Capítulo 32: Dulce consuelo
Carlota tenía razón, había cometido un error. El error de creer que no podía odiarla más. Claro que era posible, a niveles insospechables, porque lo que sentía en ese momento se trataba de puro desprecio.
—Miriam, no quiero aplicar presión —habló Arturo después de unos minutos. Estaba tan distraída que había olvidado venía en su automóvil—, ¿tienes una idea de a dónde te gustaría ir o prefieres seguir dando vueltas sin rumbo? Porque creo que empiezo a marearme.
No sabía si lo había dicho en serio o de broma, pero terminé riendo cuando no tenía planes de hacerlo. Arturo había sido muy amable para ayudarme, le debía tanto. Además, conducía mejor de lo que imaginé. Un punto a su favor.
Pensé en una respuesta para su pregunta. En mi mente no existía un lugar que me hiciera sentir mejor, estaba tan avergonzaba que deseaba esconderme debajo de una piedra. Necesitaría dormir por horas para olvidarlo, pero no quería regresar a casa, ni vagar por la empresa en la que seguramente ya se había extendido el chisme. Necesitaba cambiar de aire de manera tan drástica que lograra despejarme.
—Hay algún lugar que me gustaría visitar —acepté sin esconder la indecisión—, pero no sé si sería posible.
—Claro que sí, mientras no sea un área militar o un país guerra podemos intentarlo...
—Su casa.
Arturo hizo una expresión que me robó una sonrisa, tal como si le hubiese confesado que coleccionaba pájaros muertos para regalarlos en Navidad.
—Hace un tiempo me dijo que cocinaría para mí y yo lo juzgaría —le recordé porque solo estaba tomando una vieja invitación suya.
—Claro, lo había olvidado —admitió relajado—. Solo un consejo, te pediré que no te hagas altas expectativas —me advirtió—. De preferencias ninguna. Cocino porque forma parte del paquete de ser adulto, no tenga talento.
—Dígamelo a mí —murmuré recargándome en el cristal, rememorando las palabras de mi madre, en sus clases había acabado con su paciencia.
Sonreí traviesa al imaginar su expresión al enterrarse que le había propuesto a un hombre me llevara a su casa, se infartaría sin importar las buenas intenciones detrás. Arturo me preguntó por qué reía y tuve que fingir no saber de qué hablaba.
Abracé esos minutos de felicidad antes de que se escaparan y se hundieran en los malos recuerdos. No podía arrancarme la expresión burlona del estúpido de Joel, ni la victoria de Carlota. Gritaban sin palabras revelaron el motivo por el que seguía estancada en el mismo puesto sin igualar el de ellos. Ni siquiera me había detenido a analizar si en realidad fue un error mío o una jugarreta de ese par, sabía igual, así se tratara de la segunda opción el momento bochornoso no se borraría. Había quedado como una tonta, porque así lo planteó ella ante los presentes.
Conocía el camino al hogar de Arturo así que no me sorprendió, pese a que mi cabeza vagaba en las nubes, cuando me avisó que estábamos por llegar. Esos baches eran inolvidables.
A comparación de mi primera visita el césped de la entrada estaba crecido y las flores de las macetas que adornaban las ventanas delanteras comenzaban a marchitarse. Supuse que la encargada de su cuidado, hasta su retorno a Guadalajara, había sido su madre. Estaba tan metida en mi análisis que ni siquiera esperé a que Arturo me abriera la puerta, cuando era clara su intención de hacerlo, y bajé inspeccionando curiosa los detalles.
—Y solo te gustan los claveles, eh —comentó al verme tan concentrada en sus tallos. Sí, quizás me gustaban más—. ¿Quieres que te prepare algo en específico? —me preguntó mientras colocaba la llave en la cerradura.
—Lo que sea estaría bien.
—Qué bueno que dijiste eso porque era posible que mencionaras algo que no tengo —confesó aliviado. Negué divertida, entendiéndolo perfectamente. Además, lo que menos quería era ocasionarle mayores problemas.
Arturo abrió la puerta y se apartó para cederme el paso. De pronto un fugaz pensamientos congeló mis pies, los consejos de mi familia que estaban ligados a la paranoia me hicieron dudar. Estaba a punto de entrar a un lugar que no conocía.
—¿Estás bien? —me preguntó cuidadoso. Pegué un respingo al volver a la realidad. Observé a Arturo, a él lo conocía bien, no me haría ningún daño.
