Capítulo 10
—Aún no puedo creer que el único que ganaste fue porque que el piloto compartía nombre con uno de tus personajes —recordé carcajeándome. Pao afiló su mirada clara, dejando de ordenar los jugos en el refrigerador.
—No importa el método, gané —sostuvo contenta. Abrí la boca para contradecirla, pero tenía que reconocer era un buen argumento—. Deberíamos ir otra vez —propuso retomando su tarea. Eso sí me sorprendió, no lo disimulé.
—¿Lo dices en serio? —dudé—. Prometo que esta vez no me aventaré una escena estilo novela de Televisa.
—Sí. Me divertí mucho. Te confieso que al inicio pensé que no me hallaría. En realidad, solo acepté por tratarse de ti, pero resultó más emocionante de lo que imaginé. No puedo creer cómo los automóviles pueden ir a tal velocidad. Aún siento el corazón acelerado al recordarlo. Por cierto, podría serviría para una historia —mencioné ilusionada. Sonreí agradeciéndole su apoyo—. Y quién sabe, en una de esas puedes ganarme —mencionó alegre, celebrando su punto como si se tratara del campeonato.
No importó quién se llevó la victoria, yo no recordaba haberme sentido más ganador que esa tarde. Pao no solamente me apoyaba, sino que se interesaba en lo que me gustaba. No sabía cómo pagárselo. Ya suficiente había hecho por mí aguantando el drama del fin de semana. Temí que las cosas cambiaran entre nosotros, que me viera distinto después de contarle algo tan personal, pero contrario a mis pronósticos llegado el lunes todo transcurrió con normalidad. Ni siquiera lo mencionó.
—Acepto mi derrota —le di la razón porque me gustaba verla feliz. Si tenía que declarar era el fracasado más grande de Latinoamérica, lo cual no estaba muy lejos de la realidad, lo haría—. ¿Qué puedo hacer para recompensar mi falla?
Pao me dedicó una sonrisa que me volvió estúpido. Colocó sus manos a la espalda, cerró los ojos fingiendo pensar seriamente su respuesta, en una actitud traviesa que me hizo doblemente estúpido.
—Escuchar lo que quiero decirte —respondió deprisa, sin contenerse, como si hubiera estado esperando por esa pregunta. Alcé una ceja interesado—. ¿Sabías que hay carreras para personas en sillas de ruedas? No hablo de automovilísticas, sino de atletismo. Estuve investigado sobre la posibilidad de competir con lesiones en la médula —me contó emocionada.
—¿Qué? —murmuré. Me había quedado en "sabías". No, ni siquiera me pasaba por la cabeza.
—Tú amas la velocidad, las competencias. Sé que no es lo mismo —admitió al ver mi expresión desconcertada—, pero también es un gran deporte. Aunque no lo creas, ellos pueden superar los treinta kilómetros por horas.
—¿No se les desprende la cabeza? —dudé sorprendido.
—No, claro que no —respondió con una sonrisa por mi infantil temor—. No quiero que te sientas presionado, solo quería contarte un poco de lo que encontré —aclaró ante mi silencio—. Quizás te interese darle un vistazo. Es muy impresionante.
Le creía. Nunca había oído de ese deporte, o al menos más allá de las noticias deportivas, pero confieso que me invadió la curiosidad. No porque me creyera capaz de practicarlo, sino ante el hecho de que la vida siempre se abre caminos de manera extraña. Incluso cuando todo parece oscuro, jamás se está perdido del todo, siempre hay otras oportunidades. El problema es que a veces estamos tan sumergidos en nuestro propio dolor, negados a otros caminos, aferrados a nuestra voluntad, que nos perdemos de muchas experiencias. Es complicado, pero debemos estar dispuesto a escuchar las corazonadas o voces que llegan por una razón.
Sonreí observando a Pao, que había hecho en unos días por mí más que la mayoría de la gente. Tuve suerte en encontrar su corazón generoso, que daba sin límite. Supongo que mis ojos delataron lo que pasaba por mi cabeza porque un sutil sonrojo pintó sus mejillas. En lugar de evadir su mirada para no ponerla en aprietos mi sonrisa se ensanchó.
