Capítulo 50: Un buen consejo

Abandoné el restaurante con la cabeza hecha un lío, sin identificar siquiera el ritmo de mis pasos. No me percaté de cómo logré introducir la llave en el automóvil cuando las manos me temblaban por la rabia. En realidad fue el portazo lo que me hizo volver a la realidad.

Apreté los dedos alrededor el volante, con furia, dejando blanco mis nudillos por la fuerza que aplicaba. El corazón me latió con la misma intensidad, dispuesta a salir disparado en cualquier momento.

—¡Estúpido Arturo! —grité frustrada, aprovechando la soledad de mi vehículo, en mi deseo absurdo de liberarme—. Te odio, no sabes cuánto te odio —murmuré desesperada.

Mentía. Ojalá pudiera hacerlo, en verdad era lo que más deseaba. «Si hubiera detestado a Arturo la vez que estrelló mi defensa nada de esto hubiera pasado», me lamenté arrepintiéndome por darle aquella oportunidad. Lo correcto era dejar que se llevaran los automóviles al corralón, obligarlo a pagarme sin compasiones ridículas, cortar relación con él.

Pero al igual que la primeras veces fallé en mi intento. Arturo era todo lo que no quería, un tipo que siempre terminaba ocasionándome problemas, un error tras error, más dudas que respuestas.

Entonces no entendía por qué me negaba a alejarlo de tajo de mi vida. Me odié por no ponerme un freno al inicio, cuando mi cerebro me alarmó que me anduviera con cuidado.

«¿Cómo jamás anticipé el final?», me reclamé.

Porque no eran de las personas que te causaban rechazo que había que plantear distancia, sino de aquellas que se convierten en la excepción de tu regla, que ganan un sí entre todos los no, esos que van contra la corriente. De los encantadores que te enamoran con su dulzura, de los bobos que te hacen reír, de los que se hacen indispensables.

Cuando han logrado que los extrañes ganaron.

Quise romper a llorar sin conocer la razón, abrumada por las emociones intensas que me acorralaban contra la pared, por esa voz que me dictaba qué hacer sin querer obedecerla. Un sollozo escapó de mis labios, esos mismo que habían jurado no volvería a derramar una lágrima más por él. No entendía por qué me comportaba así siendo que no lo merecía. 

Pegué un respingo cuando escuché la llegada de una nueva notificación a mi celular.

Contuve la respiración sin saber de quién podría tratarse. Me sentí tan ridícula deseando que fuera alguien en concreto. Negué para despejar mi cabeza. Pensé en las personas que me mensajeaban con frecuencia, una lista de apenas un par, sin atreverme a comprobar mis hipótesis.

Aguardé un segundo antes de desbloquear la pantalla víctima de la curiosidad. Mis ojos devoraron impaciente las primeras palabras, no quedaba interés antes de acabar la primera oración.

Si recargas este viernes...

—A ustedes también los odio —ataqué a los de la telefonía móvil por aumentar la tensión—. Solo están molestando —protesté.

De mis dedos torpes se me resbaló el celular justo a la palanca del centro.

Vi su vida pasar en cámara lenta contrastando con mis rápidos reflejos incapaces de atraparlo antes de que se estrellara para hacerse pedazos. No hubiera pasado de ahí, de no ser porque coincidió con la parte más frágil. El botón de encendido se desprendió del aparato.

Me pregunté por qué no salió disparado hacia mi ojo aprovechando que no traía los lentes conmigo. Vamos, acabar con todo de una buena vez.

Tomé ambas piezas con cuidado entre mis manos e intenté arreglarlo, pero nada funcionó.

Entonces sí me eché a llorar.

«No tenía arreglo», al menos de aquello estaba convencida hasta que recordé a la persona perfecta para solucionarlo.

Reconozco que la cortina arriba el negocio le daba una nueva vista, el enorme escaparate de vidrio dejaba hacerte una idea del interior. El ritmo frenético del edificio contiguo, con murmullos escapando de las paredes, el estacionamiento ocupado en su totalidad, personas entrando y saliendo era un contraste con la calma del local que yo visitaría.

Aunque la puerta estaba abierta toqué suavemente para anunciar mi llegada.

—¿Miriam? —Sonreí ante el semblante incrédulo de Emiliano que me observaba detrás del mostrador—. Claro que eres Miriam, que me fallan las piernas no los ojos —se despabiló volviendo a su tono divertido.

