Capítulo 51: Buenos amigos
Los siguientes días fueron más grises de lo que imaginé, pésimos teniendo en cuenta que ya lo esperaba. Concentrarme resultó una tarea de titanes. Claro que eso no tenía voz en mi trabajo. Uno tiene que cumplir sus obligaciones independientemente de su estado de ánimo. Incluso si tu jefe, que se encontraba en la misma oficina, era el hombre que posiblemente se casaría con la que chica que tú amas. «Qué buena motivación. Eso es lo que yo llamo un buen ambiente laboral».
—Jiménez.
Cerré los ojos. Lo único que me faltaba para perder el poco optimismo que había reunido era su visita.
—¿En qué puedo ayudarte, Carlota? —intenté ser amable para que pasara de mí. En verdad deseaba buscara otra víctima para hacer desgraciado.
—¿Por qué tan triste, Jiménez?
Hablar con ella era suficiente motivo.
—¿Es por qué te enteraste de que Miriam va a renunciar? —me preguntó con una sonrisa maliciosa.
—¿Qué?
A duras penas escuché mi propia voz.
—Es una pena para ti, ¿no? —agregó ante mi silencio.
Yo observé su escritorio vacío. «Miriam se irá por mi culpa», reflexioné sintiéndome el hombre más miserable del mundo. No me había bastado romperle el corazón sino también la orillé a marcharse de su empleo. Yo tenía un lugar seguro en el infierno, uno que empezaba a cobrar desde ahora.
—Carlota, estarás feliz —susurré al ver su expresión de triunfo.
Ella no negó la acusación, se encogió de hombros.
—Nunca pudiste aceptar que Miriam era mejor que tú —hablé para mí. Ella frunció la cejas sin creer lo que decía. Ya no importaba lo que pensara—. Incluso teniendo todos esos diplomas que te esforzaste tanto por conseguir ella desempeñaba su trabajo a tu mismo nivel. Y eso no lo cambiaría nadie, por eso prefieres que se aleje para no seguir comparándote.
—Yo nunca me comparé con esa.
—Quizás tienes razón. Sabías que ibas a perder y es más fácil engañarnos. Te doy un consejo, Carlota, lo que no queremos ver seguirá ahí aun cuando cerremos los ojos.
—Yo estoy mucho preparada que Miriam, soy una profesionista más capaz que una chica que su manera de escalar fue acostándose con su jefe —explotó furiosa por mis palabras—. Tengo idiomas, una maestría, una carrera hecha y derecha, muchos más talentos que Miriam. Lo único que ha sabido hacer es saltar a la cama cada que le truenan los dedos.
Esta mujer estaba loca.
—Ahí tienes la razón que buscabas, Carlota. Quizás Miriam no tiene el currículum tan extenso que presumes, pero es una buena persona. No entenderías de qué hablo —admití con pena—. Jamás le haría daño a nadie. Nunca divulgaría estupideces de otros como tú lo haces ahora. ¿De qué te sirve tener un diez en economía si cada que abres la boca es para mentir? Si eres inteligente saber perfectamente que Miriam nunca hizo nada de eso, pero estabas tan necesitada de ensuciarla que poco te importó mancharte tú también. Todo lo que se ganó lo merecía, de hecho se merecía mucho más que nunca le dieron, pero te dedicaste a hacerle su estancia aquí un maldito infierno, haciéndola pagar por algo que no tenía la culpa.
—Tú también eres un estúpido, Jiménez, por eso la defiendes.
—Los pocos que pueden creerte no son personas que valgan la pena. Pero te diré algo, Carlota. Miriam puede irse, eso no hará que cambié nada. Ella seguirá abriéndose camino paso por lo que vale, con gente que verá sus cualidades, que apreciará lo que es capaz de hacer. Es una pena que tu odio infundado no te dejara verlas. Y aquí tú seguirás buscando en quién calmar tus frustraciones. Una nueva víctima para olvidar lo que detestas de ti misma. Al final tienes razón en algo, no tienen punto de comparación.
Carlota frunció el ceño molesta. No habló, se dedicó a respirar despacio para tranquilizarse. Yo volví a la pantalla esperando dedicara romper el silencio o retirarse. Mejor para los dos la segunda. Tuve la impresión que por primera vez luchaba por no llorar. No me sentí orgulloso, yo tampoco disfrutaba de las venganzas.
—Te diré algo, Jiménez, igual de doloroso: has perdido el tiempo con esa chica.
—Nunca se pierde el tiempo con las personas que valen la pena —reconocí, aunque esta vez me lo decía a mí mismo. No me interesaba convencerla.
