Capítulo 16: Eres importante

Pasaron unos días hasta que se firmó el contrato que hacía el acuerdo oficial. Cuando Sebastián compartió la noticia todos en la oficina hicieron un revuelo.

Era una verdadera inversión la que se venía encima, no solo monetaria sino también de tiempo y recursos humanos. Joel estaría atareado, tal como siempre lo quiso.

Con motivo a la buena nueva se planeó una pequeña celebración para el sábado que le seguía. Sería sencilla y prácticamente se había improvisado de un día para otro, pero la mayoría del personal prometió asistir. Se preparó el pequeño salón, que solo se usaba para las posadas, y se mandó hacer un menú tan austero como rápido.

De igual manera a mí me emocionaba la idea de que todos pudiéramos reunirnos para festejar el futuro prometedor que se pronosticaba a la empresa. A todos los que trabajábamos en ella.

Había escogido una bonita blusa blanca de tirantes y una larga falda negra hasta a rodilla. La verdad es que salía tan poco a celebraciones que prácticamente tenía todo sin estrenar y muchas ganas de ver cómo lucía.

Gracias al cielo el moretón de mi ojos había desaparecido y pude dejar los lentes oscuros junto a los que usaba para trabajar. Sabía que no vería más allá de dos metros, pero me gustaba mi cara sin gafas y era una buena ocasión para probar qué tal me iría.
Siempre quise comprarme unos lentes de contacto, mas no me animaba por el miedo de cometer un error al ponérmelos.

Esperaba no terminar de nuevo con una marca en la cara, con la última había suficiente. Tenía que mantenerme alejada de Jiménez si quería terminar entera. Sonreí al recordar a ese loco.

Estaba colocándome los aretes cuando me llegó un mensaje. No tuve ni que levantar el celular para saber de quién se trataba.

Dulce ❤️
¿Adivina quién ya está lista?💃

Miriam
¿Siempre sí vas a venir?

Dulce❤️
Sí 😉. Mi maravilloso marido va a cuidar a los niños con la única condición que mañana pasemos todo el día con su mamá.

Miriam
¿Ese es el sacrificio?

Dulce❤️
Él aún no sabe que adoro a su mamá y somos mejores amigas 😝.

Miriam
Me alegra saber que estarás por allá.
¿Quieres que pase por ti?

Dulce
Si ya sabes 😉.

Miriam
Okey, te dejo porque me tengo que apurar.

Me di un último vistazo en el espejo.  La única desventaja del cabello corto hasta los hombros es que no tienes muchos peinados para variar, por lo que siempre terminaba llevándolo suelto. Pero quitando eso me sentí satisfecha, ya había hecho todo lo que podía, así que solo me quedaba disfrutar de la noche.

Recogí a Dulce a las ocho. Salió de su casa despidiéndose de toda su familia, bromeó con que era Cenicienta cuando se subió al automóvil, porque cada uno le pasaba alguna cosa que había olvidado.

—Que guapa, a quién vas a conquistar —chifló cuando emprendido camino.

—Gracias. Tú también te ves muy bien.

—Mis niños no querían dejarme ir hasta que me pareciera a Elsa —bromeó dándose un vistazo en el espejo.

Llevaba un hermoso vestido celeste que hacía juego con sus vivaces ojos. Yo siempre creí que Dulce era una mujer bellísima, con su cabello rubio claro, piel blanca y sonrisa tierna. De no haberse casado tan joven estaba segura en la actualidad seguiría teniendo muchos pretendientes. Sin embargo, ella repetía que no cambiaría a su marido por nadie en el mundo. Excepto por Chayanne, y como no tenía planes de volver pronto a la ciudad, su matrimonio no corría riesgo alguno.

Cuando llegamos ya había un buen número de personas en el interior. Pare ser un festejo tranquilo el encargado de la música se había sobrepasado con el volumen. Nos topamos a Nora en la entrada mientras ordenaba los vasos y platos para servir la comida.

