Capítulo 37: Feliz cumpleaños
¡Hola! Para que no digan que no los quiero, no dividí el capítulo en dos partes (como eran mi planes), así no tenemos que esperar hasta la próxima semana para la actualización y pueden leerlo hoy completo. Eso sí, es súper largo. Esta historia tiene capítulos cortos (de 1000 a 2000) y este tiene más de 5000. Ojalá les guste. No olviden votar o comentar si les gusta. Es gratis y eso me motiva mucho a seguir publicando ❤️. Los quiero.
Llegué al restaurante con diez minutos de retraso. Según mis cálculos sería de las primeras en arribar, pero un congestionamiento vial se atravesó en mi recorrido y quedé atrapada en el tráfico arruinando mis planes. Omitiría sabiamente el tiempo que tardé encontrando mi par de aretes porque eran datos sin valor.
Cuando al fin aparqué mi vehículo en uno de los cajones libres observé a Dulce de pie en la entrada del local. Pensé que algo malo había sucedido, por la manera en que su pie golpeteaba impaciente el piso, por lo que aceleré mi recorrido tanto como los tacones me lo permitieron. Sin embargo, a medida que me acercaba el temor fue muriendo a la par del crecimiento de su sonrisa.
—No sé dónde conociste a esos tipos, pero me encantan —me saludó mi amiga tomándome del brazo para adentrarme al lugar sin darme tiempo para hacer preguntas.
No necesitaba demasiadas explicaciones, podía imaginar sobre quienes hablaba, aunque no exactamente qué. Sabía que el club de los cobardes protagonizarían una locura, pese a ello reconozco que me sorprendió encontrarme el revuelo que se armaba dentro.
Conocía la canción que sonaba al fondo, y sin verla, también a la protagonista del escándalo. Alrededor de una larga mesa había tantas personas que me costó abrirme paso entre ellas para que mis ojos contemplaran el baile grupal que encabezaba Tía Rosy junto con unos extraños que alzaban las manos.
—Don Diablo se ha escapado. Tú no sabes la que ha armado, ten cuidado yo te lo digo por si —canturreó jugando con una cola imaginaria. Estratégicamente vestía de rojo—. Anda por rincones y se esconde en los cajones de la presa que decida conseguir...
«Lo bueno que era una reunión tranquila», pensé cubriéndome la cara.
En mi búsqueda por una explicación hallé a Arturo en el otro extremo. A su lado estaba Álvaro, que miraba espantado la escena, y Alba que sonreía divertida. Empecé a llamar a mi compañero con la mente para que girara la cabeza y diera conmigo en la multitud. Necesitaba de mucho poder mental, que no tenía, por lo que suspiré aliviada cuando al fin nuestras miradas coincidieron. Le pregunté moviendo los labios, qué sucedía porque Dulce estaba más entretenida aplaudiendo que escuchándome.
Esperé un ademán o risa, pero este se limitó a observarme atento sin contestar. Por primera vez su mirada miel me puso nerviosa al grado que en un reflejo mis manos buscaron algo extraño en mi ropa o cara. No encontré nada que no fueran las cosquillas que empezaban a brotar en mi estómago, que agradecí nadie pudiera notar. Aunque supongo que él sí debió darse cuenta porque me respondió enseguida con un encogimiento de hombros.
—¡Bravo! ¡Bravo! —Pegué un salto del susto cuando Dulce casi me reventó el oído en su alabanza al final de la presentación—. ¡Ahora una de Chayanne!
«¿Qué demonios?», pensé sorteando a todos los desconocidos para detener a Tía Rosy que ya buscaba en el karaoke la próxima canción. Caminé con toda la decisión que tenía, espalda recta, pasos firmes. Valiente, esperando poner orden. Emoción que se diluyó de un golpe cuando la primera nota apareció y corrí en dirección contraria, transformándome en lo que realmente era, una cobarde. «No es tan malo», reflexioné.
En mi huida por no llamar la atención me topé con un cuerpo pequeño y delgado que casi tiré al suelo.
