Capítulo 1
«¿Será cáncer?», se preguntó, examinando el lunar del tamaño de Plutón que acababa de descubrir sobre su cadera izquierda. Sin embargo, no tardó en desechar la idea, recordando que ya lo tenía en esa fotografía que sus tíos le tomaron en el lago cuando acababa de terminar la primaria. Además, si su médico hubiese advertido en una revisión de rutina un potencial tumor, se lo habría comunicado. Aunque claro, hacía dos años que no podía permitirse ir al médico...
No consiguió reprimir un suspiro decepcionado al reconocer el lunar como una más de las imperfecciones naturales de su cuerpo. Una parte de ella, tan jactanciosa como culpable, casi deseaba que fuese cáncer. Nadie sería capaz de reclamarle nada si volvía a casa con una noticia así. Su padre guardaría silencio en vez de gritarle que había sido una ilusa y su madre rompería en llanto en vez de lanzarle indirectas toda la cena.
Pero no, su salud oncológica continuaba en buen estado, su organismo no anunciaba ninguna cuenta regresiva evidente y si regresaba con su familia a estas alturas, tendría que ser con el rabo entre las piernas.
El lunar poco a poco fue perdiendo relevancia, reducido a otro aspecto de su físico que producía desagrado. Liv no se consideraba una mujer especialmente fea, como también asumía que no era agraciada. Solo era. Tenía los ojos cafés y el cabello rizado de sus padres y problemas de vista como su abuela, con la diferencia de que para ella era imposible costear unas gafas, por lo que se la pasaría bizqueando para leer los carteles del metro por el resto de su vida.
Aun así, un rechazo profundo hacia su aspecto le había impedido lidiar con su reflejo desde que tenía diecisiete años. Ahora, con veinticinco, se enfrentaba a aquella gran desconocida de piernas regordetas y pecas que resaltaban incluso sobre la piel morena otra vez.
Sobraba decir que no lo hacía por gusto. Todo lo contrario. Pero si iba a desnudarse para unas quince personas en menos de dos horas, debía antes desnudarse al menos para ella misma.
El pensamiento la aterraba, no por un dilema moral, sino porque todo lo que pasaba bajo las camisetas holgadas y los vaqueros había sido un misterio para el mundo desde hacía un buen rato.
Tuvo que contener un grito cuando Erica se lo sugirió. Erica sí era la clase de persona que podía atreverse a algo como aquello. Aparte de una adormecida faceta artística que, al igual que Liv, nunca supo despertar, había muchísimo orgullo en la forma en que llevaba su cuerpo. Siempre fue así; se notaba que lo amaba y nunca se disculpaba por él, aunque la gente le exigiera hacerlo.
Fue alrededor de esa seguridad que construyó una carrera de modelaje a través de las redes, y a pesar de que tenía sus altas y bajas, su base de seguidores la percibía como una inspiración que excedía los límites de lo posible para un ser humano.
Muy dentro de sí, Liv la envidiaba. Envidiaba su confianza tanto como su físico, que debía ser la primera imagen que se le venía a la cabeza a uno al oír la frase «los huesos son para los perros.» Liv tenía claro que nunca sería tan mujer como Erica, que lo que las separaba era más que unos cuantos kilos y una sonrisa contagiosa. La energía que su compañera de piso irradiaba era de una sexualidad sin tapujos, una profunda alegría de existir, con la inocencia de su estilo pin-up y la explosividad de sus curvas y guiños.
Tras cinco años viviendo bajo el mismo techo, jamás la había escuchado teniendo sexo con nadie, pero se imaginaba que si algún día pasaba, tendría que escoger entre tirarse por la ventana o volverse monja. Eso sí que sería un punto sin retorno.
Pasados veinte minutos de examinación exhaustiva —excepto de las partes que no enseñaría jamás—, decidió vestirse. Una sensación liberadora la invadió al verse de nuevo en su sudadera de la Universidad de Nueva York —aún no tenía la voluntad requerida para deshacerse ella— y sus pantalones de mezclilla. Lo único que le faltaba era encontrar una goma para atarse el pelo, misión a la que ya había renunciado hacía meses.
No creo que tengas el perfil de una estudiante de bellas artes...