Negué, «ese chico nunca cambiará». Gracias al cielo.

—Vine a traerte más problemas —acepté colocando mi celular dañado sobre el mostrador. En verdad esperaba que pudiera arreglarlo.

—Miriam, eres una buena amiga, pero voy a tener que cobrarte. Lo siento, no es nada personal. Trabajo es trabajo. Yo como de esto —me explicó anticipándose.

—¿Qué clase de persona crees que soy? —fingí ofenderme, entendiendo perfectamente su incertidumbre.

—Sobre advertencia no hay engaño —rio de buen humor—. Hace mucho que no sabía de ti —me dijo retomando la conversación desde una mesa al fondo donde tenía sus herramientas. Observé la manera en que se desenvolvía en su ambiente.

—Sí, tuve algunos problemas —confesé sin querer entrar en detalles.

—¿Te refieres a lo de Arturo? —preguntó. Le miré sin comprender cómo había dado con esa información—. Los chismes vuelan, Miriam —se justificó sin querer ventilar el nombre del entrometido.

Siendo honesta ya me daba igual quien más se sumara. La única que faltaba era Tía Rosy, ¿cuándo tardaría antes de que diera con esa información? «Solo me queda resignarme», resoplé.

—¿Ya has hablado con él?

—Vengo de hacerlo —le platiqué desganada. Disfrazando mi tristeza de indiferencia.

Emiliano me miró un segundo antes de volver a su trabajo.

—¿Se lo rompiste en la cabeza? —preguntó de pronto, sorprendido.

—¡Claro que no!

—Eso supuse, tú eres una mujer que lanzaría algo más pesado, no como Alba que arrojaría un costal de cemento, pero no te arriesgarías por nada —mencionó en conclusión.

—Ni siquiera le toqué —le expliqué para que dejara de acusarme.

—¿Y eso fue lo que te puso mal?

—A mí Arturo no me pone mal —respondí tajante para que dejara de inventarse esas tonterías. Me crucé de brazos—. Lo que pasa es que no me deja de molestar —justifiqué—. Aunque ya no debo preocuparme, aseguró que no volvería a buscarme —recordé despacio.

—¿Y crees que lo cumpla? —curioseó distraído en su labor.

Yo me lo pensé en silencio, analizando las posibilidades. Era su palabra, reí de mala gana. «¿Por qué debería creerle?», consideré alejándome un poco. No lo sabía, pero tenía la corazonada que estaba vez no había marcha atrás. Arturo había interpretado mi silencio a un rechazo hacia su persona, no lo intentaría.

—Sí, creo que esta vez hablaba en serio —susurré para mí, perdida en el mundo apacible de afuera.

—Entonces me alegro por ti, un problema menos —dijo. Yo asentí un poco aletargada—. Aunque no te ves muy feliz.

—Estoy feliz —repetí distraída.

—Miriam, vas a tener que mejorar en tus interpretaciones. Le fallas en el sentimiento —señaló, recordándome que estaba en público. Entrecerré mis ojos ante su crítica constructiva. La tomaría en cuenta—. Porque en ese primer ensayo pareció que te dolía. Lo cual es beneficioso porque podrías hacerla tanto en drama como en comedia.

—¿Además de burlarte de mí has hecho algo interesante? —curioseé intentando desviar la atención.

Él se lo pensó un segundo.

—Nada más entretenido que eso —respondió con sinceridad—. Tú, aparte de quitarle las astas a venado, ¿qué otro triunfo te has anotado?

—He estado viendo a mi jefe —reconocí en un susurro.

—Uy, Miriam, quién diría que eres una rompecorazones —chifló.

Sinceramente no me daba nada de orgullo lastimar a las personas. El problema era que mi inseguridad me tentaba para no dar una respuesta incorrecta.

—Ellos me lo rompieron a mí primero —le recordé porque de haber sido honestos desde el inicio no tendría dudas—, ahora solo están intentando que lo olvide.

Emiliano se echó a reír destacando sus hoyuelos.

—¿Qué es lo que estás buscando? —me preguntó poniéndome en jaque.

Aguardé en silencio buscando una respuesta. Admiraba a las personas que tenían el camino de su vida marcado antes de dar el primer paso, pero yo que apenas unas semanas me había motivado a tomar las riendas de mi vida. Me sentía presionada en tomar decisiones que afectaban a otros, que no tenían vuelta atrás. Podía aceptar las consecuencias de hacerme daño, pero cuando las otras personas se involucraban me bloqueaba.