—Lo siento —se adelantó Pao, tímida. A diferencia de las ocasiones anteriores esta vez me brindó una sonrisa iluminada. Viéndola así descubrí que era una chica muy bonita, conservando un aire inocente en sus ojos claros—. Quería darte tu regalo de cumpleaños personalmente —dijo tendiéndome una pequeña bolsa rosa. Le sonreí agradecida sin revisar el contenido—. Pedí consejos a mis lectores teniendo en cuenta tus gustos. Es que tengo un personaje al que te le pareces. Solo parecido, no lo basé en ti, ni nada de eso...
—¿Lectores?
—Oh, en un plataforma de Internet. Son poquitos. Nada del otro mundo. Solo que les gusta tu personaje, hablo del que se parece, no tú —aclaró reiterativa. Entrecerré los ojos sin creerme del todo, pero no insistí para no ponerla en aprietos. Además, la idea me emocionaba. No ser un personaje, porque no esperaba nada bueno de alguien como yo, pero sí quería leer lo que escribía. Le sacaría la información después.
—Gracias por el regalo, Pao. Y una cosa más —le pedí—, si decides escribir sobre nosotros, omite eso —señalé la coreografía que Tía Rosy y Dulce bailaban al centro con Salomé de Chayanne sonando en lo alto.
No pude evitar reír porque al menos mi amiga se la estaba pasando de maravilla. Ellas dos se entenderían a la perfección.
Le pedí a Pao que me acompañara a ver al resto se encontraban en el otro extremo de la mesa. Todos de pie admirando el espectáculo.
—¿Y Emiliano? —le pregunté a Alba porque era al único que no había visto desde mi llegada. Ella señaló con la cabeza la pista. Lo encontré, en el primer intento, en medio de las dos mujeres lanzando serpentinas a montones. Estaba empezando a considerar nos echarían del lugar antes de servir la comida, porque ese sitio no acostumbraba escándalos de tal magnitud.
—Por cierto, Mimi. Te traje un regalo, lo dejé en la mesa —me avisó Alba con los brazos cruzados. Álvaro detrás de ella dijo que él también lo había depositado ahí, agradecí a ambos por el detalle—. No me interrumpa, señor, por favor —le dijo. Él obedeció—. Quiero aclararte que lo más probable es que no te guste —añadió con franqueza—. Hace años que no venía a una fiesta y soy un espanto para los regalos. Además, no sabía qué podía gustarle a una mujer cómo tú. No es una ofensa, somos diferentes solamente —aclaró pensando podía lastimarme. Sonreí porque sabía a qué se refería y era visible que no lo decía con mala intención. Alba era más natural. Yo, en cambio, era vanidosa desde joven. Mi pecado culposo—. Tú eres femenina y guapa. Yo pues no sé, todo me parece tan banal, así que te traje algo que creo que puede gustarte, tomando en cuenta lo que a mí no. No tengo la menor idea si el color te queda o no porque esas cosas no se me dan nada —explicó con torpeza.
Me pareció que se molestó consigo misma por dar datos que nadie le pidió. A mí me enterneció que intentara justificarse. La hubiera abrazado de no ser porque sabía de sobra que odiaba las muestras de afecto.
—Te ves preciosa, Miriam —me saludó Arturo cuando me dirigí a él. Su halago me tomó desprevenida. Este hombre no podía ir soltando frases así de la nada—. Que tonto, no has venido a escuchar lo guapa que estás, lo más importante de todo: feliz cumpleaños. Te traje algo. Lo dejé con los otros. Espero te guste porque lo compré pensando en ti. Pero tampoco te fuerces a que te guste, no quiere decir que no me importa si...
Coloqué mi mano sobre su boca para impedir que siguiera enredándose con sus palabras.
—Ya entendí, Jiménez.
Sonreí. Nos miramos en silencio hasta que alguien habló.
—Ven, Miriam, que Tía Rosy quiere decirte algo. Rápido —me llamó Dulce jalándome del brazo para orillarme a la boca del lobo. Quise resistirme, pero cuando me di cuenta ya estábamos a unos pasos—. Adoro a esa mujer.
—Mira a quien tenemos aquí —chifló desde lejos. Agaché la cabeza cuando todos alrededor se concentraron en nosotras—. La cumpleañera y la esposa de Chayanne.