—¡Muchachas, que gusto verlas! —nos saludó cuando nos acercamos. Dulce tuvo que hacer un gran esfuerzo para no abrir la tapa de la tamalera y probar lo que estaba adentro—. Señorita, quería agradecerle por proponerme para la cena de hoy. El dinero me será de mucha ayuda.

—Nadie podía hacerlo mejor que usted —le respondí. No tenía que darme las gracias por nada.

—¿Ese es Arturo! Sí, sí es. ¡Arturo, estamos aquí! —lo llamó Dulce, haciéndose oír sobre todo el alboroto—. ¡Aquí, aquí!

—Ya nos ha notado, Dulce —le dije porque hace rato que venía para acá y no era necesario avisarle a todos, literalmente, que estábamos ahí—. Así que al final se ha decidido a venir.

Asintió después de saludarnos a las tres. Reconocí, en mi interior, que se veía bien con su camisa blanca impecable y pantalón negro. Hasta parecía que nos habíamos puesto de acuerdo.

—Mi madre ha decidido pasar la noche en casa de mi tía para despedirse. Pasaré por ella saliendo de aquí.

—¿Entonces sí se marcha?

—Mañana. Me ha costado mucho convencerla, pero al final terminó aceptando visitar a papá. Sé que estando allá no regresará por un tiempo, la familia no la dejara volver y yo también apoyaré su decisión.

Suspiré sin saber qué decir. Debía ser difícil decirle adiós a alguien que quería tanto.

—Esperen un segundo, ¿de qué me perdí? —intervino Dulce que no podía sobrevivir sin contar con la información completa.

Arturo me había platicado que su madre volvería a Guadalajara. Después de mucho insistir había logrado que accediera a su petición al recordarle que el resto de su familia le echaba de menos. Era lo mejor para ella, según él, aunque no sabía si a alguien tan sociable como Jiménez le sentaría bien la soledad.

Seguía escuchándolo explicarle a Dulce cuando visualicé a Sebastián charlando con la pesada de Carlota. Me saludó con un sencillo ademán y yo le correspondí con una sonrisa. Lo miré por unos largos segundos, pensando que esa noche sería la última que estaría antes de irse por una temporada. «Pero no tan de cerca», entré en pánico al verlo despedirse de Carlota y acercarse a nosotros.

Me integré a la conversación tan rápido como me fue posible.

—¿Cómo va la fiesta?

—¡Muy bien, Lic.! Usted qué tal, ¿listo para las vacaciones? —preguntó confianzuda mi amiga, como si ausentarse unos días le quitara la autoridad. Hasta se atrevió a darle un golpe en el hombro y yo le hice una mueca para que se detuviera.

—Preparado —le respondió con una risa—. Por cierto, Miriam, quería darte algunas instrucciones antes de mi viaje. ¿Podrías acompañarme a la oficina?

«¿En serio, trabajar el sábado por la noche?»

Quise negarme, en verdad quería, pero no me atreví ni siquiera cuando la mirada de Arturo me transportó a esa conversación que tuvimos en la que me recomendó hacerle saber a mi jefe si algo no me agradaba. Pero es que ni siquiera encontré la fuerza para decir que no, al notarlo ya me encontraba siguiéndolo y maldiciendo mi flaqueza.

No ayudó que el encargado de la música justo escogiera Te aprovechas de Grupo Límite al marcharme y Dulce la cantara como si estuviera en karaoke con toda la intención que captara la indirecta.

Ni siquiera se había marchado y en su oficina ya se notaba su ausencia. La tarde pasada había guardado todas sus cosas, por lo que el escritorio, siempre repleto de carpetas y hojas, se encontraba vacío de punta a punta.

—No te lo había dicho, pero puedes usar esta oficina a partir del lunes —me avisó amable.

—Muchas gracias, pero preferiría no moverme de mi escritorio —respondí. Me sentiría muy extraña en un sitio que no me correspondía.

