuando ya lo había superado.
Fue una fortuna que la llegada de una abrigada Pao nos interrumpiera. La guardiana de la casa la recibió con una ola de ladridos que debieron llamar la atención de toda la cuadra.
—Niña, que lindo verte —la saludó mamá preparando los paquetes que una de sus amigas recogería por la tarde. Pao sonrió quitándose el gorro de lana antes de saludarla, peinó con sus dedos sus mechones que cayeron al dejarlo sobre el mostrador.
—A mí también me hace feliz verla —dijo ayudándola a sostener unas cosas para que no se esparcieran por el suelo. Mamá agradeció preguntándole sobre el cambio de temperatura, una conversación que se prolongó hasta terminar de empacar. Entonces, Pao se giró para sonreírme por primera vez—. ¿Cómo estás, Emiliano? —preguntó, quise contestar pero alguien le robó su atención—. ¿Se ha portado bien? —cuestionó poniéndose de cuclillas.
—Ya me ha engañado varias veces. Es astuta —la puse al tanto provocándole una risa que me hizo sonreír—, o yo demasiado tonto. Un poco de ambas.
—¿Estás feliz? Sí, sí lo estás —reconoció alegre al verla recibirla emocionada—. Te traje un regalo —nos sorprendió levantándose para alcanzar su maletín, abrió uno de los cierres sacando algo que no reconocí hasta que lo extendió para mostrárselo—. Es para cuando tengas que salir a dar un paseo, ¿te gusta? —le habló como si esperaba le contestara. Tal parece no era el único loco.
—A este paso va a salir más que yo —me burlé. Pao ladeó la cabeza—. Prometo que daremos un tour por la colonia más tarde. Vas a ser la sensación —pronostiqué—, sobre todo de los ladrones. No puedo esperar a que vean que mi silla ya tiene alarma incluida.
—Si gustas en mi hora de comida puedo sacarla yo —propuso queriendo darme una mano.
—No, yo puedo. Al cerrar el negocio, eso le sumará adrenalina —mencioné siendo consciente que se trataba de mi responsabilidad.
—O pueden ir ahora que yo estoy aquí para hacerme cargo —cortó mi madre nuestro absurdo dilema. Entendía lo que buscaba, pero no le funcionaría. Claro que eso no significaba que rechazaría su propuesta. Adoraba salir, aunque lo hacía en contadas ocasiones porque no me gustaba que la gente que me conocí de hace años me encontrara. Es lo malo de tener los mismos vecinos hasta el fin de tus días.
Pao se encargó de atender a la clientela por un rato, yo avancé lo suficiente para imaginarme ese billete en bolsillo antes de que la afluencia disminuyera por la tarde. Consideré una buena idea aprovechar el momento, así que Pao colocó con mucho cuidado la correa a Lila que celebraba sin saber qué planeábamos. Estaba mucho más activa ahora que reconoció a su antigua amiga.
Entendí la razón del atuendo de Pao cuando una corriente de aire revolvió mi cabello apenas salí. Debía ser uno de los primeros frentes fríos de la temporada. Subí discretamente el cierre de mi sudadera mientras Pao abotonaba su abrigo. Acomodó su gorro con una mano mientras con la otra Lila la halaba por el sendero.
—Va a tirarte —pronostiqué a la par de un silbido.
—No va a tirarme —aseguró creyendo descabellada mi idea, pero un fuerte jalón la interrumpió—. Bueno, posiblemente lo haga, así que no me distraigas —ordenó. Reí negando con la cabeza.
—¿Llegó el invierno o estoy convirtiéndome en Frozono? —solté viendo a Lila despreocupada mientras yo sentía que de un momento a otro nevaría, aunque nunca lo hacía. Pao me dio un golpe en el hombro—. Si fueras un poco más pequeña podrías abrazarme, es un método que utilizan los pingüinos para entrar en calor, Pao.
—Claro, señor pingüino —se burló de mi argumento—. La altura no es un problema, Emiliano, el lío está en que primero yo tendría que querer hacerlo —lanzó divertida antes de adelantarse dejándome con el corazón roto y una sonrisa en los labios. Pao se encogió de hombros traviesa pidiéndome con un ademán la siguiera. Obedecí aceptando me había ganado un punto.
Agradecí al que construyó las banquetas lo suficientemente anchas para que pudiéramos ir uno al costado del otro, aunque no compartí el sentimiento cuando deslumbré el centro de trabajo vecino. De pronto toda esa alegría se escondió en un rincón de mi pecho. Me detuve un instante, observando el estacionamiento donde se aparcaban varios vehículos. Imaginé todos estarían muy ocupados, no pude evitar imaginar que una de esas personas sería la chica que me propuse no volver a pensar. A veces caía, incluso cuando me esforzaba por no hacerlo.
—¿Has tenido noticias de Laura? —me despertó Pao al ser testigo de mi interés.
—No. Es decir, la he visto cuando visita la tienda, pero no hablamos. La entiendo. Fui un idiota —admití al meditar que jamás debí hablar de lo que sentía a sabiendas no me correspondería. Solo nos puse en una situación incómoda—. Bueno, he cometido estupideces más grandes, una más a la lista.
