Capítulo 49: Verdades sobre la mesa

Miriam pasó su mirada de Alba a mí sin comprender qué sucedía. Su expresión me recordó a la primera vez que nos topamos en el boliche. Una oportunidad para frenar mi desastre que rechacé.

—¿Qué es esto? —exigió una respuesta a algunos de los dos. Yo estuve por hablar, pero Alba me interrumpió.

—¿Arturo? ¡No puedo creerlo! Que coincidencia encontrarte aquí —dramatizó aburrida al girarse para verme—. De tantos negocios en el mundo terminar en este, justo a esta hora, en esta mesa. Dios mío, el mundo es tan pequeño. Bien, mi trabajo aquí ha terminado —se levantó de la silla para coger la mochila en el suelo.

—¿Convenciste a Alba de tenderme una trampa? —me reclamó Miriam.

—En realidad fue Álvaro —confesé en voz baja.

—¿Álvaro? —preguntó alarmada llevándose ambas manos a la cabeza—. ¿Planeas meter a todo el club en nuestros problemas?

—Necesitaba hablar contigo, Miriam. Y no te encontraba en ningún sitio...

—¡Porque no quería que lo hicieras! —explotó molesta.

—Disfruto como nadie las peleas, de verdad, pero tengo trabajo. Suerte en sus líos —se despidió Alba en medio de los dos.

—¿Por qué lo estás ayudando? —La detuvo Miriam que no podía creer estuviera ayudándome, a mí también me costaba asimilarlo—. ¡Es un mentiroso!

—Lo sé. Métele un golpe bien dado —le aconsejó. Hice una mueca de desagrado al escucharla. Ojalá no siguiera sus consejos—. Y solo como una aclaración, para que no te confundas, a mí no tuvo que convencerme nadie, yo tomo mis propias decisiones.

Miriam analizó la claridad de su versión. Yo a su espalda pronuncié entre labios el nombre de Álvaro y Miriam asintió al entenderme.

Alba quizás poseía visión de trescientos sesenta grados porque resopló.

—Son tal para cual —se quejó cansada—. Si siguen haciendo esas bromas van a ganarse un puñetazo los dos —nos amenazó señalándonos.

Miriam se irguió para cederle el paso. Yo preferí el silencio siguiéndola con la mirada hasta la puerta. Apenas puso un pie fuera Miriam se volvió a mí furiosa.

—¡Deja de meter a todos en esto! —me exigió dedicándome una mirada de desaprobación. Aceptaba la culpa—. Primero Dulce, Álvaro, después Alba. ¿Todo el mundo se va a enterar?

—¿Podemos hablar? —le pregunté cuidadoso para no llevarle la contra.

Miriam se lo pensó un segundo, no la presioné por una respuesta y quizás fue eso lo que la hizo aceptar.

—Ya estás aquí —respondió con resignación volviendo a tomar asiento. Yo ocupé el de Alba—. ¿Nunca te han dicho que eres un terco?

—Varias veces —recordé con una sonrisa—. Aunque tú no cantas mal las rancheras, Miriam.

—Jiménez...

Levanté las manos en señal de paz. Lo último que buscaba era discutir. Ella escondió una sonrisa que me dio algo de esperanzas.

—Necesitaba hablar contigo, y no me rendiría hasta conseguirlo —confesé. Miriam se cruzó de brazos esperando mi argumento—, porque estás equivocada respecto a mí. Jamás he querido lastimarte.

—¿En serio? Pues fue exactamente lo que lograste —alegó.

—Miriam, acepto que me equivoqué, pero no por los motivos que tú crees.

—Yo en cambio pienso conocer exactamente tus razones.

—Nunca jugaría contigo.

Miriam rio sin ganas negando incrédula de mi atrevimiento.

—Miriam, por qué lo haría, si te...

—No digas eso —me frenó para que no siguiera por ese camino. El temor fue claro en sus pupilas.

—¿Por qué? Estoy intentando ser honesto ahora —me sinceré—. Y no puedo empezar de otra manera que diciéndotelo. Miriam, yo te quiero. Te quiero quizás desde que nos conocimos...

