Capítulo 9: Ojo de dálmata

Decir que estaba nervioso no se escucharía nada profesional así que lo negué cuando Miriam me lo preguntó. «Tengo todo bajo control», repetí, «tan bajo control que de un momento a otro podría desaparecer».

Sebastián me explicó lo relacionado con la empresa, qué debía hacer, por qué y cómo. Todas las preguntas tenían respuestas. Sin embargo, la teoría es una cosa, la práctica otra. Contaba con experiencia en negociaciones con proveedores, pero no había punto de comparación con el pequeño almacén donde trabajaba. Allá si el yogur no cedía no se perdía el dinero que se va a la basura aquí. 

—Respire, Jiménez —aconsejó Miriam al despedirnos de Sebastián. Quise decirle que estaba haciéndolo, pero me faltó un poco de aire para una oración tan larga.

—Uy, ¿a dónde tan guapos? —chifló Dulce cuando nos la topamos en el pasillo—. ¿Van a salir?

—Sí, tenemos una reunión en Empresas Paper. Tenemos el tiempo justo —respondió apresurada sin detenerse—. Luego hablamos y te cuento todo.

Ella quedó satisfecha con la contestación y nos deseó suerte con un ademán.

—Iremos en mi coche —indicó señalándolo con su dedo. No era necesario, identificaba a la perfección ese Chevy rojo. Y ni hablar de mi automóvil, casi le conocía el motor.

—¿No quiere que yo conduzca? —me ofrecí al verla buscar sus llaves entre el sin número de cosas que cargaba. Admiraba sus malabares para que nada se le cayera.

—No, gracias, Jiménez. Quiero que mi coche vuelva entero para la próxima semana —alegó con dando al fin con ellas. Quise debatir, pero mi mala fama me perseguía.

Miriam era una mujer ordenada, el interior era el reflejo de los cuidados que le daba. Hasta contaba con un aromatizaste de vainilla nuevo. Fue una buena idea no elegir mi vehículo, tenía que intentar imitar su ejemplo y darle un poco de amor a esa carcasa.

—¿Ya ha visitado Empresas Paper? —le pregunté para romper el silencio. 

—Una vez solamente. Es una nueva sucursal, hicimos tratos con ellos hace menos de un año. Aunque conozco a la mujer que va a atendernos, la va a tener difícil, Jiménez.

—Gracias por los ánimos.

—Pero usted vaya con la idea de que no tienen por qué negarse. Pagamos a tiempo, aumentaremos sus compras beneficiándolos a ellos y nuestras referencias son excelentes.

—Eso está mucho mejor —murmuré optimista perdiéndome en el paisaje de la ventana.

Era un camino nuevo para mí por lo que aproveché para distraerme. Tampoco es que pudiera hacer mucho. Monterrey era una ciudad repleta de edificios, locales y casas, difícil no extraviarse entre el laberinto de calles y avenidas que se enredaban en el centro. Después de mi intento por memorizar un par de rutas me rendí.

Más allá de los claxon, las maldiciones de los otros conductores entre ellos y los pregones de los vendedores en cada esquina, no nació ningún comentario entre nosotros, pese a que yo tenía muchas cosas que rondaban mi mente. Observé a Miriam que seguía concentrada en la avenida. Ella sí parecía disfrutar de mantenerse callada. ¿Cómo lo hacía?

—¿Quiere poner música? —me preguntó Miriam atrapándome, como si contara con un centenar de ojos en todas las direcciones, sin girar la cabeza.

—Es una buena idea.

—Solo espere un segundo. —Su mirada siguió clavada al frente. Un torpe recorrido de sus manos hasta dar de botón de encendido. No acertó en su búsqueda, pero no fue necesario, aplastó por error el de play reproduciendo la canción programada—. Ay, no —chistó avergonzada por la música que sonó a lo alto—. No, no, no, no.

—Esa canción le gusta a mi abuela —comenté con una sonrisa al recordarla. Le encantaba poner esa emisora que repetía las canciones con frecuencia. Miriam al fin pudo silenciar el aparato, juzgó mi risa con el ceño fruncido—. A mi mamá también —aclaré por si creía hacía alusión a la antigüedad de la melodía—. Ella le lleva muchos años a mi abuela.

—Sí, eso supuse.

—A mí también un poco, y eso que yo soy mayor que usted. ¿Cuántos años tiene? —quise desviar el tema.

—Quedémonos con que soy más joven que usted. No entremos en pormenores.

—Claro, ya entendí, a una mujer jamás se le pregunta la edad.

—Ojalá fuera eso —musitó entre dientes.

—¿Se equivocaron en su acta de nacimiento? —intenté adivinar con las pocas pistas que tenía—. Así le pasó a mi abuelo. Él creí tenía noventa, después le dijeron que noventa y dos. Jamás supimos qué día era el bueno así que le hacíamos dos fiestas de cumpleaños. En cada una cumplía diferente edad —le conté divertido por las ocurrencias de mi familia.

—Jiménez, intente no hacer esos comentarios a la licenciada Acosta, por favor —me pidió en una súplica. No tenía que preocuparse, sería muy precavido con mis palabras, pero por si las dudas no se lo comenté en voz alta.

Miriam se sacó las gafas al atravesar el portón de seguridad y le entregó al guardia su identificación. Este levantó la pluma dándonos acceso apenas ella le firmó la hoja de visitantes.