Tal vez si hubiera preferido el silencio seguiría ileso, o solo alargaría la agonía. De todos modos era tarde para arrepentirse. Necesitaba seguir avanzando. Fue una buena excusa notar a Lila impaciente. A ella mis líos no le importaban mucho. Pese a ser pequeña no resultaba fácil controlarla, sobre todo cuando sacaba su lado más aventurero.
—El club está hecho un lío —me contó mientras nos encaminábamos al parque que estaba cerca de casa. Quizás el frío ayudó a que saliera poca gente.
—Nacimos siéndolo. Lo único que deseo es que si Alba se decide a darle un puñetazo a Tía Rosy lo haga cuando esté presente, que no he esperado tres años solo para que me lo cuenten —revelé.
—Alba tiene un carácter fuerte —admitió—, pero jamás golpearía a alguien —defendió con inocencia. No pude evitar soltar una buena carcajada.
—Pao, sino me ha dejado muñeco abollado es simplemente por consideración —mencioné aún riéndome con ganas—. Sí la imagino noqueando gente por la calle. Y no es una crítica —aclaró—, todo lo contrario. Si me escuchara la convertía en el próximo Rocky Balboa.
—Ay, Emiliano —me reprendió con una sonrisa mientras cruzábamos con precaución la calle.
Del otro lado se extendía un plazoleta repleta de árboles que brindaban sombra a columpios y bancas. Aunque en un día como ese, sin un rayo de sol, lo único que lograban era refrescar más el ambiente. Sus hojas se agitaban con el roce del viento. Lila encontró curioso el sonido. Me recordaba a mí de niño con un litro de chocolate encima. Mi madre contenía sus deseos de amarrarme a una silla.
—Nunca dijiste que tendría una especie de demonio de Tasmania en mi casa —acusé a Pao divertido, siendo testigo de como la rodeaba. Aburrido de lo mismo decidí dejar la silla un momento para ocupar una banca helada.
—Solo está feliz. Es traviesa, pero sabe comportarse —aseguró contenta, sonaba como mi madre cuando intentaba defenderme—. Hace mucho no la veía así, estoy tan agradecida contigo —añadió sincera mirándome a los ojos.
—¿Llevas mucho tiempo en el refugio? —curioseé, cambiando de tema. No quería que me diera las gracias por hacer algo bien en la vida.
—Sí, más de un año. Antes solo lo visitaba, pero hace meses que me comprometí a ir semana tras semana —me contó.
—¿Por qué no hiciste ahí tú servicio social? —le pregunté mientras Lila volvía a treparse a mis pies. Esperaba no me confundiera con un árbol.
—Primero, estoy costeando todos mis traslados con lo que reuní trabajando en la cafetería, no es mucho. Es un trayecto largo, tendría que tomar varios camiones y ahora no puedo pagarlos —explicó. Asentí, tenía lógica. Me hubiera gustado entender esos líos, pero mi educación fue distinta—. Además, en el refugio ya hay alguien ocupándose del área veterinaria y no necesitan más personal.
—¿Es el chico que nos recibió ayer? —recordé. No sé por qué pregunté, solo me causó curiosidad.
—No, él se dedica más a lo administrativo, contesta llamadas, atiende las solicitudes de adopción —enumeró—, recibe amable a la gente...
—Sí, eso vi. Por cada"haría todo por ti" deberían subirle el sueldo —admití divertido al acordarme de ese detalle. Pao quiso hacerse la dura, pero terminó riendo.
—Tonto, no te burles —me regañó con ternura—. Sí, a veces le gustan las frases intensas, pero es un gran chico —confesó para ella misma. Asentí, pese a que no me estuviera preguntando nada—. Aunque no nos veamos mucho es mi amigo. Su nombre es Alan —me puso al tanto.
—¿A él también le das consejos amorosos? —curioseé fingiendo ánimo—. Porque eres muy buena, deberías escribirlos. Los desgraciados en el amor te los agradeceríamos.
—No, a él no, porque está soltero —resolvió simple, encogiéndose de hombros.
—Oh...
Entonces le gustaba. Estaba claro por la manera en que la miraba y su comportamiento al despedirnos. Creí se arrodillaba a pedirle matrimonio. Se improvisó un discurso de media hora de algo que podía contar en cinco minutos. Además, la indirecta muy directa de que debían verse un día dejaba claro. No se trataba de una queja, solo de un comentario. Aunque contemplando a Pao jugueteando despreocupada, con su alegría contagiosa y cariño hacia Lila, tampoco podía culparlo. No me sorprendería que de un momento a otro él se atreviera a dar el salto. El tiempo es cruel con los cobardes, la vida se escapa de las manos burlándose de tus planes.
Pao siguió hablando sobre todo lo que aprendió en el refugio, fingí escucharla aunque apenas logré contestar con distraídas sonrisas porque no dejaba de pensar en aquella bobería. No se trataban de celos, lo que sentía por ella no cruzaba la línea de la amistad, me lo había propuesto al conocernos. No me enamoraría de Pao, por el bien de los dos. No sé por qué teniéndolo claro últimamente necesitaba repetírmelo con frecuencia.
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