Capítulo 33: Tengo orgullo de ser del norte
Confirmé que la última persona en el mundo que podía dedicarse a ser taxista era yo. Reté la paciencia de Miriam cuando nos adentramos a Monterrey. Conocía la zona de casa al trabajo, pero hallar una dirección en una ciudad con tantas avenidas, calles y personas era una tarea para los profesionales.
Lo único bueno es que en medio de nuestra confusión, y aprovechando que Miriam no tenía datos y yo sí, pude escribir un mensaje al grupo para justificar mi ausencia. Sabía que tarde o temprano comenzarían los cuestionamientos, que era imposible sostener la mentira mucho tiempo, pero esta vez me ayudó que tampoco acudiría Alba.
—¿Te dijeron dónde se verían? —le pregunté mientras cerraba con llave. Miriam por primera vez reparó en ese detalle. Uno muy pequeño que no sería importante si no fuera porque el área abarcada más de dos kilómetros de largo y tenía tres accesos.
—No, pero podemos buscarlos —propuso porque no nos quedaban muchas opciones.
Al menos me serviría de paseo para conocerlo de punta a punta. O ese era mi plan porque ni siquiera habíamos abandonado del estacionamiento cuando escuchamos que una mujer gritaba como si estuviera ofreciendo productos en el mercado.
Fue más fácil de lo esperado encontrar al trío confirmado por Emiliano, Pao y Tía Rosy.
—¡Aquí! —gritó a todo pulmón la última pasando por alto que ya nos dirigíamos a ellos—. ¡Aquí! ¡Ya casi llegan!
Emiliano se echó a reír mientras Pao la miraba asustada.
—Pensé que nos dejarían plantados, imperdonable cuando tú nos citaste. Tardaron una eternidad. Envejecí diez años aquí.
—Tuvimos unos problemas con la ubicación —se justificó Miriam saludándolos y echándome un vistazo discreto.
—¿Quién no conoce cómo llegar al Paseo Santa Lucía?
—En mi defensa, soy foráneo —me adelanté antes que le diera rienda suelta a las bromas—. ¿Los demás?
—Alba dijo que no vendría porque tiene que cuidar a su nene. Ya sabes cómo son esas cosas. El que también canceló fue ve... Ve... Ve...
—Benemérito...
—De las Américas.
Emiliano abrió los ojos aterrado cuando escuchó cómo terminó la frase la mujer.
—¿Lo bautizaron como Benemérito de las Américas? —pregunté aguantando la risa.
Miriam se cubrió la cara apenada.
—Hay una historia divertida entorno a su nombre —aclaró Emiliano sin perder los nervios, intentando salir bien librado del aprieto—. Mi tía admiraba mucho a Benito Juárez.
—Era su ídolo. Hasta tenía sus pósters —insistió Tía Rosy.
—Con lo difícil que es conseguir uno —le seguí la corriente ganándome una mirada de advertencia de Miriam para que dejara de jugar.
—Y hasta firmado, para que te des cuenta del nivel de fanática.
—¡Ahí viene Álvaro! —anunció para salvarse Emiliano.
Tía Rosy casi lo tumbó, accidentalmente, en su deseo de dar con él. Lo buscó en todas las direcciones entrecerrando sus ojos porque la oscuridad del área dificultaba su objetivo.
—¿Dónde?
—Ahí —lo señaló con la cabeza—. Está bajando de su automóvil. Si mi vista no me falla debe ser un Nissan Altima modelo dos mil diecisiete —chifló asombrado, después de una sonrisa—. A cuatro puertas, transmisión automática y...
—Color, mijo —lo cortó Tía Rosy al no entender nada.
—El rojo.
En resumen, era un recurso que impresionaba. Incluso Tía Rosy que dejaba claro su poca simpatía hacia él hizo una mueca de asombro.
—¿Ese coche es tuyo o lo robaste? —lo interrogó sin darle tiempo de pronunciar palabra. Álvaro le tomó unos segundos captar de qué hablábamos. Asintió con más temor que presunción.