—Que no lo digas —repitió molesta. Se inclinó sobre la mesa para colocar su palma sobre mi boca. Había extrañado sentir su piel. Miriam debió notarlo porque quiso retractarse, pero yo tomé su mano entre la mía. Titubeó un segundo—. Si tanto me querías podías habérmelo dicho.

—No supe cómo...

—Y por eso decidiste conseguir ayuda en secreto —me recordó de mal humor retirándola. Era avanzar dos pasos y retroceder cuatro—. Para que todo fuera más fácil.

—En realidad lo hice porque era un cobarde —confesé—. Un cobarde que no aceptaba lo rechazaras cuando sabía perfectamente que lo harías.

—Tú no tenías certeza de eso.

—Estaba convencido que sí y eso significaba perder tu amistad. No quería renunciar a tu compañía.

—¿Y te pareció inteligente espiar mis conversaciones para asegurarte cuando dar un paso?

—No fue mi objetivo meterme en tu vida. Las cosas se me salieron de las manos. Cuando me di cuenta había conectado tanto con el club, no quise renunciar a tener las dos cosas...

Eran de los pocos amigos que tenía, contados los que podían entenderme.

—Entonces quédate con tu club —respondió acorralándome—. Sé feliz con ellos y a mí déjame en paz. Si tanto te costaba abandonarlos por qué entonces no me dijiste la verdad antes. ¿Por qué esperaste hasta el último momento? Cuando estuve a punto... —Miriam calló, se llevó ambas manos a la cara, desesperada—. Soy una verdadera tonta.

—Sabía que me odiarías.

—Dudabas de mí, por eso tenías que leer lo que escribía —me acusó equivocada.

—Dudaba de mí —la corregí. Miriam levantó la mirada al notar el tono que había escapado sin querer. Había andado por un camino peligroso. Llegado el momento de retornar o aceptar lo que viniera. Tomé el segundo con las consecuencias que trajera abrir esa puerta que había mantenido con llave—. Sabes, Miriam, las rupturas en cada persona son diferentes. La mía tuvo más consecuencias de las que me gusta admitir.

Miriam no disimuló su interés. Yo guardé un segundo silencio sin saber qué tan preparado estaba para volver al pasado.

—He intentado fingir que no me afectó, la mayoría de las personas lo creen apenas suelto una broma al respecto. ¿Lo he llevado bien, no? Reírme de mis propias desgracias aligera un poco las apariencias con el mundo, pero no conmigo mismo.

—Habla de su exnovia, esa que no fue tan importante —repitió mis propias palabras, las mismas que pronuncié los primeros días para protegerme de la burla social y los cuestionamientos.

—Quizás sí lo fue —acepté por primera vez en mi vida después de nuestro rompimiento—. Ana me marcó hondo. No solo fue la primera mujer que amé, sino con la que imaginé mi vida. Ahora tengo que decirlo, aunque mucho tiempo quise engañarme diciendo que no.

Esa era mi manera de protegerme porque era más fácil asimilar que una persona que quisiste te dejó a comparación a una que amaste. Lo que sentí por esa mujer no fue un arrebato, fue una relación de años con la seguridad de tener un futuro. Claro que jamás lo aceptaría en voz alta porque los juicios de otros me presionaban. Naturalmente debía odiarla, pero me costaba hacerlo cuando la había querido tanto. Obligándome a no confesar que tal vez en secreto me odiaba más a mí por haberla perdido. Porque no había sido el hombre que necesitaba.

Pasé muchas noches preguntándome qué había hecho mal con ella. Cada respuesta dolía más que la anterior.

—¿Lo que dijiste en el club era verdad? —susurró sin verme a la cara. Yo volví al presente, tan amargo como el ayer—. ¿Ibas a casarte con ella?

—Esos eran los planes, pero al final no resultaron. No me puse el venado porque era el único usuario que quedaba —reconocí fingiendo divertirme.

