Capítulo 47: Lo que es invisible a los ojos
—¡Miriam, Miriam! —dramatizó Dulce para llamar mi atención cuando entré a la cafetería. Me sentí aliviada al comprobar la elección de su mesa—. ¿Dónde demonios te habías metido? —protestó con las manos en la cintura. Le sonreí antes de plantarle un beso en la mejilla y ocupar el sitio libre frente a ella.
—Andaba por ahí. Siempre es bueno tomar un descanso —dije, para salir del paso, aunque era plenamente consciente que aquello no satisfacería su curiosidad más allá de un minuto. Entrecerró sus intensos ojos azules en sus deseos de sacarme la verdad. Yo no pude evitar soltar una risa porque aunque intentaba verse amenazante, resultaba imposible con su gorro de lana y la enorme chaqueta que llevaba puesta.
—Arturo dijo que discutieron, discutieron fuerte —soltó de pronto. Yo fruncí el ceño al oírlo.
—¿Te pidió que vinieras hasta acá para hablar conmigo? —le pregunté molesta por la idea. Él no tenía que estar metiendo a los demás en nuestros problemas. Mucho menos cuando había sido clara en que no quería verlo más.
Dulce se reacomodó en el asiento, incómoda.
—Algo así, en realidad solo me contó un par de cosas sin importancia —comentó e hizo un ademán con su mano, pero sabía que mentía. Ella no se resignaba con una historia superficial, luchaba por todos los porqués. Resoplé frustrada al saber que también estaba involucrada. En respuesta ella levantó las manos—. Antes que todo: ¡Estoy de tu lado, Miriam! No me golpees —exageró con una risita—. Debiste estar ahí, estaba tan arrepentido el pobre.
—No te dejes engañar, es un buen actor —señalé. Yo había sido su primera espectadora.
—¿Arturo? —se echó a reír. Yo permanecí en silencio porque no encontraba lo divertido—. Por Dios, a quién puede engañar ese pequeñín —dijo, pero pronto se corrigió al notar su imprudencia—. A ti se te perdona porque estabas enamorada.
—Yo no estaba enamorada de él —dicté firme.
—¿Lo sigues estando?
—Ni antes, ni ahora —aclaré para que frenara esa tontería que intentaba olvidar—. Me ilusioné un poco solamente, pero nada importante.
—¿Por qué te pegó tanto entonces?
—Porque odio a los mentirosos —expliqué convencida—. Se aprovechó de mi confianza y se burló de mí en mi cara. No creo necesitar más razones.
—Escucha, Miriam, estuve charlando con él un largoooo ratooo y en ningún momento pareció estarse divirtiendo. No se asomó ni una sonrisita en su versión —me aseguró, ejemplificando casi uniendo sus dedos, claramente apoyándolo.
—No hablaba literalmente. Y claro que no va a ponerse a carcajearse frente a ti porque se supone que estás de mi lado —repetí sus propias palabras. Ella pareció caer en cuenta de eso.
—Claro que sí, defendí tu honor con bravura —me aseguró levantando su mano derecha. Yo negué sin entender cómo podía fiarse de él. Quizás porque conocía su versión, pero no le compartiría la mía porque estaba cansada de regresar al mismo punto—. Solo opino que no deberías ser tan severa...
—Sebastián me visitó ayer. Dijo que está enamorado de mí —solté de golpe porque era el único tema capaz de distraerla.
—Olvida lo otro. ¿Qué? Repite lo que dijiste —me exigió como si estuviera ante una cinta de cine—. Miriam.
—Dulce, tienes muy buen oído.
—Sí, pero no un corazón en tan buen estado para soportar tantos sobresaltos en unas horas. Hace una semana me creía que tenías la vida más aburrida del edificio y me vengo enterando que el dueño de la empresa está perdiendo el coco por ti, el Arturo te rompió el corazón y estabas en una aplicación junto a desconocidos para hablar de tus líos amorosos. Por cierto, eso último es una traición de alto nivel. Te recuerdo que fui yo quién te habló de esa idea y dijiste que jamás lo harías.
—Bueno, he roto muchos jamás en los últimos días —murmuré—. Y te pido perdón, es solo que me daba vergüenza admitirlo porque solo ponía en evidencia que la única manera en que puedo hacer amigos es por internet —le confesé.