Las palabras de la consejera vocacional seguían retumbando en sus oídos después de tanta vida, sobre todo cuando reparaba en su guardarropa. Pestañando con fuerza, se ordenó dejar de rememorar eso. No podía llorar hoy. ¿Qué pensarían los extraños?
En su carrera por no perder el metro y huir de sus malas decisiones, estuvo a punto de chocar con Erica, que luchaba por abrir la puerta del apartamento sin que se le cayeran las bolsas que sostenía. Liv la ayudó a entrarlas y ponerlas sobre la mesa, acentuando sus prisas para ahorrarse una conversación incómoda. Su único consuelo a lo largo de la tarde había sido la esperanza de no toparse con ella hasta regresar, y ni eso le concedía el universo.
—¿No te has ido aún? —preguntó Erica, jadeante. Tenía la tendencia a abrigarse demasiado para salir durante los cambios de estación y los víveres eran pesados.
—Estaba por irme —respondió Liv.
—Ah, genial, entonces. —La miró con seriedad—. Curly, sabes que no tienes que hacer esto si no quieres, ¿verdad?
La más alta sonrió ante el sobrenombre y resopló ante las demás palabras. No fue un bufido de enojo, sino de resignación. Uno que Erica se sabía de memoria.
—Claro que tengo que hacerlo. Me despidieron, ¿te acuerdas?
—Sí, pero puedo sostener esta situación un mes o dos. Sabes que puedo, sobre todo ahora que esa marca de portaligas está interesada en...
—Ese es tu dinero y con él pagarás tu mitad del alquiler y tus gastos —interrumpió secamente Liv—. Deja que yo use mi dinero para pagar lo que me corresponde.
—No tienes dinero.
—Y es justo lo que voy a conseguir.
Los ojos grises de Erica brillaron con ternura y preocupación. Su expresión estaba marcada por el agotamiento.
—Esa honradez te llevará a la ruina, ¿eh, Curly?
Liv forzó una risa casi sincera y se despidió de ella con un ademán mientras salía al trote hacia el pasillo. Si bien quería proyectar comodidad frente a su amiga, por dentro se moría de miedo.
¿En serio no podía ser cáncer?
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Después de un larguísimo viaje en metro y varias manzanas de caminata, por fin se encontró ante las puertas del centro artístico. Se trataba de la segunda de cuatro casas adosadas de ladrillo, con una apariencia angosta y estirada que hacía marear. Miró su teléfono para comprobar la hora y subió los peldaños del pórtico a toda velocidad, antes de arrepentirse.
A pocos segundos de haber tocado el timbre, un muchacho latino de cabello largo y simpáticos ojos cafés la recibió.
—Tú debes ser Olivia, ¿no?
—Solo Liv, por favor.
—Yo me llamo Diego Rivera. Sí, como el pintor. —Un gato atigrado apareció entre sus piernas—. Y él es Velázquez. Sí, como el pintor.
Liv estrechó su mano y le dedicó al minino algunas caricias detrás de la oreja. Acto seguido, Diego la guio a través de un breve recibidor y dos tramos de escaleras. A medida que que exploraban el estudio, iba contándole cada una de las actividades que se desempeñaban allí.
—Yo soy el fundador y enseño a trabajar con cerámica. No suelo venir los martes, pero justo hoy hubo un problema y tuve que reemplazar a otro profesor. Mi novia, Paulina, da un taller de dibujo los jueves, por si te interesa. Tu trabajo va a ser con el grupo de pintura y figura humana. Tal vez estar sentada por una hora parezca sencillo, pero déjame decirte que no lo es. Llega un punto en el que solo quieres moverte y te desespera no poder siquiera cambiar el brazo de sitio.
—¿Lo has hecho? —quiso saber la muchacha, ignorando el revoltijo que la advertencia sembró en su estómago.
—Hace un par de años. Definitivamente no era para mí. Como te imaginarás, estaba tratando de sacar a alguien de un apuro. Siempre lo estoy. —En su tono no había resentimiento. Es más, la idea parecía divertirlo.
Liv se mordió el labio y el resto del recorrido prosiguió en silencio. En cuestión de un minuto alcanzaron el final de un pasillo penumbroso donde había corrido el riesgo de tropezarse con Velázquez al menos tres veces, y Diego señaló la puerta.