—Pensé que algo así me dirías. De igual manera dispones de todo lo que necesites ahora que estarás a cargo. Cualquier cosa llámame, tienes mi número y correo, estaré al pendiente de cualquiera de tus mensajes...

—Todo irá bien —lo tranquilicé. Era la primera vez que se iba de vacaciones, que dejaba sus obligaciones en manos de otros, era normal quisiera tener todo bajo control.

—Lo sé. Pondría las manos al fuego por tu trabajo —confesó con sinceridad. «Bueno, al menos tantos años habían servido de años»—. Es increíble lo que cambió este lugar desde que nació como una locura.

—Para ser una locura resultó muy bien, ¿no cree? —le pregunté con una sonrisa.

Él me dio la razón, y yo en parte a él. Poco quedaba de esos jóvenes con imaginación desbordante e iniciativa que deseaban moldear su propio futuro, se habían convertidos en hombres con más conciencia de su responsabilidad.

José Luis era el del dinero, nació en una cuna de oro, sus padres lo apoyaría en cualquier tontería que se le pasara en la cabeza incluso cuando tuvieran conocimiento de que aquello lo convertiría en un chico mimado.

Sebastián, en cambio, viniendo de una humilde familia no tenía oportunidad de perder el tiempo, atrapó una oportunidad en la ciudad y no dudó en tomarla. Se esforzó por salir adelante aun cuando el viento tiraba en su contra, sacrificó su juventud obligándose a madurar demasiado rápido.

La verdad es que nadie entiende, ni siquiera ellos mismos, como dos personalidades tan opuestas pudieron embonar tan bien, pero lo hicieron. Cuando se conocieron en la universidad, uno con el firme objetivo de alcanzar sus metas y el otro sin razones para seguir adelante, surgió la idea . La madurez le había caído bien a José Luis, no podía ser de otra forma si quería seguir al frente de un negocio que crecía como espuma.

—Sí, pero eso no quita que en ese entonces lo fuera —recordó sentándose en el escritorio. La nostalgia lo llevó lejos, no me atreví a traerlo a la realidad porque yo también tenía unos incontrolables deseos de regresar en el tiempo—. Yo debía tener unos veinticuatro cuando empezamos, aunque a ti te conocí un par de años después, ¿cuántos años tenías en ese entonces? ¿Unos diecinueve?

—Veinte —lo corregí con exactitud. Tenía muy presente ese dato. Me senté a su lado con las ideas viajando al pasado—. Acababa de enterarme que tenía que hacer las prácticas, no tenía ni idea de dónde podría conseguir un lugar. La mayoría de mis compañeros ya presumían sus cartas firmadas y yo ni siquiera había empezado a buscar. Así que un día en el periódico leí estaban buscando personal y les rogué me aceptaran como practicante —reí al acordarme en todos los problemas los metí porque en ese entonces la empresa no tenía acuerdos y no me rendí hasta que me dieran el sí. El trabajo quedaba cerca de casa  y el horario era perfecto para no afectar mi rendimiento académico—. Don Avelino me tuvo tanta paciencia que jamás podré pagársela.

—Claro, en ese entonces estaba por jubilarse. Nos había ayudado mucho a sobrevivir los primeros dos años, cuando éramos unos completos ignorantes y su experiencia era la única que nos mantenía a flote. Ninguno de los dos queríamos que se fuera, se lo pedimos tantas veces como pudimos, pero...

—Él estaba decidido. Quería recuperar el tiempo perdido con su mujer e hijos después de tantos años de trabajo.

Y nadie pudo sacarlo de su deseo.

—Recuerdo que el último día que estuvo aquí mencioné que siempre tendría las puertas abiertas aquí. Quizás... Quizás pensé que con eso lograría no se fuera, que sería capaz de retenerlo entre nosotros. Él me agradeció tal como lo hacía. —«Con el corazón en la mano»—, pero su respuesta fue certeza: "Me iré, hijo, no hay vuelta atrás. Sin embargo, debes estar tranquilo, sé que es apenas una niña, pero te dejo en buenas manos". Confieso que en ese momento no le creí, pero ahora sé que no mentía.

