Capítulo 44: Lecciones no aprendidas

La noche había sido un desastre. Desde que Ernesto apareció con su cara de pocos amigos imaginé que algo malo ocurriría, pero creí que se trataría de los problemas comunes que teníamos.

No estuve ni cerca de adivinar lo que se venía.

El corazón me latió deprisa mientras me alejaba corriendo en sentido opuesto a la música. Maldije por no traer mis gafas conmigo dificultando mi avance en la oscuridad. El frío de diciembre había comenzaba a calar en los huesos, me abracé a mí misma para entrar en calor.

—¡Miriam!

Lo ignoré, seguí mi recorrido fingiendo no lo había escuchado cuando era claro que sí. Su voz resonó en la calle solitaria. La mayoría de los estudiantes seguían en el interior de la universidad y a medida que me alejaba el sonido de la música se ahogaba en el viento.

—Tienes que escucharme.

—Déjame en paz —escupí.

—Esa Isadora está loca. Tú sabes que le falta un tornillo. No puedo creer que te fíes de lo que te dijo —me acusó por mi falta de fe.

—Pero es la verdad. Me engañaste con ella —lo encaré. Podía mentir, pero no le serviría de nada. Ya no iba a jugar conmigo.

Él torció la boca. Entendí que el teatro se había terminado, me volvía a casa.

—Fue solo una noche, Miriam. No puedes terminar lo nuestro por un error.

—Eres el colmo —resoplé incrédula.

—Tú tienes la culpa —gritó a mi espalda. Reí sin ganas. Ahora buscaría hacerme sentir mal para quedar como un inocente—. Aunque te rías sabes que es verdad.

—¿Y yo qué tengo que ver? ¡¿Te obligué meterte con ella! —me defendí harta de que no me dejara en paz. Estaba tentando mi paciencia.

—No, pero siempre has sido una mojigata. Necesitaba buscar en otro lado lo que tú tanto te niegas a darme. Lo único que haces es ponerme peros —se quejó. Fruncí las cejas al escucharlo. Sabía que algún día me lo reclamaría—. No es toda mi culpa, si te comportaras como una verdadera mujer y no como una niña no tendría que andarlo buscando en otro lado.

—Si tanto te molestaba me hubieras cortado —le resolví—. ¡Para que estabas conmigo si lo único que haces es quejarte de mis errores!

—Tampoco te hagas la santa, siempre has sabido que no te quiero y nunca te importó —me echó en cara.

Negué sin comprender. No encontré ni un rasgo del muchacho que me enamoré en el hombre loco que gritaba en la calle. Di un paso atrás dispuesta a marcharme.

—Ya no quiero escucharte.

—Pues vas a tener que hacerlo, Miriam —me dijo sosteniéndome firme de los hombros para que le mirara directo a ojos. Estaban rojizos productos del alcohol y en enfado. Isadora lo había puesto en ridículo, había gritado a los cuatro vientos  el tipo de persona que era, y yo en lugar de apoyarlo me había puesto en su contra. Había perdido su falla de chico perfecto. Eso era lo que le dolía.

—Al principio mi plan era salir con Liliana, pero como ella no cedió pensé que tú serías más fácil. Después de todo siempre has estado tan necesitada de afecto que cualquier tontería te asombra. Apenas me fijé en ti te ilusionaste. Y acepto que me la pasé bien contigo al principio porque aunque no eres ni la mitad de bonita que ella, ni tan inteligente, te desvivías por mí —expuso en voz alta. Me sentí tan ridícula que me costó no ponerme a llorar—. Además, debo reconocer que besas bien —se burló estampando con violencia sus labios contra los míos. Su aliento apestaba a cerveza, forcejeé para que me soltara.

Retrocedí asqueada.

—Eres un...

—¿Y qué eres tú, Miriam? ¿Cómo quieres que la gente te tome en serio?—me sacudió. Apreté la mandíbula, limpiándome los labios—. Agradeces cualquier migaja de amor. Hasta tú misma sabes que nadie se fijaría en ti. Por eso estabas tan feliz que alguien se arriesgara a llamarte su novia.

—Te odio, Ernesto. No sabes cuánto te odio.

—Mientes. Me amas. Estás loca por mí —se carcajeó. Lo empujé cuando me atrajo a su pecho—. La gente no se acerca a ti porque le intereses, sino por lo que puedes darles. Eres el camino fácil.

No seguí escuchándolo. Me alejé corriendo para que sus palabras no pudieran alcanzarme. Lo único que quería era ir a casa y lloriquear como una niña. Mis padres habían tenido razón cuando me advirtieron de las malas intenciones de los otros, de sus engaños. No debí fiarme nunca. Con él no necesitaría hacer una lista para no volver a caer, lo despreciaba con todo mi corazón. Y aunque me doliera en lo hondo del pecho Ernesto había acertado en algo.