—Aquí puedes cambiarte.
«Querrás decir desnudarme», pensó Liv con amargura. El sonido de una puerta que no era la indicada la obligó a girarse de un salto.
—Perdóname —se excusó el responsable, creyendo que la había golpeado.
—No pasa nada —exhaló ella, aunque su vida había pasado frente a sus ojos.
El hombre no hizo ningún gesto que amparara la gentileza de su disculpa. Al contrario, se lo veía impaciente, hasta molesto, quizás. Diego no se lo reprochó y los presentó igual que si nada hubiera ocurrido.
—Caleb, esta es Liv, la nueva modelo. Liv, Caleb, uno de nuestros maestros de pintura.
Maestro de pintura...
Su corazón bajó como un elevador descompuesto, de golpe. Para ella no era extraño codearse con personas atractivas, puesto que Erica conocía a varias a raíz de su trabajo y muchas aparecían en cumpleaños y demás eventos especiales. No obstante, nunca en su vida había contemplado a alguien con la belleza de ese hombre tan de cerca.
Desde la colosal estatura, pasando por sus rizos descontrolados y descendiendo por su nariz recta, deteniéndose en la cuidadosa barba que poblaba su mentón, la sola realidad de aquel sujeto la abrumaba. Tenía una boca carnosa que aparentaba haber sido dibujada, y en las aceitunas que eran sus ojos resplandecían el hastío y la inteligencia. Su voz era grave y nasal; sus manos tan delicadas y poderosas como solo las de un auténtico artista podían ser.
De repente comprendía por qué no se sentía bien en aquel lugar. Lo que había ido a hacer no era la única causa de su nerviosismo. La razón por la que le dolía estar allí, por la que casi no podía soportarlo, era que quienes acudían al taller eran artistas de verdad.
Diego y Caleb lo traían escrito en todo su cuerpo. Sus posturas, la manera de hablar, la ropa que usaban, todo delataba a los gritos esa cualidad que Liv nunca había poseído y jamás podría poseer: bohemia. Ni siquiera la aspereza en el rostro de Caleb conseguía desprenderlo de aquella característica tan inusual, tan escurridiza, tan inalcanzable.
Y él era el maestro de pintura.
—Entonces... —Luchó por hablar Liv. Las palabras no le salían—. ¿Trabajaremos juntos?
Caleb abrió la boca para contestar y Diego se le adelantó.
—No, no —dijo en tono ameno—, Caleb da el curso de bodegones. No tiene nada que ver con la figura humana.
¿Qué era esa sensación en la boca de su estómago? ¿Decepción, acaso?
—Solo cuencos con frutas —aclaró Caleb—, nada de mujeres desnudas para mí.
Su sonrisa estuvo al borde de terminar de dejarla ciega. ¿Qué clase de plan dental tenían en aquel estudio? ¿Qué clase de plan dental tenía toda la ciudad menos ella?
Diego le lanzó una mirada severa a su amigo y tomó a Liv por los hombros suavemente, girándola otra vez hacia la puerta cerrada.
—Te decía, ahí puedes cambiarte. Tómate tu tiempo, pero tienes que estar lista antes de las cinco. Avísame si necesitas cualquier cosa.
Dicho esto, se fue por donde habían venido.
Liv se preparó para entrar al vestuario, pero se detuvo al notar que Caleb no se movía.
—Perdóname si fui grosero. No suelo darme cuenta de que estoy siendo grosero.
—Está bien —replicó ella, transcurridos unos segundos en los que dudó si le estaba hablando o solo era su imaginación—. Yo tampoco me fijo en esas cosas.
Los hoyuelos en las mejillas del hombre se marcaron. Le había resultado graciosa. No obstante, Liv no debía engañarse. Si no se fijaba en esas cosas no era por una naturaleza despreocupada, sino el opuesto exacto. Su pánico a dar un paso en falso o romper el clima informal de una plática era tal que nunca se atrevía a ofenderse por nada, incluso si la actitud del otro ameritaba esa reacción. Caleb podría ser la persona más grosera sobre la Tierra y a ella le daría exactamente igual.
—¿Primera vez que modelas?
