Capítulo 3: Cuando nada funciona una limpia es la solución

Un consejo: si quieren entrenar para el infierno deben visitar Monterrey.

Por la noches, escuchando el tractor descompuesto que tenía por ventilador, testificaba que aquí bastaban unos minutos sin luz para acabar siendo carne asada.

Llevaba una semana en la ciudad cuando llegué a esa conclusión. Era una de esas noches en que se fue la luz porque se sobrecalentaron los transformadores y me dediqué a mirar el ventilador que daba la impresión de que de un momento a otro nos prendería a ambos en llamas.

Había rentado un cuarto, porque a eso no se le podía llamar casa (pese a que el anuncio lo vendiera así), donde apenas cabían una estufa, un comedor y un sillón. Era un lugar sencillo, digno de mi capacidad económica de aquel momento. Tenía dos habitaciones, que parecían una dividida por una pared, en la que me quedaba por horas.

Las primeras noches apenas pude pegar el ojo. Buen recibimiento. Tampoco me di el lujo de vacacionar por el estado porque a la mañana siguiente de mi llegada ya estaba buscando trabajo en cada anuncio que caía en mis manos.

En mi primer empleo, el único por casi una decena de años, no era tan imprescindible la tecnología, por lo que me resultó extraño que todo se hiciera por internet. Sobre todo cuando no tenía módem y tuve que conformarme con los datos que compré de un paquete de telefonía mientras encontraba algún sitio donde estuviera abierto. Y con eso no me refería a robarme la señal de un vecino, que todas contaban con claves.

Era cierto lo que dijo mi tía, en Monterrey había mucho trabajo. Le faltó aclarar que también competencia.

Aunque tenía una regla que me lo facilitaría el asunto: aceptaría cualquier empleo, la única condición era que fuera legal y no me humillara de manera pública. Por lo demás no me pondría muy exigente. No negociaría sueldos, ni tareas. Lo que saliera sería lo que tomaría. Al menos hasta que consiguiera algo mejor o me alcanzara la fecha de pago de la tarjeta. Lo que llegara primero.

En una semana encontré seis vacantes, tuve que dejar de lado dos porque no tenía el porcentaje del idioma requerido. Tal parecía que saber los colores, animales y cantar tres letras famosas, no era saber inglés. Aunque no me hizo falta porque en una espacio de milagro subieron un anuncio de una empresa cercana que requerían exactamente lo que podía ofrecer.

Debían estar desesperados porque esa misma tarde me llamaron para acordar una entrevista. El tipo que se comunicó era todo menos amable, pero no me importó, estaba más motivado en conseguirme el puesto que pensando cómo perderlo. Además, al ser viernes, imaginé que contaba los minutos para largarse a casa.

Era la quinta vez que colgaban el mismo aviso en un mes, lo que debió levantar alertas, si la gente salía de ahí tendría más desventajas que alegrías, pero no tuve tiempo para detenerme a pensar en los quizás. Prefería convertirme en el sexto que rechazar una oferta.

La vida está repleta de riesgos, no perdería la mitad de ella imaginando cuáles resultarían. «En una de esas aciertas».

Ojalá hubiera pensado qué hacer si no.

En mi antiguo trabajo solía andar con pantalones de mezclilla y camisas de botones todos los días. Me resultó complicado seguir el protocolo de vestir formal. Como me avisaron a unas horas de la noche no pude comprarme nada, así que usé el pantalón de mi intento de boda que había traído conmigo. No como un recuerdo sino porque pensaba venderlo para recuperar una parte del gasto. Ahora no me quedaba de otro que rematarlo por separado.

Me acomodé la corbata frente al espejo que apenas cubría una tercera parte de mi cuerpo. Bailé esforzándome por enfocarme en el punto exacto.

—Ocho en punto. Vas a llegar tarde —me llamaron dando dos toques a la puerta.

Mamá.