—Ya me caes mejor.
—JA. JA. JA. Señora, usted mataría a alguien...
—Literalmente —murmuró Emiliano. Miriam lo regañó con la mirada pidiéndole silencio.
—Eres un chico muy travieso, eh —lo reprendió colocando sus manos en los mangos de empuje esperando su aprobación para impulsarlo. Él lo concedió con una risa que Pao imitó al escuchar como Tía Rosy discutía con el hombre sobre por qué jamás había especificado que tenía plata.
—No tengo dinero —la corrigió—. Ahorro que es diferente. Y deje de hacerme tantas preguntas que me es incómodo.
—Uy —se ofendió dejando que se adelantara—. Si no fue por dinero su esposa lo dejo por su genio —cuchicheó al resto.
A Miriam que no le gustaban las habladurías solo negó y aceleró su avance sacándole a Emiliano una charla sin importancia para que no extrañara el chisme. Dudaba que su conversación remplazara los chistes de Tía Rosy, pero podía hacer el intento.
El Paseo Santa Lucía era un lago artificial enorme con dos senderos a los costados de área verde, árboles y arbustos. A medida que se avanzaba te topabas con algunos negocios. En sus aguas tranquilas atravesaban pequeñas lanchas, repletas de visitantes. Como el atardecer se aproximaba se encendieron unas luces que se proyectaban en el agua. Era un lugar familiar en el que la gente andaba sin prisas. Demasiada calma para un grupo como el nuestro.
—¡No! Esa es mi canción —nos detuvo Tía Rosy al percibir unos acordes a la distancia. Nos frenó a todos para que no diéramos un paso. Agudizó el oído.
Yo no la identifiqué porque ni siquiera tenía letra, pero a ella debía fascinarla para que corriera a tal velocidad dispuesta a encontrarla.
Su tarea fue fácil. La música provenía de un restaurante a la orilla del lago que tenía un pequeño grupo de personas con instrumentos para ambientar a los clientes. Traían todo el estilo puesto con sus sombreros, cinturones, botas y camisas a botones.
La mayoría de las mesas en el exterior del local estaban ocupadas, no tuve oportunidad de dar un vistazo al interior porque una chica se atravesó en nuestro camino. Llevaba un vestido azul y el cabello castaño quebrado perfectamente ordenado. Era parte del personal.
—Bienvenidos. ¿Qué puedes ofrecerles? —nos preguntó amable con una sonrisa.
—Una botella de tequila, Meli —respondió Tía Rosy abriéndose paso para acercarse a los músicos.
La muchacha se sorprendió, abrió sus ojos miel y acomodó sus lentes, tuve la sospecha que quiso detenerla pero no se le presentó la oportunidad porque Miriam la entretuvo pidiéndole disculpas. Ella la evaluó con la mirada, pero terminó creyendo que lo resolvería en un segundo.
—¿Qué onda con estos aburridos? —reclamó en voz alta a los clientes. «Buena suerte con esa promesa, Miriam», pensé—. Esta canción es icónica y todos aquí sin mover un solo dedo. Se están perdiendo los valores.
Ahora la atención de todos los consumidores y empleados estaba sobre la mujer que parecía ignorar lo incómodo que resultaba ser el centro de atención.
—¿Aquí son norteños o no? —les preguntó, como si fuera una animadora. Miriam me cubrió la boca para impedirme gritara un "no"—. Entonces que se note. Aviéntatela desde el principio —le dijo al hombre del acordeón que pareció agradarle que la clientela volviera tener el ojo en ellos.
No esperó otra instrucción. El acordeón gobernó sobre el silencio.
—Tengo orgullo de ser del norte, del mero San Luisito porque de ahí es Monterrey. De los barrios el más querido por ser el más reinero. Sí, señor, barrio donde nací —comenzó a cantar a todo pulmón y con tal sentimiento que algunos comenzaron a sacar sus celulares para filmar. La expresión de Miriam a mi lado no delataba si sentía orgullo o bochorno por los aplausos de los extraños que ansiaban la pimienta a sus rutinarias vidas—. Es por eso que soy norteño, de esa tierra de ensueño que se llama Nuevo León.