—Sí —asintió avergonzada, no estaba segura de por qué.
—No te asustes. Una modelo de pintura no es muy diferente de un cuenco con frutas. A nadie le interesa verte sin ropa.
Aquello debía tranquilizarla, mas solo la encrespó. Caleb podía estar tratando de ayudar tanto como podía estar burlándose de ella y no sabía cuál posibilidad era peor.
—Luego me dices cómo te fue —concluyó antes de retirarse, y aunque Liv planeaba hacer de aquel empleo algo estable, tenía la certeza de que nunca volverían a hablar así.
Se armó de valor para abrir la puerta del cuarto asignado. Era un rectángulo alargado con los muros cubiertos de papel tapiz opaco y un par de tocadores viejos, además de un sofá en el medio acumulando polvo y varios sitios donde colgar prendas de vestir. No tuvo ocasión de analizarlo más antes de encontrarse con que no estaba sola.
Parada frente al espejo, quitándose la bata, había una mujer desnuda.
Liv perdió la voz, su boca moviéndose sin que nada saliera. La mujer, de unos treinta años, no se inmutó. Su mirada verde permaneció indiferente y solo mostró una sutil amabilidad cuando descubrió que había llegado.
—Hola —saludó. A Liv le descolocaba que no buscase cubrirse, aun cuando ya una decena de pintores debía haberla visto—. Tú debes ser la chica nueva. La que envió Erica, ¿no?
—¿Conoces a Erica? —musitó Liv. Que aquella extraña estuviera al tanto de un dato tan público la enervó, como si a través de esa conexión superficial pudiese llegar a casa de sus padres a contarles lo que su hija estaba haciendo.
La modelo se rio y la más joven comenzó a marearse. Era preciosa, con una belleza clásica, como renacentista. Ondas rubias caían sobre sus hombros y en la blancura de su rostro sobresalían rasgos tiernos, armoniosos. Jamás sería portada de Vogue, así como Erica jamás sería modelo de pasarela, pero, de algún modo, su hermosura era mil veces más atractiva.
—Claro que la conozco —contestó—. Es una chica estupenda. Cuando dijo que una amiga suya podría pasarse por aquí un día de estos, supe que sería bonita como el infierno.
El ardor se apoderó de las mejillas de Liv y agradeció que entre tantas pecas sus sonrojos pasaran desapercibidos. Era el lado amable de aquella invasión de la que todos los otros miembros de su familia eran libres. Las pecas distraían de cualquier cosa y a las personas como aquella mujer le llamaban la atención, convenciéndoles de que contaba con un encanto peculiar. Pero no eran más que manchas sin mérito alguno.
—Puedes empezar a prepararte si quieres. Avísame si necesitas que me dé vuelta. Sé que al principio da una vergüenza que te cagas, pero no te preocupes. Nadie...
—Nadie quiere verme sin ropa —completó Liv.
Una nueva risa. Era de risa fácil, al parecer.
No tardó en presentarse como Astrid, que significaba «divinamente hermosa.» Ella misma se encargó de hacer esa distinción. Y vaya que lo era. A pesar del recato, Liv no logró impedir que sus ojos descendieran hasta los pechos, pequeños y orgullosos, como toda ella.
En la secundaria utilizaba las duchas de la escuela, y mentiría si negara haber reparado en los senos de sus compañeras en algún punto. Sin embargo, ambas situaciones no podían ser más opuestas. Porque aquellas duchas eran un campo de batalla emocional, tierra de nadie. Las chicas que se llevaban mal con otras les robaban la ropa o les enfriaban el agua, la lucha por quedarse con la regadera más potente era eterna, y las risitas y comentarios malintencionados iban y venían como proyectiles.
Notar los pechos de alguien en ese contexto surgía siempre desde el rencor, desde la fobia a no ser aceptada, y si no partía de esa motivación, se convertía en una palabra sucia. Mirar a Astrid era otra historia. Era reconocer en ella algo agradable, como darse cuenta de lo largas que eran sus pestañas o lo bien formadas que estaban sus cejas. Era asumir, al menos para sus adentros, que el cuerpo no era solo una carga que se llevaba, sino una cosa viva y valiosa, tanto como sus pensamientos.
