Capítulo 35: Una romántica florería
Aviso: Ayer publiqué capítulo, les agradecería revisaran si ya lo leyeron para evitar spoilers. Muchísimas gracias.
El lunes por la mañana llegué temprano a la oficina. El fin de semana ayudó a las emociones negativas disminuyeran, pero seguía con la espina clavada. Aguardé en mi vehículo un rato intentando convencerme de que ya estaba bastante mayorcita para dudar de mí, pero es que las dudas aparecían involuntariamente cada que recordaba el rostro de los gerentes.
Cerré los ojos y tomé un suspiro. «Es hora de bajar, Miriam. Un error no resta valor a todo tu trabajo» me animé. Me gusto como sonó, en serio, así que abrí la puerta decidida a hacerle frente a mis temores, pero enseguida volví a cerrarla. «Un ratito más».
El automóvil de Arturo se aparcó al lado del mío. Supongo que ya no podía hacerme tonta dentro sin que él reparara en mi presencia. Al menos lo tomé como excusa para abandonar el interior y enfrentarme a lo inevitable.
—Buenos días, Miriam —me saludó amable—. ¿Cómo estuvo tu fin de semana?
—Bien. Normal —aclaré porque después de la salida con el club no había hecho nada destacable.
—¿Estás nerviosa? —cuestionó con una sonrisa. Odiaba que mis manos no se quedaran quietas, siempre me delataban—. No deberías, Miriam.
—Supongo que sí —le di la razón a medias, limpiando mis palmas en la falda negra.
—Aunque es normal que te sea difícil —me comprendió. Sonreí agradecida—. Por cierto, te traje algo. Es pequeño —aclaró ante mi desconcierto, volviéndose a su vehículo. Lo esperé de pie sin la mínima sospecha sobre qué podía tratarse hasta que la vi y mi corazón se enterneció—. Dijiste que las flores te hacían sentir mejor.
Abrí la boca para decir algo, pero volví a cerrarla al no encontrar qué. Regresé mi vista al clavel blanco que me había entregado. No sabía qué me conmovía más, que lo recordara o que intentara subirme el ánimo. Era uno de los detalles más bonitos que habían tenido conmigo.
—Yo... Gracias, Arturo —solté al fin apenada—. No debiste, pero gracias. Es bonita.
Arturo no le dio importancia, pero yo no pude quitársela. Me sentía tan tonta e infantil buscando palabras que expresaran mi sorpresa, dando con una y olvidándola por los nervios. Acomodé involuntariamente un mechón que ni siquiera estaba suelto. Caminé a su lado perdida en los pétalos. Le di involuntariamente un vistazo discreto a Arturo, aunque supongo que no fue tan sutil para que terminara dándose cuenta. Él rio, y yo fingí hacerlo pese a que los nervios no me ayudaban.
—Arturo, de verdad gracias —comenté, más tranquila, para no darle más vueltas. Hablé con la espalda recargada en la puerta porque no contenía las ganas de mirarlo. No entendía cómo alguien podía tener unos ojos tan cautivadores. Busqué la perilla a ciegas, pero estaba tan atenta a él que tardé en dar con ella—. Acabas de mejorar mi día. Lo digo de corazón.
—De haberlo sabido te hubiera traído una todos los días —dijo con una sonrisa. Asentí distraída. No podía créeme lo patética que llegaba ser.
Al fin mis dedos toparon con la perilla. Maldije en mi interior. Sin darle la espalda abrí la puerta para entrar a la oficina, y apenas pudo ver al interior Arturo borró poco a poco su expresión alegre. Me sorprendió por lo que busqué el origen de su repentino cambio y lo hallé en mi escritorio. Un hueco en el estómago nació a la par de unos de los momentos más incómodos de mi vida. Quise cubrirme la cara con una bolsa.
Caminé deprisa para sacar la tarjeta que había dentro del ramo de rosas que decoraban mi mesa. No había más mensajes que el nombre del remitente: Sebastián. En otro momento hubiera muerto de la emoción por tan hermoso detalle, en aquel ni siquiera sabía cómo sentirme. Era como si dentro de mí estuviera un ring de boxeo, y yo era la réferi a la que le estaban dando una paliza.
—Parece que no fui tan original —mencionó Arturo acompañado de una risa. Quizás su intención era relajar el ambiente o hacerme sentir menos tensa, pero no tuvo ese resultado—. Ahora podrías poner una florería, Miriam. Siempre hay que ser optimismo.
No contesté, me limité a sonreírle, porque no se me ocurrió cómo responder a la broma. Temía escoger las palabras incorrectas. Coloqué el clavel al centro del ramo y los admiré con mirada crítica, sosteniendo mi mentón, llegando a una conclusión: no había manera de repararlo porque ni siquiera estaba estropeado, pese a que se sintiera que sí.