—Si te animas me dices —cambió de tema acomodando un mechón—. Mi madre tiene conocidos que son excelentes entrenadores.
—¿En serio? ¿Por qué los conoce? —curioseé encontrando peculiar la relación. Es decir, Pao quería ser veterinaria y su hermano abogado, no estaba muy ligado. Ella abrió la boca, pero volvió a cerrarla, torciendo sus labios. Pensó en la respuesta, o en cómo desviarla.
—Mi madre es amiga de todos —inventó encogiéndose de hombros regresando a su sitio.
Estaba seguro había algo detrás, pero entendía fuera un tema personal. No la presionaría.
—Pao —la llamé, sin guardármelo. Ella me miró un instante deseosa de seguir en sus cosas, pero no quería callarme—. Muchas gracias —dije honesto, sin chistes, ni falsos halagos.
Me dedicó una sonrisa tan sincera que me llevó a preguntarme cómo había pasado los últimos años sin darme cuenta de lo bien que me hacía estar con ella. Es decir, en el club sabía que era una excelente persona, pero nunca imaginé el efecto tan positivo que ocasionaría su compañía. Gozaba de la capacidad de llenar de esperanza todo lo que tocaba. ¿Y quién no se hace adicto a la felicidad? Pao era como una probada del cielo, con toda esa bondad y alegría que volvía al mundo oscuro un lugar lleno de luz.
Quizás el domingo sí habían cambiado las cosas.
Un sonido me sacó de mis pensamientos. Nuestras miradas se dirigieron a la entrada. El sollozo que escapó de los labios de una temblorosa Laura nos puso en alerta.
—Perdón, perdón —se disculpó avergonzada por la atención, en un balbuceo torpe—, pensé que estabas solo.
—¿Estás bien? —me preocupé al verla tan mal. Por la hinchazón de sus ojos verdes y el rojo de sus labios supuse llevaría un buen rato llorando. Nada bueno debió sucederle.
Supe que no eran imaginaciones mías cuando Pao dejó el mostrador. Laura asintió deprisa restándole importancia, pero antes de que pudiera escapar ella la tomó del brazo impidiendo se marchara.
—¿Quieres un poco de agua? Estás pálida —opinó angustiada, luego se aventuró, pese al respingo de Laura, a colocar su mano sobre su frente—, y helada. Tal vez sería buena descansaras un momento —le recomendó dándome un vistazo para que captara el mensaje.
Asentí compartiendo la idea. Laura bajó la mirada por tantos ojos analizándola. En el local no había muchas sillas, más que la mía, así que Pao me pidió permiso de entrar a casa, aunque el favor fue más por protocolo porque ella podía ir a donde quisiera. Laura se mostró un poco renuente al inicio por sus atenciones, pero ante nuestra incidencia cedió. Prometí alcanzarlas apenas colocara el letrero de cerrado y metiera llave a la puerta.
La duda comenzó a hacer estragos en mí. ¿Qué podía tener a Laura tan mal, incapaz de hablar, con la pena inundado de dolor sus ojos? Ni siquiera opuso resistencia para seguir a Pao, se dejó arrastrar sin fuerzas. Su mente estaba en otro lado, quizás deseaba estarlo, en uno donde lo que consumía su cabeza no la alcanzara. Terminé todo tan rápido como pude antes de buscarlas, aunque dentro de mí sabía no me alegría verla de ese modo, sobre todo porque era incapaz de reparar lo que la atormentaba.
Abandoné el local por la puerta que conectaba al pasillo, lo recorría a oscuras antes de llegar a la puerta de la casa que estaba media abierta. Desde donde me encontraba podía escuchar un suave llanto que dolió en el pecho. Tan callado como quien lucha por contenerse, pero constante dejando claro es un río interminable. No había palabras, ni explicaciones. Solo la acompañaba una voz que llegó a mis oídos.
