Capítulo 28: Una inusual reunión


Era una locura.

Citarme con unos desconocidos era lo peor que podía hacer y aun así estaba aparcando afuera del boliche. El estacionamiento delantero se iluminaba por las luces azules que parpadeaban  en la parte alta. Era un local grande, con puertas automáticas y un cristal que permitía ver hacia el interior. Desde donde estaba podía contemplar a algunas familias o grupos de amigos comiendo y jugando al fondo.

Me pregunté si sería la primera en llegar porque aún faltaban cinco minutos. Titubeé antes de dar un paso cuando las puertas se abrieron para mí. Todavía existía la posibilidad de regresar, inventarme una excusa y ahorrarme lo que estuviera esperándome en ese sitio. El problema es que tampoco quería perderme la oportunidad de conocer los rostros de esas personas con las que hablaba a diario. «¿Qué tan malo podía ser?», pensé. Miles de respuestas desfilaron ante mí, cada una más terrible que la anterior. Papá siempre me repetía que no me fiara de la gente, que era una mala decisión. Quizás por eso quería hacerlo, demostrarme que estaba en un error. Ahora me recrimino mi mala decisión, pero en ese instante mi impaciencia me dominó.

Para cuando me di cuenta ya había comprobado que mis sospechas eran cierta. La mesa dos estaba vacía. Tal vez yo había sido la única tonta que se había creído la invitación. Resoplé ocupando una de las sillas rojas tapizadas. Eché un vistazo a los lados para comprobar si me equivocado de número, pero nadie parecía prestarme atención, todos estaban acompañados y nadie dio señales de estar esperando a alguien más.

Saqué mi celular de mi bolsa para releer la última conversación. Ningún nuevo mensaje que avisara el plan de había cancelado. «Alguien tiene que venir», me animé porque nadie informó no podría acudir. Aunque también existía la opción de que ni siquiera se preocuparan. Tal vez yo le tomaba más importancia de la que debería.

—¿El club de los cobardes?

Alcé la mirada para toparme con el dueño de esa voz y me quedé muda. Un silencio pesado se instaló entre los dos. Lo miré a detalle y sin disimulo. Era un chico de mi edad, tal vez solo un par de años más joven. De tez oscura, cabello rizado y ojos oscuros brillantes, en sus labios gruesos nació una sonrisa que resaltaban el par de hoyuelos en sus mejillas. Llevaba un pantalón de mezclilla, una camisa negra y una chaqueta blanca encima.

—Tú...

—Emiliano. Aunque con eso no te digo mucho, tú debes conocerme por el Rayo McQueen —se presentó extendiendo su mano. Me apresuré a estrecharla para detener el hormigueo de mis dedos—. Llegaste temprano, pensé que sería el primero. Siempre soy el primero porque nunca sé si algún taxista querrá llevarme y me preparo con suerte, pero hoy he corrido con suerte.

—Sí, sí, llegué temprano. Me alegro por ti —dijo un poco aletargada.

—Pensé que eso sería suficiente para saber tu nombre —bromeó ante mi falta de educación.

—Perdón, que tonta soy. Mi nombre es...

—Mimi —acabó por mí. Se echó a reír al ver mi expresión de desconcierto—. Tranquila, no te he espiado. Simplemente descarté opciones. Tía Rosy es mayor, Pao menor. Así que solo podías ser Mimi o Alba, pero recordé que ella dijo que su hijo cree que es Jessie de Toy Story, y tú no te pareces en nada. A menos no a simple vista. No te ofendas, tú eres más como Blancanieves.

—Piensas en todo —reconocí sorprendida. Aunque había olvidado el pequeño detalle que yo de Blancanieves no tenía más que el físico, porque ante mi falta de talento culinario y mi fuerte carácter los enanitos me hubieran echado en menos de dos minutos.

—Cuando vienes en el taxi tienes mucho tiempo para pensar —admitió, encogiéndose de hombros—. Sobre todo cuando el chófer no quiere hablar. Me gusta eso porque suelo meterme en líos cuando entro en confianza, prefiero que no me abran esa puerta, sobre todo si el que conduce puede bajarte a mitad del camino. Me pasó una vez, aunque admito que esa vez sí me pasé, tengo un humor extraño que no todos soportan.

«Que crueldad», me guardé porque no podía imaginar que alguien fuera capaz de semejante acto.