Me estaba costando adaptarme a vivir con ella después de tantos años en solitario. Mi madre había decidido acompañarme, al menos algunas semanas mientras lograba coger el ritmo. Temía por mi bienestar. Seguro pensaba me suicidaría o algo por el estilo. No lo haría, con mi cuenta como estaba lo último que podía hacer era morir. Resulta muy costoso.

El calor de la cocina me recibió a la par del olor a café recién hecho que inundaba la habitación. Mamá estaba de espaldas, cocinando en la estufa, mientras escuchaba una canción en su celular.

Los primeros días me resultaba peculiar encontrar el desayuno servido, la música ochentera y sus atenciones, pero estaba llegando el punto en que malacostumbraría. Después de todo, ¿qué había de malo en que me dejara consentir por unos días? Mamá pronto volvería a su casa junto con papá y yo tendría que arreglármelas solo de nuevo.

—Qué guapo te ves —opinó mamá cuando le di los buenos días. Me reacomodé incómodo la corbata—. Tienes que apurarte o llegarás tarde. Te despedirán antes que te contraten. Además mi hermana debe estar esperándome —me recordó.

Había olvidado por completo que mi tía inauguraría su cafetería esa misma mañana, le había prometido dejarla de camino a la empresa. Confiaba que si administraba mi tiempo, ya que el local estaba a cinco minutos, llegaríamos sin problemas.

—¿Estás nervioso? —me preguntó cariñosa.

—¿Debería estarlo?

Ella asintió con una sonrisa. Mi madre era la mujer más atenta de todo el mundo, se desvivía por los que quería y tenía una personalidad bondadosa que lograba conectar con la mayoría de las personas. Quizás por eso me uní tanto a Ana, sus personalidades me resultaban similares, aunque ahora se considerara un insulto.

—Es mi primer entrevista, la del señor Martino no cuenta. Ya sabes que no se fiaba de los típicos procesos de reclutamiento, él creía al ver una persona sabía si convenía o no.

Aunque siendo conocido de mi familia no podía confiarme de su buen juicio. Al fin demostraría que podía ganarme un puesto por mis capacidades.

—Ya estuve leyendo en Internet muchos artículos y consejos, me encuentro más seguro —le comenté para tranquilizarla.

Ella me miró con ternura.

No me creyó.

«Qué bien me conoce».

De igual manera la seguridad no tenía valor aquí, estaba decidido a hacerme con el puesto de cualquier manera. No era una opción, sino una obligación. Los días se consumían, las deudas estaban acabando con mis pocas esperanzas y no quería seguir encerrado en casa pensado en el ayer mientras mi futuro se iba llenando de fango. Llegó el momento de avanzar, así fuera empujándome.

—Estaremos allá en un minuto —le aseguré cuando nos montamos en el automóvil. Me sorprendió que hubiera tráfico pese a ser fin de semana, supuse era el ritmo frenético de la ciudad. La mía también era caótica, pero vivía en una zona tranquila comparando a donde había alquilado. El viernes la música no había cesado hasta que el sol salió—. Por cierto, deséale éxito a mi tía de mi parte. También dile que si Gael no cumple puede llamarme, su sobrino está disponible.

Mamá negó y se perdió en el reflejo del espejo acomodando su corto cabello negro. Gael era mi primo, habíamos estudiado la misma carrera y su madre le había dado la oportunidad de poner en práctica sus conocimientos en la empresa familiar. No existía posibilidades que su madre lo echara, pero por si las dudas.

Me concentré en el reloj el resto del camino. «Debí calcular mal el trayecto», me lamenté. Lo último que necesitaba era llegar tarde y demostrar mi poca precisión de tiempo.

—Vas a perder el empleo —comentó mi madre como si habláramos de la temperatura. No era una suposición, sino una afirmación.

La confianza que tenía en mí me abrumaba.

—Gracias por el voto de confianza —respondí esperando la luz cambiara de color. Los semáforos parecían durar diez minutos, por la expresión de los conductores a mi alrededor, yo estaba exagerando o ellos acostumbrados—. Si lo dices por el tiempo, déjame decirte  que queda un kilómetro para llegar.