—Pero qué amigos, eh —dijo en voz baja ladeando la boca—. La mujer de la bailoterapia, cómo se llamaba —intentó rememorar colocando su mano en el mentón.
—Rosy.
—Esa, ella no está para andar buscando compañía en la red, sino para liderar una banda regional o algo así —mencionó alegre.
—Supongo que le resultó más sencillo dirigirnos a nosotros. Somos igual de escandalosos —comenté, encogiéndome de hombros.
—Pero son una monada —opinó. Yo no estaba de que segura que esa palabra le hiciera justicia al club—. Incluyendo a Arturo. Vamos, Miriam, tienes que darla una oportunidad.
—Voy a renunciar —arrojé la noticia de golpe para cambiar de tema. Dulce se puso de pie sosteniéndose de la mesa—. Sí.
—No, Miriam, no puedes hacerme esto —se quejó desesperada. En verdad lamentaba perjudicarla con mi decisión—. Voy a quedarme sola en la oficina.
—Dulce, todos te aman —le recordé porque en cualquier departamento la agregarían a sus grupos con alegría. La oración pareció tranquilizarla un poco—. Estoy segura de que encontrarás nuevos amigos con tal facilidad que deberás escribir un libro para dar consejos.
—Pero no será lo mismo.
—¿Por qué ellos no tienen coche? —curioseé escondiendo una sonrisa por su mohín infantil.
—También —aceptó con una sonrisa discreta—. Aunque eso no importa tanto ahora. Estamos a punto de sacar uno para la familia —me contó disimulando su emoción. Sonreí, me alegraba por ella, le vendría de maravilla—. ¿No puedes intentar soportar un poco a Arturo?
—No es por él. Son demasiadas cosas al mismo tiempo. No puedo lidiar con Sebastián ahora. Y siendo honesta estoy un poco aburrida de permanecer en el mismo puesto desde que comencé, sin opciones de crecimiento a corto plazo. Busco otros retos —me sinceré.
Dulce pareció entenderme porque no era nuevo para ella mi disgusto por mi estancamiento.
—Miriam, ¿puedo pedirte un favor?
—Si me dices que perdone a Arturo no —le adelanté porque conocía sus mañas—. En verdad necesito dejar de pensar en él. Tú al menos intenta comprenderme —le pedí porque necesitaba su voto para estar en paz. Ella sonrió resignada antes de coger mi mano para mostrarme su apoyo, una linda muestra de amistad hasta que habló:
—Solo si me lo pides cantando no me preguntes por él, yo qué les puedo decir, tengo el alma partida y la mirada perdida desde que no está aquí —canturreó con sentimiento. Yo la miré sin gracia—. Bromeaba. ¿Me vas a contar la declaración de Sebastián? —preguntó ilusionada.
Yo dejé caer la cabeza para pegarla a la mesa.
—Lamento la demora, es que nos estamos preparando para cerrar ¿puedo ofrecerles algo?
Alcé la mirada al reconocer la voz de Pao que estaba a nuestro costado con su uniforme de mesera y sus ojos miel observándonos curiosa a las dos.
—¿Tú también estabas en el club, no? —la interrogó Dulce. Pao abrió los ojos asustada por el volumen de su voz y yo coloqué un dedo en mis labios, era un secreto—. Oh, ya... Es algo así como una organización exclusiva —susurró impulsándose sobre la mesa. En realidad no tenía ninguna semejante, mas era un excusa útil—. De mi boca nadie lo sabrá —prometió—. Pero la declaración de Sebastián sí debe ser dominio público. Cuenta. Cuenta.
—¿Se te declaró tu jefe? —se unió Pao, incrédula. Dulce le dio un golpecito a la silla para que se sentara y ella obedeció cegada por la intriga—. ¿Por eso estás desaparecida del club?
—No —reconocí, avergonzada—. El grupo lo bloqueé. No por ustedes, sino por otra persona. Lo que pasó fue que...
—Arturo es Venado —soltó Dulce como si nada—. El pobre se equivocó.
Pao se aferró a la mesa asombrada por la noticia.