—Sabes, la mayoría de los locales tienen mesas para cuatro personas por lo que los costados quedan libres —comenzó a hablar de nuevo. Tenía una lengua muy activa—, ellos no piensan en mí claro está, pero me encanta porque puedo colocarme ahí. Es mi lugar favorito. Es de las ventajas de venir con silla incluida. —Señaló haciendo con las manos una maniobra para que su silla de ruedas encajara en el espacio. Quise ayudarlo, pero temía ofenderlo, parecía ser bastante independiente—. ¿Tú hablas poco o yo hablo demasiado?

—Creo que ambas —acepté con una sonrisa. Emiliano se mostró levemente avergonzado, pero pronto lo olvidó. Tuve que ganarle la partida antes de que comenzara a parlotear sin parar—. Antes de que arribaras imaginé que todos me dejarían plantada, me alegra saber que al menos tú viniste.

—Conmigo te basta, hablo por los siete, ¿no? —No había manera de debatir eso—. Pero yo que tú no me preocupaba, estoy seguro de que vendrá la mayoría.

—¿Por qué?

—Porque somos unos curiosos. Unos cobardes curiosos —se corrigió para ser más preciso. Tuve que darle la razón—. Al menos Tía Rosy estará aquí, estaba ansiosa por saber tu lío con tu jefe y amigo.

Emiliano rio al verme esconderme en mi cabello. Me incomodaba hablar del tema, no sé cómo soportaría tocarlo en público. Estaba esperanzada que lo hubieran tomado como una simple excusa.

—¿Y cómo van las cosas con la chica que te gusta? —le pregunté en respuesta, para que no todo se redujera a mí. Además, tal vez así entendería lo que sentía. Emiliano dejó de sonreírme con tanta fuerza, pero no borró su gesto alegre ni siquiera así.

—Mal. Pésimo. ¿Sabes algo peor que pésimo?

—¿Espantoso?

—Espantoso. Eso es —concluyó divertido—. Nunca irá hacia ningún lado, pero tampoco es como si yo fuera ir muy lejos —se burló de sí mismo golpeando con la palma su silla. Yo no reí, no le hallaba lo gracioso—. Lo más jodido de estar enamorado es que esa persona quiera a otra.

—Me gustaría no entenderme —murmuré recordando lo que me había pesado ver loco a Sebastián por Sarahí—. Pero a veces es mejor así, al menos es feliz.

—No siempre —me contradijo, por el tono me percaté que hablaba de su experiencia—, pero tampoco puedes hacer mucho. Hay personas que merecen mucho más de lo que reciben.

—Quizás deberías decírselo —opiné cuidadosa de no ser impertinente.

—No me escucharía.

—Entonces demuéstraselo —propuse porque muchas veces son las acciones, no las palabras, las que tienen mayor impacto en nosotros.

—Mimi, juguemos a algo —cambió de tema volviendo a la actitud del inicio. Elevé una ceja sin comprenderlo—. Tenemos que adivinar quién es quién.

—Me ganarás.

—Lo sé, no te hubiera propuesto la competencia de no ser así —bromeó con su arrolladora sinceridad. Quise dedicarle un gesto de juicio, pero terminé imitando su risa. Ese chico estaba loco.

—Acepto, pero no me llames Mimi, suena tan raro. Leerlo es lindo, pero no me siento yo.

—¿Cómo debo llamarte?

—Miriam. O también puedes referirte a mí como la ganadora del reto que acabas de inventar.

—¿En serio? Pues, ganadora, acabo de robarle un punto porque la que viene allá es Alba —celebró fanfarrón, señalando la entrada con la cabeza.

Giré para testificar que no me estuviera jugando una broma. No lo hacía, apenas la vi sabía que se trataba de ella.

La puerta la atravesó una mujer que llevaba su melena pelirroja anudada en un recogido bajo, debía venir del trabajo porque portaba una camisa de botones con un logo de una famoso supermercado y en su rostro blanco se asomaban un par de ojeras. No habló, se detuvo ante nosotros e hizo un ademán para preguntarnos si era a quienes venía a buscar.

—Emiliano. —Alba hizo una mueca de confusión—. Rayo McQueen.

—Eso cambia las cosas —suspiró ocupando la silla que estaba frente a mí. Cargaba una mochila color militar que acomodó de un tirón en el respaldo. Alba era tosca en sus movimientos y también en su habla—. Así que Emiliano. ¿Y tú?

—Miriam.

—¿Y solo vinieron ustedes dos?

