Capítulo 24: Golpe duro

Arturo era mi amigo, pero también mi compañero de trabajo. Aun así yo tenía una regla de oro cada que andábamos juntos: nunca interferir en su desempeño. Me mantenía callada y medía mis comentarios para que él tomara el liderazgo de las negociaciones que le correspondían. Podía ser él o cualquier otro, pero yo solo acudía en representación de Sebastián.

Esa mañana estuvimos un par de horas en aquel negocio al norte de la ciudad. Entre pláticas, debates y demostraciones se pasó el tiempo sin que nos percatáramos.

Me despedí de todos con formalidad y abandoné la tienda a paso lento sin mirar atrás. Arturo caminaba a mi lado, sentí su mirada cada tanto, esperaba que dijera algo, pero yo permanecí en silencio hasta que estuve segura de que no pudieran verme.

Entonces sí mandé la compostura al demonio.

—Muchísimas felicidades, Jiménez. Muchas, muchas felicidades. Lo hizo estupendo —celebré emocionada porque todo había salido mejor de lo pronosticado. Él sonrió por mi efusiva reacción, pero yo estaba demasiado feliz para dejarlo así. Lo sacudí afectuosamente de los hombros mientras caminaba a su costado. Su risa hizo vibrar su pecho.

Estaba muy orgullosa de él. De su manera de defender su trabajo.

—No solo logró que firmaran, sino que consiguió una mejora en los precio —le conté caminando de espaldas, no quería perderme detalles de su expresión. Estaba feliz, aunque dudaba pudiera superar mi alegría—. Pensaron que nos echaríamos para atrás, pero logró que cedieran sin acorralarlos. ¿Puede creerlo?

—Sí, creo que estuve ahí —bromeó al escucharme hablar sin parar.

Aceptaba mi culpa. Es solo que no podía dejar de sonreír. Habíamos logrado el trato, sin ayuda. Nosotros dos solos. Sebastián no podría creérselo, yo tampoco. Y gran parte del mérito, una gran parte, era de Arturo. No podía creer cómo podía ser tan modesto, de ser yo hubiera contado todo a detalle.

Nave de Cristal era una construcción que le hacía honor a su nombre. De punta a punta de la calle se levantaban al menos cinco imponentes pisos en el que se encontraban negocios de todo tipo y departamentos en la parte alta. En el centro se hallaba un extenso estacionamiento que rodeamos curioseando en los ventanales de los elegantes locales. Tiendas de ropas, zapatos, cafeterías. En esta detuve mi recorrido para perderme en los productos que exponían. 

—Cuando Sebastián se entere reconocerá su esfuerzo —hablé dándole un vistazo a los pastelitos que exponían en el escaparate. Suspiré de manera involuntaria al contemplar el chocolate—. Va a felicitarlo mejor que yo, ya verá.

—Prefiero mil veces que tú me felicites.

—Pues es él quien da los aumentos —le hice ver para que no quisiera hacerse el amable, no le serviría de nada.

—Lo sé, un aumento es atractivo y si me lo ofrecen no me negaría, aunque dudo mereciera uno solo por hacer mi trabajo—admitió. Ahora no me veía a mí, sino al interior de la tienda. Yo en cambio recorría sus rasgos intentando hallar el porqué de su reflexión—, pero cuando tú lo dices siento que es más sincero. No sé... De pronto me siento con ganas de cerrar un par de tratos si la recompensa es verte tan feliz —bromeó.

Yo fingí que encontraba muy interesante el merengue de una tarta de la bandeja para no verlo a la cara. Si Arturo pretendía que me sintiera bien, lo había logrado. Abrí la boca, pero como no supe qué decir, solo escapó una sonrisa. Observé mi imagen en el cristal, con un par de mechones revueltos por el viento que corría, pero con más luz que nunca.

Había algo fuera de lo normal en ese hombre. No es que pudiera percibirse en un primer vistazo, era el tiempo quien lo revelaba y tenía la extraña sensación que hasta ese momento era la única persona en esa ciudad que lo había advertido. Sonreí sin proponérmelo, como si me creyera especial porque él me había permitido formar parte de su mundo.

—¿Miriam? ¿Miriam Núñez?

Cerré los ojos. «Mala suerte». Sí, era yo, y para colmo de mis males sabía perfectamente de quién se trataba. Observé su figura a mi espalda y me tenté a no darme la media vuelta para saludarla, pero aquello era todo menos normal.

Sarahí Urdaneta seguía idéntica a la última tarde que la vi. Tan bonita que podía protagonizar cualquier número de una revista de moda. Me llevaba al más de diez centímetros, pero la altura era lo que menos me intimidaba. Una sonrisa brillante apareció en sus labios rosas. Siempre que la veía me preguntaba por qué había personas tan bonitas en el mundo y otras con una pésima repartición de genes, que yo estaba segura de que de habérmelos dado a mí hubiera armado algo más decente.

—¿Te comieron la lengua los ratones? —bromeó acercándose. Sarahí tenía esa capacidad de caminar siguiendo una línea, cruzando las piernas y manteniendo la espalda recta como si estuviera una pasarela. Yo en cambio preferí no dar un paso porque temía enredarme con mis propios tacones—. ¿Qué andas haciendo por aquí?