Toda la paz tensa, toda la intuición de que a lo mejor nada era tan malo, salió disparada de ella cuando su mirada siguió bajando y se encontró con la línea divisora de su sexo. ¿Acaso había que depilarse? Nadie le había avisado. Si entraba al salón y el profesor le decía que no podían ver sus proporciones debajo de tanto vello, se moriría ahí mismo.
Astrid no ocultó su diversión.
—Estás aterrada, me doy cuenta. Cuando todo lo demás falle, intenta relajarte y pensar en Leonardo DiCaprio. Es lo que yo hago.
—¿Y funciona? —cuestionó Liv, esperanzada.
La rubia le dedicó una guiñada cómplice y pasó a vestirse. Ya estaba lista para regresar a su casa, a mirar Netflix y comer ramen —ese abdomen no se consigue comiendo ramen y mirando Netflix, susurró una voz socarrona en su cabeza, parecida a la de Ginger Franklin, la miembro del club de teatro que siempre le robaba la ropa mientras se duchaba—. Puede que Liv la envidiase un poco. Solo por eso. Por eso y por... todo lo demás.
Parándose frente al espejo al otro lado de la habitación, comprobó que Astrid no estuviese observando y se quitó la sudadera y la camiseta que traía debajo de un tirón. Verse en sujetador la molestaba incluso más que verse desnuda. Su pecho y vientre estaban cubiertos de aquellas marcas amarronadas que no se contentaban con dominar su rostro, y el lunar de la cadera parecía más una verruga. Los hombros y brazos eran extremadamente delgados y no tenía cintura discernible. Debajo del sostén, los pezones oscuros se quejaban del frío.
Se quitó las zapatillas y los vaqueros, tan digna como pudo sin tener donde sentarse —opciones había de sobra, pero no quería acercarse tanto a Astrid, quien ya estaba abrochando los últimos botones de su blusa—. Ahí estaba, el cuadro completo —nunca mejor dicho—: un cuerpo escuálido hasta aparentar enfermedad en la parte superior, ensanchándose con poca gracia hasta dos piernas robustas que hacían de comprar pantalones una tortura. Su anatomía era un mosaico de diversos tipos que no se acoplaba a ninguno, que no se podía encasillar, y no en un sentido halagador.
El sonido de Astrid subiéndose la cremallera de la chaqueta la asustó, haciéndola recordar que aún no estaba sola y que había una cosa que debía preguntarle antes de que se fuera.
—¿Tienes una goma para el pelo?
Astrid la miró como si no hubiera escuchado.
—¿Eh?
—Gomas para el pelo. Quiero hacerme una coleta y perdí todas las mías.
La mayor la examinó por un instante y se encogió de hombros.
—No, no tengo ninguna. Pero si te sirve de consuelo, no creo que haga falta que te recojas el cabello. Además, si te sientes pudorosa, puedes usarlo para cubrirte las bubis.
Un término como «bubis» en el elevado acento de Astrid era desconcertante. Tanto así, que por un momento no comprendió lo que decía.
No odiaba su cabello de la misma manera en que tampoco odiaba su cuerpo; solo prefería ignorarlo, mantenerse en una relación neutral con él. Pero tras años de maestros que le exigían atárselo y de sus primas planchándoselo profusamente cada mañana antes de salir, era un desafío confiar en que en verdad tuviera permiso de llevarlo suelto.
—Déjalo así —insistió Astrid, sonriente—. Será bueno que practiquen otra clase de textura. Me parece que se la pongo demasiado fácil.
Ambas soltaron una risa controlada.
—Suerte, Livie.
El diminutivo plantó una especie de calidez en su corazón. Cuando Astrid se fue, ya no tenía tanto miedo.
Inspirando profundo, dejó caer el sujetador y las bragas, colocándose la bata que usaría para desplazarse hasta el salón a toda prisa.
Era ahora o nunca.
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Después de tanto tiempo, por fin me atrevo a iniciar esta novela. No llevo mucho escrito aparte del primer capítulo, pero la he planificado hasta el veinte y siento que no podré continuar hasta conocer mejor a los personajes a través del trabajo directo, así que creo que es un buen momento para comenzar su publicación. Espero decidan quedarse y se gane un lugar en sus corazones <3
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