Capítulo 26: Inesperados sucesos

El tiempo pasó volando las dos semanas que le siguieron. Nada de problemas graves, ni líos memorables que no pudieran resolverse.

Una paz inusual invadió la oficina que compartía con Arturo. Cada día le tomaba más cariño a ese hombre. No me había dado cuenta la falta que me hacía su compañía en esa solitaria habitación hasta su llegada. Sé que el objetivo de su contratación fue facilitarme el trabajo, pero más que eso había logrado romper la tediosa rutina que llevaba cargando desde hace unos años.

Y como parecía que inconscientemente me había decidido a dejar atrás mi aburrida vida, ahora me distraía más de lo recomendado con ese grupo de extraños a los que parecía nunca acabárseles los tema de conversación. Sus personalidad tan distinta hacían evidente que el test del inicio no era más que un engaño, pero dentro de mí sentía que sí había terminado en el club ideal.

Todo iba perfecto. Tan perfecto que sentí que me había estrellado contra una montaña cuando recibí un mensaje en mi celular el jueves por la noche.

Sebastián estaría de vuelta mañana.

«¡Mañana!». Y había tenido tan poca consideración que me avisó a las nueve de la noche.

Tuve que levantarme un par de horas antes para tratar de imprimir y poner en orden todo el papeleo que debía entregarle. «Si al menos me hubiera comunicado unos días antes, pero no, siempre a última hora», chisté al verme atareada.

Arturo le sorprendió que al arribar las persianas ya estuvieran abiertas, las máquinas encendidas y el aroma a café hace un buen rato que se había colado en cada rincón. Yo tenía las manos repletas de carpetas, los nervios a punto de estallar y los lentes resbalando por mi nariz.

Jiménez me observó de arriba a abajo con una expresión divertida. Yo no le hallaba la gracia. Con solo la mirada le di una advertencia para que no se riera.

—Ya entendí. Boca cerrada —bromeó sellando sus labios—. ¿Al menos puedo saber por qué las prisas?

—Noticia de última hora: Sebastián estará aquí en cualquier momento.

Arturo borró su sonrisa. Al menos ahora podía entenderme. Le cedí una hoja para que le sacara un par de copias para la próxima junta, pero este siguió absorto en su mundo.

—Vamos, Arturo —lo apresuré encaminándome a su impresora para hacerlo yo misma. Me senté en su asiento, miré mi reflejo en la pantalla y ahogué un grito—. No, no, no, no. Me veo espantosa. Dios mío, ¿por qué no me dices que estoy hecha un desastre? —me quejé soltándome la coleta.

—Me pediste que no hablara —se excusó divertido mientras yo acomodaba desesperada las puntas para que quedaran medio decentes.

Torcí la boca al escucharlo reír, arrastré la silla de un golpe al levantarme empujándolo. 

—Auch.

—Oh, perdón, no te vi, Jiménez —mentí dramática.

—¿Volvemos a Jiménez?

—Sí.

—¿Te han dicho que a veces te cuesta controlar tu carácter?

«No podía creerlo. Jiménez había descubierto el agua». 

—Muchas veces. Me levanté a las cinco de la mañana, estoy aquí desde las seis, hice el trabajo de un día en unas horas. Ordené facturas, notas de compra, contratos, recados —comencé a enlistar con las manos en la cintura, molesta y desesperada—, revisé la agenda, limpié la oficina y aún queda mucho por hacer. Vas a sacar las copias que te pedí, ¿sí o no?

—Dos copias serán.

«Al fin», resoplé volviendo a mi sitio.

Si Sebastián llegaba para el mediodía tendría toda listo, el problema era que se le ocurriera aparecer antes de esa hora. Crucé los dedos para que el sueño lo venciera o  el tráfico lo atrapara en la avenida. Deseaba que en cualquier momento llegara a mi celular un mensaje que me indicara su vuelo se había retrasado y que volvería hasta el lunes.

—Aquí están las copias...

Grité a todo pulmón al escuchar su voz a un centímetros de mí. Casi me volqué de la silla cuando en un reflejo me impulsé con las manos para alejarme. Estaba tan distraída que no había notado que Arturo se había colado a mi costado. Aspiré todo el aire que pude retener en mis pulmones intentando recuperar el ritmo de mi respiración.

—¿Te asusté?

—Casi escupo el corazón con todo y venas, y te atreves a preguntarme algo así —le eché en cara palpándome el pecho para comprobar siguiera en su lugar—. A la próxima avisa cuando te vayas a acercar tanto.

—¿Por qué? ¿Te pongo nerviosa? —bromeó.