Sebastián buscó mi ojos, mas yo fingí que estar distraída en mis zapatos para no sostenerle la mirada. La manera en que lo pronunció, con tanta confianza y franqueza, me hizo un nudo en la garganta. Tal vez él sí sentía afecto por mí, aunque no era el que yo tenía para él. Es tan difícil amar a alguien que jamás pasará de quererte.

—Ni tan buenas manos, porque al principio cometí muchos errores —admití apenada, rompiendo el pesado silencio.

—Bueno, muchos de ellos nos sirvieron para crecer. Hemos levantado esta empresa a prueba y error...  Miriam, he querido decirte algo desde hace unos días, pero no he encontrado el momento para hacerlo.

«¿Y le parece que este es un buen momento?» Mi corazón se paralizó. La débil sonrisa que había comenzado a dibujar se borró al escucharlo serio. Contuve las preguntas para cuando él se decidiera a explicármelo, pese a que la prudencia no fuera precisamente una de mis cualidades.

—Hace unas semanas cuando me llamaste porque venía tarde...

«Ay, no. Justo cuando ya lo había superado».

—Lamento haberlo molestado —me adelanté antes de que comenzara su sermón. Lo último que quería oír era sobre mi indiscreción.

—No, no, yo soy el que quiero pedirte una disculpa —me sorprendió. «Este es el momento en que una despierta». Me jalé un mechón mientras fingía acomodarme el cabello. «Sí, era real»—. Estaba tan perdido por la ruptura con Sarahí que no sabía qué hacer, sinceramente la última persona que tenía que pagar por ello eras tú, que habías aguantado mi mal humor, desplantes y estupideces todo ese tiempo...

—Es mi trabajo —alegué para que se detuviera. No tenía que explicármelo, porque no me sentía orgullosa.

—No, tu trabajo terminaba cuando me comporté como un patán y me preocupé solo por mí sin pararme a pensar en ti —expuso, frustrado. Mi corazón latía tan fuerte que pensaba en cualquier momento lo echaría afuera—. Te quedabas hasta una hora después, me saturaba de trabajo para mantenerme ocupado, para no pensar, sin tener en cuenta que con ello tú también tenías que pagar.

—Olvídelo, yo ya lo he hecho —lo interrumpí para que dejara de culparse por algo que yo había dejado atrás.

—Gracias, Miriam. De verdad, no puedo imaginar este lugar sin ti. Has estado conmigo desde que empecé y jamás me he detenido a decirte lo importante que eres...—habló con la mirada en la nada hasta que se detuvo y carraspeó—, para esta empresa.

«Para esta empresa. Auch»

El silencio se convirtió en una roca sobre mi espalda, las palabras no salieron de mi garganta. Si respondía o no daba lo mismo, me delataría mi tono desilusionado o fingidamente indiferente. «Debí tomar ese taller de teatro en la secundaria», me reproché.

Había luchado por muchos años por soltar a esa chica estúpida que estaba desesperada por cariño y se había aferrado a una ilusión infantil, esa que vivía encerrada en historias con finales felices. La que a veces creía que había ganado la batalla, que un par de descalabros serían suficientes, pero bastaban un par de palabras para tirar cualquier avance.

Era tan ingenua, tan idiotamente ingenua, que me transformaba en esa chiquilla sin oponer resistencia. Y ahí estaba de nuevo, creyendo que unas frases lindas se transformarían en una declaración.

Yo era útil, no importante, supongo que Sebastián había elegido una palabra menos fría.

—Miriam...

—Licenciado Valenzuela, ¿puede venir? Lo están esperando.