—Ah, me llamó la esposa de Chayanne —se emocionó llevándose ambas manos al pecho—. ¿Puedes creer que se sabía la coreografía?
—Voy a bailoterapia, me sé de todas todas, mija —presumió orgullosa.
—¿De dónde salió tanta gente? —retomé la conversación antes de que se pusieran a hablar del puertorriqueño y olvidara lo que me interesaba.
—Son los otros clientes del local que se unieron, pero no te preocupes que como aquí cada uno paga lo suyo no hay cuento —me tranquilizó Tía Rosy. El dinero era un problema, la concurrencia sí—. Ahora que me acuerdo, feliz cumpleaños, muchacha. ¿Cuántos ya?
—Muchas gracias. Eh... Preferiría no entrar en detalles —me excusé con una sonrisa.
—Yo sé cuántos.
—Tú no dices nada —la advertí antes de que se le fuera la lengua. Aún era joven, llegaba apenas a los veintiséis años, pero si lo revelaba después harían las cuentas y se me dificultaría mentir más adelante. Mujer prevenida vale por dos.
—No diré nada... —prometió traviesa. «Sí, como no»—. ¿Es mi imaginación o el que viene allá es nuestro jefe?
El momento había llegado. Lo encontré atravesando la entrada, con su traje negro y una sonrisa relajada. Yo en cambio quería cavar un pozo y desaparecer. Había pedido tanto que no viniera.
—Sí es él —confirmé sosteniéndose del brazo de mi amiga. Ya podía ver el caos que se avecinaba. Dulce abrió los ojos asustada, debió creer que era una extraña coincidencia—. Yo lo invité.
—¿Tú lo invitaste? —repitió incrédula. Estuve a punto de responderle la razón cuando me empujaron a un lado.
—¿Quién? ¿Quién? ¿Quién es? —nos interrogó Tía Rosy zarandeándome de un lado a otro. Dulce lo señaló discretamente. Su expresión fue digna de fotografía—. ¿Ese es tu jefe? ¿Ese? —Asentí sin comprenderla—. Con razón te trae cacheteando las banquetas, muchacha. Yo a él si le llevaba el café cantándole la de Daniela Roma.
Dulce se carcajeó cuando mis mejillas se encendieron.
—Ahora lo entiendo todo.
—No me gusta por su físico —me defendí.
—Pero a mí sí.
«¿Qué rayos?». Mi boca se abrió para protestar, pero callé de golpe cuando mi jefe terminó en medio de las tres. Me encomendé a todos los santos que conocía para que Tía Rosy no hiciera un comentario así frente a él. Aunque no creí recibir un milagro de tal magnitud.
—Miriam, feliz cumpleaños. —Fue lo primero que me dijo al verme. Busqué una palabra, pero me quedé callada —. Sí que tienes una gran fiesta —comentó dando un vistazo al bailoteó a nuestro alrededor.
Emiliano sostenía la punta de una escoba, que no sabía de dónde demonios había sacado, mientras otros bailaban limbo.
—Sí, todo se salió un poquito de control —dije, acomodando un mechón. Estaba tan nerviosa que estuvo a nada que se me atorara con el estúpido arete.
—Pero así es mejor, ¿no? —le preguntó confianzuda Dulce dándole un golpe en el hombro. Le hice una señal para que se midiera porque seguía siendo nuestro jefe, pero este terminó dándole la razón—. ¿Lo ves, Miriam? Él sabe lo que es bueno. Ella siempre se preocupa por tonterías.
—Mucho gusto, Tía Rosy a su total disposición. Modelo de calendarios en mi tiempo libre —se presentó. Yo aguanté una carcajada, llevándome los dedos a la frente. Dulce apretó los labios y mi jefe retuvo una sonrisa. Para mi sorpresa Sebastián tendió su mano para entrelazarla con la suya. Me pareció que la mujer se desmayaría en cualquiera momento.
—¿Arturo? —preguntó visualizándolo a lo lejos. Asentí deprisa para desviar su atención, adelantándome a cualquier desastre—. Iré a saludarlo. Con permiso.