—Ya quisieras, Arturo —escupí fastidiada antes de levantarme.

Quise decirle que se quitara de en medio, pero pareció que Arturo no captó el mensaje.

Levanté la mirada para advertirle que no estaba para sus juegos, pero pronto me arrepentí cuando choqué con su mirada clara. Debí rodearlo, no quedarme congelada analizándolo. En mi defensa era la primera vez que la cercanía me permitía apreciar el color otoño que enmarcaba sus pupilas. Me pregunté si Jiménez sabría lo difícil que era verlo a los ojos sin perderte en ellos. Sí, al menos debió notar que a mí me resultaba imposible. Solíamos respetar nuestro espacio personal. La proximidad entre nosotros había apagado la razón en mi cabeza.

Jamás había prestado atención a los detalles del hombre que estaba a unos centímetros de mí y me sentí atontada descubriendo las cosas que había pasado por alto. Contuve la respiración mientras sus ojos repasaron con atención mis rasgos, hasta que el camino se detuvo en mis labios. El tiempo se estacionó en esa oficina. Las mejillas me ardieron y un hormigueo nació en mi estómago cuando los míos buscaron con la mirada involuntariamente los suyos. Una voz me susurró que era momento de detenerme, de correr a la dirección contraria, pero mi cuerpo no reaccionó.

Si Arturo estaba provocándome para demostrarme que sí podía ponerme nerviosa lo había logrado. Me sentí como una gelatina ante él. Nunca había visto a Arturo como algo más que un amigo, sin embargo, algo dentro lo ignoró en ese instante.

El corazón me golpeó con fuerza el pecho cuando se inclinó levemente, Arturo me había dado una oportunidad para que lo frenara, pero no lo hice porque mi cerebro no cooperó. Debí dar un paso atrás, decirle que no le serviría de nada ganar su reto, mas me quedé ahí siguiendo sus movimientos. Cerré los ojos esperando resolver una duda que estaba enterrada en mi cabeza secretamente, si me besaría con esa ternura con la que siempre me trataba o me robaría el aliento como en ese instante me faltaba.

Sin embargo, la respuesta nunca llegó.

Cuando la puerta abrió pegué un salto tan grande que casi me golpeé con la pared. «Maldito karma». Los nervios aprisionaron mi garganta. Suspiré aliviada al comprobar que se trataba de Dulce.

—¿Interrumpí algo? —preguntó traviesa cruzándose de brazos cuando me vio nerviosa acomodar mi cabello.

—No. Claro que no —aseveré tajante para que no siguiera. Mi corazón seguía agitado por todas las emociones—. ¿Qué necesitas?

—Nada... Digo sí. ¿Fue mi imaginación o el coche que se aparcó afuera fue el de Sebastián?

Palidecí al oír su nombre. «Justo ahora. Y yo perdiendo el tiempo jugueteando con Jiménez teniendo tantas cosas que hacer». No respondí, entré a su oficina, acomodé lo que había alcanzado a presentar y le arrojé a Arturo una bolsa de basura para que se deshiciera de ella rápido. No pude verlo a la cara, la pena no me lo permitía. Agradecí en silencio la interrupción que me había vuelto a la tierra.

«¡Estuve a punto de besarme con Jiménez!», pensé incrédula, avergonzada de mi propia debilidad.

 —Ya sé, yo les echo aguas —propuso Dulce parándose en el pasillo. Asomó la cabeza y después dio un par de saltitos alarmada—. Oh, no, demasiado tarde. Yo nunca estuve aquí. Suerte, chicos.

Mi amiga desapareció a pasos largos como si pudieran pescarla en su travesura. Apenas reuní tiempo para salir y cerrar la puerta antes de que se abriera la otra.

Por ella cruzó Sebastián, tal como la última vez que estuvo ahí. Con su traje negro, camisa blanca y corbata esmeralda que combinaba con su piel oliva, su cabello y ojos oscuros. Un malestar me invadió al notar lo mucho que lo había echado de menos y lo hipócrita que lo demostraba cuando recordé que hace un instante casi me había besado con Arturo. La culpa subió por mis pies hasta instalarse en mi cabeza, tuve que repetirme que no éramos nada y que él seguro había superado más que un simple beso con otras mujeres. «Claro que sí», me recordé la vez que lo llamé estaba con su nueva aventura.

—Buenos días —nos saludó con una sonrisa, ajeno al lío que hace un momento se había armado. Estrechó su mano con la de Arturo y yo envidié cómo podía mostrarse tan tranquilo—. ¿Cómo van las cosas por aquí?

Mi compañero no contestó, se limitó a darme un vistazo para cederme la responsabilidad.