—¿Quieres que te diga lo que creo? —interrogó. Asentí deprisa impaciente por un consejo.

—Piensas demasiado lo que está bien, en lo correcto. Rechazas lo que sientes. Prefieres no vivir a equivocarte.

Dejé caer mi quijada de la sorpresa. Emiliano ni siquiera me miraba, seguía atento a mi celular.

—Sucede más seguido de lo que debería. Pero nadie puede saber qué es lo que necesitas más que el que lo vive.

Analicé sus palabras. Quizás había algo de razón.

—Nos pasó más o menos lo mismo a mi madre y a mí. Después del accidente mucha gente comenzó a darnos consejos. Uno le dijeron a mi madre que tenía que cuidarme a toda costa, otros que me dejara seguir solo. Los dos puntos son un poco extremistas, aunque nadie niega sus buenas intenciones. El problema es que no sabíamos qué era lo correcto. Así que mi madre me dejó abajo de un puente para que aprendiera a sobrevivir por mi cuenta —me contó. Abrí los ojos alarmada hasta que él se echó a reír por mi expresión—. Es broma. Respira. En realidad no obedecimos a nadie y seguimos lo que creíamos.

—¿Cómo supieron que era lo correcto? —le pregunté deseosa de esa pista.

Solo necesitaba encontrar esa respuesta. La seguridad que no fallaría.

—Es que no hay camino correcto. Lo que aplica para uno no tiene porque hacerlo con otra persona. Las personas deben decidir lo que los haga feliz sin importar lo que otro harían, si lo piensas bien al final el único control que tenemos es el de nuestras vidas.

—Sé que seguir el corazón es una estupidez, pero...

—No seguirlo también —argumentó distraído—. Miriam, entiende algo, te vas a equivocar mucho, sobre todo si el tema involucra a otras personas. Al menos intenta ser feliz entre tus descalabros. Haz lo que te canté en gana —resumió provocándome una risa.

Era lo que necesitaba escuchar. Abandonar el miedo al fracaso que conservaba de niña. No hay mayor falla que esperar nunca dar pasos en falso.

Quise agradecérselo por mostrarse comprensivo. Todo este tiempo tenía la sensación de que las personas me juzgaban, que me presionaban para tomar una decisión. Sin embargo, Emiliano era tan amable que creí en sus palabras. Ningún juicio era más duro que el mío.

Estuve a punto de hablar cuando una persona ingresó a la habitación.

—Oh, lo siento, no sabía que estabas ocupado —se disculpó la chica al verme.

Yo me hice un lado sonriéndole, haciéndole entender que no se preocupara por mí. Ella tomó una bolsa de panes del pequeño escaparate antes de ponerlas sobre el mostrador.

Emiliano dejó el trabajo para atenderla, aunque fue fácil entender que no se debía únicamente a su buen servicio sino al interés que despertaba en él. La analicé discretamente. Era bonita, de cabello castaño dorado hasta los hombros y unos ojos miel preciosos. No culpé al pobre por admirarla con veneración.

—¿Un buen día de trabajo? —curioseó él, usando solo una excusa para extender su visita.

—He tenido mejores —respondió con un suspiro. Él se mostró preocupado, ella recompuse su gesto para regalarle una sonrisa tranquilizadora—, pero no es una queja. Además, las penas con pan son menos —le dijo alzando la bolsa de buen humor—. Ahora debo irme o me darán un buen regaño —agregó dejando el dinero—. Ten un buen día.

Emiliano le regaló una sonrisa encantadora que ella apenas vio porque salió deprisa. Yo seguí su recorrido hasta donde pude verla. Por el uniforme supuse era trabajadora del imponente edificio vecino.

—Todos tenemos un poco punto débil —habló él sin verme a la cara—. Ahí tienes el mío —reconoció fingiendo una risa, disimulando el dolor, pero sus ojos lo delataron.

—Yo creo que te tiene cariño —intenté animarlo, sin mentirle. La manera en que ella lo miraba no era indiferente—. Quizás después tengas una oportunidad.

—Puede, pero el cariño no es amor, Miriam. Y si te digo la verdad, no es suficiente intentar amar a alguien. Nunca de los dos lo merece.

Y aunque Emiliano hablaba para sí mismo sus palabras calaron en mi pecho.


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