—Hasta ahora sí.

—Pues me quedaré con las ganas de conocerlos porque solo estaré un rato. Aproveché que mi hijo está en una fiesta con mi mamá, llegarán hasta las diez de la noche. Utilizaría ese par de horas para una buena siesta que buena falta me hace, pero como la despistada que soy olvidé las tontas llaves sobre la mesa y no quiero pasarme toda la noche sentada en la acera esperando regresen. En una de esas llega la patrulla —nos platicó su chasco. Se recargó en el asiento con actitud desinteresada, hizo un mohín con los labios de aburrimiento y después clavó su mirada aturquesada en la mía—. ¿Ustedes no tenían algo mejor que hacer o qué?

—Yo cancelé mi maratón por ustedes.

Alba hizo una mueca extrañada al escucharlo. Le costaría adaptarse al humor del chico. Era difícil de digerir que detrás de esa sonrisa no hubiera una pizca de vergüenza. Tuve la sensación de que le preguntaría algo, pero Emiliano se dirigió a mí.

—Esa es Pao.

Esquivé la figura de Alba que dificultaba mi visión para dar con la chica que se acercaba a paso apurado hacia nosotros. Me levanté por inercia al divisar en esa muchacha un rostro familiar. Sus ojos miel me miraron horrorizada.

—Ay, no, sabía que esto pasaría. Iba a encontrarme con alguien que conocía, siempre pasa en los libros —se lamentó cuando coincidimos—. Bueno, al menos no es mi mamá, que con mi suerte todo era posible.

—¿Se conocen? —nos preguntó curiosa Alba, señalándonos a ambas.

Pao no era otra que la chica de la cafetería. Esa que derramó el café sobre mi falda cuando fui con Arturo hace unas semanas. La jovencita que veía frecuentemente cuando visitaba el negocio de pasada estaba también en el club. «Qué graciosa es la vida».

—No mucho —confesé porque solo habíamos intercambiado algunas palabras, la mayoría copiadas del menú.

—Yo le sirvo el café —narró con mayor detalle mientras se acomodaba la larga aza del bolso que colgaba de su hombro—. No siempre, de vez en cuando. Mi compañero a veces también la atiende.

—¿Es cosa mía o te sonrojaste al decir eso? —la cuestionó brusca Alba, como si no percibiera que esos temas no se tocaban de manera tan directa.

Pao dibujó una sonrisa nerviosa al verse descubierta. Prefirió sentarse y revolver su largo cabello castaño claro intentando evadir la duda.

—Emiliano desde que las vio las reconoció —la ayudé a desviar su atención, pareció agradecérmelo con una sonrisa tímida—. Tiene una extraña habilidad para anticipar de quién se trata antes yo pueda solo pensarlo.

—¿En serio? —Alba por primera vez se mostró interesada. Cruzó sus delgados brazos sobre la mesa.

—Sí—. Asintió orgulloso—. Llevo dos puntos. Miriam cero...

—Pues anótame uno a la lista porque la que viene allá es Tía Rosy —lo calló con falsa soberbia cuando divisó el paso de una excéntrica mujer a través del vidrio.

Tía Rosy era todo y nada que lo esperaba. Apenas puso un pie adentro comenzó a saludar a todos como si fuera una celebridad. Chocó las manos con cualquiera que se le cruzara.

—¡Ya llegó, Tía Rosy!

Lo extraño es que el resto de las personas le correspondía efusiva.

—Está loca —murmuró angustiada Pao al ver como la mujer iba pasando de mesa en mesa.

—¿Esperabas otra cosa? 

Alba tenía en parte razón.

Entonces la mujer centró su atención en nosotros y se acercó dejando de lado su entrada triunfal. Tía Rosy era una morena, de cabello negro en un arriesgado corte que se le veía bien. Llevaba una camisa con la leyenda "Rellena de amor y deudas".

—No fueran tan cobardes, eh. Estamos dejando de ser gallinas para evolucionar a avestruces —nos saludó uno por uno con un beso sonoro en la mejilla. Nos desconcertó su afectuosa presentación, pero nadie, ni Alba que parecía rechazar el contacto físico se quejó—. Ninguno de ustedes es el extranjero, ¿verdad? A ese sí tengo ganas de darle un buena golpiza. ¿Niño, qué te pasó?

—Vengo con carro incluido —respondió encogiéndose de hombros sin que su ánimo decayera.