—Bien. Todo va muy bien —hablé con toda la confianza que había logrado reunir. Sebastián asintió en su camino hacia su escritorio. Yo lo seguí para explicarle a detalle todo lo que se exponía sobre él—. He dejado un resumen de las ventas y compras de este mes, además de la copia del contrato que firmamos hace unas semanas. Puede verificar usted mismo la calidad de impresión y examinar los materiales, aunque me temo que para eso tendría que ir a producción porque hace unos días se empezó la línea...

—Eso haré. Muchas gracias, Miriam —me agradeció cuando ocupó su lugar. Hablaba rápido porque estaba ansiosa—. Hubo mucho trabajo en mi ausencia.

—Bastante —acepté. Di entonces con la lista que había olvidado—. También anoté todas las personas que lo buscaron, intenté resolver la mayoría, pero algunos se negaron a ser tratados por alguien que no fuera el gerente —añadí porque había gente muy difícil. Pensaban que si no ocupabas la punta de la pirámide no eres más que una inútil.

—Me pondré en ellos —respondió distraído, repasando los nombres.

—¿Cómo le fue en su viaje? —pregunté al fin. Eso era lo primero que tenía que haber cuestionado.

—Bien. Mejor de lo esperado. Es cierto que a todos les cae bien unas vacaciones de vez en cuando. Por cierto, antes de olvidarlo, he traído algo para ustedes.

—¿Para nosotros?

Reparé que en lugar de su maletín había traído consigo una pequeña maleta azul. Lo miré extrañada cuando retiró el seguro y me tendió una botella de vino. Era una famosa marca de la región de Sonora. 

—Esa es para Arturo —me informó ante mi confusión—. ¿Podrías hacerme el favor de entregársela por mí?

—Eso haré —le aseguré apreciando el obsequio. Era un buen detalle.

—Y también he traído algo para ti —agregó con una sonrisa. Estuve a punto de decirle que no debió molestarse cuando me entregó la figura tallada en madera.

—Es preciosa.

Sonreí estudiando las líneas que formaban el venado. Una hermosa artesanía de la región. De pronto recordé al usuario que compartía el nombre en el club de los cobardes. Le tomaría una fotografía para enviársela, esa era mi idea hasta que recordé el motivo y opté por ahorrarnos el mal momento. No quería que imaginara me burlaba de su tragedia, debía ser terrible que te pusieran los cuernos antes de la boda. «Pobrecillo».

—¿Pasa algo? —Sebastián me había atrapado con la cabeza en las nubes. Negué deprisa para que no se preocupara.

—No, muchas gracias. Es hermosa. Me encantó. La colocaré en mi escritorio para verla siempre.

No era el detalle sino el hecho que se hubiera acordado de mí lo que provocó le sonriera con genuina gratitud.

—Y tengo otra sorpresa para ti, pero debes cerrar los ojos.

—¿Cerrar los ojos? —pregunté desconfiada.

Sebastián siguió firme en su petición. No temía a mi jefe, había pasado cinco años con él sin un antecedente para hacerlo, el problema es que no tenía ni idea de lo que planeaba. Él no era un tipo de jueguitos.

Aun así hice lo me pidió sin muchos peros de por medio.

La oscuridad dominó mi panorama. Mis sentidos se agudizaron intentando ser capaz de percibir cualquier movimiento, tal vez fue por eso por lo que pegué un respingo al sentir sus dedos tomar mi mano. La sostuvo entre la suya con cuidado, yo pensé que iba a vomitar de los nervios cuando acarició con suavidad mi muñeca. Tantos días me había preguntado cómo se sentiría una tímida caricia de su parte. Su tacto cálido paralizó mi corazón.

No dejé pasé más tiempo. Abrí los ojos porque ya no podía con la incógnita.

—Espero te guste. —Carraspeó cuando descubrió mi expresión de sorpresa. Revisé la hermosa pulsera tejida marrón, en la que se entrecruzaban hilos coloridos, adornando mi brazo. Busqué su mirada, pero él la esquivó encaminándose a su escritorio—. Ahora debo ir a hablar con José Luis. De camino pasaré para charlar con Nora, quiero decirle algo importante —informó más para él tomando sus cosas—. ¿Te dejo a cargo? —Se giró antes de abandonar la habitación.

Yo seguía con la mirada clavada en el regalo. Asentí torpemente saliendo de mi ensoñación. Sebastián me sonrió antes de marcharse y yo me ahogué en el silencio, intentando aclarar las dudas que comenzaban a marearme.

Los hombres de esa oficina se habían propuesto enloquecerme y era momento de terminar con el juego que se trajeran entre manos.

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