Capítulo 25: Un buen matrimonio



Esperé a Miriam en el vehículo tal como me lo pidió. «¿Recordará dónde nos estacionamos?», medité después de un rato sin pistas de ella. «Sí. Claro que sí. Ella no se pierde como tú». Es solo que estaba preocupado y buscaba motivos para estarlo aún más.

Tal vez debía ir a buscarla, aunque la palabra correcta era esperarla porque sabía dónde estaba, pero no podía entrar. Era lo poco útil que se me ocurrió, ese día estaba menos brillante que nunca. Adecuado hubiera sido intervenir en la pelea con Sarahí, no quedarme como espectador de televisión, pero es que todo había pasado tan rápido que lo más listo que se me ocurrió fue seguirla hasta que ella me pidió dejara de hacerlo.

En verdad yo merecía una medalla del tipo más lerdo del mundo.

Mantenía mi propio regaño mental cuando la vi acercarse al automóvil. Sentí cierto alivio al contemplar un semblante totalmente distinto, tan tranquilo como el de esta mañana.

—Disculpa la tardanza —dijo cuando abrió la puerta y ocupó el asiento de copiloto. Le di un vistazo discreto, no sabía si había llorado o no, pero por su mirada estaba seguro de que ganas no faltaron.

—No pasa nada. ¿Estás mejor? —le pregunté despacio para no empeorar la situación. Ella aparentó estar concentrada en su cinturón. «Entendido. Tema delicado»—. ¿Quieres que nos vayamos?

Asintió distraída. Hice lo que me pidió, pero apenas había introducido la llave cuando Miriam rompió el silencio.

—Nunca fui la amante de Sebastián. Ni antes, ni nunca —soltó de pronto, sin mirarme.

La miré sin comprender. «¿A qué venía eso?». Esperé que agregara algo más, pero pronto entendí que no lo haría. Miriam estaba perdida en sus propios pensamientos.

—Lo sé, Miriam. Además, no necesito que me des explicaciones —respondí.

Ella podía hacer lo que quisiera. No éramos nada, aunque supongo que dentro de mí me alegró escucharlo. Ya lo sabía de igual manera, pero me aferré a la idea de que a Miriam le importara un poco.

—No es una explicación, es una verdad al aire —mencionó con la vista al frente. «Bien». Como no era una pregunta no tenía que contestar. «Perfecto porque no sabía qué decir»—. ¿Sabes algo? No me cabe en la cabeza cómo Sebastián pensó en casarse con ella.

Me cayó el saco sin proponérmelo. Carraspeé incómodo por el tema de conversación.

—Las personas a veces se equivocan con esas decisiones...

—¿No se supone que cuando te casarás debes conocerla a fondo?

—Nunca terminas de conocer a una persona.

Me defendí inconscientemente. Yo creía, estaba seguro en aquel momento, que sabía todo de Ana, que podíamos leernos con los ojos cerrados. Me equivoqué. Ahora nos vemos y descubro que apenas conocíamos la coraza, la capa que ambos queríamos mostrar, no habíamos dado un vistazo al fondo.

—O a veces la conoces de más —agregó más para ella. Se recargó en el cristal de la ventana—. Así le pasó a mis padres. Cuando se casaron la magia había terminado, no quedaba ni una pizca de amor que pudiera salvarlos, pero no tenían ningún motivo válido para no firmar el acta. No sé. Supongo que la costumbre era la razón para seguir con ello. Su matrimonio nunca los hizo feliz y lo admitían de manera pública. Me lo decían todo el tiempo, más vale un matrimonio tranquilo que un romance épico que termine en divorcio. Con esa premisa todos los matrimonios serán un fracaso...

—Mis padres tienen un buen matrimonio —le conté. Ellos eran un buen ejemplo. Una ambición que jamás llegaría a realizar. Miriam encontró interesante mi comparación—. Tienen más de treinta años casados y son felices juntos. Sé que podrían serlo por separado, pero lo son más en su compañía.

—Sí, debe haber algunas excepciones —admitió con un suspiro—, pero para esas cosas depende mucho de las personas y la suerte. Yo no creo ser de ese grupo, por eso nunca me casaré.

—Yo tampoco me casaré nunca —aseveré horrorizado de la idea. Me alegré estuviéramos de acuerdo en ese punto.

—¿Y eso por qué?

Miriam pareció divertirse con la firmeza de mi decisión, como si creyera le temiera al compromiso.

—No nací para eso.

Esa era la manera de resumir que temía cometer un error de iguales magnitudes. Firmar un papel no garantiza un matrimonio feliz, ni siquiera un compromiso para algunos. 

—Yo creo que usted sería un buen esposo —opinó ella. Intenté no mostrarme sorprendido por lo equivocada que estaba sobre mí—. Tiene pinta de ser de esos tipos que se acordaría de los aniversarios, o pondría un recordatorio en el celular —especificó. Quizás sí me conocía un poco—, que se quedaría a tu lado estando enferma, compraría unas flores para hacerte sentir mejor...

—¿Funciona?

—¿Qué?

—¿Lo de comprar flores?

—Depende —reconoció con una risa—. A muchas mujeres no les gusta porque es mucho problema conseguir espacio, floreros, cuidarlas y...

—¿A ti te gustan? —Intenté ser más específico.

Miriam calló de golpe al no disimular mi interés. Tuve la impresión de que esperaba me retractara con una broma, pero no lo hice. En verdad quería saberlo.

—Solo los claveles —confesó. Era un buen dato que intentaría no olvidar—. Cuando era una adolescente y papá me permitió ir sola a la secundaria el último año, siempre me decía que nunca debería hablar con los vecinos porque solo te meterían en problemas. No debía fiarme de nadie —platicó distraída. No entendía cómo alguien podría tener miedo de todo el mundo—. Le creía, sabía que él tenía más experiencia que yo, pero es que a un par de calles había unos claveles hermosos que cuidaba una mujer con mucho esmero, me resultaba imposible no detenerme a preguntarle por ellos cada que pasaba por la acera. Quizás por eso me gustan. Era un amor. Ella fue una de mis primeras amigas, de las pocas que tuve —me contó con nostalgia. Estudié su semblante, había en él un sentimiento que no logré ponerle un nombre. Permaneció en silencio unos segundos hasta que se percató de mi atención y limpió disimuladamente sus ojos—. Ya ha sido mucha charla y no nos pagan por hablar de tonterías. Volvamos a la empresa que tenemos muchos pendientes.

Asentí. Me disponía a arrancar, pues sabía que el lugar no ayudaba a su ánimo, cuando hizo algo que me obligó a detenerme. Miriam buscó mi mano tomándola en la suya. Fue tan repentino que intenté hallar una explicación en su rostro, único que encontré al alzar la mirada fue una sonrisa en sus labios.

—Gracias por todo, Arturo.

—No hice nada —admití.

—Simplemente por estar aquí.

Miriam sonaba sincera, podía percibir que había sido importante para ella. Me resultaba extraño que algo tan sencillo tuviera un significado. 

—Bueno, tampoco es que tuviera muchas opciones, estamos en mi coche —bromeé intentando aligerar la tensión.

Miriam fastidiada rodó los ojos, me dio un empujón en el hombro y terminó echándose a reír.

—Mejor conduzca.

Sonreí orgulloso al escucharla hablar a lo largo del camino, de cualquier cosa que se topara ante nosotros, porque al menos había logrado hacerla olvidar un segundo su tristeza. Y sin darme cuenta ella había apagado un poco la mía.


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