Suspiré aliviada cuando se alejó. «Mañana compraré una veladora», pensé.
—Miriam, es momento que tomes una decisión —tiró de mi brazo para que la viera a los ojos. Sonaba a que hablaba en serio—. Tira un volado. El que quede es para mí.
—Señora —murmuré avergonzada. Dulce se sacó una moneda del bolsillo del saco, pero yo sostuve su mano para que no le siguiera el juego.
Resoplé cansada. Lo mejor sería escapar de sus comentarios, al menos ese era mi plan, cuando sentí un brazo alrededor de mi cuello que me lo impidió.
—Hoy es el cumpleaños de esta mujer —vociferó llamando la atención de todos los presentes. Sonreí nerviosa, sin una idea de lo que se proponía—. Siguiendo una tradición personal escogeré cinco personas del público para contar alguna anécdota y recordarle cuanto la queremos —se inventó, porque era claro que se lo acababa de improvisar. No sabía qué tenía en mente, nada bueno supuse.
—No, no, no —murmuré apretando los dientes.
—El primero será... —Fingió pensárselo, pero yo supe exactamente a dónde iba esto—. El guapetón de traje.
Mi jefe sí se sorprendió cuando ella fue a tomarlo del brazo para arrastrarlo al centro. Toda la bola de chismosos disfrutaron de mi cara de terror.
—¿Quién seguirá? —gritó emocionada por su propio juego. El resto, ajeno a mis líos, siguieron su camino. Yo creí que me desmayaría porque me temblaban las piernas a cada paso que daba—. Puro galán aquí —chifló trayendo a Arturo junto a nosotros.
Esa mujer era el mismísimo demonio. Maldije el minuto en que envié esa invitación al grupo. Mi compañero sonrió a la audiencia sin una pizca de incomodidad.
—Tú también vente —jaló a alguien que en vida había visto.
—Yo no la conozco
—Entonces qué andas haciendo aquí
—dijo Tía Rosy tirándolo hacia un costado.
—¡Yo! ¡Yo! ¡Yo! —soltaba Dulce levantando su brazo para llamar la atención. Yo moví mis manos hacia los lados para que se detuviera, pero ella siguió peleando por sobresalir. Tía Rosy no se lo pensó.
Cerré los ojos horrorizada por el panorama. Quizás el objetivo de Tía Rosy era matarme, porque estaba a punto de hacerlo realidad. Mi amiga se unió al otro par. Ellos dejaron de preocuparme cuando Dulce, la persona que más sabía de mí, se incorporó.
—Dejemos de lado el feliz cumpleaños, a nadie le importa eso —le restó importancia. Alcé una ceja, confundida—. Cada uno va a revelar algo de la cumpleañera que los demás no conozcamos...
—Y eso para...
—Shu. Shu —me silenció colocando su dedo en sus labios—. Le quitas lo divertido. El juego original era más intenso, pero no queremos problemas aquí. La única regla es que no entremos en detalles, nadie quiere saber sus intimidades.
—Yo no...
—Empecemos con la rubia.
—Mi momento ha llegado —susurró frotándose sus manos. Noté un brillo malévolo en sus pupilas—. De Miriam podrías contarles una biblia, lo digo de verdad, es un libro abierto. Pero tengo súper prohibido decir su edad, así que de eso no me lo pidan. Les contaré cómo fue el primer favor que le pedí —anunció. «Oh, justo eso»—. No conocía a Miriam en aquel entonces, bueno solo de vista. En ese entonces yo tomaba un camión para llegar a casa. La cosa es que esa chatarra se descompuso un viernes por la noche en que había quedado con mi niño para ir al cine. Los que tienen hijos saben que los compromisos con ellos son irrompibles. Así que necesitaba llegar a casa como diera lugar a la hora. Yo siempre supuse que tener una amiga con coche tenía sus ventajas, pero teniendo apenas unos días en la empresa no conocía a muchas personas —aclaró llevando la anécdotas por tantas curvas que nadie entendía nada. Ni yo, que estuve ahí—. Cuestión que me bajé y esperé que llegara el siguiente, si es que algún día lo hacía. Entonces la vi acercándose hasta donde estábamos. Yo creo que ella me reconoció porque condujo más lento cuando pasó a mi lado. Claro que no perdí la oportunidad, la detuve y le dije que necesitaba me diera un aventón. Se lo imploré —exageró—. También le inventé que había dejado los frijoles en la estufa y que posiblemente mi casa estuviera en llamas —agregó divertida. Ese día casi me mató de un infarto—. En el camino nos entendimos muy bien. Y cuando encontré ese disco de Chayanne sabía que estábamos destinadas a ser mejores amigas —aseveró. Mi madre lo había dejado ahí—. Pero cuando de verdad lo demostró fue cuando me dio un rite al doctor porque mi hijo estaba enfermo. Mi chiquito le vomitó el asiento y no me mandó al diablo. Desde ese día tuvo todo mi amor —dijo lanzándome un beso.
