Capítulo 18: Armando Bronca Segura
Sé que van a odiarme varias veces a partir de este párrafo, pero les pido compresión. Les doy una idea, cada vez que quieran matarme recuerden que de no ser por mi estupidez no tendríamos historia. No podrían conocer al club, ni sabrían más allá de un par de capítulos.
Tendríamos un libro corto y feliz, ¿a quién le gustan esas cosas? Yo sé que a muchos, pero finjamos que a ninguno de ustedes.
Como cualquiera puede deducir para este punto había caído sin oponer resistencia ante Miriam. No fue a primera vista o por lo menos no había sentido ese chispazo entre nosotros desde nuestros primeros encuentros. No tuvimos el mejor inicio, mas qué importaba eso cuando el resto del camino se dio tan bien.
Era una atracción que tenía la corazonada podía avanzar más. El problema: no estaba seguro de que Miriam pudiera corresponderme. Era evidente que no pensaba en otras posibilidades que no fueran nuestro jefe.
Eso al principio no me preocupó demasiado porque sentía que podía ganarme una oportunidad con el paso del tiempo, demostrarle que merecía a alguien que la quisiera sin tener que conformarse con un sueño. Sebastián no era la única persona en el mundo y él nunca pareció corresponderle.
Al menos hasta antes de marcharse.
Quizás eran imaginaciones mías, pero había notado un cambio en el comportamiento de él hacia Miriam. Los últimos días procuraba mantenerla siempre a su lado, la llamaba por cualquier estupidez y ponía especial atención en mostrarse amable con ella.
Según tenía entendido Miriam llevaba años trabajando con él, así que bien podría ser una etapa que se repetía cada cierto tiempo, ¿pero quién aseguraba no se trataba de algo más? ¿Qué pretendía?
Si tenía la desgracia de acertar no había mucho que hacer, no existía en este mundo manera de competir con un tipo como Sebastián. Al menos yo no las tenía. Eran claras nuestras diferencias y sobre todo la decisión final que ella tomaría. Jamás preferiría a un hombre como yo.
Era imposible, pero no quería rendirme sin antes intentarlo.
Pude habérselo confesado, el viejo Arturo lo hubiera hecho, ese que veía la vida como una aventura, pero el Arturo que estaba sentado en esa oficina no. Ahora debo reconocer que la decepción con Ana me había vuelto más cobarde, o quizás solo había destapado esas inseguridades que fingía no me afectaban. Equivocarse era más doloroso de lo que creía en un inicio.
¿Qué si me rechazaba? Miriam tampoco había mostrado muchas señales de corresponderme. Si me lanzaba al vacío abría la posibilidad de convertir la oficina en una cueva de hielo.
Me estaba oxidado en estos temas.
Ni siquiera sabía si ella le agradaba la idea que alguien más la cortejara y tampoco podía preguntárselo, porque no era una pregunta de lo más natural y menos si lo acompañaba con un tic en el ojo. Una palabra mal colocada podía arruinarlo todo. Una palabra. Era mucho el riesgo.
Pasé un tiempo pensando en eso hasta que la vida me dio una oportunidad.
Una extraña y poco convencional oportunidad.
Una mañana en la que Miriam no se encontraba en su oficina el teléfono de su escritorio sonó. Ella había salido a entregar unos documentos al departamento de contabilidad por lo que no debía tardar tanto, pero de igual manera me animé a tomar la llamada para la segunda ocasión.
—¿Bueno?
—¿Miriam? ¿Todo bien? —me sorprendió fuera ella la que se hallara al otro lado de la línea. Revisé su escritorio, pero no encontré a simple vista algo que hubiera olvidado. A menos que el paquete de galletas fuera una prioridad.
—Sí, no se preocupe. ¿Puedo pedirle un favor? —No esperó que respondiera, sabía que podía pedirme lo que fuera—. Dejé mi computadora encendida, ¿puedes comprobarla?
—Ajá —respondí ocupando su sitio.
—Entrando al navegador encontrará unas pestañas abiertas, ¿puede revisarlas?
—Sí. Sí, ¿necesitas qué te diga de qué van? —le pregunté distraído en la que estaba abierta.
Miriam había cerrado su correo, pero había dejado la dirección de este a la vista. Su correo personal, no el del trabajo que todos conocíamos.
—No, no, hay una que tiene un número de cuenta. ¿Puedes pasármelo, por favor?
—Pensé que me estabas dando las instrucciones para desactivar una broma.
—Va a explotar una si no me pasa la información.
—No podemos permitirnos eso antes de la quincena —aseveré dictándole los dato que necesitaba.
Ella suspiró aliviada cuando comprobamos estaba correcto.
—Mil gracias, Jiménez. Te debo una.
—¿Puedo cobrarla cuando quiera?
—Jiménez...
Bromeaba. Sonreí porque me encantaba oírla reñir, casi la imaginaba conteniendo una risa y con ese semblante serio que intentaba mantener ante cualquier situación.
Miriam me informó que tardaría un rato en regresar porque debía ir al banco a realizar un depósito. Me dejó a cargo de todo y yo era consciente que cuando dijo de todo no se refería a su computadora.
Es solo que cuando la habitación quedó en silencio mi cerebro no quiso apartar la dirección de correo. Podía simplemente pedírselo, pero eso no serviría para lo que mi cabeza comenzó a planear. Era una estupidez, pero qué perdía si lo intentaba.