—Lo siento —me disculpé poniendo un pie dentro. El recibidor era diminuto por lo que un par de pasos me bastaron para dar con la sala, que consistía en un sillón amplio—. A veces pienso demasiado.
—Mi error es justo lo contrario —comentó para él. Yo asentí distraída—. Mi casa es un poco pequeña —agregó al verme escudriñar el comedor a espalda del sofá.
—No, no, no —aclaré para que no pensara lo criticaba. Yo seguía en mi mundo gris—. Su casa es encantadora, diría que hasta el ambiente es acogedor. Yo tengo un problema estúpido con el orden, pero es mi problema —le confesé sin que aquello me alegrase.
—Sí, me lo temía. Tienes tus papeles ordenados por colores en tu escritorio —recordó con gracia. Me pareció curioso lo notara—, en la guantera de tu automóvil apilados por utilidad y en tu computadora agrupas las carpetas por...
—Ya quedó claro el punto, Jiménez —lo callé colocando mi mano sobre su boca para impedir siguiera con lo mismo. Di un paso atrás para plantear distancia entre ambos cuando percibí su sonrisa. No jugaría en ese terreno de nuevo, sabía que perdería—. ¿Con qué me sorprenderás?
—No sé, aquí entre nos, tengo la sospecha que yo también lo haré —respondió.
Arturo me pidió me sentara mientras él cocinaba. Le hubiera ofrecido mi ayuda de saber que podía darle una mano, pero me conocía, mi función sería salar, arruinar o estropear cualquier cosa que tocara.
Lo observé con una sonrisa en su labor. Ese hombre era un espectáculo, uno que me gustaba admirar pese a que jamás lo confesara en voz alta. Me resultaba tan gracioso y adorable.
—Por cierto... Miriam, lamento mucho lo de esta mañana.
Suspiré cuando la magia se rompió. Estaba intentando evadir el tema.
—No quería recordártelo, es solo que quiero que tengas claro que no debes sentirte mal por ello.
—Quedé como una estúpida, Jiménez. Carlota se encargó de recalcarlo —lo contradije porque no sabía cómo podía pasarlo por alto. Arturo estuvo a punto de argumentar, pero me le adelanté—. Y no me dolería tanto sino creyera que es verdad.
—Miriam...
—Estoy en el lugar que merezco —me sinceré luchando para que mi voz no flaqueara, no quería generar su lástima—. Desde que entré me he esforzado por demostrarle a todos que estoy tan capacitada como el resto, pero a nadie logro engañar. Siempre me faltará algo, don de mando, valentía, juicio. Creí que todo el mundo me subestimaba, ¿quieres que te diga qué pienso ahora? Que en realidad ellos pueden ver lo que realmente soy.
—Miriam, yo veo lo que eres...
—No importa ya —lo corté porque Arturo era demasiado bueno para juzgarme. Lo anticipaba, soltaría palabras que me engañarían y yo me dejaría envolver por su voz porque en ese sitio me sentía segura, sin importar que no fuera objetivo—. Lo hecho hecho está. Tendré que soportar las críticas de todos como en un inicio.
Aunque cuando empecé justifiqué sus tratos a que era apenas una novata, para algunas personas mi inexperiencia no significaba otra cosa que un número sin valor. No importaba cuanto me esmere por ignorar los murmullos, una parte de mis compañeros disfrutaría de mofarse de mi antigüedad en la empresa, de mis nulos avances y asociar los pocos que tenía a mi jefe.
—No solo en lo profesional soy un fiasco, también en mi vida —acepté harta de sentir vergüenza de mí misma, pero siendo incapaz de evitarlo—. ¿Puedes creer que sigo viviendo bajo el techo de mis padres? Y me veía a los veinte siendo independiente —me burlé de mis pretensiones.
—¿Por qué no lo haces? —me sorprendió con la cuestión—. Es decir, no es presión. Simple curiosidad.
Guardé silencio removiendo en mi interior el pasado y sueños infantiles que había mantenido bajo llave por miedo a los otros. Titubeé ante su mirada, me pareció que estuvo a punto de aclarar que no era necesario cuando lo solté.
—Porque le temo a muchas cosas —admití sin revelar todo—. Los cambios se me dan terribles. Sé que si fallo no lo soportaría, y estoy segura lo haré porque se me da con frecuencia. Además, la soledad me aterra. Soy tan patética.
—No, no, está bien. Las primeras veces siempre dan miedo.