Carlota no debatió, se marchó de ahí sin dedicarme una última mirada. Yo volví mi vista al lugar que Miriam ocupaba todas las mañanas. La oficina estaba silenciosa sin su presencia. Tomé un respiro para calmar las ideas que me atormentaban. Podía intentar hablar con ella para convencerla de quedarse, pero quizás era momento de dejar de presionarla, y dejarla tomar sus decisiones. Lo único que me repetía era que Miriam encontraría un mejor lugar, aunque ese no fuera a mi lado. Y esperaba también yo hacerlo pronto.
—Tú eres el culpable de los últimos debates en el club de los cobardes —me contó Alba, señalándome.
No había revisado el grupo en los últimos días por lo que todo lo sucedía en él era una novedad.
—Y todos tomaron partido por un bando —agregó Álvaro a su izquierda.
Los había invitado a comer, en agradecimiento por su ayuda y amistad en estos meses, era lo menos que podía hacer después de todo lo que habían hecho por mí. Escogí el mismo restaurante de las vez anterior, aunque no me trajera buenos recuerdos, porque era el único cercano para Alba, que había puesto algunos peros antes de aceptar. De todos modos, me alegraba, le debía mucho.
—¿En serio? ¿Voy ganando?
Alba prefirió beber de su limonada para no reírse de mi inocencia.
—No exactamente —contestó Álvaro, incómodo.
—Pao dice que eres como ese personaje de libro que amas y a la mitad de la novela le decepciona —mencionó Alba divertida. Hizo un mohín con los labios—. Le rompiste su corazón de lectora.
—Eres un malvado —comentó él negando con la cabeza.
—¿Emiliano?
—Tú estás loco si piensas que él se va a poner de tu parte.
—¿Tía Rosy?
Álvaro hizo una mueca que no me anticipó respuesta.
—Ella no se complica. Dijo que si te ve a ti te dirá que del tuyo y se topa con Miriam del de ella. Es lista —reconoció Alba escondiéndose de hombros—. Aunque tienes algunos puntos extras, según ella, por ser lindo.
—Así que solo ustedes...
—Para el coche —me frenó Alba antes de terminar mi suposición—. Mi apoyo está con ella, que piense lo contrario, porque quise darte una mano, es otro tema. No te confundas.
—Yo sí te apoyo —comentó Álvaro.
Un voto a mi favor.
—Vas arrasando, Arturo —chifló Alba de buen humor, revolviendo con la cuchara su arroz.
—No sé qué encuentras tan divertido.
Desde que llegó no había dejado de reírse, algo raro viniendo de ella.
—Nada, me rio de tus desgracias. Das para un libro —se sinceró de buen humor—. Tienes material para hacerlo.
—Le llamaré "La desgraciada vida de Arturo Ignacio Jiménez".
—Que te sirva de algo el nombre de protagonista, eh.
—El club de los cobardes —habló de pronto Álvaro concentrado en su bebida. Los dos le miramos interesados en el disparate que acababa de soltar—. Sería un mejor nombre. Porque pensarás incluirnos, ¿no?
—Si haces semejante locura a mí no me agregues —me amenazó ella ante la descabellada idea, volviendo a irritarse.
—No te preocupes, Alba —la tranquilicé sin intenciones de plasmar mis estupideces en papel. Lo único que lograría era convertirla en una comedia—. Te haré justicia, serás la chica dulce que todos conocemos.
Alba se levantó dispuesta a golpearme, pero Álvaro la detuvo.
—Prudencia, Alba —le recordó. Tuve la impresión de que en un impulso la tomaría de la muñeca, pero pronto recordó que no le gustaba el contacto físico y lo decantó. De igual manera no fue necesario porque con eso bastó para que la muchacha volvería a la silla.
—Él le sigue y no se aguanta —dijo entre dientes. Yo escondí una sonrisa—. Y usted siempre lo defiende.
—¿Puedo saber por qué soy el único al que te diriges de usted en el club? —curioseó Álvaro, quizás para cambiar de tema o con deseos de conocer la razón.
No lo había notado y me pareció que Alba tampoco se había dado cuenta porque guardó silencio un segundo pensando una respuesta.
—Porque le tenía cierto respeto antes de que juntara con este hombre —me indicó. Ahora yo era el culpable de todo. Ya solo faltaba me hicieran responsable del penal de Holanda—. Además, es el más grande de todos...
—Uhhh —murmuré sin disimular la gracia.
—Exceptuando a Tía Rosy —recordó Alba deprisa. Aunque era fácil olvidar la edad de ella con tal vitalidad.
—Pero tú te ves más amolado.
—¿Grande? ¿Treinta años es grande?
—Un verdadero anciano —me burlé.
—Tú tampoco eres un niño —se defendió Álvaro.
Era cierto, apenas me llevaba un par de años.
—Ya se enojó el abuelo.
Álvaro negó incrédulo de la acusación mientras Alba nos echaba un vistazo a los dos con una sonrisa.
—Ustedes están locos, por eso nadie los aguanta.