—No lo digo por eso, lo digo por todo.

—¿Todo?

—Arturo, solo prométeme que si no consigues este empleo antes de que me vaya me dejarás acompañarte a una limpia.

—¿Una limpia?

—Claro. No esperarás que me vaya tranquila con la suerte que tienes.

Torció la boca ofendida por mi risa.

—Sí, Arturo, necesitas una limpia —insistió menos amable.

—Mamá...

—Lo digo en serio. Desde que Ana te dejó no das una —mencionó muy convencida.

«Genial, un hermoso inicio de día escuchando todos los fracasos que creí los demás habían olvidado».

—Todo te sale mal. No me sorprendería que llegando a la empresa el edificio estallara.

—No exageres, mujer —la interrumpí porque ya sabía a donde iba la plática. A un lugar que no serviría para aumentar mi seguridad.

—Se te murió tu perro, ¿eso es exagerar?

Eso había sido un golpe fuerte. Después de cinco años con él su muerte me pegó como un autobús fuera de los límites de velocidad. Me había afectado tanto que me costaba hablar de ello. Sin embargo, eso había sido a causa naturales.

—No, pero...

—Tu automóvil casi se incendia, ¿eso es exagerar?

—Eso fue porque...

—Un semáforo se desplomó en la avenida y casi nos cae encima —rememoró nuestra épica llegada. Hasta salí en televisión—. Mijito, no sé qué estás esperando para que dejes de creer que es cosa mía.

Todas esas cosas tenían una explicación, pero de nada servía exponerla, a ella nada le sacaría de la cabeza que el del problema era yo.

—Quién sabe qué te habrá hecho Ana —susurró mordaz.

—Ana no me hizo nada —le aseguré porque no tenía sentido.

—Y la defiendes.

Mentía. Simplemente usaba la cabeza. Ana era la persona que menos me interesaba escudar y también de escuchar. Sin embargo, de alguna manera mi familia siempre encontraba la manera de cargarle las desgracias.

Mi insomnio. Ana.
El calentamiento global. Ana.
Las Chivas eliminados de la liguilla por el Puebla. Ana.

Le daban mucho mérito.

—No cambies de ruta, déjame en tu trabajo, yo de ahí camino a la cafetería —me sacó de mis pensamientos elevando la voz. Antes de poder agregar algo se adelantó—. Y no empieces con tus cosas de querer ahorrarme camino cuando son dos cuadras. Camino más rápido que tú.

No le llevé la contra porque a mí me beneficiaba. Además, ya no estaba para hacerme el súper héroe por la mañana y en la tarde no tener ni para pagar la luz. Había que hacer todo tipo de sacrificios.

—Acelera —me apuró mi madre.

Divisé las oficinas. Una construcción sencilla, de padres blancas y una puerta de cristal al centro. El pequeño estacionamiento al frente abarcaba seis cajones, apenas dos lugares disponibles. Afuera, había una persona con su uniforme y gorra negra. Supuse era el guardia. Del otro lado de la acera se saturaba una tienda de conveniencia.

Según mi madre, que desde que había cogido el reloj parecía árbitro en tiempo extra, tenía un minuto para estacionarme, ingresar y jugármela.

Un minuto.

Giré buscando aparcar en uno de los sitios, pero el chófer a mi costado seguro estaba ciego pues ignoró las líneas y me dificultó la maniobra.

Menos de un minuto.

Le di reversa para reacomodarme, pero cometí el error de no calcular la fuerza e ignoré el vital paso de revisar quien cruzaba antes de escuchar el impacto. Deseé que fuera una pesadilla, pero al volver la vista observé la realidad de mi desastre.

Estampé mi cara contra el volante y sentí unas palmadas de apoyo en mi hombro.

Quizás mamá no estaba exagerando. Necesitaba ese contacto ya.

¡Hola! Muchísimas gracias a todos los que leyeron los capítulos. Espero les gustaran.  Los quiero mucho.

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