Fue lindo, pero hubiera omitido lo de la vomitada que tardé mucho en olvidar.
—Ya saben, el día que anden borrachos ya saben a quién llamar —bromeó Tía Rosy. Entrecerré los ojos ante las carcajadas. Ni que se les ocurriera—. ¿A ti ya te pasó, amigo? —le preguntó a Arturo, con el que ya tenía confianza.
—Nunca me atrevería. Ya suficiente tengo con haberle arruinado el vehículo —aceptó, sin ver mis señales para que no tocara ese incidente—. En serio, así nos conocimos. Iba tarde a una entrevista de trabajo cuando le impacté la defensa —platicó con humor. Sebastián se mostró interesado en el relato. Eso lo había omitido por el bien de todos—. No tenía un peso para la reparación. Acaba de llegar a la ciudad y sinceramente no tenía la mejor de las suerte. Y como si no fuera suficiente ella era la reclutadora. —Los murmullos se extendieron, maravillados por la casualidad—. Pensé que no la convencería para que me diera el empleo, aunque le expuse que esa era la única manera de pagárselo, porque me odiaba...
—Parece que quieres volver a los viejos tiempos, Jiménez —lo codeé fingiendo una risa. Él entendió perfectamente que había hablado de más, como siempre—. Ya saben mucho, mejor...
—Falta una persona —me calló Tía Rosy, pasando de mí. Torcí la boca porque nunca podía ganarle—. ¿Tú tienes algo interesante qué decir?
—Dudo superar al resto —murmuró Sebastián dándonos un vistazo a Arturo y a mí. Tenía que dar algunas explicaciones el lunes—. A Miriam le conozco desde hace cinco años, quizás un poco más. Aún recuerdo la primera vez que la vi, creí que era menor de edad. —«Sí, yo parecía una nena cuando llegué a la empresa», recordé sin mucho orgullo—. Y eso que siempre traía su gafete que atestiguaba su edad colgado —agregó. Creí que ya no acordaba. La gente tenía muy presente mis momentos vergonzosos—. Su tuviera que destacar algo, ya que estamos hablando de primeras veces, sería la vez que descubrí su lealtad. Esa noche salimos más tarde que de costumbre, quedaba muy poca gente en la empresa. Mi automóvil no encendió por lo que llamé a una grúa. Sé que Miriam tenía prisa por llegar a casa, también sé que mintió cuando dijo que no le costaba nada, era evidente que estaba cansada. —Hice una mueca al verme atrapada—. Pero aún se quedó conmigo todo el tiempo, sin importar nada. Así como lo ha hecho estos cinco años.
—Yo como tía de esta muchacha siempre supe que era una buena chica —lo interrumpió la mujer—. Un poco indecisa... Que digo poco, muchísimo. Desde niña tardaba una vida en decidir —mintió. Sebastián sonrió, Arturo sí rio. Para lo que ayudaba. Alba sonrió entretenida por todo el drama, pero aun así entendió cuando le imploré hiciera algo por mí ahora que esa mujer había tomado la palabra. Permaneció quieta, hasta que sin borrar su sonrisa astuta desapareció entre todos. Ahí iba mi salvación—. Sabía que cuando fuera mayor no se arreglaría. Que si helado de nuez —miró a Arturo y luego a Sebastián—, o de limón...