—Trabajando. Estábamos charlando con unos proveedores —le conté sin entrar en muchos detalles. Reparé en que había olvidado a alguien muy importante y también un buen tema para extinguir el pesado silencio—. Te presento al licenciado Arturo Jiménez. Forma parte del equipo —le expliqué haciéndome a un costado, entregándolo a la leona.

Ella lo inspeccionó sutilmente mientras ambos estrechaban la mano.

—¿Y Sebastián no vino con ustedes?

Directa a lo que le interesaba. «Mejor, así nos ahorrábamos charla y formalidades».

—No. Está de vacaciones...

—¿Vacaciones? —No escondió su sorpresa y no la culpaba. Hace un buen número de años que no se daba un descanso fuera de la ciudad—. Vaya, los dejo de ver unos meses y cambian muchas cosas.

—Sí. Muchas —declaré, recordando el trato que habíamos firmado—. No se imagina cuántas.

—Pues qué te parece si nos tomamos un café y me cuentas alguna de ellas —me invitó amable, más amable que nunca.

—Oh, no, no, no. Es que tenemos muchas cosas que hacer hoy —me excusé, necesitaba escapar de ahí—. ¿Verdad, Jiménez?

Le dediqué una mirada para que me siguiera el juego, fue inútil, ni siquiera le dio tiempo de responder.

—Vamos, Miriam. No le negarás una plática a una amiga —intentó convencerme. No éramos amigas, pero consideré grosero decírselo—. Solo serán quince minutos. ¿Me tienes miedo?

—¿Quince minutos? —titubeé. La conocía, no me dejaría ir sin lograr lo que se proponía. Jamás me sentí capaz de debatir contra ella. Tenía cierto poder sobre mí sin alguna razón lógica.

—Ni uno más, ni uno menos.

—Él viene conmigo. —Señalé a Jiménez que estaba de testigo de mi duda. Arturo nunca se metía en problemas, pero siempre estaba en medio de ellos.

—Mejor para mí —respondió con una sonrisa vanidosa abriendo la puerta de la cafetería, la misma donde habíamos estado curioseando.

Observé a mi acompañante. Suspiré derrotada ante mi debilidad. «¿Qué eran quince minutos?»

Tuve que contener un impulso de sacar un cronómetro y medir el tiempo prometido. «Me beberé  el café en dos tragos para ver si me ahorro un par de minutos».

Me había arrepentido casi de inmediato de ceder. Ni siquiera me atreví a tomar entre mis manos la taza de café por temor a que se hicieran evidente las diferencias entre ambas. Sarahí era una mujer de educación refinada, con un toque natural para convertir cualquier pequeña acción en una guía de elegancia. Yo sabía lo básico, pero si bien solía creer podía defenderme en el campo, con ella como contrincante no había oportunidad de empatar.

El negocio era más bonito desde adentro. Pequeño y acogedor. Con unas paredes claras que con la luz colándose por la entrada de cristal daban un tono dorado amanecer, una buena combinación con sus manteles blancos y sillas de madera oscura. Cada mesa tenía un adorno de colores pastel en alusión a sus servicios. Tía Rosy, que los adoraba, hubiera peleado con su vida por hacerse de uno, así tuviera que sortear a todo el personal.

—Y dime, Miriam —interrumpió mis pensamientos, colocando con cuidado su bebida frente a ella—, ¿ya ascendiste de puesto?

Tal vez había sido mi imaginación, pero percibí cierta insinuación en su cuestión. Le di un vistazo a Arturo para ver si él también lo había notado, sin embargo, estaba más distraído en el lugar que en la conversación.

—Sigo siendo encargada de las ventas. En una empresa pequeña el crecimiento es limitado —acepté sin mucho orgullo—, pero eso está cambiando. Pronto se creerán nuevos departamentos y puestos por la ampliación. Estamos ante un futuro prometedor.

—¿Lograron el trato con la franquicia? —Asentí ante su curiosidad. Ella dibujó una sonrisa, aunque menos natural que las anteriores—. Me alegro por ustedes. Se lo dije a Sebastián la última vez que nos vimos, un hombre vale por lo que logra, no por lo que sueña. Si seguía estancado en esa empresa sin futuro nunca lograría nada de su vida...

—¿Le dijo eso?

Esperaba no hablara literalmente. 

—Solo le dije verdad —se defendió ante mi reproche—. Los hombres con hambre de poder llegan lejos, el resto forma parte del grupo de mediocres que nadie recuerda. Sebastián estaba ante un buen negocio, pero no se arriesgaba lo suficiente, siempre quería ir de paso en paso sin atreverse a saltar. Me alegro de que al final siguiera mi consejo aunque nos costara lo nuestro.

Había dolor en su voz, dolor que ignoré. «El trato ya estaba decidido antes de que abrieras la boca», me guardé a mi pesar, atándome la lengua. El problema con la relación de mi jefe y la mujer que estaba sentada frente a mí había sido del último año, cuando Sarahí comenzó a escalar profesionalmente a un ritmo que su novio no igualó.