Suspiré aliviada cuando una mujer ingresó a la habitación para solicitar su presencia. Era la manera perfecta de escapar de ahí, aunque fuera un consuelo momentáneo porque no podía cerrarle la puerta a mis pensamientos.

José Luis lanzó un discurso que generó una ola de aplausos, me hubiera encantado saber qué causó tal euforia, pero seguía distraída, aplaudiendo como foca solo para no desentonar con el resto de los asistentes. En el cúmulo de personas no encontré a Dulce por más que me alcé de puntillas, por lo que tuve que escuchar el mensaje con la cabeza en las nubes.

—¿Todo bien?

Arturo me encontró cuando la multitud se disipó. Fingí que no me había asustado. «¿Qué tenía ese hombre que siempre lograba sacarme un susto?».

—Sí. —Asentí soltando un respiro—. Es solo que estoy cansada, pero quiero esperar a Dulce. Me consuela saber que sus hijos no se duermen hasta que ella les da las buenas noches así que no será tan larga la espera...

—¡Esta canción va dedicada para todos los Sergio!

Escuché su voz resonar por las bocina. La busqué y di con ella junto al hombre de la música. Mi compañero de contabilidad, el único con ese nombre, agitó los brazos como si se hubiera ganado la lotería. Me cubrí la cara al ver a mi amiga usurpar el lugar del DJ. No sé de dónde demonios había conseguido los lentes oscuros y el poder para decidir.

«Esta mujer jamás puede quedarse quieta», pensé mientras la veía moverse en los primeros acordes de la canción "Sergio, el bailador".

La risa de Jiménez se coló por mis oídos, el bochorno me hizo imitarlo.

—¿Escucha esa canción?

—¿Alguien aquí puede no hacerlo? —le pregunté porque me resultaba de lo más tonto su cuestión. Parecía que Dulce quería que hasta sus hijos la oyeran.

Quise reírme de su cara, pero terminó cambiando los roles porque con la cara que yo había puesto él podía carcajearse. Me había tomado por sorpresa al entrelazar su mano con la mía halándome al centro donde todos bailaban. Entré en pánico.

—¿Qué hace?

—Bailemos —respondió, no supe si en una petición o afirmación. Sonrió, él siempre sonríe. 

—Yo no bailo —sentencié para que dejara de estar jugando. No pensaba hacer el ridículo frente a todos mis compañeros de trabajo. A él no le importaba lo que otros opinaran de él, a mí sí.

—Todo mundo baila —consoló divertido—, mal pero lo hace.

—Gracias, Jiménez, acaba de deshacerse de todas mis inseguridades.

—Tú tienes ventajas sobre mí. Nunca he bailado este género. Vas a tener que enseñarme.

—¿Enseñarle? Oh, escogiste a la peor maestra de toda esta habitación.

—Yo tampoco soy el mejor alumno.

—¿A usted jamás le enseñaron que cuando pronostican un desastre debe detenerse? —le pregunté. No entendía cómo no se rendía.

—No.

A mí sí. A mí me repitieron miles de veces que pensara antes de hacer las cosas, que jamás diera un paso en falso, y era sencillo ver que cualquier cosa que hiciéramos Arturo y yo sería un caos, aún fuera un simple baile. Pero es que incluso teniéndolo tan presente ignoré esa voz que me pedía me frenara, porque con él las cosas eran así: fingía oponer resistencia, mas siempre me dejaba arrestar con una sonrisa.

Y me rendí de nuevo. Dejé que me guiara a sabiendas que había olvidado todos los pasos que conocía y que lo haría terrible. No esquivé su mirada cuando mi mano buscó su hombro y la de él mi cintura, porque había algo en ella que me decía sin palabras que estaría bien.

Sabía que estaba triste antes de toparme con él, vagamente lo recordaba, a veces en medio de una vuelta aparecía el rostro de Sebastián, pero entonces reía a carcajadas por lo tonto que nos veíamos y lo feliz que me sentía que terminaba olvidándolo.

  


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