Y arriba yo, mi apá y la Chona.
Busqué el origen del ruido, pensé que quizás eran los ángeles que venían a salvarme cuando encontré a Alba en el área de karaoke. Tía Rosy olvidó qué hacía apenas los primeros acordes sonaron. Había dado en el clavo.
—Hora de bailar —mencioné con un aplauso mientras los Tucanes de Tijuana se robaban la fiesta.
Escapé de ahí aprovechando el alboroto que se armó mientras todos le hallaban el ritmo a la canción. Corrí lejos del tumulto, me vi recuperándome en libertad cuando una mano me tomó del brazo para girarme. Solté un gritito que hizo reír a Jiménez cuando quedamos frente a frente. Fruncí el ceño, no era divertido.
—Vamos a bailar, Miriam —me invitó. Debía estar bromeando. Yo ya no aguantaba ni un minuto más de adrenalina—. Fue tu idea —alegó listo. «Que conveniente».
—No creo que sea una buena... —me excusé hasta que vi a Tía Rosy tomar a Sebastián del brazo para zarandearlo como un muñeco. Por él no podía hacer nada ya, pero aún podía salvarnos a nosotros dos—. Olvídalo, es perfecto —le respondí cogiéndolo de la mano para perdernos de su vista antes que tuviera otra brillante dinámica.
—Tranquila —rio—. ¿A dónde vas? —nos frenó cuando ya estábamos lejos obligándome a enfrentarme de nuevo a su mirada—. ¿Te estás escondiendo de alguien? Oh, de nuestro jefe. ¿Tienes miedo de que te baje el sueldo porque bailas mal? —bromeó.
—No estoy escondiéndome de nadie —le aseguré.
—Entonces quieres que estemos solos...
—¿Qué? ¡No! —respondí tajante a su jueguito—. Sí —reconsideré para no ofenderlo, aunque luego me arrepentí porque sonaba muy atrevido—. Es decir, no. Sí quiero estar contigo a solas. No de ese modo. Me refiero a que podríamos. Ya lo hacemos, trabajamos solos... ¡Mira lo que me haces decir! Pasar tanto tiempo contigo me está afectando.
—Miriam, relájate —me dijo controlando su risa. Tomó un respiro. Yo lo imité intentando encontrar la calma en mi cabeza. Lo único que encontré fue la música perforándome los oídos. Me tomó por lo hombros para que le viera directamente a los ojos. A veces me preguntaba si lo hacía a propósito porque sabía que era mi debilidad—. Olvídate de los demás. Esta es tu fiesta. Solo disfrútala. Haz lo que quieras, es tu día.
—¿Puedo hacer lo que quiera?
—Mientras sea legal... También puedes hacer cosas ilegales, pero dudo que conmuevas a la policía.
Negué divertida atrapando su mano. Yo coloqué la mía en su hombro y la suya en mi cintura. Bailar no era un mal plan, pensé mirándome en sus profundos ojos. Me acerqué cautelosa de no pasar los límites. Nos sonreímos como tontos en medio del caos. Jamás aceptaría en voz alta lo mucho que deseé acercarme un paso más, atreverme a repostar mi cabeza en su pecho. Esa fue la noche en que descubrí que la distancia entre nosotros era demasiada. Mi corazón se aceleró al imaginarme soltándome el protocolo para abrazarlo, pero no tenía ninguna excusa para hacerlo.
Un empujón de los demás bailarines me despertó de mis estupideces. Seguía soñando como siempre. Intenté recomponerme enseguida siguiendo el paso al resto. Era ridícula, pero su risa me hizo olvidarlo.
Al menos tener que preocuparme por coordinar mis pies me mantuvo ocupada para no pensar más.
—Bailas bien, eh —bromeó Alba cuando fui por un poco de agua. Admitía que sí me había emocionado un poco.
—¿Tú no quieres ir?
—¿Y hacer el ridículo bailando sola? No, gracias —se justificó más concentrada en ver a otros bailoteando "La vaca". Tía Rosy destacaba de todos, hace un rato que había soltado a Sebastián y ahora estaba mareando en su silla a Emiliano.