El edificio era una bonita construcción de cuatro pisos, enormes ventanales de cristal donde se proyectaba el interior y un amplio estacionamiento con una decena de cajones. Un lugar elegante e imponente, no ayudó a sentirme más confiado. Pensé que lo único que podíamos sacar de ahí serían las galletas y el café de la junta.

—¿Listo, Jiménez? —preguntó Miriam mientras se desabrochaba el cinturón—. Lleve estas cosas, por favor —dividió los papeles a la mitad y me cedió una parte.

—¿Quiere que le...?

Ni siquiera se detuvo a escucharme, bajó del vehículo de un salto antes de dar un portazo.

—Anotado, no le gusta le abran la puerta —repetí para futuras ocasiones.

—Apúrese —dijo desde afuera golpeando el vidrio.

Tenía razón, íbamos tarde y yo tonteando. Miriam volvió a dar un pequeño golpe con los nudillo sobre el cristal y movió los labios pronunciando algo que no escuché, pero que asumí se trataba de algo similar a lo anterior. No perdí el tiempo preguntándome qué era, rápido desenganché el cinturón y en un reflejo abrí de un golpe.

«Un golpe muy duro», maldije al escuchar un grito.

Tuve la plena seguridad que había sido mi culpa, fuera lo que fuera. Cuando levanté la vista hallé a Miriam cubriéndose el ojo mientras despotricaba a todo pulmón. 

«Dios, que mal tino tenía con esa mujer».

Descendí de un brinco sin preocuparme por las hojas que resbalaron. Quise acercarme a comprobar cómo estaba, pero ella me detuvo con su mano para que no diera un paso más.

—No se me acerque —ordenó con severidad poniendo distancia entre los dos, como si yo fuera el mismísimo demonio.

—Miriam, yo no quise...

—Usted nunca quiere nada —chistó dándome un empujón en el hombro para que me quitara de su camino—. Es un imbécil —lloriqueó acariciando la zona inferior del ojo—, ¿por qué no se fija? —escupió en un reclamo que escapó en una mueca de dolor.

Se sentó en el asiento del copiloto y chilló al examinar el daño en el espejo. Debía estar muy mal para que contuviera las ganas de ponerse a llorar frente a mí. Me sentí tan culpable, no encontré palabras para disculparme. Aunque tampoco creía deseara escucharlas. 

Como desde donde estaba no podía distinguir el grado de la herida me aproximé lentamente para no asustarla, con cuidado quise levantar su mano para revisar el daño. Ella se quedó quieta unos segundos, sorprendida por mi contacto, clavé mis ojos en los suyos, compartimos una mirada en un instante que me pareció una eternidad. Miriam suavizó sus facciones, cuando creí me dejaría ayudarla me soltó un manotazo.

—Aléjese, si no quiere que le deje el suyo como usted me lo dejó a mí, Jiménez —me amenazó enseñándome su puño. Yo sabía que Miriam no me golpearía, pero mejor sería no provocarla—. ¿Justo hoy que tenemos que ver a los directivos?

«Tampoco es que nos dieran a escoger».

—¿Está muy feo? —Fue la única estupidez que se ocurrió preguntar, Miriam me acribilló con el ojo sano. Yo estaba muerto.

—Espere unos minutos y verá, voy a parecer dálmata —se quejó abstraída en su reflejo, mientras más lo vigilaba peor se ponía.

—Deberíamos conseguir hielo —propuse sin ideas. Si al menos hubiera tomado un curso de primeros auxilios sería de utilidad.

—¿Y de dónde, Jiménez? —me interrogó desesperada—. ¿Cree que estamos en Frozen para sacarnos de la manga cubos de hielo?

—Podríamos pedírselos a los empleados, seguro tienen en el edificio...

—¡No! No quiero que nadie se entere de esto, Jiménez —me advirtió asustada—. ¿Qué les decimos? ¿No tendrán un hielo que nos regale para un golpecito sin importancia?

—Va a estar difícil que alguien no lo note —susurré al percibir la inflamación. A menos que los convenciéramos de aceptar nuestra proposición en menos de diez minutos sería imposible pasar desapercibidos.

Miriam abrió la guantera, revolvió todo en su interior hasta dar con lo que buscaba. Murmuró una oración de agradecimiento al cielo antes de ponerse unos lentes gruesos oscuros.

—Esto tiene que servir —revisó modelando en el espejo para confirmar su teoría—. Sí, sí, nadie tiene que notarlo. Todo es por su culpa —murmuró observando sus lentes que descansaban en el tablero donde antes los había dejado—, de haberlos tenido puestos... No, no, esto no es mi culpa, es suya —me señaló acusadora saliendo del vehículo.

Vi mi vida pasar frente a mis propios ojos.

—Escúcheme, Jiménez —me advirtió. Sin poder ver a través de sus gafas pude imaginarme la fiereza de su mirada. Pasé saliva nervioso—: no sé cómo va a hacerlo, pero ganará ese trato y celebraremos su buena suerte, porque si no me encargaré personalmente que jamás olvide este día.

No esperó a que dijera mis últimas palabras. Tomó sus cosas en un arrebato y se puso en camino hacia la entrada principal sin voltearse hacia mí.

«Bueno, esta vida fue buena mientras duró»

¡Hola! Muchísimas gracias a todos los que leyeron ambos capítulos. Un enorme abrazo. Gracias por sus comentarios 💖. Ya veremos cómo le va a Arturo. Los quiero ❣️.




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