Cambié de página del periódico sin tener idea qué decía la anterior. El té a un costado se había enfriado desde hace un rato. Sabía que recordar malos momentos no me ayudaría, pero era algo que sucedía involuntariamente. Uno llevaba a otro. Cuando volvía a la realidad ni siquiera recordaba dónde estaba sentada.

Después de una larga noche lo último que deseaba era ponerme a pensar, pero irónicamente era lo único que lograba hacer. Mi cabeza no quería poner de su parte.

Esa mañana había obedecido a mi alarma, me arreglé y desayuné para ir al trabajo, decidida a no abandonar mis obligaciones por un tropezón, pero cuando estuve a punto de salir no tuve el valor. Llamé, inventé una excusa, y aprovechando la ocasión, pedí vacaciones. No estaba orgullosa, pero temía convertir mi día en una tortura.

Si me resultaba complicado encontrarme con Sebastián, ahora lidiar con Arturo era mayor a mis fuerzas.

«Arturo».

Recargué mi frente en la barra. Me prometí que no volvería a llorar por él, mas el nudo se instaló en mi garganta sin pedir permiso. Tomé un profundo suspiro para calmar las emociones. «¿Cómo pude ser tan tonta?», me recriminé cerrando los ojos. Creyendo que Arturo era sincero cuando me miraba a los ojos.

Todas las cosas que escribí en la aplicación me golpearon con fuerza. Cada paso que daba se tomaba en base a lo que yo confesaba. La ira se incrementó. Me creía todo lo que me dijo. Por eso estaba conmigo, era lo más sencillo. La que nunca cuestiona, la que espera, la que da todo por lo que quieran darle.

Con la licenciada Amaia le bastaron unos días para tomar la iniciativa, conmigo era mejor no arriesgarse hasta tenerme en la bolsa. Burlándose de mis celos absurdos, metiéndome en aprietos, provocándome a sabiendas lo que sentía.

Apreté los puños. Pensé que era la primera persona que apostaba por mí, no porque tuviera la seguridad que aceptaría, sino porque valía la pena intentarlo. Yo sí fui a ciegas con él. Yo sí creía que era lo que necesitaba, pero me equivoqué. Mi sangre hirvió al recordar que lo había besado por iniciativa propia, a sabiendas que podía rechazarme. «¡Eso no era justo!»

Y no quería volver a verlo porque me dejaría envolver con sus palabras. Terminaría convenciéndome que no era tan grave asaltar mi privacidad, leer mis conversaciones y mis estúpidos debates que no le correspondían. Espiándome. Toda la vida la pasé a sombra de mis padres vigilándome porque no confiaban en mí. Y Arturo había repetido su error, teniendo que husmear para conocerme.

Maldije la hora en que descargué esa aplicación creyendo serviría de algo. Lo único que hizo fue poner en evidencia lo imbécil que llegaba a ser.

¿Qué pasaría cuando regresara la oficina? Él estaría ahí. «Nada sería como antes», concluí poniéndome de pie. No resistiría más situaciones tensas, ni problemas sin solución. Era como estar en una olla de presión. Intentaba ser fuerte. Aguantar a Carlota, al estúpido de Joel, los chismes de mis compañeros, mi falta de reconocimiento. En verdad quería  resistir, pero había llegado a mis límites. No seguiría estancada en un lugar que solo me traía malos recuerdos.

Uno de los dos tenía que marcharse porque me negaba a nuestra convivencia. Y aunque los años me respaldaban sabía que Arturo necesitaba el trabajo, no podía obligarlo a abandonar sus ingresos estables por un lío amoroso. No, jamás le pediría renunciara para hacerme feliz. Daba igual cual enfadada estuviera, nunca lo podría en aprietos por un capricho. Si alguien tenía que marcharse sería yo, que solo estaba buscando una excusa para volar. Quizás este descalabro me serviría para aprender algo, aunque en ese instante no sabía qué.

Necesitaba ser optimista para superarlo. Arturo no merecía que le llorara como una Magdalena. «Tal vez ni siquiera lo quería», me engañé para recomponerme más rápido.

Había vivido sin él, volvería a hacerlo. Solo fue una página equivocada. Una ilusión boba.

Escuché el sonido de la puerta.

Cerré los ojos frustrada porque si volvía a ser el hombre que siempre confundía mi número con el del piso superior le rompería un jarrón en la cabeza. Ya habían sido bastantes errores para aprender. Arrastré los pies de mala gana. A las nueve de la noche ya no era hora de visitas, menos en mis vacaciones que había improvisado apenas esa mañana.

Me reí por mi insensatez, pero la sonrisa se borró cuando abrí y contemplé a mi visitante. Mi voz se negó a salir al recorrerlo de arriba a abajo.

Sebastián.

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