—Si quiere podemos bailar —intervino Álvaro a su lado. Tuve la impresión de que le costó reunir mucho valor para preguntárselo.
—No, gracias, señor —le restó importancia, distraído. Me compadecí del pobrecillo que regresó tu atención a su bebida—¿Por cierto, estará bien Pao?
—¿Qué le sucedió?
—No sé, hace rato la vi correr al segundo piso. ¿Quieres que vaya a preguntarle?
—No, no —agité mi mano para que siguiera en lo suyo—. Iré yo.
Me sentaría bien un pequeño descanso.
Atravesé a todo el mundo. No sabía en qué momento el lugar se había convertido en una pista de baile.
Subí las anchas escaleras que daban al segundo nivel.
El siguiente estaba un poco más despejado, pero seguía siendo un caos abrirse paso entre la gente ajena al alboroto del piso inferior. Caminé alzando la cabeza, los malditos tacones estaban de adorno porque no encontré rastros de ella hasta que chocamos.
Ella se disculpó un montón de veces. Esto se estaba haciendo costumbre.
—No te preocupes. ¿Estás bien?
—Sí. Es que quería ir al baño. Pésima idea ponerlos en el segundo piso. Hay urgencias —se quejó.
—¿Sabes que hay unos en el primero? —Reí cruzándome de brazos.
Pao suspiró frustrada. Mordí el interior de mis mejillas para no reírme más de su carrera.
—No pasa nada. Vamos abajo —le dije para que dejara de chistar en contra del establecimiento.
Esta asintió, mis planes de seguirla no se consumaron porque algo llamó mi atención desde el balcón. Me acerqué lentamente para comprobar mis sospechas. Con la luz del exterior me fue sencillo distinguir una silueta conocida. Pude volver sobre mis pasos, pero la curiosidad me empujó a acercarme. Sebastián ni siquiera notó que me coloqué a su lado hasta que hablé.
—¿Todo bien? —pregunté cuidadosa de no asustarlo.
—Sí —aceptó con una sonrisa. Pensativo, recargado en el barandal—. No pasa nada, Miriam.
—¿Le gusta estar solo? —insistí porque no lo entendía.
La fiesta iba por un buen camino. Desde la terraza sí se filtraba las imitaciones de mugidos de los invitados. Allá se la estaban pasando en grande.
—No, al contrario. Me entretuve pensando —se excusó. Asentí dando por buena la respuesta. Percibí en su sonrisa un sentimiento que no identifiqué—. No sabes como te envidio, Miriam —me sorprendió con su declaración. Debía ser una broma que el pudiera envidiarme algo a mí—. Tienes amigos que te aprecian, que son felices en cosas sencillas. Me alegro por ti. Es la vida que todos tendríamos que aspirar.
—No me molestaría que el paquete viniera con un modelo de automóvil más nuevo —murmuré divertida, al final a todos nos faltaba algo distinto.
—El automóvil es bueno —aceptó con una sonrisa colocando sus manos en su bolsillo—, pero cuando se queda en la cochera te das cuenta de que es insuficiente. El dinero sirve un rato, puedes intentarlo, pero no se puede comprar lo que realmente hace falta, ni pagar por ser quien quieres —agregó sin prestarme atención.
—¿Usted no es quien quiere?
—He avanzado más lento de lo que debería —reconoció. Pensé a qué se refería, pronto di con el punto.
—Es por lo que dijo Sarahí —hablé para mí, sosteniéndome del borde con fuerza. Aun así mis palabras llegaron a sus oídos. No olvidaré su expresión alarmada al descubrir conocía algunos detalles—. Ella mismo me lo comentó una tarde que no las topamos —aclaré enseguida. Él quiso decir algo, pero por primera vez no se lo permití—. No se creería todas esas tonterías, ¿verdad? Porque eso son, tonterías para justificar su soberbia. No valía la pena sino lo quería por lo que era, sino lo aceptaba, ni admiraba sus triunfos. Da igual si ella no las consideraba victorias —le aconsejé con sinceridad, aunque era más un desahogo personal. A quién le importaba Sarahí ahora, solo era una cría malcriada que se creía intocable. La mirada de mi jefe se suavizó—. Debió ver la cara que puso cuando le comenté el trato que había firmado —intenté cambiar el ambiente que comenzaba a ponerme ansiosa—. Fue para una fotografía...