—Sé que no conozco, ni que te pasó, no tienes que contármelo, pero te aseguro que todo estará bien. Va a mejorar, ya verás —la animó Pao. Empujé la puerta, ninguna de las dos me vio, pero yo pude apreciarlas sentadas en el sofá. Laura escondía el rostro de la dulce mirada de Pao, limpiándose discreta las lágrimas—. Tranquila. Ya no estás sola. Si algo puedo hacer...
Pao se percató de mi presencia a media oración, por inercia se levantó. Le pregunté sin palabras qué sucedió, ella hizo una mueca para explicarme que no tenía respuesta. Laura estaba negada a soltarlo.
—¿Te sucedió algo malo? —pregunté en voz baja para no asustarla cuando me acerqué. Laura negó, pero mentía, nada reaccionaba así por una tontería—. Puedes confiar en nosotros...
—¿Sabes qué sería bueno? —dijo Pao, como si acabara de acordarse de algo. Los dos le miramos con interés—. Tal vez un buen té sirva para que te relajes un poco. Mi abuela dice que esas cosas son mágicas. Todos los problemas parecen menos graves con una taza. Te prepararé uno que te encantará —le prometió intentado subirle el ánimo. Laura no contestó—, si me das permiso —recordó.
Yo no pude borrar la sonrisa ante sus esfuerzos por mejorar la situación. Pao estaba siempre dispuesta a ayudar, sin importar apenas la conociera. Era muy buena. Asentí, ella conocía la cocina.
—¿Tendrás todo para un té? —curioseó. Pensé en la respuesta, sin estar seguro. Mamá amaba los menjurjes, seguro algo encontraría en las alacenas.
—Pues agua sí hay —contesté mi única certeza.
Pao tuvo que morderse el labio y fingir desaprobación, no era momento para reírse. A mí también me costó. Negó antes de darme un suave golpecito en el hombro, asegurando no tardaría. Seguí su recorrido con una sonrisa hasta que se perdió al final de la habitación. Entonces, una voz a mi espalda me sobresaltó.
—Tuve un día horrible —confesó a la nada, armándose de valor para hablar—, de los peores de mi vida.
—¿Te lastimaron? —cuestioné preocupado, imaginando lo peor. Todos los rodeos estaban teniéndome crueles trampas.
—La vida solo me está cobrando todos mis errores. Lo que me pasa lo merezco, ni siquiera puedo quejarme —soltó molesta consigo misma, mostrando a la luz su odio. No entendía por qué se hacía ese daño—. Sabía que esto pasaría, pero pensé que sería fuerte para soportarlo.
—Tú eres fuerte.
—Claro, tanto que estoy aquí llorando como una estúpida —escupió a la defensiva. Laura se dio cuenta que estaba lanzando su enfado al lado equivocado, suspiró hondo estrujando su cara llena de frustración—. No debí venir, no quería desquitarme contigo que no has hecho más que ayudarme desde que te conocí, es solo que... Sentí que me moriría si me quedaba en aquel sitio —se sinceró con la voz entrecortada—. Si la veía a los ojos...
Ese dato llamó mi atención, por desgracia, la llegada de Pao la silenció. Laura apretó los labios para no soltar una nueva palabra. Ella se dio cuenta del cambio abrupto a su arribo. Pasó sus ojos miel de mí a ella, temerosa de haber cometido una metida de pata, le sonreí tranquilizándola.
—He traído uno de manzanilla. No era lo que tenía en mente, pero es lo único que había —confesó. «Le dije a mamá que tener hojas de laurel no serviría de nada», pensé divertido—. Ten mucho cuidado que está caliente —le advirtió cediéndolo despacio. Laura le agradeció con una débil sonrisa antes de darle un sorbo.
El silencio se prolongó por un instante que pareció una eternidad. Pao nos miró discretamente a ambos antes de chasquear los dedos fingiendo recordar algo.
—Se me está siendo tarde para las prácticas. No puedo retrasarme o mi jefa me matará, ya sabes como es —mencionó. Posiblemente solo lo inventara, deseando darle espacio. Pao buscó su mirada—. Todo mejorará, Laura. No pierdas la esperanza.
—Gracias —susurró.