—¿Arturo? ¿Tu amigo?
—Gracias darían si fuera el Carmona —murmuró Dulce.
—Sí, él —respondí desganada de volver a lo mismo. Pao no hizo muchas preguntas, en realidad, me pareció que seguía procesándolo cuando tiró la única cuestión que no tenía una respuesta absoluta.
—¿Por qué hizo eso?
Yo guardé silencio. El único que lo conocía era él.
«¿Podía enfrentarme a su presencia con tal de tener la verdad?»
—Cha cha cha chan —me asustó Dulce cantando con voz de locutora de radio—. Este es el gran misterio, descúbralo la próxima semana, aunque da un poco lo mismo ahora, eso arruinaría tu noviazgo con Sebastián. Al fin se te hizo, eh —me felicitó.
—Le dije que no.
—¿Qué demonios? —escupió Dulce, molesta—. ¿Miriam, le dijiste que no al hombre que has querido durante cinco años? ¿Qué sucede contigo? —me reclamó cruzándose de brazos. Yo también deseaba saberlo. Era que me sentía incapaz de darle un sí, pese a no darle nombre a la razón—. ¿Tú entiendes algo?
—Yo creo que sí —respondió Pao, sorprendiéndonos a ambas.
Esperamos una respuesta, yo más impaciente que Dulce, para acallar la confusión de mi cabeza. Sin embargo, cuando estuvo a punto de hablar alguien nos interrumpió. Eran un par de jóvenes más o menos de su edad, uno con el mismo uniforme, por lo que di por hecho era su compañero.
—Pao, vamos a cerrar —le recordó al verla perdida en la conversación. Ella se levantó como un resorte, tirando su libreta. Yo me ocupé de levantarla mientras ella balbuceaba dando explicaciones.
—Nosotras ya nos vamos. ¿Quieres que te lleve?
—Sí —respondió Dulce aunque me dirigía a Pao. Reí porque pensaba hacerlo de igual manera.
Pao se alejó para cerrar su turno mientras yo ayudaba a Dulce a ponerse de pie porque el peso de la chamarra se lo complicaba.
—Es de mi marido —comentó divertida por verse como un oso con semejante prenda mientras caminábamos al mostrador—. Una tontería traerla cuando era más fácil me quedara la de mis niños —bromeó por su estatura.
Esperamos a Pao mientras ella marcaba su tarjeta y se despojaba del mandil. No pasé por alto la mirada nerviosa que le dedicaba a uno de los chicos. El moreno de ojos chocolate apenas le notaba, parecía más concentrado en la hora de su celular que en la chica que tenía las mejillas sonrosadas. El amor te hace torpe, quizás por eso no me sorprendió que sus pies se enredaran casi haciéndola caer al suelo. Fue una suerte que recuperara el equilibrio porque por la distancia no hubiera podido sostenerla.
—Cuidado —le dijo el otro muchacho que lo acompañaba con una dulce sonrisa.
Yo le observé atenta porque percibí algo extraño en su comportamiento, aunque tampoco tuve un gran plazo de análisis, porque Dulce enredó su brazo con el Pao para apurarla a la puerta.
—Hace un frío —dijo abrazándose a sí misma, pese a ser la que estaba más cubierta. Le entregué las llaves para que se refugiara en mi coche. Ella se echó a correr para ser la primera en llegar.
—¿Ese es el chico que te gusta? —le pregunté a Pao cuando quedamos sola. Ella hizo una mueca de vergüenza.
—Sí, como viste no le intereso en los más mínimo —suspiró con pesar.
Mentir no era mi estilo así que me decanté por el silencio.
—¿Sabes qué es lo que pienso? —me atreví a hablar antes de que entráramos. Ella me miró atenta con la mano en la manija—. Creo que al otro chico, el ojos verdes, le gustas.
Pao bajó la mirada al suelo, como si meditara mis palabras. Imaginé que no contestaría a mi suposición, después de todo no era algo que podía soltarse así como así. Abrió la puerta, mas antes de ingresar me regaló una sonrisa diferente.
—Es tan fácil confundirse y tomar la dirección equivocada.
Y aunque no pude preguntárselo tuve la impresión de que se refería a mí.
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