Pao se escondió detrás de Álvaro cuando visualizó como la mujer abandonaba su paseo por las mesas para acercarse a nosotros. Presintiendo alguna de sus locuras se cubrió por completo, usándolo como si fuera un árbol, y en su deseo de escapar dio un paso atrás que casi la mandó al agua llevándose a él también. Fue un verdadero milagro que Miriam los alarmara al borde del canal antes de que resbalaran.
Emiliano no contuvo la risa al advertir que Tía Rosy ni siquiera nos prestaba atención porque estaba más concentrada apuntando a la gente que cruzaba en lancha con su micrófono imaginario que no era más que su mano empuñada.
Tenía que admitir, igual que el resto de los visitantes, que esa mujer era un espectáculo andante. Hasta la mesera dejó caer su mandíbula cuando al regresar contempló sacaba a bailar a un tipo con porte de ejecutivo de una de sus mesas.
Sostuvo la bebida con fuerza para no dejarla caer mientras se aproximaba a Miriam en búsqueda de una explicación. Su idea quedó en eso, una idea, porque en el camino fue interceptada por Tía Rosy que le cambió en un santiamén la botella por el hombre.
Emiliano y yo fuimos los únicos que vitoreamos cuando terminó la canción porque el resto del club tenían expresiones que iban del asombro al terror. Para fortuna de Tía Rosy los que no la conocían la creyeron parte del espectáculo, la aclamaron porque les habían brindado un buen número de risas y admiraban su intensidad. La chica que atendía sonrió rendida, el resultado había sido más beneficioso de lo esperado.
—Ya hasta quiero un sombrero —mencionó Emiliano divertido. Sus deseos le fueron concedidos cuando Tía Rosy le arrebató el suyo a uno de los músicos y se lo arrojó a las piernas.
—Son para las monedas.
—¿Qué? —soltó Miriam cuando recibió el suyo en el aire.
—Nada en la vida es gratis, niños. Empezando por esta botella. De alguna manera tengo que pagarla. Aprovechen que aún están contentos todos —respondió apurándolos por su falta de iniciativa. Miriam y Pao estuvieron a punto de protestar.
—Lo haré si me quedo con la mitad de las ganancias —le advirtió Emiliano. Tía Rosy frunció el ceño ante su rebeldía. A él no era fácil hacerlo tonto.
—Una cuarta parte —intentó negociar.
—Un tercio o nada.
—Trato hecho —cedió al final ante su determinación. Esa fue el silbatazo para que iniciara entusiasta su recorrido sin una pizca de pena. Incluso nos exigió a Álvaro y a mí que colaboráramos mientras que Miriam y Pao protestaban contra la absurda idea.
—Esta mujer está loca —opinó Álvaro después de colocar el billete en el sombrero. Loca no era la palabra que usaría, ocurrente le hacía mayor justicia—. Temo por mi vida cada que se anuncian una de estas reuniones.
—Pero nunca faltas a ninguna, eh —le recordé. Él se encogió de hombros restándole importancia—. Te resultaran raras estas presentaciones porque allá en Europa no son tan frecuentes, ¿no? —intenté bromear, pero Álvaro no me escuchó porque el sonido había retomado su dominio con otra canción que desconocía.
Observé a Miriam negar mientras intentaba alcanzar a Emiliano que ya andaba en el negocio vecino. Sonreí contemplándola, me resultaba divertido la manera en que siempre intentaba mantener el orden. Miriam era una mezcla entre carácter, encanto y dulzura.
—¿Algún día piensas decírselo? —me desconcertó por su cambio de tema. No entendía a qué se refería, su expresión tampoco delató alguna pista porque Álvaro seguía con su mirada al frente, como si jamás hubiera hablado. Quise preguntarle a que se refería cuando se adelantó—. Terminará tarde o temprano enterándose de tu juego, Venado.
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