—Cuídate mucho, Pao —le pedí. Ella asintió, dejé un momento a solas a Laura para acompañarla a la salida.
—Sé cuidarme bien —me tranquilizó con una sonrisa. Lo sabía, no entendía por qué me preocupaba—. Ahora intenta animarla. Llámame cualquier cosa que necesites, ¿de acuerdo? —comentó amable inclinándose un poco para que solo yo pudiera oírla.
Me despedí de ella con una sonrisa, grabándome la suya, sintiéndome un poco vacío por su ausencia. Ella sabía qué hacer, tenía ese toque para curar heridas.
Cuando su imagen se convirtió en un recuerdo regresé con Laura. Su mirada verdosa estaba perdida en el humo que desprendía su bebida. Sentí pena por su estado. El dolor atravesaba las barreras, casi podía dibujarlo alrededor.
—¿Te sientes un poco mejor? —pregunté sin deseos de perturbarla. Me miró un instante, dibujó el borde de su taza a la par de una débil sonrisa que pintó su rostro oliva.
—Sí, ya mejor. Muchas gracias —admitió. Me alegro oírlo de sus labios—. Pao es un encanto —opinó, desconcertándome. No entendía a qué venía el comentario, pero tenía razón.
—Sí —reconocí con una sonrisa involuntaria—. Es una chica grandiosa. Eso que aún no la conoces, resulta imposible no quererla —hablé para mí.
Su mirada intensa estudiándome me recordó que ese no era el tema principal, estuve a punto de disculparme cuando ella decidió hablar.
—No sabes como desearía ser como ella —me confesó en un susurro. Una risa triste se le escapó—. Una buena persona, merecedora del amor, digna de admiración.
—Laura, no necesitas ser nadie más que tú —corté su dolorosa comparación—. Y mereces que te quieran sin necesidad de...
—Emiliano, tú no me conoces. Si lo hiciera querrías salir corriendo... —escupió. Abrió los ojos al percatarse de sus palabras. Los colores pintaron su piel. Hice un esfuerzo por no reír ante su expresión—. Perdón, perdón, no me refería...
—No te preocupes, que no pueda hacerlo no me quita las ganas —calmé su bochorno. No me afectaba ese tipo de comentarios, hechos sin malicia. Yo una vez le dije a un ciego "nos vemos" al salir de una tienda sin ganas de herirlo. Ella agradeció mi compresión, aproveché que había bajado las defensas—. Laura, quizás tú tienes razón, no te conozco del todo, solo puedo ver que eres hermosa, amable y simpática... No es justo que alguien te haga olvidarlo —dije. Menos si ese alguien repite que te ama al tiempo que te clava una estaca en el corazón.
—No soy nada de lo que dices —contradijo parpadeando alejando algunas lágrimas.
—Sí, aunque no lo quieras ver. Eso y más —supuse. Muchas otras facetas que nunca conocería, reservadas únicamente a las personas que nos importan—. Laura, eres una de las mujeres más hermosas que he visto en mi vida. No me creas a mí, pero el espejo no puede engañarte —declaré sin comprender cómo no podía verlo—. Nunca juzgas a los otros, le das la bienvenida a todo aquel que se acerque, eres amable y antes solías bromear todo el tiempo.
—¿Por qué me dices todas estas cosas? —cortó extrañada, clavando sus ojos en los míos. Fue difícil sostenerle la mirada a sabiendas que la verdad dolería.
El silencio reinó mientras analizaba la razón. Era una condena larga para hablarla, insoportable para retenerla. Su mirada no buscó otro puerto, el corazón en el pecho susurró que era momento de soltarlo, decirle adiós. Pude guardármelo, pero ya no lo haría. Ella lo necesitaba en ese instante. Cuando la voz no puede callarse debemos obedecerla.
—Porque duele mucho ver como destruyen a alguien que quieres, sin poder hacer nada para frenarlo —confesé.
Cuando la persona que quieres es feliz, tienes el consuelo de que todo irá bien, te alegras por su dicha, pero ser testigo diario de la manera en que destruyen todas esas cosas que la hacían especial, es un castigo. Laura era una mujer distinta, cada día le quitaban más vida.