—¿Por qué haces esto?
—¿Burlarme de ella? Oh, no, no, perdón, yo no quería...
—Tratar de hacerme sentir mejor. Lo haces ahora, lo hiciste esa noche.
Siempre creí que no lo recordaba porque no lo consideró importante. Después de su rompimiento con Sarahí hablé con él. Supuse que se refería a eso. Había bloqueado gran parte de esa noche porque había dicho muchas incoherencias que no quería acordarme. Una semana después llegó Jiménez, lo demás es historia. Literalmente.
—Las personas que nos quieren a veces ven lo que nosotros ignoramos —alegué, pese a que me pareció que era una lección para mí.
—¿Me quieres?
«Quizás debí usar otra palabra», me arrepentí.
—Hemos trabajado juntos mucho tiempo, le tengo aprecio —me corregí manteniendo el temple. No quería que confundiera mis palabras, lo que pensaba de él no tenía que ver con lo que sentía.
—Aprecio —saboreó las letras despacio, como si las analizara—. Supongo que yo también.
Asentí firme, satisfecha del rumbo de la conversación. No quise meterme en camisa de once varas esa noche, ni tentar mi suerte.
Sebastián volvió a perderse en el paisaje, en silencio.
Afuera la temperatura comenzaba a descender, me lamenté no traer conmigo un suéter. El viento revolvió mi cabello, resoplé porque me había costado una hora peinarlo. Me abracé a mí misma y me dispuse a decirle a Sebastián que entraría, si él gustaba congelarse bien, pero yo llevaba un vestido y estaba muriéndome de frío.
Me acerqué un poco, pero retrocedí un paso cuando su mirada se posó en mí.
—¿Sabes, Miriam? He sido un idiota. —lamentó. Había muchas respuestas válidas para una cuestión tan genérica—. Me pregunto cómo jamás te vi como te veo ahora.
Aunque había solo un par para esa en específico. Ninguna a la mano porque mi cerebro estaba más ocupado actuando estar tranquila.
Tomé un suspiro y apreté los labios para no soltar una estupideces. Tenía varias opciones: hacer una broma sobre la miopía, correr o mantener mi boca cerrada. La última me salvaría parcialmente, al menos hasta que él volviera a hablar.
Observé mis dedos nerviosos enredarse entre ellos, esquivando sus ojos. Cerré los míos armándome de valor, pero terminé sonriendo cuando escuché a Tía Rosy interrumpirnos. Quise besarle ambas mejillas.
—Muchachones, ¿qué andan haciendo por aquí? —Ninguno contestó. Ella le restó importancia y nos abrazó a los dos por los hombros, uno de cada lado. Me pareció que por la diferencia de altura casi se colgaba de él—. Venía a avisarte que hay algunos invitados que ya se van y...
—Tengo que ir a despedirlos. Exacto —concluí agradecida por la coincidencia. No necesitó decírmelo dos veces, me solté de su agarre y caminé deprisa al interior—. No quiero hacerlos esperar —me justifiqué en mi huida. Los otros dos me siguieron, pero yo no volteé para comprobarlo.
Quería plantear distancia entre ambos porque temía enfrentarme a la realidad, la que antes solo habitaba en mi cabeza. Si bien una parte de mí estaba ilusionada, la otra quería retrasar oírlo de sus labios el mayor tiempo posible. No sabía qué respondería, por primera vez dudé. Quise creer que la incertidumbre se debía a que al verlo tan cerca de cumplirse temía no fuera como lo soñé, a que me resultaba irreal, y no a que alguien se hubiera colado en mi interior para hacerme preguntarme si eso era lo que quería, si mi deseo era amor, si lo que aspiraba realmente podía hacerme feliz.
Descendí los escalones perdiéndome en la canción que retumbaba.
Sí, lo que se venía era una bomba.
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