Mi jefe estaba en su oficina, a puerta cerrada. Me acerqué a pasos lentos y toqué aprovechando que Arturo ya estaba concentrado en el inicio de la jornada. Mis dedos se enredaron entre ellos mientras esperaba me permitiera el acceso, los nervios me hacían cosquillas en el estómago y aceleraban mi pulso. Cuando Sebastián me dio la indicación de pasar aspiré todo el aire que pude y abrí sin pensarlo buscando no acobardarme más.
Lo encontré atento en unos papeles, cerré la puerta con cuidado y no me atreví a interrumpirlo, más para ganar tiempo inútil que por consideración. Esperé de pie en silencio hasta que él alzó la mirada, me arrepentí de no retrasar el encuentro, costó hallar mi propia voz. Balbuceé en mi intento de armar una pregunta que no pasó de un señalamiento con la cabeza hacia donde estaba mi escritorio, eso le bastó a Sebastián para entenderme.
—Oh, las flores. Espero que te gustaran —comentó dedicándome una sonrisa, ajeno a todo el revuelo.
Asentí despacio pese a que me pregunté a mí misma si lo hicieron. Las emociones estaban demasiado vivas para ponerles un nombre.
—Lamento mucho lo del viernes, Miriam —cambió de tema, rompiendo mi silenciosa reflexión. Yo lo agradecí, aunque el que le siguió tampoco fue agradable—. Hablé con Carlota, le dije que era inaceptable lo que hizo. Prometió que te pedirá una disculpa.
—No se preocupe ya. —Esa era mi manera elegante de decir que no quería seguir hablando de ese asunto—. Tampoco es necesario que lo haga.
Después de todo sería por compromiso y eso no arreglaría nada. Carlota seguiría detestándome, al igual que yo a ella. Era parte del balance natural de la existencia.
—Pensé que dirías algo así —reconoció. Guardó silencio unos segundos. Pensando que la conversación había terminado estuve a punto de retirarme cuando retomó el hilo—. Sé que no sirve de mucho, pero quería decirte que no importa lo de la junta, para mí eres uno de los mejores elementos de esta empresa. Lo digo de verdad. Y quiero pedirte, por favor, no dudes de ti por ello, eres mucho más de lo que otros pueden ver —expresó sincero. Las palabras se borraron de mi mente. Me limité a observarlo al punto en que debí incomodarlo porque carraspeó y volvió la vista a las hojas—. Eso era todo. Ya puedes retirarte.
Me disponía hacerlo porque no tenía propósito estar ahí sin decir nada, como una estatua, pero no quería aparentar que no me importaba lo que hacía porque me avergonzaba.
—Sí sirve de mucho —acepté con una sonrisa sincera congelada en mi sitio. Sebastián siguió en lo suyo, o al menos fingió hacerlo porque lo conocía lo suficiente como para saber que estaba escuchándome—. Y lo digo de verdad —repetí sus mismas palabras. Él sonrió en respuesta, a sabiendas que lo había atrapado, obligándolo a elevar la mirada.
—Debí intervenir antes —se reclamó. Negué.
—Carlota me odia —me sinceré encogiéndome de hombros—. Era capaz de arrancarle la boca con tal de que la dejara hablar —medité. Sebastián contuvo una risa que terminó soltando sin desaparecer su expresión extrañada—. Tengo que trabajar —me excusé porque se hacía tarde. Sebastián lo entendió. Abrí la puerta, pero antes de salir agregué—. Gracias por todo.
Recordé la sonrisa en respuesta que me dedicó, incluso cuando tomé la decisión de dejar su regalo en la oficina y llevarme el de Arturo a casa.
No era nada personal, de hecho pese a no reconocerlo en voz alta, cada que veía las rosas mi parte romántica se ponía a dar salto en la habitación, pero era demasiado pesado y no quería llegar a mi hogar con semejante presente cuando parecían haber nacido para quedarse en esa mesa donde lucía. En cambio el de Jiménez...
—Necesita cuidados —alegué porque era demasiado frágil. Arturo sonrió, dándome de la razón.
Sinceramente no había una explicación, pero no lo dejaría ahí. Además, no deseaba que pensara no le daba valor porque era más pequeño cuando nada estaba más lejos de la verdad. No me importaba el dinero sino lo que cada uno representaba.
El regalo de Sebastián era una vuelta a mi cuento de hadas, volar entre nubes, soñar en color pastel, esas cosquillas en el estómago que te hacían reír sin proponértelo, las piernas temblando cuando me miraba, el corazón revoloteando como una mariposa.
Entonces no sabía por qué sonreí como una tonta con la idea de que a mi compañero de oficina pudiera interesarle.
—¿Qué voy a hacer contigo? —me pregunté en un susurro de vuelta a casa, en el interior de mi automóvil, cuando nadie podía verme, acariciando con suavidad los pétalos del clavel.
¿Sebastián o Arturo? ¿Cuál es su favorito? ¿Por qué? Sonó a examen 😂.
Muchísimas gracias por leer la historia, por cada uno de sus comentarios. Los quiero mucho. No olviden unirse al grupo de facebook ❤️.
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