Laura abrió los ojos alarmada. Dejó de respirar, quizás a la par del curso de sus latidos. Fue como si estuviera frente a una pesadilla. Pude percibir en sus pupilar el terror. La entendí, debía ser una de las peores noticias que pudo recibir en un día de por sí malo.
—Espera... ¿Tú me quieres? —balbuceó horrorizada ante mi confesión escondida entre líneas.
—Gracias por notarlo... Después de tres años —murmuré divertido, en un mal intento de disipar la tensión, arrepintiéndome de ser tan directo.
—¿Qué? No, no, no, no —repitió negando con su cabeza sin parar—. Emiliano, tú no debes quererme —ordenó asustada.
—Lo sé. Te juro que he intentado por todos los medios no hacerlo... No por ti —aclaré rápido, sin deseos de estropear más su ya dañado autoestima—, porque sé que no es lo correcto, pero no puedo —me sinceré decepcionado de mí mismo—. Tiene su ciencia, ¿sabes? —solté nervioso pasando mi manos por el cuello—. Es inevitable sentirlo.
Laura no habló. Supongo que debí dejarlo ahí, pero ya que estábamos en el tema lo terminaría.
—Desde la primera vez que te vi, aquella tarde que me encontraste a punto de... —Callé de golpe, impidiéndole saber qué tan importante fue ese hecho que en su cabeza terminó olvidado. A mí me había marcado, quizás fue su importancia lo que volvía imposible dejarla ir—. Eso ya no importa —suspiré alejando ese amargo recuerdo—. Fue inevitable sacarte de mi mente. Todo lo malo parecía menos espantoso cuando tu aparecías... —me sinceré en voz alta.
Volví a negar, acordándome a ella no le interesaban mis estúpidos sentimientos. Ante su mirada atenta casi pude leer que se preguntaba qué me había fumado antes de soltar tanta idiotez. Yo era el hombre más estúpido del mundo.
—En verdad, lamento incomodarte. No busco que me correspondas. Voy a seguir esforzándome por dejarte atrás, solo necesito un poco más de tiempo para aceptarlo —declaré seguro—. Y entiendo si no quieras volver...
—¿Por qué me quieres? —interrumpió con profundo interés. Sus pupilas verdes delinearon mi rostro en búsqueda de otras intenciones. No halló más que sinceridad.
Tomé un profundo respiro, sacando la llave que encerraba esa respuesta.
—Supongo que... Cuando el mundo estaba oscuro, sin importar todos tus problemas, siempre sonreías a otros. Dijiste la primera vez que estuviste aquí que te alegraba haber encontrado un amigo, te sentías sola. También me pasaba... —conté teniendo presente esas horribles noches donde la soledad me consumía vivo.
Laura llegó en un momento crítico de mi vida, en el que para mí todo estaba perdido. A un paso de la locura. Sin nada que me motivara a abrir los ojos a la mañana siguiente.
—Me miraste igual que el resto, sin ese deje de tristeza que me asfixiaba —mencioné. Después del accidente la lástima me acompañó a todos lados, estaba harto de que el mundo me considerara diferente cuando trabajaba tanto por no serlo—. Y cada que te aparecías intentabas incorporarme a un mundo que me cerraba la puerta en la cara. Para ti no era el pobre hijo de Tania que quedó postrado en una silla, solo el chico que confundía las donitas glaseadas con las de azúcar —recordé con una risa nostálgica—. Así el mundo se estuviera cayendo tú reías por mis malos chistes y tenías un saludo amable sin falta. ¿Por qué no te querría? —la cuestioné con una débil sonrisa, porque aunque ella siempre se refiriera a sí misma como lo peor, su llegada fue lo mejor que me pasó en esos tristes años. Laura estudió mi rostro con una expresión indescifrable—. Tú misma la dijiste, a la gente buena se...
Sin embargo, pese a mi esfuerzo por sincerarme, Laura no me dejó terminar. Todas esas verdades que llevaba años guardando en mi pecho, murieron de golpe en nuestros labios cuando me besó.
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