—Tú no estás muy cuerda que digamos —susurré. Sin embargo, ni quisiera había terminado de hablar cuando algo impactó mi ojo. En un reflejo lo cerré para que no me diera de lleno la bola de papel servilleta que me había arrojado sin darme tiempo de cubrirme.
—¡Él se lo ganó! —le explicó a Álvaro antes de que protestará a mi favor.
—Esta vez no puedo defenderte, amigo —se excusó él como si aquellas cuatro palabras fueran un accidente válido.
—Claro que no vas a defenderme —chisté porque evidentemente estaría de su lado.
Alba sonrió orgullosa antes de volver su atención a su comida.
Tenía que reconocer que había sido un encuentro agradable a comparación de los días anteriores. Nunca hubiera imaginado lo bien que me llevaría con ese par. Descargar aquella aplicación nunca fue una idea tan terrible porque al menos había ganado dos buenos amigos. Alba, con todo y su mal genio, seguía intentando darme una mano cuando se la pedía y Álvaro era el ser humano más comprensivo del mundo.
—Gracias por esto... —comencé para hacérselos saber. Después de todos mis errores comenzaba a comprender que hablar en el momento adecuado era la solución.
—Si quieres te arrojo otra —propuso Alba mientras enrollaba en tiempo récord una servilleta limpia.
No me refería a eso, quise aclarar, por fortuna ni siquiera me rozó. Álvaro sostuvo su mano en el aire porque él sí tenía interés en escuchar lo que tendría qué decir.
Yo en cambio quería pedir la cuenta de emergencia antes de que corriera sangre cuando noté que la estaba tocando. Álvaro ni siquiera pareció percatarse de su atrevimiento sino fuera por mí expresión que ya estaba enterrándolo. «Le enviaría flores una vez al mes». Un segundo después reaccionó soltándola.
Alba volvió a erguirse en el asiento y evadir la mirada de los dos. Yo carraspeé incómodo para distraerla la atención, creo que Álvaro me lo agradeció. Era extraño como un solo movimiento había logrado cambiar el ambiente. Alba hizo un esfuerzo por no mostrarse tensa para no arruinar el momento, falló en su intento, tuve la impresión de que deseaba marcharse. Me pregunté qué pudo sucederle para que creara esa estricta regla que la mantenía lejos del contacto humano, supuse jamás la sabría.
—En realidad me refería a acompañarme —les expliqué—. Salir con ustedes me ha animado mucho. Fue bueno conocerlos.
—¿Lo de Miriam ya no tiene arreglo? —me preguntó Álvaro.
—Creo que no —me sinceré para no engañarme. Le había hecho daño. Era normal que no me perdonara.
—¿Me permites darte un consejo? —me interrogó, cuidadoso, Álvaro. Asentí dispuesto a escucharlo. Él era bueno con las palabras—. Creo que el problema fue tu inseguridad —dijo, analizándome. Yo ahora lo sabía. Las dudas sobre mí—. No sé... Quizás siempre estuvo en ti y lo de Ana fue la gota que derramó el vaso. Y si es así... tal vez te funcionaría ir a terapia.
Alba lo miró incrédula al oír esa última palabra, como si me hubiera dicho que me arrojara de un precipicio. Buscó mi reacción creyendo me ofendería. Estaba en un error. Álvaro no lo había propuesto para ponerme en vergüenza. Valoré al doble su amistad porque se atrevía a decir lo que necesitaba, incluso si no era lo que gustaba oír.
—¿Eso ayuda? —curioseé porque era un ignorante en el tema.
Siempre había vinculado a los psicólogos con problemas graves. Aunque quizás era un buen momento, haber lastimado a alguien siempre es uno.
—Supongo que depende el caso —admitió para no descartar ninguna opción—. He escuchado cosas positivas de algunos profesionales en la materia. Conozco un par muy buenos que si te interesa puedo recomendarte.
Alba frunció los labios y bajó la mirada.
Yo también aguardé un momento, reflexionando la posibilidad. Recibir ayuda profesional me asustaba porque no quería sincerarme con un desconocido, temía abrumarme con todos los problemas que pudiera encontrar en mí, pero el miedo a dañar a otras personas era peor. Ya no quería arruinarlo. El primer paso para vivir bien era arreglar lo que estaba mal.
—Quizás sería una buena idea —acepté, sorprendiéndolos.
Alba me analizó curiosa, como si estudiara si mentía o no. Sus ojos azules recorrieron mi semblante en búsqueda de falsedad. Estaba siendo honesto, ella lo entendió.
La vi sacarse del bolsillo su celular y teclear algo a una velocidad que admiré.
—¿Qué haces? —le pregunté porque tuve la impresión de que se trataba de mí.
—Me lo vas a agradecer —respondió sin prestarme atención.
Y al escuchar una nueva notificación a mi celular supe que tendría razón.
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