—Lo lamento, Jiménez —murmuró Miriam. Sentí su mirada sobre mí, pero no la busqué.

No quería que sintiera pena por mí, esa fue la razón por la que abandoné Guadalajara, agotado de las preguntas, de los comentarios bien intencionados que solo clavaban un alfiler en el corazón en su deseo de remendarlo.

—No lo hagas, fue lo mejor —reconocí después de reflexionarlo. No teníamos arreglo, no existe cuando no hay amor, y viéndolo en perspectiva se había acabado mucho antes de darme cuenta—. Ahora lo sé.

Guardamos silencio ambos. Un prolongado silencio que se extendió por minutos. No me encargué de romperlo porque seguía vagando en ese capítulo que había mantenido cerrado sin ponerle un punto final. 

—Creo que... —Miriam habló con cuidado. Yo quise leer su corazón en su mirada confundida—. Creo que después de un amor tan significativo te fijaste en mí porque era tu opción fácil. Tu compañera de oficina, tu amiga...

—¿Opción fácil? Me odiabas a muerte al inicio. Incluso me amenazaste con despedirme unos días después —le recordé. Miriam pareció acordarse—. Y tardé meses antes de tener certeza que te interesaba.

—Cuando lo leíste en el club —dijo volviendo a ponerse a la defensiva.

—Cuando me besaste.

Ella esquivó mi mirada, avergonzada. 

—E incluso un poco antes de que lo hicieras pensé que llamarías a Sebastián esa noche si Tía Rosy lograba ganar el reto —admití con una risa triste de mis estúpidos debates. Sin nunca tener la certeza de recibir el mismo amor.

Miriam me miró con una expresión indescifrable. Ya no tenía sentido traer máscaras, diría lo que pensaba tal cual sin miedo a perder lo que jamás fue mío.

—Siempre supe que estabas enamorada de Sebastián —acepté resignado.

—Jiménez...

—Y él de ti.

Miriam no lo negó, me alegró fuera sincera. Si lo hubiéramos sido desde el inicio la historia fuera diferente. Los problemas tienen la habilidad de escalar por los silencios.

—Di por hecho que lo escogerías a él sobre mí porque era lo que buscabas, Miriam. Tu sueño. Yo solo intenté ganarme tu corazón... cuando quizás ya me pertenecía a otro. Qué raro, he venido aquí para convencerte de estar conmigo pero ahora pareciera lo contrario.

—No te entiendo, Jiménez.

—Yo creo que he empezado a hacerlo —reflexioné cayendo en cuenta de la realidad. La venda había caído de mis ojos dejándome un poco aletargado—. Yo te quiero, Miriam. Y si estuve en el club jamás lo hice para herirte, pero fue el resultado porque los errores siempre tienen el mismo final. Esa es la verdad. Como también lo es que no pensaba enamorarme de ti porque eras lo que no quería volver a toparme en la vida. Una mujer enamorada de otro. Era repetir los mismos errores generando nuevos. Pero tú mejor que nadie debes saber que esto no se escoge.

Irse a la cama pensando en ella sabiendo que su mente la ocupa otra persona.

—De hacerlo la licenciada Amaia hubiera sido una buena opción para ti, ¿no?

—Tal vez. Ojalá hubiera dejado de pensar en ti cuando estuve con ella, así tendría una respuesta —me reí de mí mismo nostálgico.

Miriam se sorprendió de mi acusación, de la franqueza con la que le hablé sin afán de lastimarle. Solo que se habían destapado las dudas que ahora buscaban respuestas. Buscaría dárselas.

—Miriam, es tu decisión aceptar mis razones. No puedo obligarte a perdonarme, pero sabes qué pienso, quizás voy a volver a fallar diciendo esto... —Callé un momento con esa voz que alarmaba estaba por dar un paso que no tendría borrón. No importaba, intentaría ser sincero—. Tal vez nunca dejaste de querer a Sebastián, quizás solo buscaste lo que estaba a tu alcance, no me quisiste más que la sensación de sentirte querida.