—Por si las dudas debería anotarlo —me animé a sabiendas que mi parte inteligente me repetía no lo hiciera, estando en mi poder era más difícil contener la tentación.
Tomé un post-it de Miriam, de esos que atesoraba como oro. Titubeé ante la pantalla.
Algo me decía que era momento de detenerme, aún estaba tiempo de correr en sentido contrario, pero ignoré esa voz cuerda en mi interior y me arriesgué a apuntarlo bajo la excusa de que no planeaba nada malo.
Reconozco que tampoco brillante.
Cuando la jornada terminó y regresé a mi solitaria casa no pude dejar de lado el maldito correo. Por un pelo y mandaba a la basura la cena, aunque estando tan distraído no era una gran pérdida. Me tragué de buena gana un centenar de anuncios en televisión sin prestarles atención, porque ni siquiera me había percatado seleccioné el canal de publicidad.
Aquella noche mi cabeza vagaba en la extraña idea que nació camino a mi hogar. Me preguntaba si había caído en mí una especie de maldición que me impidiera razonar o alejarme de esa locura.
Si no podía decirle a Miriam directamente lo que sentía porque era un cobarde y temía un no, pero necesitaba saber si existía una posibilidad, tenía un camino sencillo por el cual andar.
«¿Por qué ser yo quien le metiera la duda? Porque yo la quería. Sí, pero ella no tenía que saberlo tan pronto».
Solo debía reservarme mi nombre. Ese que haría el cambio entre nosotros. Necesitaba una señal, una pista, una alerta que me indicara que tomaba el camino correcto.
¿Y cómo lo haría? Se me ocurrió escribirle a Miriam firmando como su admirador secreto. Me crearía un nuevo correo y la mandaría a su cuenta personal. Cambiaría mi estilo para que no sospechara y me mantendría pendiente de su reacción.
Detrás del anonimato no habría forma de ganarme su frialdad, tampoco su amor, pero no había problema en aquel balance, no planeaba hacerlo así. No la conquistaría a base de letras, cuando se me daban tan mal, solo quería saber qué pensaba ella ante los sentimientos de otros.
Busqué ayuda en Internet encontrándome una infinidad de artículos. No hubo negativas, nadie alarmó de las desventajas y los peligros que alguien tendría que pagar por esa chiquillada. Parecía un camino seguro. Demasiado seguro para ser real.
Y me resultaría sencillo culpar a Internet de mi decisión, pero mentiría, no lo hubiera hecho de no haberlo querido. Nadie me apuntó con una pistola en la sien, ni me amenazó para ser un inmaduro. Acepto mi culpa.
Me llevó dos noches animarme a crear una nueva cuenta que no diera ninguna pista sobre mi identidad.
Armando Bronca Segura.
Esa fue mi primera opción. No era el mejor, pero era divertido. Claro que después analicé a fondo la situación y la cambié por uno más formal:
Elías Hernandez.
Había más de tres millones de personas con ese apellido. Dar con alguien con esos datos en este país era casi imposible, como buscar una aguja en un pajar. Tampoco creí que Miriam dedicara más de cinco minutos a su faceta de detective.
No encontré ninguna carta que me sirviera de ejemplo entre las que rondaban en la red. Demasiado románticas y entregadas, palabras intensas y hasta cierto punto incómodas. Vamos, me gustaba Miriam, pero tampoco quería pedirle matrimonio. «No. No. Eso nunca más. De esa agua no volvería a tomar».
Por lo que sin ningún faro que me indicara la senda tuve que hacer acopio de mi poca creatividad para crearlo desde cero.
Buenas noches.
Borrar.
Ni siquiera sabía a qué hora lo leería. ¿Por qué dar por hecho que trabajaba en el turno de la mañana y en la tarde se hallaba en casa? «No, quizás es un dato revelador».
Pasé cinco minutos buscando otro saludo más original, pero al final volví a escribir el del inicio. No tenía falla. Además, coincidía con la hora en que lo recibiría. Una cosa era hacerse el misterioso y otra el loco del barrio.
Buena noches Miriam. Antes de que llame a la policía permítame presentarme, por favor.
Borrar.
No, eso sonaba como algo que yo escribiría. ¿De qué serviría otro nombre si con la primera frase daría conmigo? Además, ese nombre era genial, no lo desperdiciaría.
Escribir es complicado. No entiendo cómo hay gente que lo hace por mero gusto. Las palabras se enreden, nunca van hacia ningún lado. Caminas una decena de pasos y sin saberlo terminas en el punto de inicio. Todas suenan falsas, vacías, pretenciosas. Cada letra parece burlarse de tu intento por destacar. Yo no servía para estas tonterías. La noche se consumió entre borradores que se transformaban cada que se releían. Siempre había algo para mejorar. Siempre.
Con esa premisa, y el reloj marcando las dos de la madrugada en semana laboral, descubrí que podía pasarme toda la vida modificándolo y jamás me encontraría satisfecho.
«Es ahora o nunca».
Un segundo de duda que murió apenas nació. Lo único que importaba era que no diera conmigo. Imposible que sospechara de mí. Estaba agotado para dar vuelta a la hoja, hice lo que creí correcto en un arrebato.
La diferencia entre un valiente y un cobarde fue que el segundo le dio clic a enviar.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top