—¿Cómo los de Fórmula 1?

—¿En serio conoce de Fórmula 1? —preguntó entusiasmado—. ¿Cuál es su...?

—Niño, fue un decir. Yo estoy a unos tacos de convertirme en un auto e irme de rol con mis llantas. —Tuve que ahogar una risa para no ofenderla. «Vaya forma de decir las cosas»—. Ahora sí, ¿quién es Mimi?

—Yo... —Mi voz tambaleó cuando noté que no había perdido su interés en mi tontería.

—¿Ya te besaste con tu amigo? —me preguntó sin nada de tacto—. Yo que tú lo hubiera hecho, ¿para qué andar perdiendo el tiempo? No vaya a ser que luego se arrepienta.

—Es mi amigo —remarqué con el calor acumulándose en mis mejillas de la sola insinuación—. No podría verlo a la cara después, hoy ni siquiera logré hablarle.

—La pena te la aguantas, lo bailado quién te lo quita.

—Sí, ellos siempre lo hacen. No se lo piensan ni un segundo y ni siquiera se arrepienten. Aunque no debería sorprendernos, de milagro tienen sentimientos.

—De verdad nos odias —murmuró Emiliano.

—Se lo han ganado a pulso.

—Y eso que no conoces al que viene ahí —silbó Tía Rosy inclinándose sobre la mesa como si compartiera un secreto. Yo me estiré sobre el grupo para contemplar al varón que se encaminaba a la mesa, tuve la impresión de que dudó un par de veces en su recorrido—. Lo sé porque solo falta él y venado.

—Podrías ser venado —opinó Alba con sabiduría.

—No, no es. Si venado no viene con un disfraz de bambi yo me largo de aquí —declaró con firmeza. Teniendo en cuenta la personalidad que dejaba ver en las conversación podía pronosticar que la reunión terminaría temprano—. ¿Qué pasó, te viniste en helicóptero desde Europa?

El hombre se mostró sorprendido ante el acierto. Estuvo a punto de hablar, pero Emiliano contestó por él.

—Por descarte.

—Dijo que no vendría. —Le echó en cara, triunfadora, Tía Rosy.

—Me estoy arrepintiendo —aceptó acomodándose los lentes.

—Tienes nombre o tus padres te odiaban tanto que te pusieron el extranjero.

—Álvaro. Álvaro es mi nombre. Y para su información, señora, mis padres me querrían mucho.

El ingeniero civil era un hombre alto, barba de candado oscura, su cabello negro estaba perfectamente peinado, al igual que su camisa de vestir y su pantalón de mezclilla que demostraban lo cuidadoso que era. En su simple vistazo podías concluir que era correcto hasta la médula.

—Los míos más o menos —admitió ella al son de una carcajada.

—A mí sí antes de que saliera embarazada, después dehonré a mi familia.

—El mío no se ni dónde anda —reveló Emiliano.

Comprándome con ellos quizás mi infancia no fue tan terrible.

Admiré al grupo sentando alrededor de la mesa. Emiliano, Alba, Pao, Tía Rosy, Álvaro. Solo faltaba uno para que el grupo estuviera completo. Uno. «¿Cuál sería su verdadero nombre?»

—Es muy probable que no venga —contestó Álvaro cuando le compartí mis pensamientos.

—¿Por qué no?

—Porque ya es muy tarde. Una hora después de lo acordado.

—Lo dice quien llegó con cuarenta minutos de retraso.

—Tenía mucho trabajo —se exentó él acomodándose el cuello de la camisa—. Yo no armé un plan con dos horas de anticipación.

—Así nadie se la pensaba tanto. Cuando uno se cuestiona mucho las cosas nunca disfruta la vida, sino pregúntenle a esta niña.

Se refería a mí, me señalaba a mí. Quise contradecirla, aclararle que tampoco era prudente tomar decisiones al instante, sin meditar las consecuencias. Estoy segura de que pensé en abrir la boca para protestó, pero quedó en un intento cuando dejé caer la quijada. Mi corazón se aceleró al observar al sujeto que se encontraba sentado dos mesas detrás de la nuestra, distraído en un menú.

Deseaba fuera una alucinación, pero era real. Ese hombre no podía ser otro que él.

Arturo.

Consideré esconderme como una cobarde, pero mi idea no se realizó porque en ese preciso instante nuestras miradas coincidieron. Y tal como el primer día ese choque cambiaría mi vida para siempre.

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