—Ya estoy grande para esto.
—¿Ya tramitaste la credencial del INAPAM? —bromeó Arturo. Rodeé los ojos lanzándole una servilleta que ni siquiera lo rozó. Bufé—. Tienes pésima puntería, Miriam.
—Es que necesito arrojar algo más pesado —dije buscando algo que estuviera a la mano. Me estiré hasta alcanzar una naranja que reposaba en el frutero—. Con esta segura no fallo.
—¿Ves cómo no siempre fallas? —utilizó en mi contra mi argumento. Debía reconocer que había dado en el blanco—. Piensa esto, Miriam, si todo mundo sobrevive a ese paso, ¿por qué serías tú la excepción? El principio es pesado, pero terminas adaptándote —me aconsejó—. Eres el mismo, solo que ahora con mayores responsabilidades, frustraciones, deudas...
—Gracias por el ánimo, Jiménez —susurré.
—Lo que trataba de decir...
—Lo entendí —reí poniéndome de pie para curiosear su avance en la cocina, intentando distraerlo del tema.
Arturo no insistió con el asunto. Yo no volví a tocarlo fingiendo que no había pasado de una plática casual y sin importancia cuando en realidad sus palabras sembraron la duda en mí. Tal vez sí podía lograrlo aunque doliera al inicio, quizás incluso resultaría beneficioso saltar del nido en el que era tan infeliz y en el que me permanecía solo por miedo a serlo más.
—¿Qué te parece si te reúnes con tus amigos del boliche? —propuso mientras poníamos la mesa. De la impresión casi dejé caer el plato—. Tienen pinta de pasarla bien.
Arturo no tenía ni idea de lo que hablaba.
—En el boliche no —dicté. No volvería a ese lugar ni aunque me pagaran. Conocía a Tía Rosy, era capaz de matarnos obligándonos a imitar acrobacias.—. Aunque no es tan mala idea, pondríamos buscar otro sitio, se los preguntaré. ¿Vendrías conmigo?
—¿Quieres que vaya?
—Sí —acepté, encogiéndome de hombros sin reconocer abiertamente que disfrutaba de su compañía —. ¿Por qué no? Encajas bien con el grupo. Además a Tía Rosy le caes bien —comenté divertida—. Les escribiré ahora mismo.
Saqué mi celular mientras Arturo terminaba de servir y envíe un mensaje al grupo para saber si alguien estaba disponible. Como lo imaginé Tía Rosy respondió en menos de un minuto, ella se apuntaba sin peros. Le siguieron Emiliano y Pao. Del resto no supe nada. Esperaba que Venado apareciera por primera vez porque tenía deseos de conocerlo.
🔹🔹🔹🔹
Quién lo diría que después de nuestro accidentado comienzo Arturo y yo conectáramos tan bien. La comida pasó en un cerrar y abrir de ojos, cuando me di cuenta ya estábamos encaminándonos a su automóvil para dirigirnos al centro de la ciudad.
Yo sería la guía y él seguiría mis instrucciones. Conociéndonos seguro terminaríamos en otro estado antes de dar con el Paseo Santa Lucía. Reí de solo imaginarlo, aunque después no resultó tan gracioso.
Arturo me abrió la puerta, pero yo permanecí en el jardín meditando cómo una acción tan simple había cambiado mi día completamente. Antes me hubiera encerrado en mi cuarto sintiéndome desdichada, en cambio esa tarde había reído como una niña y por primera vez en muchos años experimenté una sensación que había añorado. Sentarme a la mesa en una casa sin el espantoso silencio de acompañante.
Arturo me había ayudado tantas veces como se las pedí, incluso cuando no. Quizás por eso en lugar de acercarme para ingresar el vehículo me sorprendí a mí misma con otra idea.
Mi corazón se aceleró al son de mis pasos hasta que quedé frente a él y en un impulso lo abracé. Contuve la respiración al notar que no me tocaba aunque mis brazos lo rodearan. Empecé a cuestionarme sobre lo precipitado de mi acción, pero cuando estuve a punto de retroceder sentí que me correspondió con fuerza. Recosté la cabeza en su hombro. Sonreí, aprovechando que no podía verme. Me aferré a esa sensación de paz que hallaba cerca de él. No era un corazón que amenazara con salirse del pecho, el ritmo acelerado y las mariposas en el estómago, sino cerrar los ojos con la seguridad de que todo estaría bien, una dulce tranquilidad.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top