—Tú no sabes nada, Jiménez —me dijo viéndome con reproche.

—Es posible. Solo sé que te quiero, Miriam, yo estoy plenamente seguro de eso. ¿Qué hay de ti? ¿Qué es lo que quieres?

Miriam no contestó, tampoco esperaba que lo hiciera porque la respuesta no era yo. Dolió, pero era mejor aceptarlo de una buena vez. Había corrido en círculos a sabiendas el final de antemano. No podía decir que me engañaron, las cosas estaban claras desde el inicio, yo había decidido seguir intentándolo.

Ella apoyó sus manos en la mesa y mantuvo la mirada fija en la madera. Yo le sonreí comprensivo, pese a que no pudiera verme, la había puesto en un aprieto. No solo estaba vez sino desde que llegué a la ciudad.

—¿A dónde vas? —me preguntó al verme ponerme de pie.

—Miriam, ojalá puedas perdonarme algún día porque te juro que nunca me burlé de ti. Nunca hubiera pasado por mi cabeza lastimarte a propósito. No entré al club para hacerte daño. Mi error fue no tener la fuerza de voluntad de salir, de frenarlo a tiempo —concluí con toda la honestidad que tenía.

Entendía sino me creía, era natural, pero nada más podía hacer yo aunque lo deseara.

—Pero...

Ella se levantó sin creer lo que hacía.

—Miriam, necesitas saber lo que quieres porque esto no va a ningún lado, quizás nunca fue hacia ninguna dirección —me hablé a los dos mirándola a los ojos—. No mereces ser la segunda opción de nadie, porque tienes todo para ser la primera. Eres una gran mujer —le dije porque conocía su inseguridad, también la mía—, pero tampoco puedes dar ese puesto a los que quieres.

Mientras no tuviera claro su dirección seguiríamos vagando sin rumbo. Ese fue otro de mis errores, no saber pedirte una respuesta porque temía un no, cuando quizás no había manera de cambiarlo.

—No puedo creer que ahora yo soy la mala —susurró creyendo la juzgaba. «¿Quién era yo para hacerlo?»

—Miriam, no hay malos en la vida, solo gente que se equivoca. Nadie nos libramos, cada uno de manera distinta.

—¿Por qué debería confiar en ti? ¿Quién me asegura que no volverás a mentirme? —preguntó, percibí en su voz la necesidad de una respuesta. Me dolió ser el causante de su indecisión.

—El problema es que nadie puede hacerlo más que yo. Miriam, si me conoces, sabes de qué soy capaz y no.

Estaba en sus manos en base a mis acciones, buenas o malas. El perdón vendría de mi autenticidad. Un juicio en el que ya no tendría voz.

Miriam se dejó caer en su asiento confundida. Yo sonreí resignado. Me había encargado de romper lo más importante en la vida, la confianza. No sabía qué tan grave era el daño. La única verdad era que si no lograba creyera en mí, si jamás lo hacía, entonces no tenía sentido intentarlo.

Era un poco culpa de los dos, como todo lo que se rompe.

Coloqué mi mano en su hombro. Miriam alzó la mirada, sus ojos cristalizados coincidieron con los míos. Intenté sonreírle. No tenía que perdonarme, quizás en el fondo yo tampoco lo había hecho conmigo mismo. En verdad me arrepentía de haberme equivocado con ella.

Decidí retirarme para darnos espacio. Tal vez había llegado el momento de aceptar su rechazo, ese que había estado ahí siempre, pero que ahora tenía un motivo válido. Aceptaba la responsabilidad de dárselo.

Quise despedirme porque no sabía cuándo volvería a verla, pero no tuve el valor. Un hasta luego era un buen consuelo. Me pareció que la sucedió lo mismo a ella. 

Sentí su mirada sobre mí hasta la puerta, e incluso cuando volví la vista antes de marcharme percibí en sus ojos un sentimiento al que no di nombre, pero no escuché una palabra. Nunca lo sabría.

El silencio, el mismo mal de todos los cobardes.

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