—Sebastián hizo la negociación solo, convenció a los socios y al gerente él mismo. No necesitó pedir favores. Es un hombre muy capaz e inteligente. Siempre se ha preocupado por hacer crecer su patrimonio, pero jamás a costa de aplastar a alguien para subir un escalón. Eso no es ser un mediocre.

—Miriam...

—No. No. Déjala —le pidió a Arturo con un ademán. Ella lucía inmutable, erguida y firme en lo que pensaba. Una tonta como yo no la haría cambiar de opinión—. Se me olvidaba que estaba frente a su defensora número uno.

—Usted tenía que ser su defensora número uno. Lo que sucede es que quería un hombre que creciera a pasos agigantados, a costa de lo que fuera. Se equivocó de persona.

Sarahí clavó sus ojos azules en los míos, la furia los encendía, pero ella a diferencia mía nunca dejaba que un incendio se saliera de control. Entrelazó sus manos sobre su barbilla y me dedicó una sonrisita hipócrita.

—Y ya que estamos hablando con tanta sinceridad, Miriam —comenzó confiada. «Venía un golpe duro»—. Me sorprende que Sebastián todavía no te haya metido a su cama, con lo bien dispuesta que estabas siempre a complacerlo. Pensé que no perdería el tiempo, ya sabes, siempre fuiste su consuelo fácil.

Me levanté de golpe. Me importó un bledo tirar la silla. Arturo imitó mi ejemplo, de reojo observé su silueta, pero no me atreví a mirarlo a los ojos. No quería ver la cara que tenía, ni tampoco el gesto satisfactorio de Sarahí.

Las manos me temblaron en la búsqueda el dinero dentro de mi bolsa, los segundos pasaron lentos hasta que por fin lo dejé sobre mesa con toda la dignidad que logré reunir. Quisiera haber contestado al insulto de Sarahí, pero sabía que no podría mantener mi voz sin que se quebrara por la ira y la humillación.

Abandoné la cafetería en silencio. Los ojos me ardían, parpadeé para alejar las lágrimas, no haría el ridículo en público. «No le daría el gusto».

Solo quería volver a la oficina, encerrarme en esas cuatro paredes y olvidar las palabras de esa arpía. «¿Cómo pude creer que era una buena idea?» Es solo que pensé que no podía ser tan terrible, después de todo Sarahí siempre había sido cuidadosa ante las personas. Claro, antes, cuando le convenía. Ahora mi opinión sobre ella le valía un cacahuate, podía hablar sin tapujos.

—¡Miriam!

Escuché que me llamaron, sin embargo no me detuve. No quería hablar con nadie, ni siquiera con él, pero no tenía más opciones, recordé que habíamos llegado en el mismo vehículo. «No aguantaría haciéndome la fuerte durante todo el camino», medité en un segundo de cordura. Arturo me alcanzó casi de inmediato. Lo callé antes siquiera lograra pronunciar una palabra.

—Necesito ir al baño. Si quiere adelántese al carro —me inventé como último recurso.

Odié la mirada que me dedicó.

—Miriam, no tienes que...

—Necesito ir al baño —repetí firme para no insistiera.

No quería que me consolara, lo conocía lo suficiente, encontraría las palabras para hacerme sentir mejor y no quería someter a mis emociones que estaban en su punto máximo. No deseaba enfrentarme a su juicio o pena. Maldije porque había sido justo él el que estuviera conmigo. Descubrí en ese instante que me importaba más su opinión de lo que yo creía.

Conocía el camino al baño. Atravesé a pasos largos el estacionamiento hasta dar con la puerta.

Agradecí en silencio que estuviera vacío. El reflejo en el espejo, ante cargado de alegría, atestiguaba mi debilidad. La nariz estaba comenzando a pintarse de rojo, y los lentes a empañarse. Pasé saliva ante el nudo en la garganta aprisionaba el aire. Dejé las gafas de lado y me sostuve del filo del lavabo. Mantuve la mirada baja, intentando tranquilizarme u ordenar mi cabeza. Resultó inútil, mientras más pensaba peor me sentía.

Alcé el rostro y me topé con mi imagen. La estúpida Miriam, esa que Sarahí había hecho pedazos con unas palabras, el consuelo fácil. Quizás tenía razón, yo jamás dejaría de ser la segunda opción, una voz para callar el recuerdo de alguien más, la manera más sencilla de olvidar a alguien que sí fue importante. Y era mi culpa, todo era mi culpa. 

Las leves sacudidas a causa de los sollozos dolían en el pecho. Cubrí mi boca con la palma de mi mano reteniendo el llanto, para que nadie pudiera escucharme. Tal como cuando era niña, buscando no quedaran testigos del sonido de mi corazón rompiéndose.

No siempre se gana 🤷😢. Muchísimas gracias a todas las personas que leen y comentan ❤️. Gracias por su apoyo. Se vienen muchas sorpresas ❤️. No olviden unirse al grupo para más adelantos. Los quiero. 

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